lunes, 15 de noviembre de 2010

Homenaje al maestro Luis Gª Berlanga

1921-2010
El símbolo de la grandeza del Cine Español
Es complicado enfrentarse al hecho del fallecimiento del que será, sin duda alguna, el cineasta más importante español de cuantos dejen su impronta en la cada vez más dilatada cinematografía española. Es sumamente difícil escribir sobre alguien tan trascendente en nuestra cultura, tan magnánimo en cuanto a CINE se refiere. Casi con estas palabras comencé el texto homenaje coincidiendo con la muerte de Rafael Azcona en marzo de 2008. Ahora la pérdida retrotrae aquel dolor sincero desde un enfoque personal, desde la consternación ante esos fallecimientos que importan y afectan. Este pasado fin de semana han sido días de luto que significan la pérdida de uno de los sustentáculos de nuestras creencias y valores fílmicos aprendidos desde nuestra infancia. Yo a Luis García Berlanga le quería como a un familiar sin conocerle de nada. Suena absurdo, pero es real. Su despedida nos deja huérfanos de la personalidad más significativa de nuestro patrimonio cultural, con un vacío comparable a cualquier genio del Séptimo Arte. Su recuerdo debe rememorarse como tal, junto a las más grandes obras maestras del cine que ha dejado. Por eso, es dificultoso expresar con palabras un malogro que avoque un texto capaz de recoger tanta excelencia, tanto recuerdo y lustre inmortal de la carrera de un hombre que lo ha significado todo en cuanto a significación y alcance se refiere. No hay adjetivo que evalúe con suficiencia la gran sombra de Berlanga sobre nuestra cultura.
Hace poco habíamos visto el rostro desgastado y apagado del maestro en un anuncio humanitario y una sensación de aflicción ya recorría la piel del espectador apegado a la inmensa figura del maestro. No por esperada, la noticia ha sido menos dolorosa. Subjetivamente, Berlanga forma parte de mi vida desde que tengo uso de razón, desde que mi educación iba progresando con su cine. Su filosofía ha sido tan importante como la de los grandes nombres del cine clásico hollywoodiense. La jerarquía de estos elegidos no deberían entender de diferencias entre gente como Billy Wilder, Ernst Lubitsch, Alfred Hitchcok, John Ford, Joseph L. Mankiewicz, Stanley Kubrick, Fritz Lang, Federico Fellini, François Truffaut o Luis Buñuel (por poner algunos ejemplos al azar) con otra figura de esos directores de cine por excelencia. Hablar de genialidad, sin adornos y adulaciones ponderativas, es lo mismo que referirse a Don Luis García Berlanga.
Tal vez no se pueda comparar en el esteticismo de algunos de ellos, ni en la revolución visual que albergaron algunas de estas ilustrísimas personalidades. Sin embargo, Berlanga es embajador de la excelsitud por la universalidad de sus muchas obras maestras, de su constancia como observador de la cotidianidad, para enfocar el realismo despojado de cualquier ápice de fantasía. Un creador único a la hora de construir una visión particular de esas vidas de gente cercana, anexa a los miedos y situaciones de aquellos que viven en el piso de abajo, en la puerta de enfrente o en un pasado que simboliza nuestra historia. Hoy, cuando ya no está, deberían oficializarse el término “berlanguiano”, ese designio esperpéntico que tan bien define ciertas situaciones o personajes que abundan en la España Profunda de antes y de ahora. La misma que bien supo descomponer y estudiar el maestro a lo largo de su filmografía.
La perspectiva de este valenciano humilde y lúcido siempre fue la de un observador que contemplaba la vida con los filtros necesarios para dotarla de una verdad necesaria, como para que esa disección de la naturaleza devolviera el reflejo del hombre ordinario con un escrutinio cortante y transversal, capaz de mostrar aquéllos tiempos sin tiempo, exhaustos ante el estado de excepción. Los límites de la miseria humana eran superados para ofrecer al espectador esos sugerentes y diminutos fragmentos de vidas configuradas en excelentes historias irónicas, pero a la vez consecuencia de una realidad social a veces cruel y antipática, llevada con una sonrisa apacible aunque crítica en su intención sangrante. La carrera de Berlanga sublima un humor inalcanzable, glorificando esa invisible profundidad en la que se escondía una honestidad que debe ser ejemplo para la posteridad como legado, ese estilo pulido con la negrura casi extremista, de contrastes radicales, donde el neorrealismo se confundía con el esperpento y la caricatura.
Las cualidades de este hombre podrían definirse como insondable sabiduría de andar por casa, en disposición hacia una añoranza por la extraña y sutil épica de la normalidad. Si por algo se caracterizó el gran dómine fue por facilitar su mirada descorazonadora y cínica de la realidad y la miseria de las diversas épocas que estudió. Algunas de sus obras más celebradas son joyas incunables de cine metafórico, donde el humor verbal, los diálogos perfectamente labrados y la sutil composición formal de un disciplinado artesano prosperaban en beneficio de la espléndida alegoría literal con resonancias sociales e históricas, protagonizadas, no siempre, por un grupo coral que hacían del manifiesto una descomunal sátira, localista y universal, sobre el egoísmo y la incomunicación, también acerca de la pobreza, la injusticia, la pudrición ética, la muerte o el erotismo.
Cuando debutó junto a otro icono del cine patrio como Juan Antonio Bardem con ‘Esa pareja feliz’, en 1951, irrumpe como un autor apto para romper las directrices del ostracismo lineal que seguía el cine español bajo el yugo de la dictadura que vivía el país en aquellos tiempos. Berlanga trasladó sus inquietudes como una disyuntiva legítima que renovaba y transgredía el legado cultural cinematográfico con un tipo de comedia insurrecta, sin necesidad del exilio para protestar por la abusiva situación de un pretérito inextinguible. ‘Bienvenido Mr. Marshall’ supone otro vértice de transformación, de fábula crítica y reflexiva sobre la España profunda, de los sin sentidos de un régimen narrados con la proximidad bienintencionada que escondía no cierto sentido fustigador del mejor Mihura tras el guión. Lo importante entonces era reflejar el escepticismo de un cambio que se mantenía con vínculo de equilibrio entre la simplificación y la intencionalidad subrepticia.
