viernes, 11 de marzo de 2011

Review 'Los chicos están bien (The kids are all right)', de Lisa Cholodenko

Corrección política y estereotipos varios
Lisa Cholodenko traza un esbozo humanista de calado emocional y dramático donde los espacios tradicionalistas que se muestran heterogéneos y liberales terminan por abanderar todo aquello que supuestamente reprueba en su idealismo diferenciador.
Poco tiene de cine independiente, aunque se venda como tal, esta ‘Los chicos están bien’. Formulada como una propuesta alejada de cualquier condicionamiento estético o argumental, la cinta de Lisa Cholodenko asume su único riesgo presentando la familia tradicional con una aparente ruptura de los clichés establecidos, sin hacer hincapié en un agradable tono de normalización y acatamiento naturalista de las relaciones homosexuales entre dos mujeres felizmente casadas, que cenan en su porche y beben vino del caro con sus hijos adolescentes. En el décimo octavo cumpleaños de la hija mayor, ambos hermanos deciden averiguar quién fue el donante anónimo responsable de su fecundación. Con ello, se delinea un ambiente de concordia que es alterado con un elemento desestabilizador, donde sus pequeños problemas y conflictos dentro de un entorno familiar se ve salpicado por la irrupción en las vidas de todos de un biólogo, dueño una empresa de productos orgánicos, que pondrá a prueba la estabilidad de la modélica familia.
No hay separación entre la frontera de lo políticamente correcto y el nulo riesgo que acata. Desde su inicio, los estilemas del drama familiar convencional siguen un patrón de rupturas, traiciones, arrepentimientos y redenciones particulares entre sus personajes. Su subtexto crítico contra los modelos establecidos en seguida se caen por su propio peso, ya que acaban formalizándose en un híbrido acerca de las correcciones morales de cualquier cinta familiar al uso, de anticuados significados de fidelidad que derivan en un rollo progre, de concordia apaciguante donde la burguesía liberal no es más que otra apariencia. Vamos, que es un drama familiar al uso, salpicado con algunos (pocos) momentos de humor para caer en el estereotipo muy fácilmente.
De hecho, su enfoque se inclina hacia lo sospechosamente aceptado por los cánones sociales más rancios, en el momento en que las relaciones sexuales que se dejan ver son únicamente las heterosexuales, mientras que las homoparentales son descritas de forma velada y absurda. Lo que hace que la dimensión del discurso caiga en seguida por la sumisión hacia el formulismo de Hollywood, máxime, cuando demoniza la figura masculina a la que trata como una marioneta del guión según convenga para mover los hilos de su extenuada provocación de giros antojadizos.
Se nota, por otra parte, que Cholodenko respeta a sus personajes. Eso sí. Aunque no es suficiente. ‘Los chicos están bien’ es demasiado condescendiente con lo que se narra, trazando un esbozo humanista de calado emocional donde los espacios tradicionalistas se vuelven poco convincentes por la autoimposición de la realizadora de resultar intrépida e innovadora dentro de unos parámetros que reivindican todo lo contrario, donde reside o debería residir el sustrato dramático y lógico de la narración. En gran medida, porque termina por abanderar todo aquello que supuestamente reprueba en su idealismo diferenciador.
Así, la cinta de Cholodenko no es más que otra película conformista, estereotipada y conservadora que no va más allá de la reflexión sobre los celos y del daño de la infidelidad en una familia establecida. Por mucho que la directora introduzca a su discurso cierto tono de didactismo y compromiso ideológico con lo que cuenta. Tampoco ayuda la fría funcionalidad con la se transcribe en imágenes el guión, dotándola de un aire de telefilme de sobremesa con cierto ‘glamour’, pero despojada de personalidad, cayendo en la vulgaridad de imágenes con la que Cholodenko confecciona su falso discurso “buenrollista”.
La terna que acapara los elogios más merecidos del filme viene del equipo artístico. En especial, destaca la labor interpretativa compuesta por ésa capacidad camaleónica de Annette Bening, aquí una bebedora compulsiva, cabeza dominante y protectora de la familia con tendencia al control obsesivo para que su familia conserve una integridad e inocencia que, obviamente, se verá rota por los acontecimientos. A ella se une la fragilidad de porcelana de una sensual Julianne Moore hasta llegar al sosiego con el que Mark Ruffalo compone un personaje que sobredimensiona con aparente facilidad, aunque no sepa escarbar en el fondo del personaje, precisamente, porque un rol coartado desde el guión. ‘Los chicos están bien’ expone otra glorificación de una familia que, a pesar de las contrariedades y palos de la vida, afronta sus problemas y logra permanecer unida. Un filme que acaba por perder su significado con todo el vendaval ‘sentimentaloide’ que esconde una mirada tan moralizante como discutible con todo lo expuesto.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2011

miércoles, 9 de marzo de 2011

Michael Jordan y el béisbol: la anécdota del regreso

Se cuenta que en algún día del primer trimestre de 1994, Michael Jordan entró en el vestuario de los White Sox y vio que Gene Lamont, en aquel momento entrenador del equipo, había pegado en la pared la alineación para uno de los partidos de la MLB de aquella temporada. Jordan fue a ver si su número 45 y su nombre estaban en ella. No hubo suerte. Alguien se le acercó y le preguntó por esta situación: “¿Cuánto tiempo hacía que te quedabas fuera?”. El entonces ex jugador de los Chicago Bulls contestó: “Hace más de quince años, desde segundo de bachillerato”.
Frank Thomas entró al vestuario sin mirar aquélla lista. No le hacía falta. Tampoco a Ozzie Guillén, ni a Tim Raines, ni a Julio Franco. Jordan les miró y supo que su regreso al baloncesto estaba un paso más cerca que su pertinaz intento por convertirse en una estrella de las ligas mayores de béisbol.

