miércoles, 30 de enero de 2013

Review 'Lincoln (Lincoln)', de Steven Spielberg

Democracia en tiempos de guerra
La última cinta de Spielberg deja a un lado la Guerra de Secesión para diseccionar la personalidad y función política del Presidente más icónico de la historia de Estados Unidos, evitando la hagiografía y afrontando la complejidad discursiva que impone una de las mejores películas históricas de los últimos tiempos.
A Steven Spielberg el cine histórico trascendente siempre le ha estimulado. Su obra está salpicada, de forma directa o indirecta, por tanteos de este calado. A finales de los noventa, después de haberse consagrado con la demoledora ‘La lista de Schindler’, probó fortuna con dos filmes muy distintos entre sí que corrieron contrariadas suertes. Mientras ‘Salvar al soldado Ryan’ logró pasar a ser un paradigma ejemplar de cine bélico y muestra sobrecogedora de la autenticidad épica y sangrienta de la Segunda Guerra Mundial con epicentro del horror del desembarco de Normandía, resuelto como virtuoso trabajo de un director que recobraba su mejor y más aplaudido pulso, un año antes, con la no tan notable ‘Amistad’, el realizador aspiraba a dibujar con trazo profundo un panegírico revocatorio contra la esclavitud cargado de valores culturales, pero que a pesar de la elegante puesta en escena y la habitual destreza de Spielberg la cinta rindió, en todos sus aspectos, muy por debajo de sus ambiciosas posibilidades.
‘Lincoln’ era la ocasión perfecta para redimirse de aquella revisión de un episodio clave en la Historia de Estados Unidos. La adaptación del libro ‘Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln’, un ‘best seller’ de Doris Kearns Goodwin, una profusa biografía sobre el decimosexto Presidente de los Estados Unidos y que recopila su historia y la de los hombres que sirvieron con él en su gabinete a través de su carrera política. Nos situamos así en 1865, durante el cruento ocaso de la Guerra de Secesión y el proceso gubernamental que daría como consecuencia la crucial votación en el congreso de la decimotercera enmienda destinada a abolir la esclavitud en la nación. El alma del país estaba en juego y, como dijo William Seward, secretario de estado de su gabinete e interpretado por David Strathairn, había que elegir entre “sacar adelante la enmienda o la paz confederada”. Sorprendentemente, Lincoln se atrevió a obstruir la paz de la guerra civil para hacer posible uno de los acontecimientos más importantes de la historia de la democracia del país, planificando un proceso para que se diera antes del fin de la conflagración la extinción de la esclavitud, ya que después hubiera sido imposible este objetivo presidencial.
Para Spielberg el conflicto bélico es secundario, explicitándolo únicamente en un prólogo brutal y cinético, donde se observa la cruenta batalla cuerpo a cuerpo entre hombres llenos de odio y de furia. No obstante, la Guerra permanece latente en cada segundo del filme, con alusiones cartográficas e informaciones sobre estrategias y bajas de soldados como la de Fort Fisher o la toma de Wilmington, en ese ambiente enrarecido con la muertes de miles de jóvenes soldados mientras se dirimen legitimaciones, sobornos, promesas y ardides para obtener los votos necesarios para sacar adelante la enmienda. Lincoln visita a sus tropas, escuchando pacientemente como soldados recitan su propio discurso de Gettysburg y reflexiona ante unos daguerrotipos de afroamericanos con un precio en la parte inferior que miraba su hijo pequeño dormido ante la chimenea como presentación del mito y del hombre que marcó el devenir de Estados Unidos. Más que un ‘bio¬pic’ histórico, la cinta se ciñe al metódico análisis político de un momento muy concreto, apenas un mes donde se ponen de manifiesto las maniobras y dispositivos diplomáticos, incluso testimoniando que sobre la Proclamación de Emancipación se infringieron algunos escarceos difíciles de justificar legalmente. Se trata de una disección de la política donde la democracia coexiste como telón de fondo, como objetivo en tiempos de guerra y sufrimiento.
‘Lincoln’ rehúsa en todo momento a un beneplácito que caiga en el prisma hagiográfico. No existen monólogos entusiastas, ni superfluos encomios hacia la figura de un presidente idealista y pragmático, porque tanto Tony Kushner (guionista de esa otra obra maestra que es ‘Munich’), como el propio Spielberg, reconocen una legítima estimación por Lincoln humanizando su vertiente familiar, despojada de heroicidad al vislumbrar detrás de su carisma a un hombre cuya familia está rota por el dolor de la pérdida de un hijo pequeño por el tifus y por un irrespirable ambiente matrimonial que afecta a su relación con sus otros hijos y al contexto de una Casa Blanca entendida sutilmente como cautividad inevitable.
Pese a todo, Lincoln fue un hombre obsesivo y envejecido a causa de su devoción por el cargo que ostentaba y la vida política vivida con un rasero de coherencia, lo que le sitúo como un gobernante adelantado a su época que no tuvo un legado visible en las administraciones posterior de los Estados Unidos, ya que la clase política parece haber perdido esa integridad que dejó este símbolo americano. Y lo hacen sin subrayados comparativos, ni alusiones que puedan retrotraer discursos para estos nuevos tiempos, más que la de mostrar sin rubor la Cámara era por entonces un gran teatro. Aunque es inevitable pensar que, en tiempos de partidismos y de estulticia política, bien vale una revisión ejemplarizante de político con ideales firmes y conciliadores. Los gobiernos siempre ha sido una piara de juegos sucios y corruptos en la que, en contadas ocasiones, ha emergido alguna figura relevante en la que merece la pena detenerse. Es el caso de Lincoln, que no dudó en utilizar medios poco honorables para conseguir un propósito más importante para el pueblo.
La madurez del genio
No es ‘Lincoln’ una obra que evite el tono grave y dramático en la verbalización de sus argumentos, recurriendo al humor anecdótico, si es menester, ni se amedrenta al comenzar con una dosis de sobreinformación que puede llegar a resultar algo farragosa. Lo cierto es que complejidad de personalidades y enfrentamientos la convierten en una cinta discursiva y hermética, que demanda al espectador una atención muy exigente, trufada de alocuciones, de énfasis y diatribas políticas, de detallismo plagado de testimonios y posturas enfrentadas que van tejiendo una red de personajes necesarios e inexcusables en la composición del mosaico histórico de una de las más valientes e imprevistas cintas de Spielberg de los últimos años. Su tendencia al espectáculo familiar deja paso a la reflexión, al parsimonioso suceder de los hechos, acercándose a la epopeya cuando es necesario, perforando de forma enfática y clínica la vida interior de los despachos y las cámaras legislativas para traducir los plúmbeos diálogos en una suntuosa fórmula de ‘sub-acción’ narrativa.
Hay algo que ha cambiado en Spielberg, en su forma de atender a los personajes, de mover la cámara, de mostrarse transigente con la historia y conseguir, al fin y al cabo, un cine de solemnidad mayúscula. ‘Lincoln’ está infiltrada de la genialidad de un director que ha madurado tras una trayectoria de impecable valía y que apuntala con este magistral filme su visión más clásica y depurada del cine como arte de excelsitud que en contadas ocasiones se tiene la fortuna de contemplar. Además, se entrega al público como reverso de la moneda de la estupenda y maltratada ‘Caballo de batalla’, más grandilocuente e infantilizada, pero igual de válida en su trazo histórico para un público heterogéneo y con enfrentados propósitos. Ahí, Spielberg también es un genio.
Y ésa diferencia era algo inesperado que acentúa la versatilidad de talento y que le ha permitido consolidar un sueño perseguido desde hace décadas. Es capaz de reconstruir con las mismas armas que el propio Lincoln, la lírica templada y sublime de un gran discurso, una obra tan portentosa como esta película. Sin olvidar el póker de ases que suele acompañar al director de la saga de ‘Indiana Jones’, con el intrincado trazado lumínico de un inspirado Janusz Kaminski, la música tan imperceptible como lograda de John Williams, la cadencia del montaje de Michael Kahn o el minucioso e impresionante diseño de producción de Rick Carter, que contribuyen a hacer del filme un episodio épico de pujanza expresiva inalterable.
Un documento histórico conmovedor compuesto de tragedia y esperanza, en la que destaca un respeto nada mora¬li¬zante, que dramatiza perfectamente la recreación de un período trascendental en los anales de Estados Unidos con una doble función; por inaparte, de lección de historia y, por otra, como memorándum de las inconvenientes paralizantes de un país seccionado. A través de esas habilidades y negociaciones de votos para que la enmienda llegara a buen puerto, Lincoln supone el eje de la acción de toda la trama, pero desaparece en numerosas ocasiones, cediendo protagonismo a otros factores del juego que equilibran la balanza, como en el instante en que Mary Todd (Sally Field) recrimina a Thaddeus Stevens (Tommy Lee Jones) delante de la cohorte que saluda al presidente, el desarrollo de cómo W.N. Bilbo (James Spader), Latham Robert (John Hawkes) y Richard Schell (Tim Blake Nelson) convencieron a rivales políticos para votar por la enmienda abolicionista.
Las poderosas imágenes del filme nos dejan momentos para el recuerdo, como la decisión de indultar a un chaval de dieciséis años por una deserción, la secuencia en la que Lincoln deja que su hijo mayor (Joseph Gordon-Levitt) acuda a la guerra sabiendo que si no lo hace vivirá con ese estigma de cobardía y de miedo constatado al ver cómo se deshacen de los miembros amputados de varios soldados supervivientes al conflicto o la imagen de un presidente abatido por el cansancio a lomos de un caballo observar en primer persona el precio de su gesta en los campos de Petersburg atestado de cadáveres de cientos de soldados de ambos bandos.
Tal vez el doble final, tras conocer que Lincoln ha sufrido un atentado en el Teatro Ford de Washington, que inteligentemente se deja en elipsis, sucumba a cierta complacencia, al margen de la cual se le perdona el remarcado ‘sign-off’ final con discurso santificador de un mito sin el que el actor que le ha dado vida no tendría la significancia que tiene en el filme. El tonelaje interpretativo y de mimetismo de un Daniel Day-Lewis colosal redimensiona a su personaje con asombrosa percepción íntima en todas sus facetas; como presidente, esposo, padre y hombre, realizando otro de esos inalcanzables trabajos que suele regalar. Es él quien corporeiza la refulgencia humana de una persona admirable, con defectos y virtudes, más allá de ese monstruoso monumento de mármol que preside el National Mall de Washington o el rostro que comparte con George Washington, Thomas Jefferson, y Theodore Roosevelt en el Monte Rushmore, porque para Lincoln aquel lugar en la historia al que estaba destinado no era tan importante como la Historia en sí.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2013

