La muerte de Eloy de la Iglesia, de 63 años, ha impactado al cine español de golpe. De forma imprevista. Con contundencia. La misma que dejó su obra cinematográfica. Adalid y representante de un cine marginal reflejo de la realidad social, de los sectores marginados y de la delincuencia juvenil que tuvo su esplendor a principios de los 80, De la Iglesia hizo de la trasgresión, del cine contestatario e ideológicamente posicionado su peculiaridad más recordada en un cine de corte popular y sin miedo al ridículo, pese a lo chabacano de muchas de sus propuestas.
Sin embargo, su obra siempre ha estado envenenada con un subfondo de denuncia hacia la represión y la censura. Obras como 'El techo de cristal' o 'La semana del asesino' procuraron un cine efectista, émulo de corrientes terroríficas europeas intentando insertar erotismo y sanguinolencia en dosis que desafiaran la mentalidad represora y puritana de la época o posteriores películas de la talla de ‘La criatura’, ‘El sacerdote’ o ‘El diputado’, que aprovecharon la muerte de Franco y el inicio de la transición para exponer de un modo burdo y sucio las miserias de una sociedad en pleno proceso democrático, destapando tendenciosamente con humillación y desagravio los círculos derechistas, ultraconservadores y eclesiásticos. 
A pesar de no poder llevar a cabo su ambicioso proyecto sobre la historia de amor en Euskadi entre un abertzale y un guardia civil, que finalmente no se materializó, Eloy de la Iglesia, con el inicio de los 80, hizo que su obra se decantara hacia el conflicto generacional de una juventud perdida en una época de oportunidades que se cristalizó con ‘El Pico’ y ‘El Pico II’, ‘Navajeros’ y ‘Colegas’ (todas con su actor fetiche José Luis Manzano), parábolas callejeras sobre la drogadicción, la homosexualidad, la delincuencia, el sexo barriobajero ‘a pelo’ y la abulia juvenil entre chutas de caballo y gamberrismo en un orbe de marginados que marcarían el principio de aquella década.
Un subgénero cinematográfico ‘quinqui’, que Eloy de la Iglesia encabezaría junto a José Antonio De la Loma (y sirvan estas líneas como recuerdo ofrendístico), autor de esa trilogía imprescindible que supuso ‘Yo, el Vaquilla’, ‘Perros callejeros’ y ‘Los últimos golpes del Torete’, su particular acercamiento a los compulsivos barrios bajos de Barcelona, a la drogadicción, la delincuencia, la rebeldía. Un género de bajos fondos habitualmente vilipendiado, centrado, en el caso de La Loma, en la figura de Juan José Moreno Cuenca, “El Vaquilla”, símbolo generacional, prototipo de una juventud marginal sin rumbo que creció entre droga y atracos, a golpe de pistola y navaja, de persecuciones en coches robados con banda sonora de la rumba gitana de Los Chichos y Los Chunguitos, mundo tan arraigado también a la figura de De la Iglesia. 
Eloy de la Iglesia dejaría de lado el cine de droga y ‘trapis’ para centrar su carrera en un cine más comercial y ajustado a aspiraciones artísticas tan desatendidas a lo largo de anterior filmografía; ‘Otra vuelta de tuerca’, basada en la obra de Henry James y ‘La estanquera de Vallecas’, con guión del propio De la Iglesia, su habitual Gonzalo Goicoecha y Alonso de Santos, basado en la homónima obra teatral de éste último con esa la historia de albañil y un delincuente que asaltan un estanco y secuestran a la dueña y su sobrina como rehenes son sus últimas grandes películas con un poso de crítica social menos marcado que en su época de subgénero.
Su última cinta fue ‘Los novios búlgaros’, que pretendió, sin éxito, recuperar su fuerza cinematográfica provocadora y reprobativa aludiendo a la marginación y al cine homosexual. Una forma de contar historias caduca pero reivindicable en el desolado panorama del cine español actual.
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