lunes, 7 de marzo de 2011

'King of Kong', de Seth Gordon: magnífico duelo de 'geeks' anacrónicos

“Este es un universo en guerra. Una guerra continua. Puede que haya otros universos., pero el nuestro se nutre de guerras y juegos”. Es una frase de William S. Burroughs que abre el documental ‘King of Kong’, de Seth Gordon. En él asistimos a un épico enfrentamiento con tintes nostálgicos que evidencian que, por mucho que haya evolucionado la tecnología, el pasado es indeleble, aunque en un contexto que roza lo anacrónico y absurdo. Es la esencia de este magnífico documental, del núcleo que despierta la legendaria foto de Life Magazine de noviembre de 1982 que reunió a los mejores ‘videogamers’ del momento. Era la época dorada de los primeros juegos recreativos, de las recordadas ‘coin-ops’, en los albores del ocio binario que hoy vemos tan lejano y arcaico. La era de gente como aquel chaval de 16 años llamado Ben Gold, un hacha en el ‘Stargate’, Todd Talker, que logró ser el mejor en el ‘Joust’, Mike Lepkoski, el número uno del mítico ‘Pac Man’ o el Bill Mitchell, que por entonces había logrado la improbable cifra de los 25.000.000 de puntos en el ‘Centipide’. Éste último es uno de los protagonistas de este recorrido por otro de esos submundos competitivos de Estados Unidos, del fondo de la ‘América Profunda’ que genera ‘nerds’ e ídolos de barro, como todos y cada uno de los que protagonizan este impresionante documental.
Mitchell comparece como un titán autoconsciente de su grandeza, dinamitando sus frases con la sabiduría de un maestro, con aforismos donde él es poco menos que un Mesías. Su corte de pelo ‘mullet’ y sus corbatas de barras y estrellas le perfilan y peculiarizan su condición de yanqui ‘made himself’. Y todo, por ser considerado el mejor jugador de máquinas recreativas de la Historia. No es un perdedor. Todo lo contrario. La seguridad de Bill Mitchell en sí mismo le ha convertido en un empresario que ha triunfado gracias a su propia cadena de restaurantes y a ser el productor y ‘tycoon’ de las salsas calientes Rickey’s, una de las más prestigiosas de USA. Es un símbolo trasnochado, pero también un representante del sueño americano. Lo primero que hace Mitchell es aludir a una analogía aeronaval en la que recuerda que el mejor piloto norteamericano fue Eddie Rickenbacker, que logró derribar veintiséis aviones enemigos. Nadie le conoce. Sin embargo, todos conocen a Manfred von Richhofen, más conocido como el Barón Rojo, que logró abatir ochenta y siete aviones del bando rival. Con ello, está dejando claro su potestad ante cualquier rival. Es el punto de partida de ‘King of Kong’.
Hoy en día, Mitchell posee el cetro de ‘Rey del Videojuego’ o ‘Mejor jugador del Siglo XX’ en esta disciplina. Suyos son los imposibles récords de varios de los juegos más antológicos de aquélla época iniciática y revolucionaria; 3.333.360 puntos y “Partida Perfecta” en el ‘Pac Man’ (llegó a “quemar” la máquina), 957.300 puntos en el juego ‘Donkey Kong Jr.’ y durante más de dos décadas el poseedor del mayor registro de puntos aglutinado en el ‘Donkey Kong’. Sin embargo, entra en escena Steve Wiebe, un padre de familia ejemplar que trabaja como docente en un pequeño colegio de Kirkland, en Washington. Su mujer y sus amigos destacan el inagotable ímpetu entusiasta de un hombre que, pese a tener la familia perfecta, nunca ha visto reconocido su talento en ninguna disciplina donde haya puesto su esfuerzo y pasión; bien sea en el béisbol, en el dibujo o en la música. Su mujer, entre lágrimas, afirma que se merece algo de reconocimiento, aunque sea “por una vez en la vida”. Wiebe ha aprendido a jugar al ‘Donkey Kong’ en su garaje, en su tiempo libre, haciendo del juego de los 80 parte de su vida. Estudiando movimientos, practicando hasta la extenuación, consigue arrebatarle el récord al “intocable” Mitchell. Pero su récord no es considerado reglamentario, así que decide desafiar a jugar “cara a cara” a Mitchell para retarle en la que se sería la batalla más épica por ser el dómine del que se dice que es el juego más difícil de la Historia.
A lo largo de su documental, Gordon perfila su mirada maniquea a dos hombres antagónicos, dos Némesis que únicamente cruzan algunas palabras, pero que contienen el mismo espíritu competitivo por ser el Rey del Kong, más allá de sus incompatibles ambiciones en la vida, de sus contrarias formas de ser y de sus personalidades opuestas. ‘King of Kong’ es un viaje a las entrañas de un duelo que no se produce, pero que deja su impronta de heroicidad en la lucha del pequeño contra el grande, del bueno contra el “malo”. El éxtasis de la competitividad que se da en esta crónica del FunSpot de 2006 es sólo una excusa para sumergir al espectador en un submundo de prehistóricos ‘geeks’ y de jugadores que reclaman sus récords que revoltean por una sala de juegos de Weirs Beach, donde tiene lugar cada año el ‘Twin Galaxies International Classic Video and Pinball Tournament’, donde los mejores jugadores se retan a destrozar los récords insuperables establecidos con antelación bajo la atenta mirada de otro ‘freak’ dimensional como es el árbitro Walter Day.
Una fábula de superación, de pugna, de cómo el débil se enfrenta a sus fantasmas y el fuerte rehúye y elude su condición de master, dejando ver cierta decepción en aquellos adeptos que idolatran y que, como Steve Sanders, socio de Mitchell y fraudulento hombre récord del juego, termina por alabar la calidad humana de Wiebe frente a la arrogancia de su amigo de toda la vida. Es un desafío apasionante en el que la realidad se articula y define en un guión confeccionado con maestría para que todo, absolutamente todo, fluya como un ‘western’ de duelos a medio camino entre la modernidad y la añoranza. No importa que, hoy en día, ni Mitchell ni Wiebe sean el ‘recordman’ de este juego, ya que un cirujano neoyorquino llamado Hank Chien ostenta (de momento) el nuevo récord. La historia de miserias y logros que impone este documental quedará como una de las visiones más insólitas sobre la condición contendiente del ser humano por ser el mejor en un inolvidable particular desafío.