Berlanga siempre sostuvo que Arniches tuvo para él más influencia que todo el neorrealismo de la época. Su visión arrojaba un fragmento histórico del país, brindando otro tipo de percepción a cualquier problemática con un sarcasmo carnavalero y taimado en sus ínfulas críticas con una cercanía que escondían dardos envenenados a medio camino entre la risa y la compasión trágica que pasaban disimulados e inasequibles para los censores. ‘Novio a la vista’, con Edgar Neville como cómplice en su ironía y discernimiento, la benevolente ‘Calabuch’ o el guión de ‘Familia Provisional’ abrirían el camino hacia lo que iba a ser su etapa más brillante y reconocida, la que le uniría al nombre con el que Berlanga seguirá identificado y supeditado por siempre jamás: Rafael Azcona.
Escribía hace dos años, que Azcona le debe a Berlanga, todo lo que Berlanga a Azcona. Y en este caso, es lo mismo; la genialidad desbordante de un duplo destinado a marcar una época de cine español irrepetible. Ambos nos han dejado como legado películas como ‘Plácido’ o ‘El verdugo’. Con estos dos títulos, Berlanga pasó a ser el director más frecuentado por Azcona y con él enseñó a ver al mundo la España que se vivía, a reírse de los aspectos más miserables que había en la sociedad de la época, a hacer humor con las diferencias entre clases, con la hipocresía como arma caritativa que diferencia los estratos sociales del momento, con la mezquindad, el desprecio o la incomunicación. Estas dos películas, obras maestras del Cine, son sainetes de cianuro, pura crítica envenenada y tremendista que actuaron como libelos en contra de un régimen y una sociedad condenada a la carencia de vivienda, a la abusiva burocratización, sin desatender temáticas sociales como la emigración y el turismo emergente en la década de los sesenta. Fotogramas cargados de mala hostia y cinismo, empapados de ironía, contando historias que, sin querer, se han convertido con el paso del tiempo en piezas históricas de incalculable valor para la cultura española. A Azcona le conoció en ‘La codorniz’ y su encuentro y colaboración supone un antes y un después en la cultura cinematográfica del país y el matrimonio intelectual más brillante de ésta español junto al formado por Luis Buñuel y Julio Alejandro. Tres décadas de unión, desde 1959 con ‘Se vende un tranvía’, primera colaboración, hasta el 1987 con ‘Moros y cristianos’.
Diez largometrajes que dejaron a un lado el costumbrismo para convertirlo en una malévola radiografía de aquellos pobres ciudadanos atrapados en una estructura donde el burgués estaba desdibujado en la misma carencia que el olvidado, los nombres de la intrahistoria que con su patetismo se reflejaron en un prisma conseguido por director y guionista hacia la deformidad realista de una comunidad destilada hacia el naturalismo despojado de ficción. Berlanga y Azcona supieron ver las dobleces de la linealidad, extraer defectos y taras en sus complejas reflexiones sobre la humanidad, describiendo situaciones desventuradas para escarbar en ese tamiz pusilánime que tan bien supieron corporeizar en personajes entrañables. Ese díptico excepcional formado por ‘Plácido’ y ‘El verdugo’ suponen un paradigma de riqueza interior y radicalidad en sendos guiones llevados a una perfección narrativa que podrían ser adjetivados de ebanistería fina, lujosa, a golpe de tragicomedia y magnitud disparatada.
Berlanga y Azcona representan lo más grande que ha parido (y posiblemente parirá) la Historia del Cine Español. Una combinación de interacción, de ese cariño y reconocimiento mutuo que sólo se encuentra en las amistades incorruptibles y duraderas. “Es el hombre más importante de mi vida” solían esgrimir para referirse el uno al otro. Una historia de amor verdadero, de genios unidos por la divinidad que supieron abofetear con inteligencia a aquella España poliomielítica que desconocía sus daños seculares, sacando a relucir la depauperación de una mentalidad afectada por la tenebrosidad humana. A Berlanga le gustaba recordar aquella anécdota de ‘El Verdugo’ y su ilógico estreno en época de Franco. Al verla, el dictador, enfadado gritaba: “Berlanga no es comunista. Es mucho peor, es un mal español”.
Berlanga siguió siendo él y Azcona también, aunque es cierto que su evolución no fue tan lustrosa, pero sí interesante. Se dilataría desde ‘Tamaño natural’, más cerca del entorno obsesivo de Azcona que de Berlanga, en la reflexión conceptual, comercial y zafia de ‘La vaquilla’, su éxito más taquillero. Pese a que la carrera de Berlanga se trivializó en los ecos de genialidad del pasado, no dejan de ser admirable comedias como ‘Moros y cristianos’ o su película maldita ‘La boutique’, con esa protagonista que finge una enfermedad progresiva e incurable. Es cierto que su última etapa es más autocomplaciente y menos luminosa ¿Y qué? La brillantez del artificio y la deuda histórica con la crítica desde las putadas a las que sometían a aquellos personajes atrapados en una variedad de soledades (económica, social o ética) dentro de una multitud que les asfixia siguen siendo la pauta argumental de sus obras. Su esperpento sigue vivo en la Saga de los Leguineche, una trilogía formada por ‘La escopeta nacional’, ‘Patrimonio nacional’, y ‘Nacional III’, con una familia que representa otro sector parasitario y arribista, de mezquindad humana que no pierde el punto de vista flagelante y ácrata de un autor que resurgió en tiempos en los que coleteaban los últimos años del franquismo y primeros de la transición hacia la democracia.
En el recuerdo, quedarán obras inéditas que nunca llegaron a filmarse, como ‘Caronte’, ‘Los aficionados’ o ‘Dos chicas de coro’ y otras, como ‘París-Tombuctú’, que evidenció esa falta de fuerza de sus mejores filmes, pero sin perder de vista el cuestionamiento ético sobre la propia condición del ser humano, a todo efecto, débil y pusilánime. Su carrera nos deja esa amplitud crítica, agresiva y sarcástica, transparente y directa de un hombre sencillo, un genio sin vanidad que supo ironizar sobre lo sacro con una sonrisa burlona y pícara. Don Luis García Berlanga fue un transgresor activo. Permanecerá inmortal a lo largo de sus siglos, pues su legado es tan importante que su grandeza supo ser reconocida en vida. La amarga sensación que nos acompaña es razonable, porque Berlanga era un director querido por todos. Lo más reconfortante es que la perpetuidad de su nombre imprescindible seguirá en la memoria cultural española para la eternidad. Hoy recuerdo a ese demiurgo fetichista y algo misógino que fue para el cine patrio el padre ilustrativo de la genialidad cuya huella indeleble ha hecho del cine español un estigma de adoración al que pocas veces reconocemos como se merece. Berlanga es un gran ejemplo de ello.
A modo personal, siempre le llevaré en mi corazón, en mi memoria y en mi recuerdo.
Descansa en paz, maestro.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Review ‘The town: ciudad de ladrones (The Town)', de Ben Affleck

