martes, 27 de mayo de 2008

Sydney Pollack en su último adiós

1934-2008
Sin ser uno de los más destacados cineastas de la Generación de la Televisión que comprendieron directores comprometidos como Stuart Rosenberg, Martin Ritt, Sidney Lumet, Arthur Penn, Robert Mulligan, John Frankenheimer o Delbert Mann, Sydney Pollack (que trabajó en series míticas – ‘El fugitivo’ y ‘Misión imposible’-) supo aportar, desde su óptica cinematográfica, el tono políticamente de una época turbulenta para los Estados Unidos, contribuyendo con su posición a aquella necesaria directriz que delimitó un giro hacia la corriente izquierdista en la mejor tradición liberal del cine norteamericano de los 70.
Pollack, siempre a medio camino entre el posicionamiento ideológico y la búsqueda constante por obtener la aquiescencia del público generalista se caracterizó por saber imponer la lógica a la evidencia, por encima de la sugerencia, con un catálogo de filmes inolvidables (otros no tanto) que patentizaron la idiosincrasia de Pollack en un universo plagado de personajes asolados por miserias humanas, donde el aislamiento emocional, en conflicto con historias de amor y soledad, se propagaban hacia vestigios de valores sociales y éticos. Películas como ‘La vida vale más’, ‘Danzad, danzad malditos’, ‘La fortaleza’, ‘Las aventuras de Jeremiah Johnson’, ‘Tal como éramos’, ‘Los tres días del cóndor’, ‘El jinete eléctrico’ (estas cuatro últimas junto a su actor fetiche Robert Redford, con quien repetiría en varias ocasiones), ‘Yakuza’ o dejaron paso a una época de comercialidad donde destacan sus más conocidos títulos ‘Ausencia de malicia’, ‘Tootsie’, ‘Memorias de África’, ‘La tapadera’, el ‘remake’ de ‘Sabrina’ hasta llegar a su último título como realizador, la descompensada ‘La intérprete’.
Sydney Pollack fue un discreto director contracorriente que no dudó en delimitar su discurso a un nivel intertextual y narrativo, siguiendo las modas de las diferentes épocas que se dieron a lo largo de su filmografía, con un estilo frío y muy técnico, podría decirse que algo apático e impersonal, más estructuralista que estético, en ocasiones muy crítico y brillante (como sus películas de finales de los 60 y principios de los 70), en otras demasiado autoindulgente, emblandecido por la indeterminación de su discurso edulcorado. Pollack también trabajó como productor ejecutivo. Bajo su productora Mirage, llevó a buen puerto producciones importantes como ‘Los fabulosos Baker Boys’, ‘En busca de Bobby Fischer’, ‘El talento de Mr Ripley’ y ‘Cold Mountain’, ‘Sentido y sensibilidad’, ‘Oscura seducción’ o la más reciente ‘Michael Clayton’.
Como actor, profesión que desde muy joven quiso desempeñar, ha interpretado papeles secundarios algunas películas; ‘Maridos y mujeres’, ‘El juego de Hollywood’, ‘La muerte os sienta tan bien’, ‘Eyes Wide Shut’ o ‘Michael Clayton’, entre otras, y en series de televisión como ‘Will & Grace’, ‘Loca por ti’ o ‘Los Soprano’.
Sydney Pollack esta madrugada en Los Ángeles a los 73 años víctima de un cáncer diagnosticado hace menos de un año.
D.E.P.