viernes, 4 de marzo de 2011

Review 'Cisne Negro (Black Swan)', de Darren Aronofsky

La búsqueda del lado oscuro
Aronofsky vuelve a sondear una pesadilla de introspección acerca del ansia de perfección, de la locura por alcanzar un sueño que acaba por devastarlo. ‘Cisne negro’ es un tenebroso cuento que expone una bifurcación en la que el Bien y el Mal se cofunden en un contexto de realidad y alucinación perturbadora.
“Pero el peor enemigo con el que puedes encontrarte serás siempre tú mismo; a ti mismo te acechas tú en las cavernas y en los bosques”.
(Friedrich Nietzsche).
No es fácil la comunión con el cine de Darren Aronofsky. Su estilo combina fusiones excéntricas y controvertidas, anexas en analogía musical al ‘tecno jungle’, con aquellos ‘loops’ enloquecidos que se dieron cita en sus dos primeras cintas ‘Pi’ y ‘Requiem por un sueño’ para después sosegarse en el misticismo poético de una teodicea mística como ‘La fuente de la vida’ y llegar a cierta depuración ‘indie’ en la diáfana fábula sobre el fracaso de ‘El luchador’. El modo de visualizar las historias por parte de Aronofsky es debatido por ese insistente bucle de imágenes y sonidos, donde la entidad contigua al ‘videoclip’ se surte de la estética hiperreal en una expresión personal que adecua los medios formales a su discurso gráfico, a medio camino entre el más innovador posmodernismo y el arquetipo clásico. Los juegos metalingüísticos y su tendencia al exceso de prosopopeya visual esgrimen esa catarsis autoral que vincula su obra a una patológica diatriba de amores y odios compartida por crítica y público.
En ‘Cisne negro’ vuelve a escarbar en la violenta, cruda y dolorosa turbiedad de una obsesión, la de una bailarina en pleno auge del Ballet del Lincoln Center de Nueva York. Su envidiable situación converge con su descomposición emocional y con los terrores atávicos por lograr la perfección a cualquier precio. ‘El lago de los cisnes’, la obra que va a representar y por la que es lanzada como nueva estrella de la compañía, sirve de excusa para reflexionar acerca de la pérdida de identidad y de la inocencia de un ser torturado por su frigidez e indolencia sexual no explorada, que enflaquece su conversión al lado oscuro de ese Cisne Negro del ballet de Piotr Ilich Tchaikovsky. Como Odette, el Cisne Blanco, Nina Sayers (Natalie Portman) tiene la fragilidad y el apocamiento necesarios para protagonizar la obra. Sin embargo, se ve impotente al alcanzar el estado pasional de su antítesis, la sensual Odile, el Cisne Negro, que reúne las cualidades de una compañera llamada Lily, una nueva bailarina de virtuoso talento que le roba protagonismo debido a su extrovertida forma de ver la vida. Aronofsky envuelve así al espectador en una pesadilla de introspección acerca del ansia de perfección, de la locura adictiva por alcanzar un sueño que acaba por devastarlo.
Es imposible no evocar una serie de autores representados en filmes que comparten con ‘Cisne negro’ temática y subfondo psicológico como Polanski, Haneke, Mankiewicz, Powell, Pressburger, Satoshi Kon, Argento, De Palma o Cronenberg a la hora de ahondar en la sensación de fragilidad, terror e inestabilidad mental que supura cada fotograma de esta cinta. Nina tiene un complejo infantil de sobreprotección materna que le hace conferir un grado de inseguridad enfermizo. Es un personaje sometido a muchos factores; desde ese vampirismo ejercido por su madre, la pugna psicosexual que mantiene con su exigente profesor de danza y el desamparo que siente en la competitividad con sus compañeras representa un carácter lánguido, incapaz de drenar sus sentimientos y ambiciones con normalidad. Con este perfil, el guión de Mark Heyman, Andres Heinz y John J. McLaughlin inyecta el trastornado éter de paranoia salpicada por transitorios ‘glimpses’ que asolan a Nina con la alucinación de percibir fugaces e inquietantes figuras entre la multitud que parecen ya no sólo observarla, sino que se transmutan en amenazantes ecos de sí misma.
La figura del ‘doppelgänger’ es fundamental dentro de ‘Cisne Negro’. Siguiendo las huellas literarias de Poe en ‘William Wilson’, de Freud en ‘Lo ominoso’, de Hoffmann en ‘Los elixires del diablo’ o de Dostoievsky en ‘El doble’, el filme de Aronofsky encuentra su sentido en el aterrador encontronazo que personifica el lado oscuro del “yo” desfigurado en un ser tenebroso como dualidad que atormenta a la inconsistente bailarina. Irrumpe con fuerza el enfrentamiento de la fragilidad cobarde contra la fiereza que esconden sus remordimientos y represión sexual en una metamorfosis aparentemente física, bajo el simbolismo de una autolesión que no es corporal sino interna, que esconde la pasión mórbida por convertirse en el cisne negro al que alude el título del filme. De algún modo, las heridas que vemos en la espalda de Nina, en sus uñas fragmentadas, en sus pies machacados o en la carne desgarrada no es más que el vínculo mental que avisa del temor a que su baile no sea perfecto. Una metáfora del miedo al fracaso.
En ése sentido, ‘Cisne negro’ es un constante juego de espejos. El que pone a Nina delante de cuatro mujeres; la primera, su madre Erica (Barbara Hersey), una taumatúrgica figura que esteriliza sus ambiciones a través de la vigilia y de la sobreprotección, que zambulle a la joven en un vacío de infantilismo derivada en una visión enfermiza de la manipulación materna. Ella es la responsable de que sea una chica retraída, totalmente controlada, aunque en el fondo, también es otra voz más de la conciencia insinuándole de que está a punto de caer en la locura, sutilizando con sus decisiones la coherencia de la que empieza a adolecer la joven. Una relación de amor y descrédito en la que se mezclan ambición y envidia, expectativas y sueños rotos. Es el germen de la frígida y glacial distancia con el mundo, que deviene en terrores internos y en una extrapolación de un sexo inmaculado (y a la vez marchito) que sólo tiene cabida en sus dislocados trances oníricos.
La segunda es Lily (Mila Kunis), su contrapunto, su Némesis. Lily es todo lo que Nina no puede ser. Es el modelo en el que le gustaría convertirse; lasciva, pasional, libre y desinhibida. Pero también es la amenaza a sus objetivos, la traidora que le quiere arrebatar su sueño. Ejemplo de ello se da en la única salida de Nina al mundo exterior, en el restaurante donde cenan. Mientras ésta sigue una estricta dieta que roza la bulimia, Lily se zampa una hamburguesa con patatas y le ofrece droga como escape a la realidad, como si fuera la dicotomía establecida entre el Narrador y Tyler Durden de ‘El Club de la Lucha’, de David Fincher. Nina siempre aboga por un color níveo y virginal en su atuendo. Lily va de oscuro, mostrándose díscola y provocadora. Dos mundos alejados, dos formas de entender la vida.
La tercera es Beth MacIntyre (Winona Ryder), una veterana bailarina sumida en un caos de amargura y desaliento porque su estrella se ha apagado ante la llegada de su sustituta. Otro ser frágil y quebradizo que no duda en lanzarse a un coche para acabar con ese final desarraigado de la danza y del cual Nina es la heredera directa. Y, por último, Nina debe enfrentarse a la propia Nina, la misma que le acecha en los espejos, la que mira desde dentro la siniestra evolución para poder emerger desde las entrañas de su ser y hacer aflorar toda la ira y la rabia que lleva dentro. A esto no es ajeno LeRoy Thomas (Vincent Cassell), un personaje ambiguo, de tintes mefistofélicos, cuyos métodos por sacar lo mejor de su pupila roza la humillación sexual y la provocación erótica que despierta en ella. Aquél que le advierte sobre los riesgos de ser ella misma la única persona en interponerse en su propio camino.
Es una pena que Aronofsky sutilice en cierta forma el esbozo de misoginia femenina que contiene el discurso. Nunca se atreve a llevar el sexo más allá de lo políticamente correcto, haciendo que una de las claves más perversas del juego resulte menos morbosa y extrema de lo que pueda parecer en un primer instante. Aunque también sea loable la forma en que tienta su disertación sobre la coerción sexual sin dejar que el espectador vea algo de carne. Aronofsky confiere una atmósfera operística de gran tragedia, de poética oscura, algo grandilocuente en la narrativa estética barroca y granulada, que bifurca su cromatismo ambivalente según vaya avanzando la esquizofrenia de Nina gracias a la magnífica labor de Matthew Libatique. Hay que agradecerle su aportación a la compleja historia para alejarse de los límites preconcebidos a la hora de describir el oscuro fondo de la entrega de una bailarina sometida a sus propios errores, a sus miedos y fantasmas, entregando una fábula que coquetea con el terror gótico, adherido a la piel de su personaje, asfixiándolo, en un entorno realista y cotidiano que concilia subjetivismo y obsesión, elementos necesarios para compartir la pesadilla de Nina.
Para esto, Aronofsky se sigue mostrando poco sutil en efectismos. El director busca una retórica visual que tiene su génesis en lo sensorial, conjugando referencias e innovación, con virtuosismo y énfasis descarnado a la hora de describir el agobiante mundo del ballet. Lo que no evita y he aquí el principal lastre de ‘Cisne negro’ es caer en lo forzado de ‘tics’ convencionales del cine de género, en la forma, a veces torpe, que tiene de enfocar su parte de ‘fantastiquè’ para llegar al ‘thriller’ psicológico. Es de recibo señalar algunas secuencias que rozan peligrosamente lo cómico, como esos cuadros de la madre que cobran vida para atormentar la mente enferma de Nina o el instante en que se rompe los huesos pero permaneciendo estática mientras se desmorona física y emocionalmente.
No obstante, es consciente de los riesgos a los que conlleva los límites del exceso y, a cambio, como ya hizo en ‘El luchador’, se muestra minucioso en el tratamiento con el que desciende a los infiernos de la danza, dejando ver el sufrimiento y la entrega con la que se someten las profesionales del baile a su profesión. Si en aquélla era un mundo perturbador de unos luchadores acabados empeñados en ofrecer un espectáculo realista junto a los ambientes de gimnasio, anabolizantes y camaradería fraternal antes y después de los combates, en ‘Cisne negro’ exhibe un ámbito de tortura física (evidenciado en una veraz secuencia de sesión de fisioterapia) que busca la perfección del arte entendida como obsesión. Si Randy “The Ram” Robinson (Mickey Rourke) había sido una leyenda que esperaba su momento para la catarsis final, entregándose en cuaerpo y alma dentro de un ‘ring’, aquí Nina se deja poseer por la obra hasta las últimas consecuencias.
‘Cisne negro’ vuelve a hablar de la bifurcación entre Bien y el mal, donde luz y la oscuridad se cofunden en un contexto de realidad y alucinación en el que los intersticios de locura hacen que la apocada y marginal muchacha, inocente y temerosa, vaya perdiendo su personalidad hasta lograr alcanzar esa sublimación de la perfección, en una liberación catártica donde se da una doble pugna segmentada en sacrificio; la de Nina y su lucha por dejar de ser como es y lograr sus objetivos y, por otro lado, la del cisne blanco por llegar a ser cisne negro. Es entonces cuando la metamorfosis se produce, cuando Nina puede sonreír, despojándose de sus miedos, demostrando al mundo su auténtica valía, en la que ni la madre castradora, ni el profesor ambivalente, ni la férrea competencia pueden parar el espíritu inigualable de una bailarina en estado puro y de gracia.
La película exhibe una portentosa exhibición interpretativa a cargo de Natalie Portman en su personaje endeble acuciado por la oscuridad del alma. Su rostro magnifica en cada instante un mundo interior hermético y desagradable, que esconde el desconcierto y la indefensión de su rol. Su baile, sus miradas, su dolor físico… traspasan la pantalla con asombrosa facilidad. Como ya hiciera con Rourke en ‘El luchador’, Aronofsky invita a Portman a dejarse la piel en el desafío. Y ésta le responde con una actuación antológica, poniendo toda su voluntad en la propuesta, superando el reto técnico del exigente del baile y entregando un viaje entusiasta y emocional que resulta definitivamente extenuante. Estamos ante un cuento de hadas infectado por un sondeo de la parte más oscura del alma humana. Un periplo de autodestrucción y trastorno de un ser machacado física y sentimentalmente que ilustra cómo los efectos del artista por alcanzar la perfección de su arte puede desembocar en la locura.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2011
PRÓXIMA REVIEW: 'Los chicos están bien (The kids are all right)', de Lisa Cholodenko.