Los bajos fondos de Boston
El segundo trabajo de Ben Affleck tras las cámaras le consolida como un cineasta que define un talento demostrativo, sin alardes ni pretensiones, con una historia poco original a la que sabe imponer un sentido de la equidad en las piezas de un puzzle a medio camino entre el ‘thriller’ policiaco y el drama urbano. Aún así, a ‘The Town’ termina por pesarle tanta neutralidad y linealidad en su exposición de roles.
Martin Scorsese en ‘Infiltrados’ inspiró, al son del ‘I’m Shipping Up to Boston’ de los Dropkick Murphys, una estupenda radiografía del universo hermético y sombrío de la mafia, del sentimiento de culpa y sus raíces y los credos personales de las altas esferas del crimen organizado de South Boston. Allí los mafiosos de ascendencia irlandesa amparaban el paradigma familiar férreos a sus convicciones dudosamente morales, en una historia donde los antagonistas de orígenes similares elegían opciones divergentes, variantes trágicas de un análogo determinismo. En ‘The town: ciudad de ladrones’ el cosmos delictivo se empequeñece a una escala mucho menor, donde jóvenes sin futuro pueblan las calles de un Boston donde la integridad se ha perdido entre generaciones dedicadas a la delincuencia, en las que los viejos amigos son jefes mafiosos que regentan una floristería de oscuro pasado y presente. El antiguo cónclave irlandés sigue siendo el mismo foco de marginalidad y tradiciones, con un patrimonio católico desdibujado por lo sombrío de los planes de vida que se conciben en los ‘irish pubs’, tabernas de la mala muerte, la barbería de siempre o el pabellón del centro comunitario juvenil del barrio. Los bajos fondos perpetúan esa mirada nostálgica y clásica como elemento descriptivo de ambientes en el que la ‘omertà’ irlandesa encubre tantos secretos como muertes.
Ben Affleck es consciente de que Charlestow, el distrito de Boston en el que se ubican más de trescientos robos al año y donde hasta un chaval de ocho años puede detectar una antena del FBI debía ser otro personaje más, un dispositivo fundamental a la hora de transcribir una historia de soledades, romances imposibles, traiciones y atracos. Lo primero que podemos ver es una vista aérea del Monumento de Bunker Hill, que conmemora una de las primeras batallas importantes de la Revolución Americana y que nos adentra directamente en la vida cotidiana de este barrio bostoniano. La segunda película de Affleck como director tras su laureada ‘Adiós pequeña, adiós’ es también otra percepción autoral a la densidad y sordidez del retrato humano y social en que se centra. Si en su ‘opera prima’ una comunidad vivía la angustia del secuestro de una niña, aquí nos traslada a un lugar desprovisto de amenazas en el que atracar bancos parece haberse convertido en un oficio heredado de padres a hijos. Con ello, se revisiona ese aire de ‘heist film’ que fragmenta sin maniqueísmos la coexistencia entre ladrones y policías.
La estrella de Hollywood parece empeñada en dejar atrás su estigma de galán algo soso para entrar de lleno en una nueva y fructífera etapa como cineasta. Su fertilidad artística como director se cristaliza en un proceder no exento de identidad, arraigada a una energía narrativa de honesto impacto visceral que no necesita enfatizar en el peso autoral de la obra, haciendo que la modestia hable por encima de una demanda de espectacularidad en lo narrado. Más bien, todo lo contrario. Affleck ha sido capaz de definir un talento demostrativo, sin alardes ni pretensiones, muy seguro de cómo filmar la adaptación tanto de la novela historia de Dennis Lehane como esta nueva historia basada en el ‘best-seller’ de Chuck Hogan ‘El príncipe de los ladrones’. Incluso sus recursos y habilidades bien podrían adjetivarse dentro de los parámetros del virtuosismo, aunque es de reconocer que aún tiene que demostrar mucho más potencia de esa lucidez en ciernes. En ‘The town’ no se limita a construir su historia sobre una base sorpresiva, de acción instantánea, sino que se ubica en una determinada modulación que juega con los tiempos y deja que el núcleo de la historia, esos robos simbolizados como agitaciones de acción que imprimen tanta fuerza al relato, se equilibren y prorroguen en función de las puntualizaciones personales de su fauna. Aunque éstas, eso sí, no se prodiguen en originalidad o convulsión dramática.
Affleck no cuenta nada nuevo. Ese ‘thriller’ que vertebra los ejes del drama representa el enésimo punto de vista del hombre traumatizado que quiere dejar atrás su carrera punitiva, con secuestradores que involucran a sus rehenes en una subtrama pasional o de unos códigos éticos dentro de la hermandad de un espacio en el que vivir y morir con unas determinadas reglas. Con una historia de este calibre, Affleck se deja poco margen para componer una compleja trama existencial, en el que abunda algo de sentimentalismo y dobleces a una previsible comodidad, pero termina por imponer un sentido de la equidad en las piezas del puzzle a medio camino entre el ‘thriller’ policiaco y el drama urbano. ‘The town’ no es el epítome moderno del cine de atracos, sin embargo Affleck intenta no caer en los arquetipos de este subgénero, orientándola hacia una idiosincrasia que, aunque traspira transcripciones referenciales varias y reconocibles, escapa al tópico, sabiendo imprimir gran personalidad a la atmósfera en cuya perspectiva urbanística tiene su colisión el orden y el caos, mezclándose entre el sosiego y la alteración violenta de sus habitantes anónimos.
Quien piense que Affleck no atesora hábitos y genialidad de gran cineasta está muy equivocado. La habilidad de dirección de este actor con cara de no saber qué es lo que pasa es innegable, dejando su impronta en la ajustada dirección de actores (todos están fantásticos, incluso él mismo), hasta las ‘set-pices’ que, a priori, ejercen su sortilegio cuando se trata de imponer la tensión y la emoción a golpe de ráfagas de montaje sincopado. En sus escenas de robos, la fascinación por el detallismo es evidente, no sólo en el proceder descrito por parte de la banda de Doug MacRay, descrito con perfecta composición y agilidad, siguiendo la pulcritud de la novela de Hogan, en la que los teléfonos móviles son volcados en un recipiente de agua para evitar el rastreo de la señal o la lejía como arma para destruir cualquier huella de ADN, como en la adrenalina que supura la persecución tras el atraco a un furgón blindado en Fenway Park.
Lo más relevante de la autenticidad en bruto compuesta por Affleck llega en los tiempos muertos, con esa secuencia en la que MacRay conversa sobre vida con Claire Keesey y son interrumpidos por Jem Coughlin, al que ésta última ha visto durante el robo un tatuaje de su cuello. El juego de miradas y desasosiego, de tensión, en complicidad con el espectador, propone una dinámica fascinante. Como la de Krista Coughlin con el agente Adam Frawley, que pasa en segundos de un descarado flirteo a la desconsolación de una encerrona del FBI, del erotismo al chantaje emocional. Pasamos, fugazmente, del calor a la cortante frialdad del momento. Y esta consecución es directamente responsabilidad de quien lo filma.
A Affleck le importa más el retrato de los personajes más allá de sus acciones, las que les identifican en un bando u otro, en ciertos cánones de ética que siguen evaluando su proceder en el mundo del hampa o directamente perdidos como consecuencia de la pérdida de los valores en un orbe que no entiende de complacencia. Hay que reconocer que la indagación psicológica se hace difícil. Pero no es por culpa del director, si no por un guión que deja a muchos de sus personajes como simples peones, que atesora cierta linealidad y reiteración dentro de los parámetros del ‘thriller’ de atracos, con algunas secuencias caricaturescas y mucha perorata dialéctica a la hora de perfilar, por ejemplo, el pasado tanto de MacRay como de Keesey, que fractura cualquier tipo de conexión emocional. Existen demasiadas fruiciones suspicaces de algunos de sus componentes narrativos.
Nadie se cree que una gerente de banco acomodada e inteligente caiga rendida en los brazos de picador de piedra, ganándose su confianza después del trauma que supone un secuestro con violencia. Y menos su reacción cuando descubre el engaño. Affleck pretende dibujar la soledad del proyectista y cabeza del grupo como módulo que le avoca a la búsqueda de una salida, del anhelo de un paraíso de “normalidad” con una relación ideal junto a una persona buena y decente, en un entorno dialéctico que intenta a asemejarse a la de Neil McCauley y Eady delineada por Michael Mann en ‘Heat’. No tiene suerte en este aspecto. A ‘The Town’ termina por pesarle tanta neutralidad, tanta linealidad en su exposición de roles. Da igual que se entretenga en puntualizar el doble rostro de MacRay, un huérfano ex jugador profesional de hockey sobre hielo que sigue sin saber porqué su madre le abandonó y cuyo padre cumple sentencia en la cárcel por ese oficio criminal que le ha inoculado en la sangre. También que incluya un elemento femenino que no deja de ser una excusa fácil y oportunista para facilitarle al cuestionable héroe de la película una oportunidad de redención y una salida a su adversa carrera patibularia.
Al personaje que interpreta Affleck, al igual que sucedía con el Will Hunting del filme de Gus Van Sant (por el que ganó, junto a Matt Damon, un Oscar al mejor guión original) le pesa demasiado el carácter restrictivo, de orgullo de clase obrera, que le impide abandonar Boston frente a la promesa de una nueva vida con una chica ideal. Algo que no sucede con la imperativa violencia de Jem, el mejor amigo de MacRay, un tipo que se altera con facilidad en su énfasis de gatillo fácil y que tiene establecido un vínculo ficticio con su colega de atracos, ya que éste mantiene relaciones esporádicas con su hermana, una adicta a las drogas que soporta el peso de un niño pequeño y un futuro incierto. ‘A ‘The town’ se le escapa la sombría legitimidad de sus secundarios, que no están dibujados con convencimiento. Faltan matices, pequeñas llamaradas de emoción o interés en los personajes interpretados por el cantante de hip-hop irlandés Slaine y por Owen Burke, tan importantes dentro de la trama, pero sumamente superficiales a los ojos del director y sus guionistas, así como una historia de amor que va evaporándose en su ingenuidad ajena a la realidad que se pretende adecuar a unos roles dibujados con tiralíneas. O con un rol tan importante como el del agente Frawley, acomodado en una historia en la que va y viene, con una indefinición que malogra la trascendencia que se pretende.
Falta emoción y credibilidad a la hora de mostrar cómo esa familia compuesta por amigos de toda la vida dedicada al robo se fragmenta y se pierde en su propia ambición. A Affleck le cautiva más acentuar una frase críptica acerca de la muerte y los “días soleados” que dotar de significación a esos acólitos que deberían tener más peso; el padre encarcelado de MacRay o ese jefe en la sombra, un irlandés escuálido y amenazante junto su guardaespaldas, un gordo que va en chándal y que tira de recortada cuando tiene ocasión. En ese sentido, al filme le falta mucho para engrandecer a esos personajes incapaces de huir de un destino que les sentencia o a la cárcel o a la muerte y que viven sometidos a unas directrices de lealtad, sentimiento de culpa y amistad.
La suerte de Affleck, no obstante, proviene de lo bien que está todo su reparto, que es el que verdaderamente gana la partida en la sublimación de este apreciable filme. Desde el mismo Affleck, que parece un actor distinto al de sus antecedentes errores, pasando por el carismático Jon Hamm, consolidando la firme determinación con la que da vida al Don Draper de ‘Mad men’ o la efectiva Rebecca Hall, hasta los secundarios Chris Cooper y Pete Postlewaite. Pero si alguien se lleva el mérito actoral ése es Jeremy Renner. Si ya demostró en ‘En tierra hostil’ esa vena de dureza extrema al dar vida a un hombre torturado y adicto al peligro, aquí vuelve a dejar claro que es una fuerza de la naturaleza, tan volátil como lapidario.
‘The town’ es la consolidación como director de Ben Affleck, al que no parece muy difícil convencer de su eficacia con una estimable firmeza en sus convenciones estéticas y formales. Estamos pues ante una cinta inteligente, que rezuma elegancia formal y ataviada de talento muy reconfortante. Un ‘thriller’ policiaco que nos regala a un autor ambicioso y serio en sus propuestas de clásica solidez. Affleck viene a ser un sólido director que continúa, con todo merecimiento, recolectando buenas críticas por este notable trabajo.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010
PRÓXIMA REVIEW: 'Agnosia (Agnosia)', de Eugenio Mira.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Dino de Laurentiis, el adiós de uno de los últimos grandes productores