miércoles, 23 de enero de 2013

Review 'Django desencadenado (Django unchained)', de Quentin Tarantino

Tarantino y la reinvención del ‘afrowestern’
En su pertinaz codificación de géneros, combinando inclinaciones y referencias, Tarantino ofrece un original ‘western’ deudor del ‘blaxploitation’ en una cinta sobre la esclavitud que radicaliza su discurso y supone una soterrada crítica a Estados Unidos y sus raíces.
El logo envejecido de los clásicos de Columbia Pictures, sus créditos refulgentes en rojo sobrecargado se respalda con la canción de Luis Bacalov que daba título a ‘Django’, película de Sergio Corbucci de 1966 y que inspira el nuevo estreno de Quentin Tarantino convoca un anacronismo sobreimpresionado con el encabezado de la historia: “1858. En algún lugar de Texas”. Comienza así un ‘southern western’ esclavista que toma prestado el formato episódico y la patrón visual de aquellos ‘spaghetti’ que tanto han influido en la perspectiva visual del director, que regresa aquí al cauce de ‘Malditos bastardos’ con una reinterpretación disoluta e sublevada de los acontecimientos reales, que enfoca su espíritu explícito sin artimañas a la hora de promover con desvergüenza su esencia ficcional, sin necesidad de responder a ningún condicionamiento cinematográfico, ni histórico, ni fílmico con la que Tarantino fracciona los géneros hacia una metamorfosis cultural propia y distintiva.
Sobre el papel, la narración presenta a Django (Jamie Foxx), un esclavo dentro de una cadena dos años antes de la Guerra Civil que, en su tortuoso camino, se ve liberado por el Dr. King Schultz (un impecable Cristoph Waltz), un cazador de recompensas que viaja en un esperpéntico carruaje de dentista itinerante que le busca para comprarle con el fin de ayudarle a identificar a tres hermanos blancos para quien una vez el esclavo sirvió como trabajador en una plantación. Bajo su prototipo de codificación, cuando se trata de combinar inclinaciones y referencias, de exponer con natural soltura sus ofrendas, ‘Django desencadenado’ propone un viaje de transformación moral y psicológica de un personaje donde la diversidad de contextos provocan una invocación a los ‘spaghetti’ de Corbucci, Sergio Leone, Sergio Sollima o Antonio Margheriti, con ecos de Monte Hellman y salpicadas por melodías de Ennio Morricone o el propio Bacalov, que utiliza de un modo cardinal el ‘blaxploitation’ (cine marginal ideado durante los 70 para la comunidad afroamericana) para definir su esencia de trascendencia sobre el género con finalidades específicas.
De ahí que, pese a esa mezcla heterogénea de ingredientes derivados, Tarantino encuentre un discurso propio, que no expone un homenaje manifiesto más allá de algunos lujos de perversión visual a modo de ofrenda como son esos ‘crash-zooms’ o pequeños retazos referenciales, sino que impone una renovación dentro de las fronteras de los módulos y paradigmas del ‘western’. De hecho, incluye el aliento de otro tipo de filmes ajenos al cine europeo como ‘Mandingo’, de Richard Fleischer, ‘Sillas de montar calientes’, de Mel Brooks, cintas contributivas del ‘blaxploitation’ de Fred Williamson, uno de los grandes pioneros dentro de este tipo de ‘afrowesterns’ como ‘Boss Niger’ o el ‘Thomasine and Bushrod’, de Gordon Parks Jr.. Y ello no parece afectar a su singularidad más allá de sus correlaciones.
Sin embargo, estamos ante otra demostración de filtrado dialógico y cinéfilo, de emoción pura, llevado casi hasta el sinsentido por parte de Tarantino a su universo cinematográfico, en el que cabe ese metalingüismo y estructuración genérica que permite circunscribir su epopeya a una leyenda germánica como la de Sigfrido y Brunilda, reconvirtiéndola en Brünnhilde/Broomhilda (Kerry Washington) y transmutar a su esclavo en un héroe de cuento que debe matar al dragón de la montaña rodeada de fuego y rescatar a la chica, mediante una fábula de historicismo sobre la esclavitud histórica a ritmo de ‘hip hop’ enfurecido. De hecho, cintas como el díptico de ‘Kill Bill’ e incluso ‘Death proof’ tienen más similitudes irrecusables del ‘spaggethi’ que este filme.
Las aventuras de Django y Schultz podrían llegar a malinterpretarse como una visión perniciosa sobre el racismo y los horrores de la esclavitud en el énfasis de Tarantino por recrear un momento concreto y real donde los negros viven una constante pesadilla amoral, violenta, carente de misericordia e injusticia, pero lo cierto es que el director de ‘Jackie Brown’ juega con todos sus preceptos para corregir a ese esclavo encadenado a la representación de la utopía del hombre negro de la época en un “supernegrata”, un superhéroe cercano al cómic con la esencia de aquellos modelos vigorosos y carismáticos como son Shaft, Superfly, Black Caesar, Sweet Sweetback o el mítico Dolemite. Los esclavos observan atónitos a Django, un negro que monta a caballo junto a un blanco, como la transformación de ese esclavo humillado que pasa a ser un majestuoso ídolo, un futurible hombre libre que se permite el lujo de intimidar al hombre blanco en pleno campo de Misisipi. Y es que en esa evolución innovadora en la que Django pasa de vestir un traje de ‘Little Lord Fauntleroy’ a un adecuado atuendo de vaquero icónico e imponente con gafas de sol.
Negocios de carne por dinero
Tarantino además incide en la trama de amistad entre Schultz y Django, mediante un adiestramiento en el que el esclavo encuentra su dignidad como hombre, dándole un sentido a su propia libertad y en último término, descubriendo su propia identidad, a la vez que canaliza su ira contra sus explotadores y el hombre blanco. El doctor sería ese buen alemán que modera y conduce la venganza de Django en su afán por recuperar a su mujer, a la vez que le instruye en el arte de ser un cazarrecompensas: “es un negocio de carne por dinero”, le dice. Al igual que el comercio de esclavos, sólo que con otro filo moral tan ambiguo como apasionante. Es cuando el filme impone un giro radical en su orientación en busca de Broomhilda, que permanece como chica “de consuelo” en Candyland, una enorme plantación de Misisipi con nombre idílico y que es un infierno para el hombre negro.
Es donde entran en juego los otros dos vértices del cuadrilátero, el malvado francófilo propietario de la plantación, Calvin Candie (Leonardo DiCaprio), un negrero y aficionado a la lucha a muerte de mandingos y su viejo siervo de confianza, Stephen (Samuel L. Jackson), representación bastante bastarda y desdibujada del mito del Tío Tom. Candyland es un símbolo de perversión absolutista y abusiva, donde la identidad se difumina dentro de un círculo de corrupción humana detrás de esa hegemonía del hombre blanco y la esclavitud de los negros. Lo paradójico de todo es cómo Tarantino presenta a ese negro envejecido que le ríe las gracias a su amo y que mueve los hilos de la situación a su antojo, presentando a un villano lapidario capaz de manejar a su amo desde el servilismo.
Quienes hayan tachado al de Knoxville de jugar sin prejuicios con la Historia de los afroamericanos y se sirva de ella para ironizar sobre aquellos tiempos de sufrimiento, sometimiento y opresión (entre ellos Spike Lee y su yermo discurso en contra del filme), es conveniente recordar la devoción y conocimiento honesto profundo que ha profesado Tarantino hacia las particularidades idiosincrásicas del pueblo afroamericano y que no hace más que radicalizar su discurso, mostrando la indignación subyacente en el hecho de que en ciertas partes de un país como Estados Unidos aún hoy se siga mirando con recelo al hombre negro y exista una escisión racial, máxime cuando uno de ellos ha llegado a ser presidente del país. En esa línea reivindicativa, ‘Django desencadenado’ es también una insondable crítica a Estados Unidos y a sus raíces, a sus valores y a su autoindulgencia a la hora de retratar su Historia. Como dice Stephen antes de morir en esa explosión final “siempre va a existir un Candyland”. Y eso es algo que no se debe olvidar en el discurso tanto formal como discursivo del filme.
Sin embargo, lo que encauza los acontecimientos y destinos de sus personajes es el orgullo extremo de todos aquellos que van desfilando por la pantalla, desde el férreo convencimiento de la esclavitud, en el que Candie, sabiéndose engañado por los dos invitados, discurre acerca de los rasgos del carácter del hombre negro hacia la servidumbre con una calavera del antiguo sirviente de su padre, que desguaza para tratar de probar su teoría de que algunos hombres están genéticamente estructurados para ser esclavos, pasando por esa negación de un apretón de manos que provoca una carnicería sangrienta, hasta llegar a la moderación de un hombre con sed de venganza que aplaca sus deseos de apretar el gatillo por el propósito final del plan de rescate de su amada. Es en este tramo donde la verbalización dialogal de Tarantino, que ha tenido fundamental importancia a lo largo del filme, encuentra su eclosión, el clímax de poderosa teatralidad que adquiere un sentido profundo y dimensional, culminando con esa escena de venta del mandingo rebautizado como ‘Hércules Negro’ y el desenmascaramiento del maquinación y desglose de intenciones por parte de los personajes, donde la película deshuesa el debate que daría como consecuencia la abolición y que fue el preámbulo de la guerra civil.
‘Django desencadenado’ continúa ostentando la grandeza de un director dueño de una inquebrantable espontaneidad y absoluto control en cuanto a reinventar modelos arcaicos, sin la necesidad de adjudicar una pauta hermenéutica con el poder intercesor de la imagen y, sobre todo, de la palabra, que actúan en la construcción del sentido fílmico como un ente trascendental dentro de su discurso. Por eso, sus libertades históricas y salidas de tono cómicas, que viran hacia cierto tono de ‘burlesque’ violento y desenfrenado, ya no sorprenden cuando se trata de la dinámica ‘tarantiniana’ y que moldea la violencia con dos tornos bien diferenciados; el que exhibe los esperados ‘riffs’ de violencia escandalosa, de sangre salvajemente extravagante que están más cerca del ‘slapstick’ y que conllevan a esa lógica y subyacente lujuria de la venganza sádica, tema cardinal de su cine y otro tipo de modelo más cruento y poco dado a la ironía, como los latigazos en seco, los gritos de dolor, las marcas a fuego, los ataques perros salvajes, las peleas a muerte entre mandingos, las “cajas calientes” o las castraciones de esclavos. Toda ella referente al esclavismo y sus métodos degenerados.
La violencia, al fin y al cabo, no deja de ser una conducta, un concepto narrativo y un valor dentro de la narración, tanto si es expositiva como si alude a referencias de crítica histórica que muestren su desagrado provocado por reacciones antes que por evidencias visuales en la planificación de las degradantes muestras de racismo que se intuyen en la película. No obstante, es la primera vez que existe un movimiento central romántico en una cinta de Tarantino. Django opera única y exclusivamente por el deseo de liberar a su mujer y vivir en libertad con ella, adquiriendo un entorno de gravedad y solemnidad nunca vista antes en su cine, un tema que se equilibra con su rutinario cine subversivo, tanto estética como ideológicamente y que se aprovecha de la soberbia (y enésima) elección de temas musicales eclécticos y extemporáneos con los momentos de expresión lumínica y de reverencia por el paisaje del ‘far west’, como en los grandes clásicos del Oeste que fotografía par la ocasión Robert Richardson.
‘Django desencadenado’ es una cinta provocadora, que nada en aguas de ambigüedad moral muy turbia, con momentos de comedia negra salpicada de hilaridad desconcertante, como el improbable nacimiento del Ku Klux Klan a modo de ‘gag’ y que no es más que otra consecución cinematográfica por parte de Tarantino a la hora de justificar su condición de autor capaz de crear cine de entretenimiento sin dimitir en su empeño de alternar ese cúmulo de referencias culturales y debates morales que, como ya ocurría en ‘Malditos bastardos’, altera la Historia para paliar la depravación y la injusticia por medio de la venganza de un esclavo como metáfora de una justicia histórica merecida pero nunca llevada a cado, orientando su fábula hacia esa magistral conexión de estereotipos genéricos con la impronta de clasicismo que se ciñe a un lenguaje formal modélico, que es ya un distintivo de un cineasta que ha pasado a los fastos del cine como uno de los grandes revolucionarios de este arte.
- Dossier Tarantino (I).
- Dossier Tarantino (II).
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2013