miércoles, 2 de marzo de 2011

‘Alan Moore: La Autopsia del Héroe’, de J.J. Vargas: la disección de la obra de un mito

A fines de la década de los 70, en Estados Unidos, el mundo del cómic no atravesaba uno de sus mejores momentos. El esquematismo y la reiteración de formulismos dentro del género acabaron por agotarse dentro de los límites del ‘mainstream’ dejando un halo quebradizo en la categoría del tebeo de superhéroes. La irrupción de Alan Moore identificó el lenguaje narrativo del cómic con el potencial real de la literatura y su influencia, relacionando ambos recursos y metabolizándolos en un revolucionario estilo que cambió el Noveno Arte hacia unos derroteros innovadores, sin perder la identidad de sus precedentes, imponiendo un equilibrio entre la estructura llevada a cabo por el nuevo maestro a medio camino entre la planificación y el estándar norteamericano. Moore, como bien explica entre líneas el libro de J.J. Vargas, extrajo al típico esterilizado superhéroe de pulcritud moral y firmeza heroica hacia un contexto donde la realidad se mostraba auténtica, sórdida y sádica. Fue el excéntrico autor británico quién despojó al cómic de su vertiente ‘teenager’ para otorgarle sobriedad y también densidad poliédrica necesaria para su cambio. Moore ha pasado a la historia como una de las figuras más trascendentes del arte y su insurrección hacia los métodos establecidos hicieron de él un genio inmortal que aplicó sus hallazgos a medida que avanzaba, asimilando sus propios recursos narrativos, para renovar el cómic con sus planteamientos y fórmulas guionísticas. Alan Moore, más allá de eso, siempre se ha mantenido como un creador íntegro, comprometido con el medio y con la inextinguible capacidad de descubrir nuevos modelos de reutilizar sortilegios literarios dentro del cómic.
Dolmen Editorial editó hace unos meses, en su colección Pretexto, un estupendo ensayo monográfico titulado ‘Alan Moore: La Autopsia del Héroe’, de J. J. Vargas. No se trata de una obra hagiográfica sobre la figura del mito (“Alan Moore no es dios”, afirma el autor cordobés), sino una insistente disección del mundo referencial de un hombre donde se pretende sustraer la complejidad del universo de Moore y acercarlo, de un modo ligero, al aficionado neófito que quiera entrar en la sustancia narrativo del icono del cómic. Estamos, por tanto, ante un elucidario elocuente que particulariza una obra más allá de la biografía personal de su autor. Con gran profundidad de análisis y razonamiento, Vargas procura no perder de vista un complicado intento de consumar una reinterpretación del héroe contemporáneo y dar la pautas para concebir al superhéroe desde una perspectiva anexa a las imposiciones revolucionarias de este guionista inglés. Por eso, tras unas breves pinceladas biográficas de Moore, como esa renuncia a trabajar como empleado de un subcontratista del sistema local de gas o la descripción de un joven artista negociando su contrato en una cabina de teléfonos porque no tenía teléfono en su domicilio, entramos en un ámbito detallista y entusiasta iluminado por reflexiones y argumentos, anécdotas y curiosidades acerca de la carrera de Alan Moore.
Capítulo a capítulo Vargas va desgranando, sin abandonar un cierto ápice de ironía y sentido del humor, en su formalidad de prosa amena y ágil, los inicios dentro del cómic ‘underground’, de aquel ‘Roscoe Moscow’, en Sounds o su paso por 2000AD y principales editoriales británicas y estadounidenses para establecer su apoteosis con sus más conocidas obras maestras. Capítulos que subrayan las diversas jerarquías entre trabajos como ‘El Capitán Britania’ o ‘La balada de Halo Jones’, así como una completa autopsia a ‘La cosa del pantano’ para DC, donde se alude por primera vez a John Constantine, ‘Mad love’, la incompleta ‘Big numbers’, ‘A Small Killing’ o ‘Lost Girls’. Tampoco olvida sus obras nutricionales (económicamente hablando) realizadas para Image Comics o sus cometidos más conocidos dentro la línea America´s Best Comics como ‘The League of Extraordinary Gentlemen’ para cerrar con una investigación a fondo del personaje Tom Strong y su brillante sección ‘Preguntas sin responder’, donde le vincula a figuraciones de Unamuno y peculiaridades de Doc Savage. ‘Autopsia del héroe’ concluye con un cúmulo de cuestiones replicadas acerca de ‘Promethea’ y ‘Top 10’. Sin olvidar sendos capítulos dedicados a la iniciática ‘Capitán Britania’ o ‘La Broma Asesina’.
Por supuesto, la dilección detallista se dilata en su profundización dentro de las reflexión y estudio de obras cumbre como ‘V de Vendetta’, From Hell’ (cuyo epígrafe ‘Arquitectos del tiempo’ avanza la minuciosa disertación de ese “melodrama en dieciséis partes”) y esa revolucionaria obra de realismo psicológico que es ‘Watchmen’, a la que reverencia y estudia con pasión y coherencia providente. Y lo hace desde los rígidos códigos de respeto que respira un ensayo total sobre el autor, definiendo la novela gráfica de Moore y Dave Gibbons como una historia cuya “coralidad alimenta el concepto de que ‘el poder conlleva a una gran responsabilidad’, en el diseño de un conciso caleidoscopio de enfoques que implican posturas no precisamente opuestas ante la justicia y el orden, sino compatibles en determinados puntos y divergentes en otros tantos”.
Vargas no deja nada al azar, hilvanando conjeturas y hechos, con un admirable estilo literario que muestra oficio e intención imparcial en la subjetividad con la que recaba con dimensión crítica dentro de su obra. Se trata de un ensayo de procesos y claves para entender la entidad fractal a la que pone a prueba la realidad con una retrospectiva a modo de inspirador viaje por la obra íntegra del guionista británico, uno de los exponentes más claros de genio del Siglo XX. La magnífica exploración de una figura de relevancia contemporánea como la de Alan Moore se completa con un nutrido número de dibujos, viñetas y bocetos que traducen y consuman la vocación hermenéutica y completiva de una obra modélica sobre el nigromante de Northampton. Se puede decir que sea la obra definitiva sobre el autor. Sin embargo, es lo más parecido a ello, ya que será muy difícil encontrar un texto con tanto acierto exegético como lo es el de Vargas.

martes, 1 de marzo de 2011

Una droga llamada Charlie Sheen

“Estoy bajo los efectos de una droga: se llama Charlie Sheen. No está disponible porque si la pruebas, morirás. Tu cara se derretirá y tus hijos llorarán cuando tu cuerpo vuele por los aires”.
(Charlie Sheen en una entrevista para ABC).

