Los fantasmas del pasado y la venganza del presente
Eastwood compuso una sólida intriga policial que indaga en la más cruel y oscura naturaleza del ser humano y en la violencia de la sociedad americana actual.
Tras la más que fallida ‘Deuda de sangre’ y antes que la magna obra ‘Million Dolar Baby’, Clint Eastwood volvió por sus fueros confirmando de nuevo su talento como director con la estupenda ‘Mystic River’, una trágica película que planeaba sobre la violencia como infección creada por la sociedad para su propia autodestrucción. Un tema en el que Eastwood ha sido uno de los iconos contemporáneos, primero idealizándola dentro de la pantalla como actor (‘Harry, el sucio’) y luego demoliéndola fuera de ella como director (‘El jineta pálido’ y, sobre todo, ‘Sin perdón’). Basada en la novela homónima de Dennis Lehane y adaptada al cine por Brian Helgeland, ‘Mystic River’ presentó un complejo lienzo de historias cruzadas a lo largo de un cuarto de siglo en un pequeño distrito de Boston, donde tres niños viven un trauma que marcará sus vidas para siempre con la cruel vejación de uno de ellos por parte de un hombre que dice ser policía. Un segundo encuentro en circunstancias igualmente aterradoras cierra el círculo entre los tres hombres en la actualidad. Tres vértices de un triángulo de prototipos de ciudadanos recluidos en el barrio periférico donde transcurren sus vidas.
Sombría y pesimista, ‘Mystic River’ desarrolla líneas laberínticas en las cuales los personajes dan paso a sus tres complejos caracteres marcados por la soledad silenciosa, el ansía de venganza y la locura pretérita, respectivamente, actualizada por un hecho inconfesable que no es más que la coartada moral para confirmar una anhelada búsqueda de la propia identidad. Con una estremecedora imagen periódica de la baldosa en la que dos de los chicos escribieron su nombre y donde el tercero no pudo escribirlo entero, metáfora de una vida incompleta, la intención ética del filme exhibe una inteligente disertación sobre la naturaleza humana, áspera y melancólica, que abre el insondable fondo más grisáceo del comportamiento humano, donde las secuelas del abuso infantil y las consecuencias del crimen no simplemente exponen personajes a un lado u otro del bien y el mal, sino a seres humanos combatiendo contra su propios fantasmas. 
El interés de ‘Mystic River’ por tanto no reside en saber quién ha cometido el asesinato que lleva a sus personajes a un tortuoso destino, un ‘whodunit’ policial que en su desenlace puede ser lo más deficiente del relato (por su resolución), sino que reposa en la profunda y seria reflexión sobre las consecuencias que desencadena el hecho originario, el homicidio de la hija de uno de los tres amigos, en el entorno que rodea a la familia, en el barrio donde se ha perpetrado el crimen, alcanzando el macabro estigma a aquellos que intentan superar sus miedos y trastornos viéndose todos en una espiral de pesadillesca venganza y aire de violencia imparable.
Un oscuro pasado restaurador de las pesadillas infantiles trasladadas al presente en diversas y escabrosas formas que sirven de parábola para urdir una siniestra visión de la hipocresía y de procacidad provocadas en el actual Estados Unidos por la violencia bajo una intriga. En realidad, desapasionado y cruel análisis psicológico y social del terror violento y sus efectos sobre la paranoica sociedad ‘yanqui’ del presente. Un grito de mordacidad y pesimismo, de opacidad moral que es esta réplica al espejismo político de Bush con la presencia dos rostros militantes en la lucha contra la estupidez americana como son Sean Penn y Tim Robbins (ambos ganadores del Oscar), que realizaron dos de las interpretaciones más loables y intensas de sus respectivas filmografías. Dos creaciones de magnitud interpretativa llevadas hasta cotas de insuperable maestría, a las que se unieron unos magníficos Kevin Bacon y Lawrence Fishburne. Pero sobre todo, los secundarios personajes femeninos, Marcia Gay Harden y Laura Linney esposas, cómplices y traidoras, que toman una imperiosa fuerza narrativa, fundamental para el discurso radiográfico social en la parte final de la película. Con este relato de agobiante turbiedad moral, Eastwood consiguió con ‘Mystic River’ volver a demostrar su virtuosismo en una dirección de tintes clásicos, retomando la densidad violenta desgranadora de la verdadera y oscura condición humana de ‘Sin perdón’ e influenciado de nuevo por ‘El incidente Ox-Bow’, de William A. Wellman para realizar, de paso, uno de los mejores trabajos de toda su filmografía. 
Una película de sólido temple, de elegante factura, categórica en su lóbrega proposición dramática lanzada con la clásica mirada de un director que sigue perpetuando una línea sombría ante sus personajes y ambientes. Un recurso que hizo que ‘Mystic River’ encontrara en su extensión un aire enrarecido de inmoralidad, maldad y recovecos internos en los que el destino teñido de sangre acaba por contagiar a todos los miembros de una comunidad que fecunda la violencia para sufrirla posteriormente. El veterano actor y cineasta creó así un obsesivo tono pausado y a veces voluntariamente arrítmico que acabó por otorgar a la cinta un equilibrio lento y sostenido, proporcionado en su investigación policial y en su profundización emocional a través de largos diálogos que dieron como consecuencia una oscurísima deliberación sobre la amistad, la fatalidad y la imposibilidad de las personas por evitar la tragedia. Uno de los trabajos fílmicos más sobresalientes de la carrera de Clint Eastwood, que viene a ser lo mismo que decir que es una de las mejores películas de los últimos años.
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