lunes, 21 de enero de 2013

‘Mátalos suavemente (Killing them softly)’ o la putrefacción del sistema

El capitalismo neoliberal ha logrado destruir no sólo la estabilidad del mundo, sino que ha posicionado a la humanidad en una encrucijada de lodo sin salida: el capital o la vida. No es ajeno el mundo del hampa. El fantasma de la crisis, de las palabras rimbombantes de los políticos, vacías de contenido y valor, sobrevuelan el éter enrarecido de un filme que propone ese submundo también envenenado por la desconfianza y los malos tiempos.
No hay diferencias entre el primer mundo, el que ahora mismo se deshace por la ineptitud de unos ladrones monopolistas y esa cloaca infecta que representa el universo de mafiosos de baja estofa y pequeños ladrones necesitados de subsistencia. La equivalencia no podía ser más clara. El estado es una mierda con pólvora en su interior que ha volado por los aires y ha salpicado a todo el mundo, menos a aquellos que detentan el poder.
Andrew Dominik renueva el ‘noir’ con ‘Mátalos suavemente’, adaptación de ‘Cogan’s Trade’, de George V. Higgins, indagando en la herida de esa crisis a través de un cine de largos diálogos, de chanchullos y ajustes de cuentas, con un lento proceder en una cazería pausada, empleando una visualización poliédrica a la hora de seguir los preceptos literarios, entrelazando conversaciones que poco que ver con la trama con otras cardinales en el seguimiento de sus personajes y destinos.
Su estilo de ‘slow-motions’ en un espléndido e inolvidable tiroteo de belleza sangrienta, la sensación de viaje heroinómano minuciosamente rítmica en un instante crucial del filme y su violencia física y verbal se intercalan con esos ecos políticos en las voces de George W. Bush, Henry Paulson, John McCain y Barack Obama que atribuyen su resonancia ética sobre el putrefacto mundo actual en el que vivimos, no sólo el inframundo criminal que recorre el filme, si no todos nosotros. Los mandos de poder vendrían a ser un ente tan indeterminado y ambiguo como esos mercados colapsados. Y Jackie Cogan (Brad Pitt), un cazador nihilista un tecnócrata que mira por sus bienes.
Las promesas no se cristalizan en soluciones. La culpa desaparece cuando se trata de defender los intereses. Una soberbia comedia negra que no margina otros géneros con los que define su existencia, resuelve sus propósitos en uno de los mejores finales que se recuerdan. Cuando Cogan reclama lo suyo a ese misterioso intermediario de los grandes capos (Richard Jenkins) e intenta escamotearle dinero aludiendo a un cambio de plan por la muerte de otro de los implicados cuando en la televisión a Obama se le escucha decir “Reclamar el sueño americano y reafirmar esa verdad fundamental para muchos: que somos uno”. A continuación el filme cierra de forma fría y sin miramientos con sublime diálogo que exhorta manifiestamente que América, y por extensión de consecuencias económicas todo el mundo, ha sido y es un país de ladrones y tramposos fiscales donde cada hombre sólo actúa para sí mismo.
Driver
¿Escuchas eso? Es para ti.
Cogan
No me hagas reír ¿Somos un pueblo? Es un mito creado por Jefferson.
Driver
Oh… ¿ahora me sales con Jefferson?
Cogan
Mi amigo Jefferson es un santo norteamericano porque escribió las palabras “todos los hombres han sido creados iguales”... palabras en las que claramente no creía, dado que permitía que sus propios hijos vivieran en esclavitud. Era un rico snob que estaba harto de pagar impuestos a los británicos. Así que, sí, escribió algunas palabras que suenan bien e incitó a las masas. Y el pueblo salió y murió por esas palabras. Mientras él se sentaba, bebía su vino y violaba a su esclava. Este tipo (refiriéndose a Obama) ¿quiere decirme que vivimos en una comunidad? No me hagas reír. Vivo en Estados Unidos y en Estados Unidos vas por tu cuenta. Estados Unidos no es un país. Es sólo un negocio. Y ahora, págame de una puta vez.

miércoles, 16 de enero de 2013

Review 'The Master (The Master)', de Paul Thomas Anderson

Dogmas manipuladores y psicologías adversas
Como viene siendo habitual en su obra, Paul Thomas Anderson exhibe su grandeza en una oda cinematográfica sobre la manipulación y los falsos credos convertidos en fantasmas bajo múltiples lecturas, descontextualizando la realidad expuesta como una cronología de la América de postguerra.
Mucho se ha hablado sobre la analogía entre ‘The Master’, de Paul Thomas Anderson y las bases que dictan la dianética de la iglesia de la cienciología propagada por Ron L. Hubbard. Más allá de ese pugna metafísica de poder y religión, el nuevo y abrupto trabajo de un director contracorriente que se postula como un clásico indiscutible no utiliza en todo su metraje, salvo en una excepción, el término “culto” para referirse esa corriente llamada La Causa que vertebra la cinta y que ha sido equiparable a la técnica ‘hubberiana’ de soterrar y resolver los anagramas o incidentes traumáticos que asedian la mente humana. Cierto es que en ‘The Master’ hay una exploración que gira en torno a la convergencia de la fe y la falsedad y que esgrime unos postulados semejantes a esta secta como son los teóricos viajes de regresión en el tiempo, auditorias emocionales mediante hipnosis o la gestión de los problemas desde la prehistoria.
Sin embargo, más allá de eso, Anderson se rehúsa cualquier proximidad equivalente, centrándose en evidenciar de qué forma un colectivo puede absorber la voluntad particular. Su sexta obra no pretende profundizar ni exponer los métodos de un dogma o un culto para atraer a sus devotos, ya que cualquier religión nace de la ficción. Eso es algo que podemos extraer de las líneas fundamentadas de las diversas creencias que asolan el mundo, en cualquier credo que contamina la libertad individual en beneficio de los réditos de las altas esferas que lo detentan, llámese cristianismo, judaísmo, islamismo, hinduismo… etc.
Más allá de eso, se replantea una temática recurrente en el cine del director, asentada en la dicotomía entre padre e hijo, en la autonomía del Ego y superación del Superego; desde John y Sydney en ‘Hard Eight’, Dirk Diggler y Jack Horner en ‘Boggie Nights’, Frank T.J. Mackey y Earl Partridge en ‘Magnolia’ o Daniel Plainview y el predicador Eli Sunday en ‘Pozos de ambición’, el fondo dramático de búsqueda del amor y pertenencia a una familia y la redención de la aceptación siguen siendo temas de permanente heterogeneidad en esa tipología de cine complejo y críptico que caracteriza al cineasta. ‘The Master’ presenta así a Freddie Quell (Joaquin Phoenix), un personaje a primera vista desagradable, desarraigado, obsesionado con el sexo y propenso a la violencia que se evade de sus problemas con la adicción a un potente licor de fabricación propia extraído de carburante y otros derivados químicos. Se revela como uno de esos hijos huérfanos de la guerra con secuelas emocionales que evoca a los soldados reales que regresaron sufriendo un terrible síndrome de la II Guerra Mundial y que John Huston describió en el documental de 1946 ‘Let There Be Light’.
En su pérdida espiritual y desbocamiento conoce a Lancaster Dodd (Phillip Seymor Hoffman), un hombre que se autodefine como “escritor, médico, físico nuclear, filósofo teórico. Pero por encima de todo, un hombre sin esperanza inquisitiva”, “igual que tú” le dice a Quell. Dodd es, a su vez, fundador y líder de un movimiento, La Causa, que utiliza una terapia de vidas pasadas donde sus miembros aprenden lo concerniente acerca de sus existencias anteriores y traumas que deben superar. Con ese encuentro se establece una fascinante y progresiva relación paternofilial de recíproca necesidad, que se desliza hacia la dependencia para acompañar estas soledades contrapuestas. Dodd impulsa una proyección de sí mismo en su pupilo para demostrarse la validez de una doctrina capaz de esconder toda la falsedad moral que atesora esta corriente religiosa. Ambos representan las caras de una misma moneda; mientras uno está desamparado y fantasea dejándose llevar por su lado animal y configura el estereotipo perfecto para ser abducido para La Causa, el otro tiene un séquito que le idolatra y le sigue, aunque en realidad permanezca en un aislamiento que deviene en simbiosis al ver que su discípulo como una fiera salvaje indómita y libre a la que subyugar.
Es este punto donde ‘The Master’ encuentra su apasionante arquitectura de su narrativa, en esa influencia bilateral que ambos personajes se profesan, ocultando sus frustraciones en la aceptación en una familia inventada. Mientras uno trata de dar sentido a la vida después de la guerra, obsesionado con el sexo y la exoneración a sus traumas, el otro insiste impetuoso en la creación de un nuevo tipo de orden, dominado a su vez por una mente que opera en la sombra y que no es otra que su mujer, Peggy Dodd (Amy Adams), fuerza impulsora maquiavélica que domina los bajos instintos de su marido supeditándolos a su control, como da a entender esa escena de masturbación frente al espejo.
Son espíritus afines que encuentran el consuelo de su inadaptabilidad consumida en el abandono en una creencia improbable de fe redentora que solucione sus problemas por la vía rápida. La esfera crítica del filme se concentra en esa abducción de conciencias con las que hacer negocio, a través de un viaje que siembra las teorías primigenias de esta secta religiosa. Los grandes bandos de poder y sus técnicas de manipulación como vehículo discursivo, las mismas que utilizan los sofistas modernos para enriquecerse aprovechándose de aquellos desheredados que caen en las redes de este tipo de soflamas seductoras son las mismas que aprende y asume el propio Quell al final de la cinta, intuyendo el poder de la palabra para mover a la gente a su antojo, doblegando a su maestro, quien no puede retener en su familia a esta oveja descarriada.
‘The Master’ puede verse como una cronología bastarda y fidedigna del nacimiento de actitudes y convicciones que moldearon la América moderna hace décadas, preñada de pequeños detalles que confieren a la película una dimensión casi inalcanzable, llena de símbolos implícitos e imágenes recurrentes como los del test de Roschard, visualizados en los dibujos ininteligibles del oleaje del mar al paso de una embarcación que aparecen en los cambios de actos o las proyecciones, no siempre reales, a las que se enfrenta Quell, ofuscado con la libídine, que recurren a Arthur Schnitzler en su referencia a la hegemonía de las pulsiones sexuales sobre las demás costumbres sociales, así como las secuencias que no obtienen sentido más que asimilando el cripticismo de la obra de Anderson, con múltiples lecturas, descontextualizando la propia realidad que se percibe.
El filme, en este sentido, está repleto de planos y secuencias de significados que podría haber ilustrado el mismísimo Norman Rockwell para proyectar un mundo en busca de la salvación y la prosperidad en tiempos de postguerra, en una época concreta donde un país en ruina y desorientado, que dejó la paz perecedera, abrió otras batallas interiores que afectaron al cariz psicológico y a la forma de pensar. Como le ocurre al propio Quell, que tiene que inventarse esa especie de ‘kool-aid’ que describió Tom Wolfe y que conlleva a su anulación como individuo para beneficio de los sucios intereses de un grupo que juega con la conciencia individual. Pero lo cierto es que lo que hostiga a este ex soldado traumatizado no son sus dudas, su enfermedad o sus adicciones, sino que se trata de un hombre destrozado por la nostalgia de un antiguo amor que, en su búsqueda de libertad, acaba sometido y destrozado, incapaz de recobrar las riendas de su vida sin demostrar que no son necesarios guías ni gurús para afrontar su dionisiaca personalidad.
Anderson compone un mosaico impresionista, tan frontal como hermético, lleno de simbolismos dentro de la exposición de las múltiples intencionalidades que hay a la hora de exhibir las relaciones interpersonales como las diversas disfunciones que convoca la fauna que desfila por este complejo estudio humano. Para ello, el director vive y respira junto a sus personajes, poniendo la cámara cerca del alma de sus roles, escarbando en sus rostros, explorando cada registro de gestualidad y movimientos, con un control absoluto de la cámara, plasmando instante justo y la expresión facial adecuada, sin importarle que el plano no esté a foco, porque es el resultado de su exigente determinación visual. Una obra de cámara donde elipsis y elementos de suma importancia rodean silenciosos e imperceptibles a sus personajes, delimitándolos a una abstracción decretada, acudiendo a ciertos desenfoques literales y simbólicos para razonar desde estados de ánimos, paisajes o situaciones.
La fotografía en 65mm. Del rumano Mihai Malaimare Jr. (que sustituye a su habitual colaborador Roger Elswit) logra plasmar el propósito radiográfico que da como consecuencia esas imágenes equiparables a frescos impresionistas de sobresaliente calado pictórico, profundamente reflexivos, que transfieren tanto la lucha interna como lo anecdótico, adquiriendo el conjunto un grado de relevancia inusual. A ello contribuyen con su excelente trabajo la partitura desordenada y atonal de Jonny Greenwood y el diseño de producción de David Crank y Jack Fisk. Pero, sobre todo, destaca la prodigiosa complicidad de dos intérpretes en estado de gracia; un Joaquin Phoenix que ejerce como el mejor Montgomery Clift en su caracterización de frágil fracasado de impulsos a flor de piel, hombros caídos y mueca ansiosa e inquietante y un Phillip Seymour Hoffman que refrena lo inextricable de la personalidad de su personaje con la contención de un maestro de la actuación, paradigmáticos los dos en sendas secuencias maravillosas en la que Dodd implica a Quell en un proceso de auditoría con preguntas sobre el pasado y los miedos del joven soldado y que supone el comienzo del tortuoso idilio o se enfrentan evidenciando sus estados espirituales en una cárcel separados por los barrotes.
‘The master’ es una obra maestra difícil de procesar, un puzzle dialéctico de emociones y situaciones imprevisibles que llevan al espectador hacia un viaje estético y narrativo que debe sentirse como una experiencia cinematográfica casi extática, como una expresión fascinante de ideas de poética visual insertadas en una obra cuyo núcleo es las prodigiosa conciencia del medio fílmico, esculpida con oficio, pleno de madurez, por un cineasta que se puede permitir concluir su nueva epístola romántica al cine sobre la manipulación de aquellos que prometen alguna forma de vida después de la muerte del cuerpo y haciendo creer a las personas que en realidad se trata de ideas suyas con una contundente secuencia sexual que culmina con la frase “métela dentro, que se ha salido”, fruto de nuevos interrogantes que pueden comenzar a llenarse con la fertilidad de nuevos visionados capaces de esclarecer una mínima parte de todo el caudal de arte que expone Anderson en este grandioso filme.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2013