lunes, 28 de febrero de 2011

83ª Edición de los Oscar

Los Wenstein compran los premios gordos en la peor gala de los Oscar
La 83ª edición de los Oscar ha superado lo imposible. El año pasado se dio una de las galas más nefastas que se recordaban, dejando el bostezo como único protagonista ante la falta de diversión y amenidad absoluta y más escandalosas de los últimos tiempos. Bien, pues lo de ayer fue peor. Una velada que conjugo un cúmulo de desaciertos, que llegó, por momentos, a resultar vergonzosa, sumamente aburrida y del todo decepcionante. Lo que equivale decir que, casi con toda seguridad, haya sido la más fraudulenta y bochornosa de la Historia reciente de los premios. Es decir, que no se recuerda algo así en ningún antecedente. No fue una gala vistosa. Tampoco va a pasar por el reparto de premios, ni por el beneplácito del palmarés.
Que ‘El discurso del Rey’ pudiera llevarse el máximo reconocimiento por encima de películas como ‘La red social’ o ‘Toy Story 3’ era algo que entraba en las quinielas condescendientes. Pero el hecho de que la cinta producida por los hermanos Weinstein fuera la gran ganadora va a la par con lo ignominioso de una noche para olvidar. Éstos han vuelto a demostrar, como lo hicieran en marzo de 1999, que es posible transgredir las normas de la lógica y poner de manifiesto que el dinero y las mastodónticas campañas y argucias comerciales pueden dar como resultado un Oscar que, pese a ser incomprensible, queda como desatino de esa ganadora de Oscar que ejemplifica la tendencia de Hollywood a concretar la gloria a películas que pasarán a los fastos como olvidables filmes simpáticos pero efímeros.
En aquel entonces ‘Shakespeare in love’, de John Madden, dejaba a todos boquiabiertos cuando se llevó el Oscar a la mejor película del año por encima de títulos como ‘Salvar al soldado Ryan’, de Steven Spielberg o ‘La delgada línea roja’, de Terrence Malik. A Hollywood siempre le ha gustado darle el Oscar a películas más o menos destacadas, pero sin el relumbrón de maestría de muchas de las que dejan fuera de la cada vez más debilitada leyenda de estos premios prosaicos e injustos. Cierto es que ‘El discurso del Rey’ no es una mala película, pero quedará como la sucesora de películas como ‘Gladiator’, ‘Una mente maravillosa’, ‘Chicago’, ‘El paciente inglés’, ‘Crash’ o ‘Slumdog Millionaire’, ejemplos recientes de garrafales despropósitos, cada vez más normalizados, ensalzando cierto tono de mediocridad como grandes vencedoras de unos galardones autodesprestigiados y cada día menos creíbles.
Respecto a la noche: una auténtica calamidad. Si Alec Baldwin y Steve Martin dejaron las expectativas por los suelos, lo de Anne Hathaway y James Franco se rebeló, desde sus primeros compases, como un desacierto total. Comenzaron bien, gracias a un vídeo introductorio heredado de las memorables galas de Billy Cristal apareciendo insertados dentro de los filmes nominados, con bastante efectividad, teniendo a Alec Baldwin y Morgan Freeman como invitados jugando con los diálogos de los filmes nominados y sucumbiendo al humor lineal. El hecho de incluir un homenaje a ‘Regreso al futuro’ y al mítico DeLorean fue todo un gesto de intenciones. Pero ahí se acabó el encanto de la pareja. Sus esporádicas apariciones fueron insubstanciales, sin complicidad, estáticas y deslucidos. Su ‘speech’ de presentación se ciñó a hacer humor blanco y sin lustre sobre la madre de Hathaway y la abuela de Franco, que llamó Marky Mark a Mark Wahlberg. Vamos, unas risas… Ricky Gervais entregó en los Globos de Oro una ración de mala hostia e ingenio maravillosa. Los Oscar, para compensarlo, dieron la de cal y el aturdimiento impostado que se avecinaba. La escenografía, eso sí, siempre luce descomunal y titánica en ese coliseo de los sueños que es el Kodak Teathre de Los Angeles. Tom Hanks emergía para presentar, bajo los acordes de ‘Lo que el viento se llevó’, los premios dirección artística y fotografía, mencionando otros títulos que también recibieron sendos Oscar que el presentaba (sic).
Lo mejor de la noche llegó muy pronto. Rescatar del olvido a Kirk Douglas, enseñarle al mundo y entregar el momento más emotivo y deslumbrante de la noche es impagable. El icónico actor, mito entre los mitos y testigo viviente de aquel Hollywood de Oro perdido en la memoria de un cine inalcanzable, salía a escena con sus 94 años. Con humor, desvarió con el sutil ‘viejoverdismo’ al aludir a la sugerente Hathaway, hizo un par de bromas sobre Hugh Jackman (no fue la única) y de la flema británica de Colin Firth y se mostró olvidadizo y divertido a la hora de mencionar a la ganadora de la mejor actriz secundaria. Melissa Leo subió a por su estatuilla por ‘The Fighter’ para posar exageradamente histriónica, falsamente emocionada, dando gracias a diestro y siniestro. “I watched Kate (Winslet) two years ago, it looked so fucking easy! (Vi a Kate hace dos años, parecía jodidamente fácil”), salió de su boca. Todo el mundo se llevó las manos a la cabeza. Era la primera vez en 83 años que alguien decía un taco ante los millones de espectadores que siguen la gala.
Justin Timberlake y Mila Kunis presentaban el mejor corto de animación. La rapidez y la sobriedad parecían ser las pautas a seguir de una gala fulminante y atropellada. La protagonista de ‘Amor y otras drogas’ comenzaba el desfile de modelos que reiteraría a lo largo de la noche. Se perdió de la cuenta de cuántas veces se cambió durante la ceremonia. Josh Brolin y Javier Bardem aparecieron vestidos con un horrible traje blanco, como si los camareros del ‘backstage’ hubieran salido a ver qué pasa y dejaron los nombres de los ganadores a los mejores guiones; original (por decir algo) para ‘El discurso del Rey’ de David Seidler (por encima de Nolan y su ‘Origen’ y abriendo la guía de lo que sucedería después) y adaptado para la esperada ‘La red social’, donde Sorkin dejó su impronta verborreica y docta. Hathaway canta a Jackman, recordando que el actor de ‘Lobezno’ sí estuvo a la altura que fue el conductor del evento y este año lo único “divertido” es ver a Franco salir vestido de Marilyn. Tras el sopor, ‘Toy Story 3’ se convierte, con toda lógica, en la mejor película de animación del año. No hubiera sido ningún escándalo que también hubiera ganado el Oscar a la mejor película. No obstante, es la mejor película de 2010. De este premio no sorprende el moderado discurso de Lee Unkrich, sino el escote escandaloso y desbocado de la mujer de John Lasseter.
Que la película danesa de Susanne Bier recogiera el Oscar como película extranjera por encima de ‘Canino’ también responde más a movimientos de marketing que a calidad. La directora de ‘Brothers’ subió al escenario y sostuvo el premio con una agitación a medio camino entre las ganas de ir a mear, un ligero Parkinson y movimientos de cabeza como si fuera un peligroso negrata del Bronx. La barbilla brillante de Reese Witherspoon fue la encargada de concederle el Oscar al mejor secundario a un Christian Bale con barba roja, al único que musiquilla que suena si te haces un poco pesado en tus agradecimientos no aparece, compartió el premio con Dickie Eklund y Mickey “Irish” Ward, hermano y boxeador que inspiraron el filme ‘The Fighter’. Tom Sherak, presidente de la Academia de Hollywood sale no a dar un discurso sobre cine, sino a hacer la pelota a la cadena ABC, con la que han renovado para emitir la gala en exclusiva hasta el año 2020. Esto… Bueno, por atraparte, el creador de NIN, Trent Reznor y Atticus Ross se llevan el de mejor música original por ‘La red social’ de manos de una Nicole Kidman que empieza a recuperar su gesto humano y un Hugh Jackman cuyos músculos apenas entran en su traje XXXL. La gala empieza a hacerse tediosa por momentos. Incapaz de dar un ápice de espectáculo o interés. Todo parece sacado de un mal guión temporizado donde está prohibida la diversión o el ‘gag’.
Sobre el escenario, en premios considerados menores, Scarlett Johansson, Marisa Tomei (abonado a los muy importantes Irving G. Thalberg) y Cate Blanchertt lucen palmito y belleza. La diseñadora de vestuario Collen Atwood ganó por ‘Alicia en el País de las maravillas’ e hizo gala de ser una maestra de la chuleta. Cuando sacó un papelito todos creían que iba a agradecer de forma sucinta. Cuando el discurso se alargó, todos se miraban absortos preguntándose cómo diablos puede entrar todo el texto en semejante nota. En el cómputo transitorio, ‘Origen’ se estaba llevando los Oscar técnicos, todos ellos muy agradecidos, excesivamente agradecidos por sus artesanos “al arte, al talento, a la genialidad, a la deidad…” de un Christopher Nolan que miraba desde el patio de butacas cómo ésos iban a ser los únicos premios que caerían en su pedrea de nominaciones convertidas en premio. En un ‘clip’ en que gente de la calle menciona su canción favorita ganadora de los Oscar, el presidente de los Estados Unidos, Barak Obama, alude a la suya, la de ‘Casablanca’. Obviamente, porque la cantaba un negro. Y por el simbolismo romántico, claro está.
Otro de los vídeos musicales que pretendía que lo ánimos del personal y los espectadores salieran del estado catatónico y aterido en el que se encontraban tampoco funcionó, por mucho que el montaje hiciera sus gracias con cintas como ‘Harry Potter’, ‘Toy Story 3’ o ‘Crepúsculo: Eclipse’. El ganador al mejor corto de ficción, Luke Matheny con ‘God of love’ surge del público con un peinado que recuerda a esa peluca afro del anuncio del 11811 y un aire de ‘nerd’ sacado de una película de Jared Hess. Una rotundísima Oprah Winfrey, una de las mujeres más poderosas del planeta con razones poderosas, tanto que podría interpretar a Josiane Tanzilli en un ‘remake’ yanqui de ‘Amarcord, presentó con circunspección el mejor documental. Ganó ‘Inside Job’, en el que Charles Ferguson dejó la frase de la noche “No entiendo cómo en tres años de crisis mundial, ningún ejecutivo financiero está en la cárcel. Y también, junto a Audrey Marrs, ilustró el agradecimiento perfecto que cualquier premiado debería seguir como paradigma de la corrección y el tiempo.