1919-2010
El mundo del cine ha perdido a Dino De Laurentiis ha fallecido hoy en su casa de Los Ángeles, a la edad de 91 años. Puede que haya sido el productor italiano más ambicioso y coherente de cuantos hayan dado el salto a Hollywood. Sus comienzos fueron como actor, en el Centro Sperimentale de Roma, pero cuando en 1940 la producción se cruzó en su camino, su vida cambió para siempre. Con Real Cine, su primera compañía, produjo ‘L’amore canta’, de Ferdinando Maria Poggioli y ‘Margherita fra i tre’, de Ivo Perilli, pero lo suyo siempre fue lo ostentoso. La megalomanía fue su signo de producción, desde sus pinitos junto a Carlo Ponti con ‘El bandido calabrés’, ‘Camerini y Steno’, ‘Los tres corsarios’ o la superproducción ‘Guerra y paz’, de King Vidor, hasta su compromiso con el arte del cine de autor más ambicioso; ‘Europa 51’, de Roberto Rossellini, ‘La tratta delle bianche’, de Luigi Comencini o ‘La Strada’, de Federico Fellini. Fue el marido de la gran Silvana Mangano, a la que lanzó con dos importantes obras del neorrealismo como ‘Il bandito’, de Alberto Lattuada y ‘Arroz amargo’, de Giuseppe De Santis.
Su etapa hollywoodiense añadió a las grandes ‘majors’ el nombre Dino De Laurentiis Cinematográfica, para la que construyó los estudios Dinocittá, cerca de Roma. De ahí salieron obras cumbre como ‘Barrabás’, de Richard Fleischer, ‘La Biblia’, de John Huston, ‘Romeo y Julieta’, de Franco Zeffirelli. Cuando Dinocittá se vino abajo, se instaló definitivamente en la Meca del Cine para dejar algunos títulos inmortales como ‘Serpico’, de Sidney Lumet, ‘Los tres días del cóndor’, de Syndey Pollack, ‘El último pistolero’, de Don Siegel, ‘Huracán’, de Jan Troell, o ‘Ragtime’, de Milos Forman, ‘La zona muerta’, de David Cronenberg, ‘Dune’, de David Lynch (uno de sus más sonados y costosos fracasos), ‘Manhattan Sur’, de Michael Cimino o ‘El ejército de las tinieblas’, de Sam Raimi. Su último conato como gran productor supuso una obstinación: ver de nuevo en pantalla al personaje interpretado por Anthony Hopkins, el psicópata Dr. Lecter en ‘Hannibal’, del inefable Ridley Scott. Un productor chapado a la antigua, amante del cine y con una visión romántica del medio deja a sus espaldas algunas producciones imborrables y la sensación de que, hoy en día, no quedan viejos zorros como él.
D.E.P.