lunes, 14 de enero de 2013

70th Golden Globes: La noche de Ben Affleck

Ese dicho que reza que los Globos de Oro son la antesala de los Oscar este año se tambalea de cara a lo que pueda suceder el próximo 24 de febrero, principalmente porque una cinta como ‘Argo’, que ayer arrasó en la disciplina cinematográfica, no acumula tantas nominaciones como sus rivales consideradas como favoritas. Ben Affleck se alzó ayer con el galardón a mejor director del año. Un hecho que no se repetirá en los Oscar, fundamentalmente porque no está designado para esta categoría. Son los vaivenes de este tipo de premios, el boato que rodea sendas entregas que cada año nos brindan algunas imágenes para el recuerdo, pero en definitiva mucho que olvidar. Lo de ver a un ex presidente mediático como Bill Clinton presentar el clip de ‘Lincoln’, Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone entregar el Globo de Oro a la mejor película extranjera a Michael Haneke, al agente de la CIA en el que se basa ‘Argo’ o Tarantino escupir el champán en plan comedia pueden ser alicientes para gastar tres horas de sueño en una gala que fue más ágil que en anteriores ediciones. Y fue así, en parte, porque la publicidad con respecto al año pasado disminuyó su presencia en las teles americanas. Y todos los agradecimos.
Tina Fey y Amy Poehler empezaron con una ‘vis cómica’ y una complicidad fuera de toda duda. Animaron y arrancaron varias carcajadas, sobre todo cuando aludieron a la “tortura” sufrida por Katryn Bigelow al estar casada tres años con James Cameron o “la soledad” de Anne Hathaway en su presentación de la pasada gala de los Oscar. Incluso repartieron a Tarantino. Y poco más. Desaparecieron discretamente y salieron un par de veces sin mucho que reseñar. Si en cine ‘Argo’, ‘Los miserables’ (que se llevó el de mejor película de comedia o musical, actor en esta misma categoría –Hugh Jackman- y mejor actriz de reparto –Anne Hathaway-) y ‘Django Unchained’ (guión –Tarantino- y actor de reparto –Christoph Waltz-) fueron las que se racionaron el pastel globero, en televisión ‘Homeland’ se consagró como la serie del momento. Sus dos protagonistas, Damian Lewis y Claire Danes (que repite tras su premio del año pasado) resultaron galardonados, así como Lena Dunham, que capitaneó como mejor actriz de comedia el éxito de ‘Girls’. ‘Game changes’, por su parte, se llevó tres Globos, incluido el de mejor TV Movie o miniserie. El hotel Beverly Hilton de Los Ángeles se puso en pie para recibir el premio honorífico a Jodie Foster, que se extendió largamente en un discurso de defensa sobre la privacidad de su vida, dejando entrever su condición de lesbiana y agradeció varios a personas afines a la actriz en sus 47 años de profesión, incluido Mel Gibson.
Veremos qué sucede en los Oscar. ‘Lincoln’ sigue partiendo como favorita, pero ahora ‘Argo’ entra en las quinielas con serias opciones. Sería la primera vez desde 1989 (entonces sucedió con ‘Paseando a Miss Daisy’) que una película puede ganar un Oscar a la mejor película del año sin estar su director nominado. Lo que está claro es que tanto Daniel Day-Lewis puede convertirse en el primer actor de la Historia en lograr tres estatuillas en la categoría de mejor actor principal y Jessica Chastain suena como fija en todas las quinielas.

jueves, 10 de enero de 2013

Nominaciones Oscar 2012 (85th Academy Awards)

La última vez que Steven Spielberg consiguió la máxima ventaja dentro del cuadro de candidaturas a los Oscar fue en 1993, con ‘La lista de Schindler’. En aquélla ocasión el drama sobre el Holocausto obtuvo 12 nominaciones. Ganó siete estatuillas. Curiosamente, las mismas que ha logrado su ‘Lincoln’ esta mañana en el designio de los candidatos de la próxima ceremonia de los Oscar ¿Significativo? En absoluto, pero si hacemos caso a la historia, cuando en 1998, ‘Salvar al soldado Ryan’ acumuló 11 propuestas, Spielberg tampoco se fue de vacío, aunque perdiera contra aquella burla cinematográfica del absurdo que fue ‘Shakespeare in love’. Las nominaciones de este año no dejan, como suele ser habitual sorpresas evidentes, exceptuando que cintas tan difíciles como ‘The Master’ o ‘Moonrise kingdon’ hayan quedado fuera de la terna de las diez nominadas, así como el trabajo de sus respectivos directores, Paul Thomas Anderson y Wes Anderson, hayan sido relegados en dirección o que la austríaca ‘Amour’, de Michael Haneke se haya hecho un hueco en cinco categorías; mejor película, director, guión original y actriz protagonista para Emmanuelle Riva (la actriz más anciana en haber sido nominada en esta categoría), además de la lógica mejor película extranjera que podrá refrendar tras no poder obtener el galardón con ‘La cinta blanca’ hace dos años y que partía entonces como favorita. Otra de las sorpresas es que ‘La noche más oscura’ esté muy por debajo en las expectativas que tenía el polémico filme sobre la captura y muerte de Bin Laden de lo que se esperaba. También es reconfortante que una cinta como ‘Bestias del sur salvaje’, parta con cuatro opciones de premio, incluido el de la pequeña Quvenzhané Wallis, la actriz más joven en la historia de los Oscar en esta categoría (en contraste con Riva).
Barriendo para casa, ‘Lo imposible’ con Naomi Watts como mejor actriz y una de las categorías de ‘Los miserables’ con el vestuario de Paco Delgado dejan la impronta patria con opciones a llevarse el premio (más ventaja en este último apartado). Lástima que Javier Bardem se haya quedado fuera por ‘Skyfall’. Por lo demás, nada que reseñar, las grandes favoritas son ‘Lincoln’ (12), ‘La vida de Pi’ (11), ‘El lado bueno de las cosas’ (8), ‘Argo’ (7) o ‘Los miserables’ (7), con algunas películas destacadas que pueden dar una más que improbable campanada como ‘Django desencadenado’ (5). Cuál será la gran favorita, si Anne Hathaway puede ganar su Oscar como secundaria por ‘Los Miserables’, que Jessica Chastain, la Watts y Jennifer Lawrence le vayan a disputar el premio a la octogenaria Riva o que Daniel Day Lewis o Denzel Washington se llevan otra estatuilla a casa empezará a tomar forma este próximo domingo, cuando se repartan los Globos de Oro, cuya edición número 70 se celebra desde el Hotel Beverly Hilton.
La respuesta a estas incógnitas, la madrugada del día 24 de febrero. Una semana después de los Goya. Ambas crónicas, aquí, como cada año, en el Abismo.
La lista de nominaciones, en su página oficial.