Cuando la cosa estaba fatal, aparece en el escenario Billy Cristal para recordarnos, con su presencia, con su ironía y su perspicacia, que sus presentaciones fueron lo mejor que ha tenido esta gala en décadas. Empequeñeciendo a Hathaway y Franco, que ya ni se miran sobre el atril. Alude a que existen los problemas de siempre “vamos mal de tiempo”. No es verdad, pero lo parece. Rememora al maestro de ceremonias más clásico: Bob Hope presentó el evento del lujo y oropel cinematográfico en dieciocho ocasiones con una ofrenda a modo de holograma. La presencia de Cristal es tan efímera que trae a la memoria los buenos tiempos en que él era el encargado de hacer brillar hasta la gala más aburrida. Después de que una talentosa Gwyneth Paltrow diera un recital de versatilidad cantando un tema de la película ‘Country Strong’, Randy Newman, el eterno nominado (20 ocasiones) se lleva su segundo Oscar por la canción ‘We belong togheter’, de ‘Toy Story 3’. Bromeó sobre su veteranía y se preguntó, como todo el mundo, porque la categoría de mejor canción, como otras, sólo tiene cuatro aspirantes en vez de cinco. Si el espectador no tenía poco con soportar a esas alturas de la ceremonia la indolencia de un estatismo desolador, llega Celine Dion y se marca su particular versión y horrorosa versión del ‘Smile’ de John Barry para ‘Chaplin’ que acompañó al vídeo ‘In memoriam’ que recuerda a los miembros de la gran familia del cine que se han ido para siempre a lo largo de 2010. Se olvidan de Berlanga, pero no de Chabrol. Desde aquí, quiero apuntar al siempre avispado Jaume Figueras (que colaboró retransmitiendo en la Cadena Ser) que tanto Jean Simmons como a Eric Rohmer ya aparecieron en el vídeo de recuerdo y ofrenda del año pasado.
Halle Berry sale estupenda. Como siempre. Recuerda a Lena Horne, legendaria actriz y cantante afroamericana que fue la primera en firmar un contrato largo con una gran productora. Todos aplauden. Qué bien han quedado en una ceremonia en que ni un solo intérprete de color ha sido nominado al Oscar. Por restar emoción han dejado fuera el Premio Honorífico. Total ¿para qué perder el tiempo dedicándole unos minutos a gente como Kevin Brownlow, Eli Wallach o Francis Ford Coppola? Es mejor que salga esa señora que gana con los años como es Annette Bening, les presente, se les aplauda en pie, que saluden sin decir nada y retirarlos como a piezas de museo. Vergonzoso e incomprensible.
Nada podía ir peor. Y para colmo, la organización hace que Anne Hathaway presente a Hillary Swank, que a su vez presenta a una arrebatadora Kathryn Bigelow para que dé el gran disgusto de la noche. El ganador a mejor director es para Tom Hooper, un sosias rejuvenecido de James Cameron, por ‘El discurso del Rey’, ante la mirada de un David Fincher que va camino de convertirse en el nuevo Scorsese en su ninguneo por parte de la Academia. Hooper lanza su soflama de agradecimientos. Su conclusión. “Escuchar a vuestra madre”. La mía me dijo hace unos días que ‘La red social’ se convertirá en un clásico que releja el tiempo concreto en que vivimos y que ‘El discurso del Rey’ no es más que una película mediocre bien narrada y mejor interpretada. Tienes razón, Hooper, toda la razón.
A esa altura de la noche, que viene con mucho adelanto respecto a otras ediciones, aunque no se note en absoluto, sólo quedan los “premios gordos”. Para las categorías del mejor actor y mejor actriz se ahorran el numerito de esas cincos personalidades que hablan maravillas en un discurso impostado sobre cada uno de los nominados. Ahora, recuperan al intérprete ganador del anterior año para que le caiga el marrón a él sólo de tener que elogiar el trabajo actoral de los nominados. El grandioso Jeff Bridges es el mejor. Y así lo proclama con sus palabras hacia las cinco actrices. Por supuesto, es Natalie Portman la que obtiene el Oscar por ‘Cisne negro’. Mucho más moderada en su exultación que en los Globos de Oro, en su discurso de agradecimiento nombra incluso a los operadores de cámara. Se lo merecía. Hathaway, mostrando el enésimo cambio de vestido, presenta a Sandra Bullock, que pronuncia unas palabras de todos los compañeros de profesión nominados. Obviamente, Colin Firth sube a por su reconocimiento por ‘El discurso del Rey’. Y menos mal que no tartamudeó, porque entre su insistente discurso de fondo en el que aludía a que se cagaba y la seriedad con la que agradeció extensamente, tomándose su tiempo, alargando aún más la ceremonia, la cosa parecía no terminar nunca.
Sólo quedaba el de mejor película. El Oscar de Hooper ya dejaba muerta la emoción, del mismo modo en que ésta falleció en el minuto 20 de la gala. Por si fuera poco, Steven Spielberg presenta un clip de las diez nominadas en las que la arenga final de la película producida por los Weinstein protagoniza y se superpone a las demás cintas aspirantes. ‘El discurso del Rey’ gana. Los productores agradecen. Ningún Weinstein sube al escenario porque saben que ya han logrado el objetivo de comprar otro Oscar a la mejor película. Y van… La noche se acaba. Por fin. Sin embargo, queda otra insufrible sorpresa a modo de terrible y melindroso colofón de ‘happy end’. Al escenario suben un montón de niños vestidos de colores que pertenecen al coro de State Island que cantan el ‘Somewhere Over the Rainbow’ en el mismo instante en que todos los ganadores suben al escenario con su Oscar como si de un festival de cortometrajes se tratase.
La gala llega a su fin. Conclusión: ha sido la ceremonia de los Oscar más rápida. O al menos de las que menos tiempo han consumido. Fundamentalmente porque los cortes publicitarios han sido breves y porque han evitado vídeos, diálogos con gracia, originalidad, espontaneidad y no ha habido ninguna anécdota destacado. A cambio, dejan, desde que, subjetivamente recuerde desde que veo los Oscar (allá por 1986), la peor y más infumable gala que se haya visto en mucho, mucho tiempo. A su lado, incluso los Goya de este año, incluso los que presentó Antonia San Juan, pueden hacer competencia a esta bochornosa velada llena de previsibilidad, simpleza y linealidad bien interpretada por sus presentadores, pero sin más. Un poco como la esencia de ese ‘El discurso del Rey’ que ha ganado. El año que viene lo tienen muy fácil para superarse. Si no, es que esta pantomima en la que se ha convertido la celebración hollywoodiense del cine, ha muerto por completo. Ayer agonizó, veremos qué sucede en posteriores ediciones: ¡Fucking Oscar!
LO MEJOR
- Kirk Douglas, la última gloria viva del Hollywood Clásico. Aquel que sabía crear obras maestras, clásicos inextinguibles ah, y ceremonias de los Oscar.
- Billy Cristal. Por favor: ¡VUELVE! Haz que este bodrio no vuelva a producirse. Haz un esfuerzo, devuélvenos aquéllas noches míticas.
- La belleza destilada por algunos rostros de la noche que lucieron su mejor rostro en la alfombra roja y en el interior del Kodak Theatre; en especial Scarlett Johansson, Hailee Steinfeld, Jennifer Lawrence, Mila Kunis, Halle Berry, Helen Mirren, Cate Blanchett, Hilary Swank y la gran triunfadora y embarazada Natalie Portman.
- Rick Baker, que sigue como el primer día. Recogiendo Oscar como lo que es, el mejor especialista de ‘make up’ que ha tenido Hollywood.
- Randy Newman, que con simpatía y su rostro entrañable acude cada año a cantar su canción con su inseparable piano. 20 nominaciones y se lleva su segundo Oscar a casa.
- Charles Ferguson y Audrey Marrs y su discurso.
- Que se acabara la gala.
LO PEOR
- La gala. Toda ella. De principio a fin. Una de las exhibiciones más bochornosas y aburridas que se han dado, posiblemente, en la Historia de estos premios.
- La retransmisión de Canal + con Ana García Siñeriz a la cabeza (acabó pidiendo “porras” porque no aguantaba más y dejó algunas perlas de estolidez como en ella es característico en estas retransmisiones). Aún así, le da vida y humor absurdo e involuntario a estas noches. Tampoco ayudaron a la catástrofe Juan Zavala (ese hombre sin gracia que se parece a William Mapother) y el humor trasnochado de Pepe Colubi, que aludió constantemente a James Franco como “porrero” cuando sus chistes parecían sacados de alguien que lleva encima una noche de excesos chungos, con “gracias” sobre niños vietnamitas explotados, phoskitos, llamando a Mila Kunis “Culi lunguis”, etc, etc. Por no mencionar a los invitados que iban interviniendo esporádicamente en la fiesta del Círculo de Bellas Artes montada por el canal de pago.
- La falta de química entre James Franco y Anne Hathaway.
- Que no haya asistido Ben Stiller. Era el único que intentaba salvar los muebles en anteriores años. De hecho, podría ser el próximo presentador de estos premios. Un opción más coherente. O Ricky Gervais. Visto lo visto…
- Otra vez, Celine Dion.
- La cara de Fincher, avizor y discreto, viendo lo que se iba a venir. No tendrá otra como esta en años. Y lo sabe. Tampoco importa.
- Que ‘Toy Story 3’ sólo se fuera con dos Oscar.
- Los pendientes de Natalie Portman, que parecían las borlas de las cortinas señoriales y trasnochadas de los hoteles de lujo y casa de tías ricas.
- El exceso de rayos uva del bronceado Matthew McConaughey.
- La falta de ESPECTÁCULO, señores. Eso que siempre estaban acostumbrados a ofrecer y que este año, más que nunca, ha brillado por su ausencia.