martes, 9 de noviembre de 2010

Por la inmortalidad de la “Y griega” y otras tradiciones lingüísticas

¿No hemos vuelto locos? ¿Estamos avocados a reincidir en la anormalidad de aquellos que imponen absurdas normas que afectan, entre otras cosas, a la lógica ortográfica de siempre? Incongruencias insensatas como que la “y” pasé a ser “ye”. Cuando he tenido que deletrear mi apellido siempre en enfatizado en esta letra “Y GRIEGA”, la misma que hace de consonante y de vocal (y semivocal) en diptongos y triptongos al final de una palabra. Con esta gilipollez también matamos, de paso, a la “i latina” de toda la vida. Más chorradas: que palabras como “guión” y “truhán” pierdan su acentuación cuando existe un hiato nítido y, en consecuencia, debe considera bisílabas ¿Ahora tampoco habrá que acentuar “huí” o “riáis”? Así como en América no puedan seguir denominando “be alta” y “be baja” a la “b” y la “v”. El tedio o la profundización en temas banales para desviar la atención de problemas más serios hacen mella en el lenguaje tradicional, en la escritura de toda la vida. El objetivo de unificar el español en todo el mundo obliga a perder la idiosincrasia particular y el linaje ortográfico de cada país, cercenando tradiciones lingüísticas ¿con qué objetivo? ¿a qué responde no diferenciar “sólo” de “solo”? Ahora ya no sabré determinar si sólo voy al cine o voy al cine solo ¿O no tildar la conjunción “ó” cuando va entre números? ¿Por qué juntar el “ex” a las palabras que las siguen? ¿Qué pasa ahora con el “deus ex máchina”?
Ahora resulta que a las Academias de la Lengua Española les apetece desorganizar un aprendizaje tradicional y dictaminar, como el hecho de desmarcar la escritura con acento gráfico o sin él determinados monosílabos que se pronunciaban, según su país, como hiatos o como diptongos. No acaba ahí la cosa, “Iraq” debe escribirse “Irak” pero entonces… ¿ya no se debe escribir “iraquí” y ahora es “irakí”? Lo que está claro es que, como todo en esta vida, está cayendo en el caos de la involución. La RAE está perdiendo legitimidad, haciendo ver que en vez de preocuparse disponer de sus normas para enriquecer el lenguaje, emplean sus caprichos en aglutinar nuevas pautas para vender diccionarios. La pregunta es ¿quién da potestad a un grupo de abanderados de las letras para que cambien según un criterio subjetivo lo que está asumido y enraizado a la cultura lingüística y que varíe según modas culturales y sociales? En resumen, estos cambios parecen, a los ojos de los que vivimos de y por la letras, tan inútiles como innecesarios. Ahora, nos venden la moto del cambio. El “limpia, fija y da esplendor” pasa a ser “unifica, limpia y fija”. Porque les da la gana. La lengua española está muy por encima de lo que establezca la RAE y, pese a que el idioma simboliza una maquinaria viva en constante evolución, responde a su propia una prosperidad que tiene que respetar la tradición, no a decisiones arbitrarias. Imaginemos que hubiera una RAE de los números. El mundo se colapsaría. Un respeto por nuestro diccionario, por favor.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Un chino con una máscara de "The Elder" pone en jaque al sistema aéreo canadiense

El 29 de octubre, concretamente en el vuelo AC018 de Air Canadá, en un trayecto de Hong Kong a Vancouver se produjo un incidente que tiene como objeto un argumento de prestidigitación y camuflaje sin precedentes. De hecho, la secretaria de Seguridad Nacional de EE.UU., Janet Napolitano, ha advertido que podría ser un nuevo foco de riesgo y vacío en la lucha antiterrorista que tan serio se toman en los últimos tiempos ¿Qué es lo que sucedió? Pues que a un chaval de veinte años asiático no se le ha ocurrido otra cosa que poner a prueba el sistema aéreo internacional embarcando disfrazado con una elaborada máscara de apariencia de un viejo decrépito. Un funcionario de Hong Kong ha aclarado que el impostor es un ciudadano de China continental que intentaba salir de su país de cualquier forma en busca de una oportunidad en Estados Unidos, por lo que, una vez arrestado, ha pedido protección como refugiado.
Echando un vistazo a las fotos de la agencia Canadiense de Servicios Fronterizos (CBSA) se muestra el asombroso antes y después. El joven se quitó la máscara en pleno vuelo para pasar desapercibido en su desembarco. Para Peter Fitzpatrick, de Air Canada, es algo “inadmisible” y señaló que “hay varios controles de identidad antes de la salida del aeropuerto Hong Kong”. Se cree pudo haber un intercambio de billetes de embarque en el proceso que se da en las inmediaciones de la sala de tránsito antes de abordar el vuelo a Vancouver. La polémica máscara de silicona con el rostro de un viejo caucásico es muy fácil de adquirir. Un poco cara, pero al alcance de cualquier amante de este tipo de realistas recreaciones faciales. No es más que una de las opciones que se puede obtener a través de la empresa SPFX y que corresponde al personaje de Jerry Atrick “The Elder”, un viejo algo desagradable y auténticamente realista. Nadie ha caído en la cuenta de que igual el joven chino quería dar una lección de lo que es un buen disfraz de Halloween y dejar en ridículo, una vez más, a todo el entramado de seguridad aéreo. En este caso, de la Air Canada Corporate Security.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Remember, remember the 5th of November...