lunes, 31 de diciembre de 2012

Resumen Abismal del 2012 Cinematográfico

TOP TEN 2012
10. ‘Infierno Blanco (The Grey)’, de Joe Carnahan.
Ya desde su descorazonador prólogo, ‘The Grey’ impone una lucha contracorriente con la historia que narrará a continuación, la de seis trabajadores de una compañía petrolífera que sobreviven a un accidente de avión que les deja perdidos en algún lugar de Alaska, acechados por una manada de lobos que va menoscabando al grupo en una lucha contrarreloj por subsistir en tan hostil escenario. Se trata de un ‘survival’ insólito, a medio camino entre el ‘thriller’, el drama y el género de acción, que esconde bajo sus estereotipos multireferenciales una fábula existencialista que exprime las propulsiones primarias del ser humano cuando se trata de subsistir ante la adversidad.
A todo ello se suma ese velado tono de ‘western’, de clásico alusivo a ciertas situaciones reconocibles del género, refrigerado por un éter insostenible que representa ese desierto de nieve y hielo, donde hombres cercados exploran sus soledades y miedos de diversas formas, acumulando en esta indagación ciertas dosis de tensión excepcionales cuando se enfrentan a una muerte segura en las fauces lobeznas que les hostigan. Un filme mucho más reflexivo de lo que parece, que sabe dotar de humanidad a todos esos hombres enfrentados con la cruel naturaleza y que alcanza las bondades de un director que realiza su mejor película hasta la fecha e invoca la épica de supervivencia ante esas bestias que han marcado su territorio y que proponen un aciago destino hasta desprender un halo de pesimismo inherente a las circunstancias de esta gélida y fascinante pesadilla.
9. ‘Argo (Argo)’, de Ben Affleck.
Ya en sus primeros dos filmes, ‘Adiós, pequeña, adiós’ y ‘The Town (Ciudad de ladrones)’, Ben Affleck verificó su condición de cineasta capaz de definirse con un talento demostrativo, sin alardes ni pretensiones, dejando constancia de ser un sólido realizador empecinado en un proceder no exento de identidad, arraigado a una energía narrativa de honesto impacto visceral que no necesita enfatizar en el peso autoral de la obra, haciendo que la modestia hable por encima de una demanda de espectacularidad en lo narrado. Son esos valores los que eclosionan de una forma más manifiesta en ‘Argo’, un incisivo ‘thriller’ político de suspense deudor de esa reconocible atmósfera vivificante del cine genérico de los años 70. En ella, Affleck aporta una mirada nostálgica que promueve un estilo depurado en la concesión para apostar por un juego de contrastes y percepciones con una maravillosa puesta en escena en la historia de ese esperpéntico plan de la CIA para rescatar a un grupo de embajadores americanos en Irán, en plena crisis entre ambos países con una supuesta filmación de una película en Oriente Medio.
Todo está sistematizado en un cúmulo de aciertos que engloban paulatinamente las buenas sensaciones que va creando una película en constante ascenso de interés, con una gratificante contención en la visualización de una trama dramatizado que defragmenta todos sus elementos para trenzar un descriptivo aditamento de suertes en una cinta llevada al entretenimiento sin pausa, que evita caer en la sobreinformación o el exceso. Todos los dispositivos operan a favor de un equilibrio espléndido entre tensión y equilibrio, pulsando las emociones en un ‘in crescendo’ que combina humor y acción con ese trasfondo cinematográfico pulsado con inteligencia y cognición y que encuentra su mejor ejemplo en un tramo final totalmente magnífico.
8. ‘Take Shelter (Take Shelter)’, de Jeff Nichols.
Jugando con la percepción real y la ficción alterada por una imaginación enfermiza o tal vez visionaria de los acontecimientos que acontecen dentro de este abrumante drama, Jeff Nichols aborda el cine apocalíptico desde un prisma intrínseco e íntimo, con el drama de un hombre que percibe truenos amenazantes, lluvias oleaginosas, pájaros muertos y un acuciante ultimátum que revierte en su condición de vástago obsesionado con la esquizofrenia de su madre, lo que le lleva a construir un refugio antinuclear en su jardín. Ello será el desencadenante de esa doble articulación que mezcla subconsciente y realidad, confundiéndolas en una espiral de simbolismos continuamente enfrentados.
‘Take Shelter’ ejerce un poder de fascinación insano que corroe la perspectiva sobre lo que se está percibiendo, planteando dudas sin respuesta, mostrando la locura profética con sutileza, en la violenta transformación de una mentalidad que resquebraja una relación matrimonial y profesional y que impone la necesidad de creer en esa amenaza mucho más tangible que la de ese fin del mundo y que levanta la suspicacia de todos sus allegados. Una cinta excepcional con un Michael Shannon que está tremendamente hipnótico y que posee una perturbadora condición que hace que la subjetividad limite la previsibilidad, haciendo que el espectador acompañe en la percepción de esa realidad alterada por el miedo y el trastorno ante esa ceguera que parece rodearle y que no es más que esa aceptación de los males que corroen nuestra sociedad actual.
7. ‘Los descendientes (The descendants)’, de Alexander Payne.
‘Los descendientes’ continúa férrea al estilo inconfundible de Payne, en la que línea que separa la comedia del drama es tan delgada que apenas es imperceptible, ambos géneros son utilizados como un arma de doble filo, estilando como principal instrumento la ambigüedad que rodea a sus personajes, a los que suele dotar de un caparazón que camufla un carácter tan poliédrico como realista. Durante toda la película, de forma etérea y transversal, las distancias se alejan y se acercan, concretando las posturas encontradas por una mentira que tambalea todos los cimientos de la amargura y las emociones volcadas en una muerte anunciada, en una disyuntiva de odio y compasión.
Un enternecedor relato en el que el director vuelve a demostrar que es un maestro cuando se trata de filmar la simplicidad de esos fragmentos de vida que marcan una existencia, sabiendo sutilizar la insondable dramaturgia hacia un terreno naturalizado y cercano para arrimar al espectador a un episodio que mañana podría sucederle a él. Lo cotidiano, lleno de esperanza y patetismo, es relatado con emotiva sinceridad, sin dejar de lado los destellos de brillantez cuando mueve la cámara siempre en función de la necesidad del personaje y nunca al contrario, filmando consecuentemente lo inmaterial, las sensaciones que rodean el paraíso transformado en un suplicio para los King. ‘Los descendientes’ es una imprescindible obra sobre la madurez y la aceptación que deja un emboque mucho más amargo que agridulce, en la que Payne sabe filtrar la ficción y hacer de su cine una experiencia de riqueza y pureza cinematográfica que respira verdad por todos sus fotogramas.
6. ‘Holy Motors (Holy Motors)’, de Leos Carax.
‘Holy Motors’ muestra un juego de máscaras como símbolo posmoderno, exponiendo bajo su feísmo y transgresión un discurso de necesidad de cambio, como una metáfora de la crisis social que estamos viviendo, también en el arte, de su sordidez y miseria estructural, de la escasez y la necesidad que pide a gritos una metamorfosis radical, como las vidas que interpreta ese actor que recorre la ciudad en una limousine-camerino un protagonista que da vida hasta nueve personajes distintos. Resulta complejo definir este trayecto sin principio ni final, transmutado en experiencia a través del espacio cinematográfico, geográfico y psíquico de un cineasta que parece no temer la exposición de su obra y lanzarla a los riesgos estéticos y argumentales definitorios de un cineasta kamikaze. Su poder de abstracción e intertextualidad parecen ser el modelo preexistente en las narraciones en las que cada espectador pueda interpretar sus piezas.
El cine es concebido como una mitología pagana que acerca al actor y al espectador a la vida real desde una ficción mostrada como paisaje onírico. Carax busca provocar reacciones, impulsar su discurso metalingüístico más allá de los ojos del que mira, llevándolo al límite, sin que importe lo bizarro que pueda llegar a ser el hecho de sustraerse a la teatralidad de los conceptos enrevesados que convergen en esta oda sobre la identidad, la vida, la muerte o la mutación tecnológica del arte hacia algo imperceptible. Lo que hace de ella una obra radicalmente distinta, críptica e hipnótica, que se establece como narración vivida y filmada al límite.
5. ‘La invención de Hugo (Hugo)’, de Martin Scorsese.
Más allá de un rotundo ejercicio de nostalgia abrumadora que remite a los ancestros del cine en su quimérico poder visual, la esencia que delimita una cinta de la magnitud de ‘La invención de Hugo’ se haya en los sueños, en el despliegue de la ficción a un mundo de hipnotismo transformado en oda de amor al séptimo arte en su concepción más diáfana. La historia de ese niño huérfano que sobrevive en la estación de Montparnasse arreglando relojes, invisible al mundo y que sueña con arreglar un misterioso autómata heredado de su padre se concibe como un proyector de sentimientos, de filias, de amistad y de amor que recupera esa percepción iniciática de los albores fílmicos de la mano de nombres como los Lumière y George Méliès, uno de los protagonistas y figura idealizada de esta aventura cinéfila.
Martin Scorsese, constituido por méritos propios como genio y maestro del cine contemporáneo, orquesta un cuento sobre la pasión cinematográfica donde impera el clasicismo, pero que sabe mantener la constante de innovar a través de esta epístola atávica sobre el arte. Y lo hace con una profunda sensibilidad, con imaginería inagotable en su constante empeño de transcribir la belleza de narrar historias y resucitar fantasías llenas de matices y referencias para desplegar un cúmulo de homenajes ilusionistas. A través de la mirada infantil a ese mundo de magia y arte, de vida y sensibilidad, Scorsese despliega su portentoso talento con el propósito de componer una película familiar bajo la estela de una poética absolutamente milagrosa que reivindica la cinefilia y capta en toda su dimensión el lenguaje fílmico.
4. ‘Cosmópolis (Cosmopolis)’, de David Cronenberg.