domingo, 27 de febrero de 2011

‘Airbender, el último guerrero’ arrasa en los Razzies 2010

Este año no ha habido el incentivo de ver a un ganador recoger su Razzie. Que el año pasado Sandra Bullock se acercara a por él sabiendo que era la gran favorita para llevarse al día siguiente el Oscar sucede muy de cuando en cuando. Por eso, en esta edición, la 31ª edición de estos premios que galardonan a las peores películas de Hollywood ha vuelto a su rutina habitual. Los denominados como “anti-Oscar” han sido concedidos, un año más, en el Barnsdall Gallery Theatre y el gran ¿triunfador? de la noche ha sido M. Knight Shyamalan y su película ‘Airbender el último guerrero’ que ha acumulado cinco premios que la acreditan como la peor película de 2010. También la bochornosa secuela de ‘Sexo en Nueva York’ se ha llevado lo suyo al acumular tres frambuesas de oro.
Los Razzies fueron creados en 1980 como un antídoto de los premios que se daban en Hollywood a las mejores películas del año, encabezados por los Oscar. John Wilson, autor de ‘The Official Razzie Movie Guide’. Hoy en día se han convertidos en una tradición el día antes de que se entreguen los premios de la Academia de Cine de Hollywood.
Peor película: ‘Airbender el último guerrero’.
Peor Actor: Ashton Kutcher (‘The Killers’, ‘Día de San Valentín’).
Peor actriz: Sarah Jessica Parker, Kim Cattrall, Kristin Davis y Cynthia Nixon (‘Sexo en Nueva York 2’).
Peor actriz de reparto: Jessica Alba (‘The Killer Inside Me’, ‘Little Fockers’, ‘Machete’, ‘Día de San Valentín’).
Peor actor de reparto: Jackson Rathbone (‘Airbender el último guerrero’, ‘La Saga Crepúsculo: Eclipse’).
El peor mal uso de 3D: ‘Airbender el último guerrero’.
Peor Pareja en Pantalla: Todo el elenco (‘Sexo en Nueva York 2’).
Peor Director: M. Night Shyamalan (‘Airbender el último guerrero’).
Peor guión: M. Night Shyamalan (‘Airbender el último guerrero’).
Peor precuela, remake o secuela: ‘Sexo en Nueva York 2’.