“Remember, remember the 5th of November, the gun powder treason and plot. I know of no reason why the gun powder treason should ever be forgot”.
Hoy es 5 de noviembre, celebración británica de la Noche de Guy Fawkes, un tipo que en 1605 declaró su férrea intención de volar el Parlamento para acabar con las persecuciones religiosas mediante la colocación estratégica de varios barriles de pólvora para eliminar de la ecuación política al Rey Jacobo I y al resto de los miembros de la Cámara de los Lores por sus medidas de represión hacia los católicos. Le ayudaron Ambrose Rookwood, Francisco Tresham y Sir Everard Digby. Sin embargo, Fawkes se negó a confesar y denunciar a sus cómplices, muriendo ahorcado públicamente. Bajo una tradición que ha quedado como el día en el que los británicos salen a la calle a disfrutar de los fuegos artificiales más espectaculares del año y en el que durante la ‘bonfire night’, es decir, la noche de las hogueras, se queman efigies del célebre conspirador y de protagonistas contemporáneos, acto en el que se esconde una visión subrepticia de austeridad y condena abrupta con respecto a la clase política. En la actualidad, cada vez vivimos más sometidos a las disposiciones que se dictan desde los despachos de los gobernantes, independientemente del partido que sea. Todos son iguales. La tétrica abolición de la equidad y libertad, que se dispone en pequeños fragmentos que claudican fugazmente ante las normas, se está disipando hacia una limitación represiva, soterrada y silenciosa.
La tortura, la persecución y la sangre de las dictaduras han sido sustituidas por el desempleo, el capitalismo autoritario y la indeterminación de iniciativas derruidas por la imposición de los nuevos tiempos económicos y por la clase política. La democracia de nuestros días se limita a pedirle al ciudadano, a malversarle con argucias legalizadas hacia el beneficio de los poderosos, de aquellos a los que la crisis ni le va ni le viene. El pueblo ha pasado a ser un peón, un elemento utilitario. Guy Fawkes incentivó la idea de recurrir a la disidencia. Vivimos tiempos en los que el significado original de la palabra político ha quedado muy lejos de simbolizar un servidor público. Ahora los privilegios de sus cargos son los que ciegan con la codicia de un estatus seguro y sin obstáculos para subsistir con todo tipo de lujos. La eficacia para solucionar problemas se ha convertido en un pesado lastre encubierto con mentiras, falsedad y engaños. No existen soluciones reales a los problemas que asolan a la sociedad. Los organismos del estado se establecieron para diversificar los diversos poderes; el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Hoy el gran poder es el económico, el que absorbe y erosiona las bases del mundo. El responsable de que los diferentes órganos sean capaces de abstraerse de su influencia. Los bienes públicos sirven para enmendar los errores privados. A eso hemos llegado.
Por eso la figura de Fawkes y el fondo del espíritu revolucionario de ‘V de Vendetta’ de Alan Moore y David Lloyd o en su extrema adaptación cinematográfica podría servir como proclama de acción y reacción, de admonición desafiante a futuras instituciones de coerción y autoridad, hacia las tiranías que intervienen en las economías privadas e internacionales, recordando, en palabras de David Hume, que todos los regímenes tiránicos se sustentan, en última instancia, sobre la aceptación mayoritaria. Es lo que sucede en estos momentos. Hay que salvaguardarse contra los gobiernos obsesionados por la falsa seguridad, contra los regímenes que acaban utilizando el miedo como arma para erradicar la libertad y oprimen la autonomía individual. Hay que luchar, por ende, contra la ignorancia, la desidia intelectual, la inconsciencia social, el automatismo o la irreflexión. Hay que eliminar la propaganda política que pretende utilizar al pueblo para oscuros intereses. Hay que alzar la voz, con feroz crítica, a los regímenes que rayan el imperialismo, si hace falta favoreciendo posturas radicales como la de Fawkes si la autoridad olvida sus principios básicos de salvaguardar a la sociedad. Una acción como la de este antihéroe enmascarado, un individuo que luchó por un discurso honesto y lícito de rebeldía, pasaría a ser la hazaña simbólica de un ideal que cobraría vida como detonante para que la población descubra el valor de la libertad.
La conciencia colectiva permanece idiotizada, amedrentada por una crisis que parece no tener solución. No tenemos un agitador de masas que invite con su temeridad a salir de la inopia. Tal vez habría que pensar en un golpe de efecto, siguiendo las directrices de responsabilidad individual liberalistas manifestadas por Spencer, Tocqueville, Jefferson o Hayek, en la búsqueda de una arriesgada propuesta utópica que encontrara la destrucción de los símbolos políticos y estatales y cuyo propósito final fuera el de movilizar a la sociedad y recordar al colectivo, a la gran masa que somos todos, que los ciudadanos son los auténticos y únicos preceptores de su destino.
Dentro de nuestro contexto, tal vez la única solución sería algo ASÍ.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Cada diez años, Doris Day

Doris Day sigue siendo un icono de la Época Dorada de Hollywood. Hace tanto tiempo que no hace apariciones públicas y que se retiró de la profesión que muchos se sorprenden de que siga viva. Day cuenta hoy con 88 años y vive ajena al mundanal ruido del glamour de la meca de la que fue virginal y casta novia de América con aquellas comedias románticas y musicales que simbolizaron su huella dentro de los anales del cine. Doris Day poco tenía que ver con aquélla imagen de cándida e ingenua mujer. Su vida social fue tumultuosa, con una lista interminable de amantes de ida y vuelta, pasiones no correspondidas, violencia de género y una amargura que nunca dejó una estela familiar de felicidad. Se casó cuatro veces. Cuatro matrimonios destinados al fracaso; su primer marido se suicidó, el tercero le estafó todo el peculio atesorado en los tiempos fructuosos y su único hijo, Terry, cayó en el alcoholismo y murió en 2004 por culpa de de un melanoma. Fue violada por su primer agente Al Levy, al mismo tiempo que se divorciaba y volvía a casar. Antes de los 30 ya estaba consolidada una actriz de sólida reputación y convertida en estrella de culto de la canción, alzada al pináculo de las listas de éxitos de Estados Unidos con temas como ‘Sentimental Journey’, ‘It´s Magic’, ‘Secret Love’, ‘Que Sera, Sera (Whatever Will Be, Will Be)’, ‘Everybody Loves a Lover’.
Se conocía también su faceta caprichosa, de insoportable estrella que dictaba a quién quería en su cama y no cejaba en su empeño hasta conseguirlo. Tras un puñado de títulos entre los que destaca su trilogía junto a Rock Hudson con ‘Confidencias a medianoche’ (película por la fue nominada al Oscar como actriz), ‘Pijama para dos’ y ‘No me mandes flores’ y filmes junto a Jack Lemmon (‘La indómita y el millonario’), Cary Grant (‘Suave como el visón’) o James Stewart (‘El hombre que sabía demasiado’), los problemas emocionales empezaron a hacer mella en la frágil personalidad de Day. Pasó por una época de alcoholismo y degradación hasta completar su propia serie televisiva ‘El show de Doris Day’, emitida desde 1968 a 1973, fecha en la que abandonó su vida pública y su carrera para desterrarse en Carmel, California. Desde entonces poco o nada se supo de la ex estrella. Con fobia antisocial, recelo por Hollywood y un apego enfermizo hacia la defensa de los derechos de los animales, ha terminado recogiendo animales de todo tipo en medio de la noche para albergarlos en su mansión. Doris Day ha creado una burbuja de misterio a su alrededor desde que tenía 44 años, momento en que se alejó para siempre del mundo del espectáculo. Cual J.D. Salinger no se deja fotografiar, ni concede entrevistas, ni mucho menos acepta salir en televisión y tiene aversión a las cámaras. Tampoco le apetece recibir un Oscar Honorífico y ha rechazado a la Academia. Además también ha repudiado el reconocimiento Kennedy Center.
Tan sólo se puede oír su voz una vez cada diez años. Lo cierto es que este pasado fin de semana concedió su ración de esta década, en una charla de una hora grabada por Jonathan Schwartz para la WNYC. En ella habla de su carrera como actriz, pero sobre todo como cantante, así como relata su amistad con Frank Sinatra, al que define como un hombre muy “cariñoso y dulce”. También cuenta cómo una vez, cuando volvía a casa con sus amigos con quince años después de bailar en Hamilton, Ohio, sufrió un grave accidente que estuvo a punto de costarle la amputación de una pierna. Fue entonces cuando su senda artística viró hacia la canción, que le hizo actuar junto a directores de orquesta como Les Brown y Bob Crosby. Una vida de tragedia y éxito de uno de los iconos del cine clásico de los 50 y 60. Doris Day. Existen dos libros que desgranan esta apasionante de triunfos y tragedias; el libro ‘Doris Day: Her Own Story’, de A.E. Hotchner y una más reciente, ‘Doris Day: The Untold Story of the Girl Next Door’, de David A. Kaufman. La próxima entrevista, en 2020.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Adicción fílmica

“El cine es una enfermedad. Cuando te infecta la sangre se convierte en la hormona más importante de tu cuerpo; controla las enzimas, dirige la glándula pineal, domina parte de la psique. Sólo hay un antídoto contra el cine: el propio cine”.
(Frank Capra).