Una de las cintas más incomprendidas del año, resulta ser uno de los análisis más rotundos y brillantes sobre esta crisis destructiva a la que ha llevado un capitalismo neoliberal que se derrumba como una distopía triunfalista donde, como apuntaba Zbigniew Herbert, las ratas operan como valor de cambio. Basado en la novela de Don DeLillo, la trama se objetiviza a través de los ojos de un alineado, poderoso y displicente multimillonario que ve caer su imperio mientras recorre las calles de Nueva York en una limousine impenetrable ajena a una ciudad que es representada como una selva. Las páginas de DeLillo apuntaban a la exoneración de un arquetipo económico extenuado, de una esencia profética que impone la realidad de tintes conspiratorios y que han creado entes autodestructivos inmersos en un sistema dinamitado no por sus reglas, si no por la mano humana y sus errores. Cronenberg transcribe los diálogos de la novela y asume una aceptada frialdad del relato para construir un juego de modulación de un discurso sobre la gran tragedia de nuestro tiempo en una realidad neoliberalista dislocada, retando al espectador con un expresionismo y abstracción poco asequibles.
‘Cosmópolis’ es una cinta extremadamente hermética, que usa su énfasis discursivo como modelo de metáforas sociopolíticas para exponer su discurso a base de monólogos que van escupiendo profusos datos sobre su clave reflexiva en torno a una invectiva sobre las teorías del valor, del trabajo y del tiempo. Una corrosiva visión del mundo contemporáneo, de la realidad que vivimos, en una gélida y enfermiza representación que entroniza un discurso que apunta a que después del dinero no hay absolutamente nada, dando a entender hasta qué punto está carcomido un sistema que ofrece un futuro que es posesión de los poderosos y viene a ser, como dice el propio autor, total incertidumbre. El mundo parece nutrirse de ególatras nihilistas que viven en una realidad configurada por la asimetría multidisciplinar. Eso es ‘Cosmópolis’.
3. ‘Redención (Tyrannosaur)’, de Paddy Considine.
Con esta adaptación de su premiado cortometraje ‘Dog Altogether’, el actor Paddy Considine debuta en el largometraje con una dura historia que podría encuadrarse en esa tipología tan británica que es el cine social de suburbio evocadora del ‘free cinema’. Una áspera cinta sobre un borracho de tendencias violentas y complejo de culpa que vive su miseria como un infierno y una beata que convive con una pesadilla insostenible y subsiste ayudando a los demás, pero incapaz de solventar su propio tormento. Se trata de un amargo y brutal retrato sobre la soledad y la frustración, sobre la violencia que corroe y destruye la bondad dentro de una fábula de terror bajo una máscara de normalidad.
Considine acerca al espectador a la humillación y a la redención, a la rudeza sin sutilezas, con voluntad de crítica, retratando esos barrios empobrecidos que esconden dramas urbanos terribles, sin ningún efectismo ni artificio formal, rodado de una forma directa y frontal. Mediante sutiles pinceladas se va fraguando una historia de acercamiento y comprensión, mucho más allá de una inexistente relación afectiva, de dos personajes que padecen la violencia de un modo dicotómico, enfrascados en una espiral de fragilidad que les supera, unidos por un nexo espiritual tan desapacible como es el sufrimiento y que al unir sus tragedias encuentran una pequeña esperanza liberadora. Estamos ante un filme de autodestrucción expuesto como un universo tan sórdido e implacable que llega a resultar incómodo. Cine hiperrealista que subyuga y punza con su afilada visceralidad y que encuentra en sus dos protagonistas, Peter Mullan y Olivia Colman, una muestra abrumante de interpretaciones que llega a alcanzar la perfección, mostrando una humanidad despojada de cualquier artificio que se une al empeño de su realizador por no caer en el sentimentalismo para afrontar una realidad tan terrible como rigurosamente real.
2. ‘Moonrise Kingdom (Moonrise Kingdom)’, de Wes Anderson.
El séptimo largometraje de Wes Anderson puntúa un estilo invariable que aborda un viaje iniciático, de sensaciones desarrolladas, para enfatizar la honestidad con la que el cineasta ha sabido inteligentemente ir mostrando su ya reconocible imaginario cinematográfico. ‘Moonrise kingdom’ devuelve ese personal y demencial equilibrio entre belleza, riesgo y talento que imprime a sus obras, con un sentido de la teatralidad, de melancolía emocional, de introversión y deseo a flor de piel en una historia de amor primeriza, un viaje iniciático donde la identidad y discurso juegan con la alteración cuantitativa o cualitativa del relato para hacer de la tragedia una comedia y viceversa.
Wes Anderson destruye lo preconcebido, desformalizando los criterios discurridos, experimentando con el cine, con el arte gráfico, con el drama y la comedia, con todo aquello que pueda hacer delimitar sus películas a un cualquier concepto estipulado. Vuelve, por tanto, a profundizar en esa raigambre de personajes desencantados, modelos jerarquizados como los Boy Scouts o las familias que aparecen como ente disfuncional que catalizan la alucinación soñadora de ese amor virginal y translúcido que es contrapuesto al de esos adultos con carencias afectivas y desorientados en una vida de monotonía que ha perdido, precisamente, esa pureza afectiva y hermosa que es el primer amor. Un filme maravilloso que deconstruye las peculiaridades de un entorno donde la candidez de sus personajes elevan la aceptación de un barroquismo visual que se va disolviendo cuanto más complicado se pone el amor preadolescente de Sam y Suzy, haciendo de sus pequeños fragmentos una necesidad para que la armonía colectiva imponga su lógica proclamación de la excentricidad con grandes dosis de nostalgia desencantada, como esa ‘Guía de orquesta para jóvenes’, de Benjamín Britten, que abre el relato y anuncia el sello del director.
1. ‘Moneyball: Rompiendo las reglas (Moneyball)’, de Bennett Miller.
El discurso del filme de Miller parece orientar hacia una la adaptación a nuevos recursos como prototipo de salvaguardia, porque sólo así es posible la derrota de los grandes por parte de los modestos, certificando con ello la imperecedera eficacia del sueño americano. A través de esta historia de béisbol se induce a pensar que el riesgo de asumir todo como una cábala moderna sobre la superación del fracaso con estos designios argumentales oculta, bajo teorías y praxis, cierto cariz descriptivo de la parte menos humana del deporte.
El libro de Michael Lewis en el que se basa la película era una especie de epítome sumarial de cifras y estadísticas, de números y demostraciones matemáticas sobre el valor de los talentos atribuidos a jugadores que no eran ni mucho menos estrellas de primer orden pero que podían rendir como tales. La arquitectura de las tramas y los soberbios diálogos de Aaron Sorkin van dando las claves para meterse de lleno en un universo tan aparentemente poco accesible como lo es el vaivén de gestiones deportivas y financieras de un deporte que lejos de América tiene poca o nula repercusión. La grandeza del filme es que todos los números acaban siendo personas y el espectador se deja llevar en una inolvidable travesía de voluntades y triunfos personales plasmando con acierto sus circunstancias.
ACTRIZ 2012
Olivia Colman (‘Redención’, ‘La dama de hierro’).
Este año Meryl Streep acaparó todas las miradas con ‘La dama de hierro’, de Phyllida Lloyd, por mimetizarse con la icónica Margaret Thatcher en una virtuosa interpretación llena de sutileza y humanidad, calcando los gestos, la voz y los movimientos de la malograda y célebre ex primera ministra británica. No obstante, el Oscar fue el reconocimiento a tan espectacular y merecido logro. En dicho filme, la actriz que interpreta fugazmente a su hija Carol Thatcher es el rostro que merece este silencioso distintivo dentro del blog. Se trata de Olivia Colman, cuya interpretación en el debut de Paddy Considine ‘Redención’ supone una de las mayores consecuciones interpretativas de los últimos años. Colman, es una actriz con una carrera cinematográfica que ha pasado un tanto desapercibida, aunque se la recuerda por apariciones en la gran pantalla en filmes como ‘Arma fatal’ o ‘Le Donk & Scor-zay-zee,’, aunque su carrera esté más enfocada al teatro y la televisión.
Aquí da vida a uno de los personajes más humillados vistos dentro del género del drama social en años, a una mujer que necesita abrazarse a la Fe y al alcohol para soportar las vejaciones de un marido al que todos consideran modélico. Su interpretación es simplemente devastadora, dándole un sentido de esperanza y trascendencia a ese rostro envejecido por el infierno sin descanso en el que sobrevive. Colman moldea a Hannah con una sutileza y verdad fuera de lo común, haciendo que la desgraciada vida de esta mujer impregne y ahogue dentro de una narración donde cualquier gesto, cualquier mirada o sollozo provocan el estertor de un espectador llevado al extremo por los dos protagonistas. La actriz desnuda su talento entregando una actuación magistral, donde la desolación está presente en cada plano, capaz de transmitir el miedo y la fragilidad hasta límites insospechados.
ACTOR 2012
Peter Mullan (‘Redención’, ‘Caballo de batalla’).
Siempre ha sido uno de los talentos interpretativos más destacados del panorama internacional. Sin embargo, dada la poca trascendencia que suelen tener sus trabajos más poderosos le sitúan como ese rostro familiar con esa voz profunda y majestuosa, algo reconocible que se ha visto en alguna que otra producción algo más ‘maisntream’ de lo que él acostumbra. Dos de sus películas de 2012 provocan ese doble condicionante que determina su grandeza como actor. En ‘Caballo de batalla’, de Steven Spielberg, da vida con una fantástica convicción a Ted Narracott, un alcohólico padre de familia que cultiva los campos y adquiere el que será protagonista de la historia dramática que vehicula la trama del filme, un equino que forjará una especial amistad con su hijo, que le considera un perdedor, cuando fue condecorado de guerra y un buen hombre, al fin al cabo. Un personaje básico que determina con su profesionalidad británica. La otra película, en divergencia intencional con el ‘blockbuster’ hollywoodiense, es ‘Redención’, ese desgarrador drama de Paddy Considine.