viernes, 25 de febrero de 2011

Review 'Valor de ley (True Grit)', de Joel y Ethan Coen

El ‘western’ desmitificado y deconstruido
Los hermanos Coen logran reformular el ‘western’ con ‘Valor de ley’ y transformarlo en un voluntarioso ejercicio de espíritu deudor con los grandes clásicos que engrandece el crepúsculo violento de los ideales perdidos del género.
Los hermanos Joel y Ethan Coen ya abordaron un ‘remake’, el de ‘El quinteto de la muerte’, de Alexander MacKendrick, con ‘Ladykillers’ intentando salir del bache que había supuesto su anterior e infumable cinta ‘Crueldad Intolerable’. En ella devolvieron su cínica mirada a la América Profunda, entorno ideal para, a ritmo de ‘gospel’ espiritual y ‘hip hop’, la ridiculización de sus personajes, la imagen icónica de unos roles que se mueven en esa cáustica y peculiar propensión a la estupidez. La misma que dieron hace menos tiempo con ‘Quemar después de leer’. Sin embargo, tanto la crítica como el público no supieron apreciar su valía. Después de recuperar la senda creativa con ‘No es país para viejos’ o ‘Un tipo serio’, le ha tocado el turno a otro ‘remake’, esta vez inscrito en un género nuevo para los Coen: el ‘western’ con sabor clásico. Los Coen toman como punto de partida la novela de Charles Portis que serviría para que Henry Hathaway idealizara la figura de John Wayne que, a la postre, ganó un Oscar por su interpretación en aquella ‘Valor de ley’.
Ambas comparten esencia y argumento. Se trata de la historia de una venganza. La de Mattie Ross, una adolescente elocuente y segura de sí misma que busca desagraviar la muerte de su padre a manos de Tom Chaney, un fugitivo cobarde que le disparó a traición y le robó su caballo. Estamos en 1880, cuando la Nación Choctaw aún no se había convertido en Oklahoma. La chica sabe que el mundo no es perfecto y no entiende como en la ciudad ni un alma molestó en intentar darle caza. Siguiendo las directrices de Portis, los Coen moldean el personaje interpretado con absoluta brillantez por la neófita Hailee Steinfeld sin caer en el estereotipo del género, con convicción e insolencia que exhibe su certeza moral y justa indignación, cuyo arrojo queda patente en esa fantástica secuencia en la que Mattie se enfrenta y regatea con un empresario local para que resuelva los asuntos financieros de su fallecido padre.
En este ‘Valor de ley’ se fideliza hasta el extremo la representación del autor con las imágenes personales de sus directores, como hicieron con la novela de Cormac McCarthy en ‘No es país para viejos’, extirpando toda la ironía posible, los secos matices de la historia, el carácter representativo de los personajes o los diálogos más acertados de la novela. La visión del mundo de los Coen se adapta a los propósitos de Portis en la abdicación del protagonismo en esa niña valiente que no conoce límites, de su fondo complejo e inocente que, sin embargo, acapara con su sarcasmo el contrapunto extremo de sus compañeros de su viaje iniciático al mundo adulto, donde la violencia nada tiene que ver con el embellecido modelo de la versión de Hathaway. Los Coen buscan la desnaturalización, lo genuino, más allá de la nostálgica percepción del héroe que escupe el corcho de la botella mientras dispara. Se narra la acción a través no sólo de la voz en off de Steinfeld, si no de los ojos de su personaje. Por tanto, la primera y gran diferencia es que aquí no hay espacio para emular aquella icónica imagen congelada de John Wayne a lomos de su caballo Ole Dollar, saltando una valla a la inmortalidad. La divinización del héroe no interesa tanto a los Coen como hacer que el espectador viaje establezca su perspectiva desde la joven Mattie Ross.
La fauna que puebla la acometida del género con códigos tan reconocibles como el ‘western’ se modula en ese insólito arquetipo que emplean los Coen para dotar a sus personajes de cierta vulnerabilidad a la hora de enfrentarse al cambio de una cotidianidad variable, viéndose envueltos en una pesadilla de violencia extrema donde el destino tiene la última palabra. El juego de identificación se establece en la presentación de Rooster Cogburn (un Jeff Brigdes descomunal), un tipo viejo, gordo, tuerto y alcohólico que se muestra como vago pendenciero que encarna a la vez la justicia y la venganza. Es la forma de los Coen de desproveer de apostura a un perdedor que vive su declive bajo el abrigo del alcohol y de la suspicacia sin buscar redimirse ante nadie. Un modelo de (anti)héroe que prefiere cargarse a un delincuente por la espalda antes que llevarlo a la cárcel o ante un tribunal, ahorrándole a la comunidad los gastos del juicio. El círculo se cierra con La Boeuf (siempre eficaz Matt Damon), el tercero en discordia, un ranger de Texas que abusa de arrogancia y juventud y hace tintinear sus espuelas mientras mesa un bigote cuidado. Es el contrapunto a Cogburn, pero su lado oscuro revela que no es más que un caza recompensas cualquiera.
Esta ‘Valor de ley’ es mucho más oscura y cínica que su referente, sabiendo escindir sy tono tono homérico, mitigado por la representación de un Oeste decadente, donde la ambigüedad entre los héroes y los villanos se diluye por sus acciones, pero que permanece establecido en sus caracteres. La terna que busca al forajido tiene diversas intenciones, dirigiéndose hacia un territorio indio donde ya no queda señal de los indios. Se inicia así otra demostración del patrimonio semántico de los Coen, ofreciendo varias lecturas de un género tan ecléctico como el ‘western’, donde ese viaje iniciático de la chica va transformándose en un drama en el que conocer el mundo “real”, desde el mismo momento en que tiene contacto con la muerte, que comienza cuando tiene que pasar una noche junto al cadáver de su padre y de tres cuerpos de hombres ahorcados que acaba de ver morir. Un mundo en el que disparar a un hombre es más duro y frío de lo que parece y el villano iconográfico al que se persigue (Josh Brolin) se presenta como un pusilánime analfabeto que sigue como un perro al forajido ‘Lucky’ Ned Pepper (Barry Pepper). También es la evolución de un afecto, el que se instaura entre ese sheriff perdulario que va convirtiéndose en una figura paterna que sustituye al padre recién enterrado.
En esta ocasión, los Coen no son tan abruptos a la hora de dinamitar el remanente cultural para desfigurar la semiosis fílmica, sino que aceptan las normas y acatan su amor por el género, desde un prisma de artesanía y honestidad con el arte y la tradición del ‘western’. Sin perder en la concepción del cine como medio de expresión, los Coen amplían y conforman su estilo al texto de Portis, con referentes subjetivos a clásicos de John Ford y Howard Hawks, a través de la objetivización de una narrativa despojada de épica, que puntualmente deja ver sus filias, como ese divertimento con el que salpican la violencia chocante y algo grotesca, pero que consuma su oda reelaborada a la visión nostágica del ‘western’ crepuscular.
‘Valor de ley’ traza su visualidad desde una poética que renuncia a la retórica, con voluntad de entrega a una historia en que la realidad ya no es una máscara que oculte una verdad, sin juegos de simulacros, donde la ironía deja paso a la tragedia y el realismo constante que especifica la dureza y la sequedad del Oeste americano establecen un compromiso con su grandeza y sus debilidades, con la violencia y la soledad del hombre en un retrato desmitificado. Por eso atienden a un génesis visual genérico, ampliando el contexto escenográfico en su perfecta utilización del formato panorámico rodado en super 35 mm., donde la fotografía de Roger Deakins perfora los convencionalismos con ese escepticismo invernal, con el sabor añejo de la maestría en las fantásticas secuencias nocturnas, sabiendo transmitir las sensaciones de ese ‘far west’ carente de misericordia y justicia real.
En ‘Valor de ley’ los Coen abogan por una fórmula clasicista, pero que sigue exponiendo subversivamente su vena sarcástica con la América profunda, desde sus raíces de nostalgia apagada hasta el punto absurdo de personajes como ese hombre surrealista que entra en escena, un tal Forrester, enfundado en una piel de oso con cabeza incluida que se presenta como una especie de médico chamán que habla de odontología y que ha cambiado un cadáver a los indios por dos espejos de dentista y un elixir bucal. La gran significación del filme se apoya en ese orden imperfecto y vacío que desvincula los roles de sus directrices clásicas, donde el inocente envejece y los antihéroes encuentran una forma de catarsis heroica inesperada. Como Cogburn, que en el trayecto que le une a la muchacha, pasa a ser el instrumento para alcanzar un fin deseable a una especie de padre dispuesto a todo por salvaguardar la vida de la niña, además de respetar el pacto o valor de ley al que se refiere el título.
Los Coen logran reformular y deconstruir el ‘western’ y se transforma en un voluntarioso ejercicio de espíritu deudor con los grandes clásicos que engrandece el crepúsculo violento de los ideales perdidos en esa música de Carter Burwell, con un himno de finales del S.XIX, cuya matriz tiene su origen en la pieza que Robert Mitchum cantaba en ‘La noche del cazador’. La última muestra de talento de los Coen persiste en extrapolar los defectos de Estados Unidos a través dimensión heroica dentro de un ‘western’ sucio, donde los perdedores son los únicos capaces de ver una vía a la esperanza y los raudos caballos mueren agonizantes de cansancio.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2011
PRÓXIMA REVIEW: 'Cisne Negro (Black Swan)', de Darren Aronofsky.

jueves, 24 de febrero de 2011

Rings Doorbells

La idea proviene de 1933. Un timbre que sólo suena cuando introduces en la ranura una moneda. El anuncio, de claro calado ‘vintage’ responde a la supuesta deferencia con las amas de casa que eran molestadas con llamadas inoportunas mientras hacían los quehaceres domésticos. El timbre hacía acto de presencia únicamente con una moneda de diez centavos. Si el visitante era conocido, recuperaba su moneda. Si era un forastero o un pesado comercial, se jodía y la perdía en beneficio de la casa.
En la era actual, supongo que como en aquélla, este invento parecería una tremenda estupidez. Sin embargo, mantiene en su intención algo de lógica. Hoy en día, por ejemplo, esto funcionaría perfectamente en el contexto internauta, donde no nos llaman al timbre, pero nos tupen a capciosos mensajes con cientos de ‘spam’. Podría cobrarse por esta intrusión algo similar, una pequeña cantidad. Los internautas podríamos vivir de ello. Están utilizando nuestra privacidad y nuestro tiempo con fines comerciales y nadie nos paga un euro por ello.