viernes, 29 de octubre de 2010

Especial Halloween (y II): 'La noche de Halloween', de John Carpenter

La noche del psicópata de Haddonfield
Ya en los años 70, cuando el ‘glam’ se apoderó de los Estados Unidos y el cine porno hacía sus primeros pinitos comerciales (hermanado de alguna forma al cine de serie B en varios de sus aspectos más fundamentales), una nueva y potente hornada de directores y productores se hicieron con un hueco en un mercado internacional que les otorgaría un aura de inteligencia y rentabilidad gracias a la explotación de terrenos que hasta entonces el cine había considerado tabúes. Esta generación de cineastas creció entre cómics, el descubrimiento de la televisión y las eternas películas de bajo presupuesto (primordialmente de ciencia-ficción y de terror), tan comunes y beneficiosas en los años de posguerra. Películas que se convertirían en el génesis de la creatividad de directores como Steven Spielberg, Joe Dante, George Lucas, Tobe Hooper, Brian De Palma, John Landis, Larry Cohen... Cintas de presupuesto y medios exiguos, pero inmensas en imaginación y en intenciones de transgredir lo impuesto, para ofrecer nuevas y arriesgadas ópticas en los diversos géneros que se acometían.
Toda aquella influencia amalgamada con nuevas técnicas e inquietudes abrieron la imaginación hasta extremos anteriormente desconocidos que, sorprendentemente, eran igual de atractivos tanto para los adultos nostálgicos que vivieron aquella etapa imperecedera, como para los adolescentes más avispados con ganas de ver películas disolutas. Muchos de ellos lograron la gloria comercial. Algunos tuvieron su momento efímero, pero imborrable... Otros, empero, se han mantenido constantes en la serie B, intentando dar el salto de vez en cuando a las grandes producciones, dependiendo de la desconfianza o confianza de los peces gordos de Hollywood. Sin embargo, sólo uno de ellos se logró mantenerse en un término medio, apostando por un cine personal, consolidándose poco a poco como un mito, fraguando una filmografía tan sincera y honesta como reivindicativa. Su nombre, cómo no: John Carpenter.
La génesis del ‘psycho-killer’
Todos conocemos a estas alturas al célebre Ed Gein, el asesino en serie que sirvió, entre muchos otros, como fuente de inspiración a Robert Bloch en ‘Psicosis’ o de exacto patrón del Buffalo Bill de ‘El silencio de los corderos’ y que acuñó el término hoy conocido como ‘psycho-killer’. Sigue siendo extraño que un asesino patógeno y espeluznante haya supuesto para la cultura norteamericana un icono de modernismo referencial a la hora de inspirar los asesinos de la literatura de suspense o del cine. El germen de ‘La noche de Halloween’ no se encuentra tanto en la evocación que encuentra el asesino Michael Myers hacia Gein, sino en la idea de hacer pasar miedo al público con el modelo que siguieron adorados cineastas de culto como Herschell G. Lewis, Tobe Hooper o Wes Craven en sus clásicos del cine ‘gore’.
Era el momento adecuado para realizar una cinta de terror, los jóvenes norteamericanos estaban en plena revolución cultural y sexual y la ‘slasher movie’ era el ingrediente que buscaban los productores y el público en una sala de cine. Fue entonces cuando el productor Irwin Yablans sugirió a Carpenter rodar una película de terror de serie B sobre un psicópata que asesinara ‘babysitters’. Carpenter, ávido de nuevas fórmulas en su afán de hacer cine y en su constante afición por el cine de terror, puso su maquinaria en marcha, esta vez en colaboración con la que se establecería como inseparable pareja artística, Debra Hill, con la que escribió un sorprendente proyecto en tan sólo diez días de trabajo conjunto.
‘La noche de Halloween’ tenía un argumento simple y básico, sin grandes complicaciones. Una historia que, a pesar de su pureza, resultaba aterradora. La misteriosa y popular noche de Halloween en el tranquilo barrio suburbial de Haddonfield, Illinois, donde la multitudinaria celebración norteamericana se teñía de sangre con la aparición de un desequilibrado llamado Michael Myers, un neurótico precoz que se escapa del psiquiátrico, continuando la masacre que comenzara él mismo día 15 años atrás cuando, en un arrebato de locura infantil, asesinara brutalmente a su hermana. Este argumento formulario ya había tenido sus antecesoras en inolvidables clásicos ‘Blood Feast’, ‘La matanza de Texas’ o ‘La última casa a la izquierda’, como enunciación de la abrupta irrupción del mal en la rutina cotidiana, sin embargo, la película de Carpenter era la primera que conseguía una estética que fusionaba el suspense más ‘hitchcockiano’ con la vena ‘gore’ que estaba de moda por aquellos años; inolvidable es la secuencia inicial, con la vista subjetiva de Myers mirando a través de una máscara de carnaval, los tres asesinatos posteriores o la del clímax final con acoso en el armario al personaje de una jovencísima Jamie Lee Curtis.
Una excepcional obra fundacional
El filme de Carpenter simboliza una película de carácter fundacional, que atribuía sus intenciones a un halo de posmodernidad no buscado, en el que su axioma sangriento se va licuando por su perfecto sistema de coordenadas y métodos del análisis intencional y fílmico que propone Carpenter, en el que la exploración del suspense y la insinuación se superpone a lo explícito. Tal vez ahí es donde la recreación narrativa del cineasta aporte su mejor y más reconocible estilo, armonizado en el tiempo de prórroga y expectación, donde los puntos de vista cambian según se adapten a la atmósfera y a la cadencia fílmica impuesta por su creador. Carpenter lo condiciona también a la escenificación, a la música o la gran aportación fotográfica de Dean Cundey. ‘La noche de Halloween’ sabe sacar partido a la incertidumbre provocada por la prolongación de algunos instantes en los que juega con los clímax hasta lograr la inquietud y el recelo, haciendo que lo evidente pase a una esfera de abandono, proponiendo que incluso el espectador se meta en la piel del asesino de forma velada y malintencionada para crear un sentimiento de agobio casi metalingüístico.
El filme encuentra asimismo varios puntos de crítica contra la sociedad del momento, con un sedimento acusador hacia varios elementos del país en aquellos tumultuosos años, como la desaprobación y censura general a tanta libertad sexual en la juventud sedienta de experiencias iniciáticas, la inacción del momento, simbolizada en esos vecinos que ignoran a Laurie, herida y atacada por Myers, cuando ésta acude a llamar muerta a su puerta que remite al caso real de Kitty Genovese, una mujer de Nueva York apuñalada hasta la muerte cerca de su casa en Kew Gardens ante la pasividad de sus vecinos, que contemplaron el espeluznante caso sin mover un solo dedo, lo que provocaría el llamado “efecto espectador”. También hay una invectiva velada a la tecnología en el hecho de que una de las víctimas de Myers muera estrangulada con un cable de teléfono… Carpenter y Hill tenían una idea clara: mostrar a ese asesino como una creación de la sociedad que se vuelve contra ella.
‘La noche de Halloween’ se rodó a mediados de 1978 de forma fulminante, acabándose en sólo mes y medio (incluida post-producción). Durante el rodaje ningún miembro del equipo técnico cobró, excepto Donald Pleasance, que ya que tenía un reconocido caché debido a sus apariciones en películas importantes, casi siempre en papeles secundarios. Había una eufórica sensación común que devino en actitud esperanzadora. Todos intuían que su Halloween fuera un éxito en taquilla. Nada más lejos de la realidad. Cuando se estrenó, fue un rotundo fracaso. Todos los miembros del equipo, con Carpenter a la cabeza, se llevaron la mayor decepción de su vida. Las esperanzas puestas en una película generada para las generaciones de adolescentes sedientos de sangre en la pantalla no se consolidaron en absoluto.
El cineasta y la productora dieron por perdido un proyecto en el que habían puesto lo mejor de sí mismos. Pero, incomprensiblemente, cuando se reestrenó al año posterior, coincidiendo con la noche del 31 de octubre, festividad de Halloween, el público acudió en masa a presenciar la obra que lanzaría internacionalmente a su director. Y no sólo eso, sino que, además, la película de Carpenter se convertiría en la cinta independiente más rentable y taquillera de la historia del cine, levantando una auténtica fiebre en todo el país.
Un icono llamado Michael Myers
También pasó a los fastos cinematográficos por ser la precursora de toda una generación de perdurables ‘psycho-killers’, cuyos creadores vieron en Myers un progenitor y modelo de psicópatas como Jason Voorhes, Freddy Krueger, Pinhead, Candyman o Ghost Face... Myers pasaría a ser de dominio colectivo, plagiado hasta la extenuación. ‘La noche de Halloween’ se mostraba al espectador como una estilizada muestra de sofisticación, de acabado perfecto y con un dominio de cada aspecto formal que concedía a esta sublime obra el privilegio de ser una de las pocas películas que lograban un objetivo hoy inalcanzable: el terror como sensación de la que no se puede escapar.
La construcción de la atmósfera, el ritmo narrativo con la dosificación perfecta de las apariciones (muchas de ellas subjetivas) del asesino del barrio, su inclinación hacia una violencia apenas sangrienta, pero filmada con contundencia o esa respiración ahogada y constante son algunos de los elementos que invocan a una película que, con los años, ha ido configurándose como un clásico a la vez que ha adquirido cierta inocencia debido al automatismo violento al que el público actual está acostumbrado. De alguna forma, Carpenter estableció con ‘La noche de Halloween’ los tópicos y clichés del cine subsecuente, estructurando las particularidades del cine de terror venidero, donde el susto, la conmoción marcada por un ‘score’ inmediato y pegadizo o la emoción contextual llena de texturas y miedo atávico formularon algunas de las virtudes de este clásico del género.
En ‘Halloween’ el mencionado Donald Pleasance que encarnaba al Dr. Loomis, un personaje adyacente al profesor Van Helsing de Bram Stoker y homenaje declarado al personaje de John Gavin en ‘Psicosis’ y la estupendísima Jamie Lee Curtis como la joven estudiante Laurie Strode son el eje fundamental en la lucha por la supervivencia contra el asesino sin escrúpulos. Con un ‘tempo’ unitario (todo transcurre en la citada noche), los violentos y estudiados planos y la calmada dimensión estética se rompían con la mala hostia de las secuencias cumbres en la que todo está tan afilado. Uno de los aspectos más sobresalientes del filme fue, como casi siempre, la música compuesta por el propio Carpenter, que le confirió a la totalidad del filme un característico ‘leitmotiv’ imposible de olvidar. ‘La noche de Halloween’ ganó el Gran Premio del festival fantástico de París, así como el del prestigioso festival de Avoriaz.
Una obra de culto y un clásico a la altura de cualquier obra maestra de cualquier otro género y que es una de las películas más recordadas y entrañables de este perspicaz cineasta. Carpenter se convirtió, por méritos propios, en cineasta de culto gracias a la película que marcó una era en el género de terror y en gran medida, la carrera del propio director. ‘La noche de Halloween’ no es una película ‘splatter’, como algunos han querido ver, pero sí origen de una retahíla de títulos genéricos que han pasado con letras de oro a la historia del cine ‘gore’, pero sobre todo a la genealogía de la ‘slasher movie’, donde sigue siendo una referencia inevitable.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010