En él, Mullan roza la perfección actoral, con una insostenible presión trágica que naturaliza desde su personaje, otro alcohólico con complejo de culpa por la muerte de su esposa que no puede evitar inclinar su actitud hacia una violencia desbocada. El rol del actor es muy complejo, porque a través de su viaje y encuentro con su pareja protagonista logrará ir ganándose al público, pasando de una fuerte antipatía a la fragilidad interna de un hombre torturado, capaz de transmitir sus emociones ambivalentes. Mullan es ese actor despojado de cualquier atisbo de glamour al que nos tienen acostumbrados las estrellas norteamericanas pero que, a cambio, es capaz de vivir a través de un personaje con actuaciones en carne viva, que traspasan la pantalla con un excepcional talento que le hacen ser considerado uno de los mejores intérpretes del cine actual.
DIRECTOR 2012
Leos Carax (‘Holy Motors’).
Hacía trece años que Leos Carax no estrenaba un largometraje. Desde que en 1999 lo hiciera con ‘Pola X’, tan sólo había filmado uno de los episodios del filme colectivo ‘Tokyo’ con una pieza que ya avanzaba los objetivos de este nuevo filme y ‘42 One Dream Rush’, cuarenta y dos cortos de cuarenta y dos segundos dirigidos por algunos de los nombres más trascendentes del mundo del cine. Como viene siendo habitual en él, la normalidad parece ser un obstáculo en su condición de entender el arte. Para Carax la noción obsoleta de una realidad objetiva es sustituida y reinterpretada por la magia del cine y la contravención de los formalismos. Y en esta línea sigue esta locura fantástica llamada ‘Holy Motors’.
Una platea repleta de espectadores duerme ante el sonido de unos pasos de alguien que abre una puerta, se lamenta y seguidamente escuchamos un disparo que encadena con la resonancia de un barco, las gaviotas, las olas, el mar… El propio ‘enfant terrible’ del cine francés despierta de un sueño para abrir con una especie de llave adaptada a su dedo una puerta fantástica sobre una pared con un bosque dibujado sobre el papel. Una vez dentro, un corredor le lleva directamente a ese enorme cine lleno de gente aletargada ante la pantalla. Por uno de sus pasillos corretea un bebé desnudo, al que sigue un enorme perro que transita lentamente por la alfombra del patio de butacas mientras Carax echa un vistazo a la proyección. Es el umbral de todo lo enigmático y surrealista que está por venir y que aludirá a territorios comunes de Cocteau, Franju, Demy, Buñuel, Godard o Lynch.
PELÍCULAS DESTACADAS
- ‘Milagro (Kiseki)’, de de Hirokazu Kore-eda.
- ‘Martha Marcy May Marlene (Martha Marcy May Marlene)’, de Sean Durkin.
- ‘Caballo de batalla (War horse)’, de Steven Spielberg. (Leer crítica).
- ‘Alps (Alpeis)’, de Yorgos Lanthimos.
- ‘Martes, después de Navidad (Marti, dupa craciun)’, de Radu Muntean.
- ‘Vacaciones en el infierno (Get the gringo)’, de Adrian Grunberg.
- ‘El profesor (Detachment)’, de Tony Kaye.
- ‘Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The girl with the dragon tattoo)’, de David Fincher. (Leer crítica).
- ‘Looper (Looper)’, de Rian Johnson.
- ‘J. Edgar (J. Edgar)’, de Clint Eastwood.
- ‘Los Muppets (The Muppets)’, de James Bobin.
- ‘Declaración de guerra (La guerre est déclarée)’, de Valérie Donzelli.
- ‘Young adult (Young adult)’, de Jason Reitman.
- ‘¡Piratas! (The pirates! Band of misfits)’, de Peter Lord.
- ‘Los idus de marzo (The ides of march)’, de Farragut North.
- ‘Polisse (Polisse)’, de Maïwenn.
- ‘Indomable (Haywire)’, de Steven Soderbergh.
- ‘Fausto (Faust)’, de Alexander Sokurov.
- ‘Las malas hierbas (Les herbes folles)’, de Alain Resnais.
- ‘Esto no es una película (‘In film nist’)’, de Jafar Panahi y Mojtaba Mirtahmasb.
- ‘Las nieves del Kilimanjaro (Les neiges du Kilimanjaro)’, de Robert Guédiguian.
- ‘Los Vengadores (The Avengers)’, de Joss Whedon. (Leer crítica).
- ‘Hara-kiri, muerte de un samurai (Ichimei)’, de Takashi Miike.
- ‘La cueva de los sueños olvidados (Cave of forgotten dreams)’, de Werner Herzog.
- ‘Profesor Lazhar (Monsieur Lazhar)’, de Philippe Falardeau.
- ‘Marley (Marley)’, de Kevin Macdonald.
- ‘Madagascar 3: De marcha por Europa (Madagascar 3: Europe’s most wanted)’, de Eric Darnell.
- ‘El fraude (Arbitrage)’, de Nicholas Jarecki.
- ‘Brave. Indomable (Brave)’, de Mark Andrews y Brenda Chapman.
- ‘The deep blue sea (The deep blue sea)’, de Terence Davies.
- ‘Ted (Ted)’, de Seth MacFarlane.
- ‘007: Operación Skyfall (Skyfall)’, de Sam Mendes. (Leer crítica).
- ‘Frankenweenie (Frankenweenie)’, de Tim Burton.
- ‘Damiselas en apuros (Damsels in distress)’, de Whit Stillman.
- ‘El hobbit: Un viaje inesperado (The hobbit: An unexpected journey)’, de Peter Jackson.
- ‘Sin tregua (End of watch)’, de David Ayer.
CINE ESPAÑOL
- ‘Promoción fantasma’, de Javier Ruiz Caldera. (Leer crítica).
- ‘Extraterrestre’, de Nacho Vigalondo. (Leer crítica).
- ‘Blancanieves’, de Pablo Berger.
- ‘Arrugas’, de Ignacio Ferreras.
- ‘Grupo 7’, de Alberto Rodríguez.
- ‘Lo imposible’, de J.A. Bayona. (Leer crítica).
- ‘[REC]³ Génesis’, de Paco Plaza.
- ‘Carmina o revienta’, de Paco León.
- ‘El artista y la modelo’, de Fernando Trueba.
- ‘Una pistola en cada mano’, de Cesc Gay.
- ‘Luces rojas’, de Rodrigo Cortés.
DECEPCIONES
- ‘Prometheus (Prometheus)’, de Ridley Scott.
- ‘El Caballero Oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight rises)’, de Christopher Nolan.
- ‘Tan fuerte, tan cerca (Extremely loud and incredibly close)’, de Stephen Daldry.
- ‘Sombras tenebrosas (Dark shadows)’, de Tim Burton.
- ‘Los juegos del hambre (The Unger games)’, de Gary Ross.
- ‘Red state (Red state)’, de Kevin Smith.
- ‘The amazing Spider-Man (The amazing Spider-Man)’, de Marc Webb.
PEORES PELÍCULAS
- ‘Shame (Shame)’, de Steve McQueen.
- ‘Jack y su gemela (Jack and Jill)’, de Dennis Dugan.
- ‘Ira de titanes 3D (Wrath of the titans)’, de Jonathan Liebesman.
- ‘Battleship (Battleship)’, de Peter Berg.
- ‘Rock of Ages (La Era del Rock)’, de Adam Shankman.
- ‘Un lugar donde quedarse (This must be the place)’, de Paolo Sorrentino.
- ‘Qué esperar cuando estás esperando (What to expect when you’re expecting)’, de Kirk Jones.
- ‘Esto es la guerra (This means war)’, de McG.
- ‘La montaña rusa’, de Emilio Martínez-Lázaro.
FUTURAS ‘CULT MOVIES’
- ‘Project X (Project X)’, de Nima Nourizadeh.
- ‘Chronicle’, de Josh Trank.
- ‘La cabaña del bosque (The Cabin in the Woods)’, de Drew Goddard.
- ‘Sinister (Sinister)’, de Scott Derrickson.
- ‘The Yellow Sea (Hwanghae)’, de Na Hong-jin.
- ‘El irlandés (The Guard)’, de John Michael McDonagh.
- ‘The French kissers (Les beaux gosses)’, de Riad Sattouf.
LO MEJOR…DE OTROS AÑOS
- 2004.
- 2005.
- 2006.
- 2007.
- 2008.
- 2009.
- 2010.
- 2011.
Es paradójico que el cine español acabe con una cuota de mercado del 17,9%, la cifra más alta desde hace 27 años, cuando en este año el Gobierno apuñaló salvajemente el séptimo arte aplicando la subida del IVA de las entradas en trece puntos porcentuales, situándolo en un 21%, como los artículos de lujo. Los 40,5 millones de euros y casi 5,8 millones de espectadores que ha recaudado ‘Lo imposible’ parece la respuesta a esta subida, ejemplarizando un modelo de promoción, producción y distribución que no parece que esté al alcance del resto del cine patrio. La política de recortes y el tratamiento que se le está dando al cine parece no poder con la actitud del público, que sigue viendo cine español, le pese a quien le pese. Que el descenso de la taquilla haya caído al 6% es mucho más significativo que los buenos datos con respecto a la situación de nuestro cine. No obstante, este año, aunque con menos espectadores, el cine internacional también ha dado un puñado de buenos títulos que no han pasado desapercibidos, dejando una buena cosecha en este 2012.
A título personal, la cosa sigue en ‘stand by’, rozando el catastrofismo. Este año estuvo a punto de ser el punto y final de un blog que subsiste pese a los contratiempos. Los desafíos incompletos acaban por destruir la moral y el ánimo se resquebraja con el pesimismo cada vez que se envía un curriculum o se sigue perseverante en la búsqueda de un empleo, eliminadas hace tiempo las preferencias en cuanto a la labor a desempeñar. Así está la cosa. Para colmo, el cortometraje ‘3665’, que rodamos en septiembre de 2011, sigue aguardando la finalización de algunos departamentos técnicos para poder estrenarse. No hay fecha concreta. Tampoco parece que haya espacio para la esperanza de llevar a cabo ningún otro proyecto en 2013, por lo que el optimismo es nulo. Habrá que tomar decisiones y medidas para evitar que este declive siga su curso paulatino. Tal vez abandonando las ilusiones. Cambiando de aires, muy lejos de todo. Hay veces en que los sueños son los que te abandonan y aquello para lo único que sirves no te ofrece una vía satisfactoria para poder encontrar un soplo de calma o algo de felicidad. Eso queda muy lejos. Es lo complejo de la vida y la espiral de insatisfacción que te ahoga y te mata cada día lentamente. Pese a ello, hay que seguir luchando contra viento y marea. No quedan más cojones.
Dejando a un lado las lamentaciones, sólo quiero daros las gracias a todos los que todavía seguís el Abismo. 2013 debería ser un año de cambios. Por ello le deseo a todos aquellos que nos han llevado donde estamos las peores y más atroces calamidades que puedan suceder. El bienestar de unos parece significar la zozobra del resto. Y no estaría nada mal que la situación se invirtiera de forma inhumana, incluso sanguinaria. Aunque sea una utopía.
Por lo demás, tan sólo desearos a la gente de bien un FELIZ AÑO NUEVO lleno de gratas sorpresas, buen cine, salud y algo de ilusión, esa que nos han logrado arrebatar.
Como escribo cada año en este post que cierra el año, haré como R.J. MacReady, el piloto del puesto fronterizo número 31 al final del clásico de culto ‘La Cosa’, de John Carpenter, “esperaré... aquí, un rato... a ver que ocurre”.
Un fuerte abrazo a tod@s. De corazón.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Especial 'Blade Runner'