lunes, 26 de mayo de 2008

Chikilicuatre y la muerte de Eurovisión

Que la audiencia de la retransmisión de Eurovisión alcanzara un 59,3% que dicta que más de diez millones de espectadores siguieran el evento simboliza dos cosas; primero, que en España este sábado por la noche, las reuniones de amigos, familiares y de teleadictos sin prejuicios unieron y hermanaron a un país con ganas de divertirse. Dos, que vistos los resultados de calidad y de graves carencias de entretenimiento que se dieron durante la velada ha determinado que el festival, por muchas ganas de juerga y de distanciarse del arcaico concurso de canciones, es una cita anual exangüe y bochornosa.
El ‘Chiki Chiki’, de Rodolfo Chikilicuatre, más allá de la producto mediático de cachondeo y marketing, ha representado a la perfección el espíritu despreciativo por parte de un país hacia un Festival denostado, grotesco y letárgico, como bien han personificado de nuevo los países que realmente se toman en serio el concurso, ejemplificado en esa parida sonora rusa interpretada por un tal Dima Bilan, tan amanerado y 'locaza' como insulso en lo musical. Tal vez lo único que mereció la pena de la gala fue ese otro estrambótico personaje francés llamado Sébastian Tellier, el ‘Pokusa’ de Bonisa, el poderío de dos muestras de ‘chotorras’ deseables y macizas como la ucraniana Ani Lorak y la griega Kalomira o la putada que le hicieron al presentador de la gala, Zeljiko Joksimovic, con una americana tres tallas más pequeñas que le tiraban tanto de la sisa que parecía un patético muñeco de feria.
El meme viral de Chikilicuatre constituyó desde el principio un símbolo de los nuevos tiempos que debían renovar este festival; el ‘show’ en clave de humor, el espectáculo que deja a un lado las cuestiones musicales de supuesta importancia que ya no tienen cabida en este concurso deslucido por los años. La pena es que ha fracasado. Cierto es. Pero no por los méritos puestos en la tentativa. Después de la deslucida actuación de Chikilicautre, uno tiene la sensación de que Eurovisión está destinada al desinterés y el ostracismo.
Da igual volver a lanzar a otro “triunfito” de turno, otra canción estúpida o simulacro de imbecilidad musical (sólo hay que echar un vistazo a la lista de canciones que han representado a España en los últimos años). La idea, simplemente, era pasarlo bien. Algo que los bienquistos conservadores no han visto con buenos ojos, apoyados en la idea de una dignidad nacional que para ellos ha sido ensuciada por el personaje creado por La Sexta, sin acordarse, entre otras, de aquella canción de Lydia que consiguió un mísero punto hace una década.
Ya lo dije en su momento. En este mismo instante, una vez que el genial cómico y actor David Fernández cuelgue la guitarra de juguete y el ‘Chiki Chiki’ haya agotado su estela. Finalizado este absurdo trayecto, la broma ha acabado (más allá de que pueda seguir sonando en radiofórmulas y en ‘spots’ televisivos). No soportaremos un disco del artista, ni una carrera musical sinsentido como tantas otras, como en la mayoría de los anteriores representantes, no embadurnaremos de mierda la discografía española ni tendremos que soportar productos televisivos que hacen de la incultura su bandera, de peña que, habiendo siendo efímeras figuras de primer orden, ha continuado un inmerecido éxito proveniente de programas de televisión trasnochados y prescindibles.
El año que viene vuelta a la desidia, otro aspirante con ínfulas de magnitud musical y sueños discográficos o el estigma de poder soñar con ganar un festival que a nadie le importa. Tan sólo a Uribarri, a las expectativas de TVE por hacer del concurso algo visible y de algún que otro espectador anacrónico.
He aquí la lista de canciones que ha representado España en los últimos años con su puesto y los puntos correspondientes.
Mikel Herzog - 16º - 21 puntos
Lydia - 23º - 1 punto
Serafin Zubiri - 18º - 18 puntos
David Civera - 6º - 76 puntos
Rosa - 7º - 81 puntos
Beth - 8º - 81 puntos
Ramón - 10º - 87 puntos
Son de Sol - 21º - 28 puntos
Las Ketchup - 21º - 18 puntos
D'Nash - 20º - 43 puntos
Rodolfo Chikilicuatre – 16º - 55 puntos.