Especial Halloween (I): ¿Truco o trato?

Bueno amigos, tenemos por delante un fin de semana dedicado a Halloween. Pronto se verá materializada la noche de la brujas, la de disfrazarse, la de ver películas de terror y contar escabrosos y espeluznantes cuentos a la luz de una hoguera. Es la hora, en definitiva, de aprovechar cualquier excusa para salir de fiesta.
Muchos pensaréis que la noche del 31 de octubre proviene de la globalización yanqui y la expansión de sus costumbres al resto del mundo. Pues no es así. Se trata, en realidad, de una festividad principalmente adherida a la cultura de los celtas. Suponía un momento sacro en que consagrado a recoger bayas del muérdago depositado en los troncos y en las ramas de las encinas y robles por parte de los ‘druitas’. Esta noche era conocida como ‘Nos Galan-gaeaf’, la de las calendas de invierno, ya que el año celta se dividía en dos estaciones, la de invierno y la de verano.
En la víspera del primero de noviembre se encendían hogueras y a esta fiesta acudían todos los miembros del poblado para celebrar una asamblea en la que intervenían tanto los hombres como las mujeres. Se sacrificaban animales con el fin de aprovisionarse para el invierno y era una de las pocas ocasiones en que los ‘druitas’ tenían autorización para comer carne de cerdo y beber vino en abundancia. Una directriz que se prolonga hasta nuestros días, puesto que, siguiendo la tradición, todo el mundo alcanza el éxtasis dipsómano. Era cuando todos encendían velas y el sentimiento de proximidad con los difuntos era tal que cualquier ser vivo podía descender junto a ellos al mundo de los muertos. La creencia generalizada era que en la noche del 31 de octubre los muertos entraban en comunicación con los vivos en una especie de confusión cósmica (y no son palabras de Carlos Jesús), lo que ha generado multitud de leyendas al respecto.
Un eco desvaído de aquellas veladas se encuentra actualmente en la famosa noche de Halloween que hemos importado de USA. Aunque parezca lo contrario, no es una fiesta genuina de allí, queridos amigos. La palabra Halloween es la forma moderna inglesa del antiguo ‘All-hallow even’. Los primeros colonos ingleses e irlandeses que llegaron, trajeron sus tradiciones a su nueva patria, entre ellas la festividad del día de las brujas, que se celebra en la noche del domingo. Los hogares se adornan con siniestras calabazas vacías, moldeadas con formas de monstruos y una vela encendida en su interior. Las personas se disfrazan y los niños van de casa en casa pidiendo golosinas.
Hoy hay que dar sustos chungos, gastar bromas pesadas y, en casos extremos, dejarse llevar por la enajenación mental que todos tenemos en nuestro fondo más oscuro. Hay que salir con un mono de operario azul oscuro, una máscara decolorada del Capitán Kirk de ‘Star Trek’ y un enorme cuchillo para, entre resuellos, acojonar las almas cándidas de un tranquilo barrio ajeno a las pesadillas...
¡¡¡TENED CUIDADO pues!!!!