Paradigma de la grandeza cinematográfica, tres décadas después
Iba a titularse ‘Mechanico’ y empezó siendo movido por la productoras con el título provisional de ‘Dangeous days’. Nadie apostaba por un guión de Hampton Fancher, que sería reescrito por David Webb Peoples que se basada en la novela de Philip K. Dick ‘¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?’, modélica obra de tecnología ‘cyberpunk’, cuyo tema medular era el indefinido margen entre lo natural y lo artificial. ‘Blade Runner’ asumía su referencia a una novela de William S. Burroughs que, a su vez, lo tomó en alusión de un relato de Alan E. Nourse con el mismo título del filme.
En sus páginas un mercenario solitario tenía la misión de buscar y eliminar a unos replicantes humanoides que fueron creados con propósitos militares y para la exploración y colonización del espacio. La Corporación Tyrell era la responsable de su creación y el último modelo, los Nexus 6, habían mostrado ciertos defectos con la consecuencia de mostrarse en rebeldía. Las altas esferas gubernamentales se proponen acabar con ellos, recurriendo a esos servicios policiales especiales llamados ‘blade runners’. El tipo solitario es uno de ellos. Su misión: “retirar” del mundo a estos díscolos androides.
Michael Deeley convencería a Ridley Scott para que se hiciera cargo de la dirección. El realizador británico venía avalado, primero por su trayectoria como director de publicidad y televisión en Gran Bretaña, donde dio el salto a la gran pantalla con ‘Los duelistas’ y, segundo, con su espectacular debut en Hollywood de la mano de otra obra maestra como ‘Alien’, que le convirtieron en uno de los genios prodigios de la época. ‘Blade Runner’ puede considerarse hoy en día como la última gran obra artesanal del cine contemporáneo debido a su detallismo y la obsesión que Scott puso en ella, creando un imaginario que sigue siendo referente y modelo dentro del séptimo arte.
Se trata de una fábula moral que se corresponde a un cine de anticipación que escapa por poco a la distopía, sin renunciar a ciertos ecos de ese post Apocalipsis tan de moda en la actualidad. Algo que hizo que una película de ciencia ficción albergara desde su gestación la particularidad clasicista que apuesta por la conversión de sus elementos en puro cine negro, al abrigo de visiones tan preclaras como la de Raymond Chandler o Dasiell Hammett. Así, la presentación de su antihéroe, Rick Deckard (Harrison Ford), pululando por las atestadas calles de la ciudad, comiendo comida oriental y sin mucho oficio que ejercer después de haber sido el mejor ‘blade runner’ junto a Holden (Morgan Paull), que ha sido eliminado por uno de los Nexus-6, aportan ese tono gélido y nostálgico que no abandonara en toda su portentosa travesía narrativa.
La historia se sumerge en una sugerente poética de húmedos e inexplorados recodos góticos, abriendo en su inicio con un plano detalle de una pupila que mira en panorámica a la ciudad de Los Ángeles, en el transcurso del año 2019, donde se suceden explosiones en lo alto de los rascacielos y de paso presentan a Gaff (Edward James Olmos), personaje clave y silencioso, testigo comprensivo del destino de todos los personajes. Es entonces cuando el filme dispone al espectador para que entre en un mundo inolvidable y asista a una narración única y trascendente. Paradójicamente, el futuro de ‘Blade Runner’ se asume como algo tangible y amenazante, con un mensaje que sigue vigente a lo largo de todos estos años y que ha eclosionado con fuerza en estos últimos tiempos; la de una era donde la hipocresía y el cinismo conforman gobiernos y poder a la hora de transformar los bienes comunes en usufructo propio, sin hacerse cargo de ninguna responsabilidad sobre sus negligencias. Hoy en día los coches no vuelan, ni hemos llegado al punto de creación tecnológica que se percibe en la película, pero es cierto que el aspecto real de lo que nos rodea no se diferencia en absoluto de aquellos callejones acuosos y lóbregos de una ciudad caótica y abigarrada, consumida por la superpoblación, el capitalismo, el miedo y a buen seguro, la crisis en sus diversos estratos.
‘Blade Runner’ presenta una sociedad que simboliza una especie de gigantesca Torre de Babel en la que la idiosincrasia cosmopolita se ha transformado en una amalgama de diversos ámbitos, culturas e idiomas, en la que el mestizaje no claudica en una mezcolanza dejada al antojo, sino que se muestra valedera para describir esa conjunción variada de códigos sintetizados en una nueva Babilonia cargada de representaciones de poder, grandeza y ostentación de esas pirámides donde su ubican las grandes corporaciones. Entramos así en ese cuestionamiento sobre la muerte y lo efímero de la vida, el tiempo y su caducidad de unos humanos artificiales que se salen de los preceptos a los que están destinados.
El sometimiento de esa ciudad está definido a un control que ve en estos Nexus 6 un efecto de albedrío que no es más que la alegoría por conocer el destino y final de su raza, pero también como iconos de la libertad que representan. Un filme donde los simbolismos forman parte de su tejido narrativo, donde los ojos tienen un significado especial; como ese test de Voight-Kampff, que determina la veracidad de un ser humano con preguntas que buscan recoger ciertas inquietudes emocionales y concretar si la persona analizada es replicante o no. O ese otro punto de intercambio de perspectivas que se va dando a lo largo de la exposición del relato.
Sin embargo, si hay algo que caracteriza el filme de Scott es una marcada percepción escéptica, con carices que se podrían tildar incluso de antropológicos. La esfera de amplios logros tecnológicos, impensables hace siglos, termina concluyendo con la deshumanización en toda regla del ser humano, aquélla a la que está avocada la sociedad moderna. Este pesimismo afecta con gran dosis de ambigüedad desde su inicio a Deckard, un héroe cuestionable y sin principios que regresa a las calles para ejercer lo que mejor sabe hacer, ese “trabajo sucio”, como dice su superior Bryant, de retirar replicantes sin contemplación alguna.
Deckard se muestra arrogante y displicente en todo momento. Incluso cuando conoce a la chica de la que se enamora, Rachael (Sean Young), la secretaria particular de Tyrell(Joe Turkel)que resulta ser una replicante especial, no tiene corazón al explicarle su origen creado genéticamente ante sus recuerdos, implantados de la sobrina de su creador. A su vez, Rachael entra en lo cuestionable de la profesión de un policía al que una doble pregunta impugna su acepción de cazador; cuando sugiere si alguna vez ha matado a un humano por error y, definitivamente, si el propio ‘blade runner’ ha pasado el test de Voight-Kampff. ‘Blade Runner’ se percibe tan compleja como coherente, tan inquietante como hermosa. Mientras los replicantes que trabajan como esclavos escapan hacia la búsqueda de la verdad sobre su providencia, respondiendo así a una idea romántica de la vida, el ser humano cuestiona esa rebelión con el acto injustificado de “retirarles”, evitando mencionar así el término ejecución y matanza. ‘Blade Runner’ significará esa reconciliación del hombre con su naturaleza, aprendiendo a recobrar la compasión a través de seres artificiales que a su vez la han desarrollado contra natura.
Cine de atracción como experiencia sensorial
Todo ello bajo un contexto urbanístico novedoso y revolucionario dentro del cine de la época. Tanto es así, que dejaría huella no sólo en el posterior cine de ciencia ficción, sino en los replanteamientos de la cultura urbana con una dirección artística y diseños de producción nunca vista hasta el momento. Movida por su aptitud inherente de gran obra maestra, ‘Blade Runner’ desmonta los límites de la imaginación plástica, recreando una urbe oscura y terrible, inspirada tanto en la tendencia expresionista alemana de ‘Metropolis’, de Fritz Lang, pasando por Jean Giraud “Moebius” y su influencia en la revista ‘Metal Hurlant’ o las atribuciones del clasicismo inspirador de Edward Hooper o la parte superior del infierno del tríptico de ‘El Jardín de las delicias’, de El Bosco para esa ciudad lóbrega y sin alma.
A Ridley Scott se le acusó de un desproporcionado y maniático esteticismo en la pormenorización de su genial ambientación, llegando a decir que tanto énfasis llegaba a engullir la historia y los personajes. Sin embargo, tanto los recursos estilísticos, como el grafismo, los pequeños detalles que adornan esa portentosa fotografía de Jordan Cronenweth de luces sintéticas y de contrastes, quebrantadas por la extraña mezcla de edificios oscuros y publicidad de grandes marcas que no cesan en su constante venta de imágenes espurias, dan la pauta de un universo indisoluble y real a la trama. La tendencia al éter publicitario de los años 80 que tanto promulgó Scott adjudica a los escenarios ese efecto vaporoso y urbanita, con humo emergiendo de las cloacas, de neones y nocturnidad, con la que la su tipografía mejor se adaptaba a los noctámbulos contextos fílmicos de una ciudad amenazada constantemente por la lluvia ácida.
‘Blade Runner’ es una experiencia sensorial, que impone preguntas subversivas y reflexiones constantes al público a lo largo de la descripción de sus movimientos argumentales, transformado en cine de atracción, en el doble sentido de la palabra. Belleza y decadencia podrían ser dos adjetivos que ratifican la contundencia de esa esencia que supo recoger Vangelis en su mejor partitura, con sintetizadores evocadores de un mundo incómodo, tan lírico en la delicadeza con la que están compuestos sus temas más íntimos, como en la bella impercepción que pasa por alto Deckard rastreando alguna pista con el escáner fotográfico: ese instante de intimidad con Leon (Brion James) y Zhora (Joanna Cassidy), en una habitación y que invoca a ‘El matrimonio Arnolfini’, de Jan van Eyck o ese instante de subrayado dramatismo en el que Zhora es alcanzada sin piedad por los disparos de Deckard, con la duplicidad de transparencias de su chubasquero y el escaparate contra el que acaba derrumbándose. Víctima y verdugo, androide y ser humano que satisface su instinto destructor contra una creación considerada aberrante.
Es la búsqueda de la identidad lo que mueve ‘Blade Runner’, la de esas vidas programadas que caducan a los cuatro años y que se equiparan a ese diseñador genético llamado J.F. Sebastian (William Sanderson) aquejado del síndrome de Matusalem. También a Deckard, cuyo viaje interno provoca el cuestionamiento de todo su mundo, de lo que él representa. Somos lo que hemos vivido. No importa el tiempo que permanezcamos en este mundo. Y es ahí donde entra el cuestionamiento de la propia existencia, del autoconocimiento, de la imposibilidad de perfección. El camino del sentido final de estos androides y su motivación por la necesidad de libertad y repuestas, con el trasfondo teológico que hay en relación a Dios y la creación defectuosa de sus semejantes que ejercen desde esa corporación que se erige imperiosa sobre una pirámide insondable, llega a la lógica destrucción del creador. De la misma manera en que el hombre que ha jugado a ser su deidad imaginada, acaba en manos de su androide, con los ojos arrancados, por haber sido incapaz de ver, más allá de la utilidad de sus creaciones, la afectividad e ira capaces de generar tanto amor como odio y una partida de ajedrez descompone la jerarquía que existe entre los replicantes, peones del tablero capaces de derrocar el poder de la pieza clave de una victoria que no es tal, ya que matar a Dios no concede la inmortalidad ni cambia el destino.
En último término, dentro del mítico edificio Bradbury, emblema de toda esa decadencia del mundo en ruinas y desencantado, donde lo tecnológico y lo humano chocarán frontalmente, el cazador termina siendo el perseguido, acosado por la fortaleza física de un Nexus que descubre su dignidad y piedad como valores humanos. Cuando salva la vida a Deckard, la máquina se fusiona en su trascendencia con el hombre. La tristeza del replicante, el entendimiento final de su muerte y la redención llega con el perdón ante la atónita mirada de Deckard, que concibe a estos seres perecederos como ejemplo de esos nutrientes humanos que se están perdiendo, precisamente, como las lágrimas en la lluvia a las que alude Batty. Precisamente una de las controversias que sugiere ‘Blade Runner’ es la posibilidad de que el propio Deckard fuera también un replicante. En sus tres versiones oficiales (existen hasta siete montajes distintos) existen dos perspectivas sobre esta teoría que se distancian precisamente en la sugerencia sobre la verdadera naturaleza del ‘blade runner’; mientras en la versión impuesta por los productores y estrenada hace tres décadas se enfatizaba en su rama estilísticamente ‘noir’, con voz en off, con ese antihéroe escéptico y descreído inmerso en una misión que cumplir, en las posteriores ‘director’s cuts’, Scott atribuyó a su personaje protagonista esas dudas sin respuestas que buscaba Roy Batty (Rutger Hauer), confrontándole y uniéndole en sus reflexiones finales.
No obstante, el origen de Deckard dentro del filme se atribuye a la ambigüedad, a dotarle de más oscuridad y de cariz enigmático que en el primer montaje, con ciertos añadidos como ese sueño que provoca un final reflexivo cuando Gaff deja el unicornio de origami en la entrada de su apartamento, insinuando o aludiendo a una posible condición de replicante de Deckard. Aunque en ambos montajes, se evoca no tanto a esta disposición más acentuada en la visión de Scott, como en la idea del perdón de la chica, de ese consejo que suena en off anteriormente cuando el protagonista comprende a su vez que la vida es demasiado corta y que se le ha dado la oportunidad de comenzar esa relación con una replicante de la que no se sabe su fecha de caducidad.
‘Blade Runner’ es, con una lógica y un sentido de las leyes cinematográficas propias e indivisibles, una obra maestra absoluta, capaz de conmover con una historia que traspasa las fronteras del tiempo con su actual discurso y que propone la inconsistencia de ese armazón que entendemos como realidad. La cinta de Ridley Scott supone una cosmología estética propia y un mundo de persistentes ecos existenciales, enriquecida con alusiones filosóficas y teológicas que superan todas aquellas teorías acerca de sus significados, muchos más profundos de lo que aparentan.