jueves, 22 de mayo de 2008

Dossier especial INDIANA JONES

El regreso de la legendaria épica de Indy
Desde hace mucho, demasiado tiempo… esta semana y este día han tenido un nombre propio. De hecho, lo que llevamos todo el año pasado y parte del que está en curso lo lleva teniendo. Desde el mismo instante en el que George Lucas y Steven Spielberg confirmaron el rodaje de una nueva entrega de la Saga de aventuras más importante de la Historia del Cine contemporáneo. El retorno de Indiana Jones a la gran pantalla ha despertado la nostalgia y ha resucitado al mito de toda una generación que espera este filme con la esperanza de reconquistar la ilusión comercial y fílmica del eterno personaje interpretado por Harrison Ford.
La petición pública y la nostalgia han logrado desempolvar una de sus legendarias figuras más lucrativas, asumiendo que, en los turbulentos y aburridos tiempos de Hollywood, era necesario dar una nueva lección de hegemonía por parte de los dos pirotécnicos más listos del mundo del cine, de devolver a la actualidad a una de las supremas efigies en cuanto comercialidad clásica se refiere. Ni Lucas ni Spielberg iban a dejar pasar la oportunidad de ofrecer al espectador una aventura más del arqueólogo más famoso de todos los tiempos. Y aquí está, diecinueve años después. Como si por él no hubiera pasado el tiempo.
El vitalista icono imperecedero, arquetipo del acrisolado héroe clásico, reanuda sus hazañas desde que en 1989 se alejara de la aventura después, eso sí, de alterar y revolucionar la concepción mercantilista del cine, de haber insuflado un transformación y una aplastante ruptura en todos los aspectos, no ya sólo en un entorno cultural y estético, sino como aportación de un mito de carácter universal. Indiana Jones vuelve al cine para restituir el crédito del cine de entretenimiento, de la magia de unos años evocados con melancolía. Spielberg, inmerso en una evolución temática y estilística que no tiene límites, no podía dejar pasar la oportunidad de recordar sus mejores y viejos tiempos y retorcer hasta el génesis de su propia genialidad, cuando era apodado como “Rey Midas” y avasallaba con su talento, supeditando al espectador a la sortilegio cinematográfico como nadie lo había hecho hasta el momento.
Es la hora, por tanto, de aparcar prejuicios y lanzarse de lleno a la esfera escapista y fantástica de la ficción, aquella que convirtió a este personaje en una reconocida figura de fisonomía y rasgos inmortales. La hora de que Indy ofrezca lo mejor de sí mismo en otro ‘tour de force’ de descomunal vigor y luminiscencia dentro del apagado panorama del cine entendido como distracción, como arma de ocio. Del mismo del que tanto echan de menos los ‘blockbuster’ actuales, sin lustre. Es la hora de que Steven Spielberg rescate al niño que todos llevamos dentro y reformule la embrionaria entidad de su cine, la inagotable capacidad autóctona de deleitar al público y manifestar por enésima vez su brillante inventiva visual, esta vez de la mano de un guionista en racha como es David Koepp.
Echar un vistazo al génesis de Indiana Jones es reiterar un cúmulo de anécdotas, efemérides e historias alrededor de su consecución, de su origen y prosperidad. Desde ese encuentro vacacional, según cuenta la leyenda, en el Hotel Mauna Kea de Hawai, por parte de Lucas y Spielberg tras el agotante rodaje de ‘Star Wars’ y el fiasco comercial de ‘1941’, respectivamente, la Saga pasó a ser de una idea brillante a una optimista realidad. La idea inicial fue adoptar una ciencia como la arqueología para transformarla en otra categoría bien diferente, la de un universo de hazañas y riesgos que, obviamente, está fuera de cualquier raciocinio. Indiana Jones (nacido Indiana Smith), debía aportar un aire fresco al cine comercial, simbolizando a un antihéroe canalla y socarrón, sin muchos prejuicios morales en su ‘modus operandi’, un profesional que trabaja al margen de sus funciones laborales. Indiana Jones debía ser un hombre escéptico de métodos disidentes e iconoclastas, pero con gran sentido del humor y gran atractivo de cara al gran público.
Desde su creación, la arqueología ha sido otra de las muchas excusas que han configurado la personalidad del épico rol, símbolo innato del héroe ‘spielbergiano’. No hay una intención antropológica en las aventuras del héroe del látigo, puesto que en vez del estudio teorizante sobre el pasado de aquellas reliquias que rastrea el intrépido aventurero, de la funcionalidad social de los vestigios culturales o la exhumación histórica, se encuentra la simple función del espectáculo expuesto como un gran juego de artificio, muchas veces en contra de la realidad y de la Historia, pero sin olvidarse de ella. Jones es la antitesis de los arqueólogos elitistas y decimonónicos, dotado con la dualidad característica de todo superhéroe, consistente en la dualidad. Por una parte, del erudito hombre que ejerce como docente universitario. Por otra, de intrépido viajero que dedica su tiempo libre a recuperar la historia perdida para que repose en los museos abordando con aticismo el riesgo que pueda haber en sus misiones.
Steven Spielberg consideró al personaje como el icono homérico ideal que otorgar desde su particular visión del cine narrativo e ilusorio, dotado con esencia épica. Era oportunidad de oro para desarrollar una inventiva visual inexplorada hasta la fecha. El cineasta, genial narrador de sobrado talento y oficio, ya en los años 80, define en pantalla al personaje con admirable soltura, sin perder de vista el tono clásico, proporcionando las dosis de acción con sutilidad y contundencia, siempre en función de una exigente correlación entre el espectador y el espectáculo al que es sometido, al sufrimiento físico al que es sujeto un arqueólogo que padece, sufre, sangra, suda y corre cuando está en peligro. Aspectos muy alejados de la reciedumbre e imbatibilidad del arquetipo heroico tradicional.
Por supuesto, en una Saga como esta, no falta el elemento fantástico, la nigromancia de las ciencias ocultas o las creencias teologales que imponen una cierta incógnita al devenir lógico de los acontecimientos. En las aventuras de Indiana Jones, la aventura afecta a todos los grados de la narración. Es el factor que mueve a sus personajes, muy por encima de todos los demás aspectos sobre los que gravitan los argumentos, logrando la difícil tarea de esquivar sutilmente la complejidad subjetiva del rol, aportando pequeñas ráfagas de profundidad íntima del personaje, reducido a algunos retazos biográficos; como su fobia a las serpientes, su irónica visión ante algún que otro aspecto de la vida o de su profesión, puntualizadas en breves retazos anecdóticos de su pasado.
Es la quintaesencia del cine de aventuras, donde Spielberg supo contribuir al Cine de los 80 el gran secreto de su éxito: la sencillez con la que se utiliza el esquema clásico, donde el héroe inicia un viaje en busca del tesoro y en cuyo camino se enfrentará a temibles enemigos que también quieren lo mismo, contando para ello con aliados y una chica que le acompaña en su hazaña. La poderosa iconografía de Indiana Jones simboliza, en su fin más inmediato, un concepto de heroísmo universal, que concreta sus aventuras en un contexto atemporal y se desvincula de sus antecedentes con un estilo cimentado en el ritmo, en la cadencia sin freno de los acontecimientos, en la mera improvisación. Indiana Jones se transformó así, en el héroe más carismático del Cine y sus andanzas arqueológicas se convirtieron, con el paso de los años, en las aventuras cinematográficas más grandes jamás contadas.
Llegados a este punto, es cuando toca echar mano del tópico documentalista; de recordar que Indiana se debe al nombre del perro del propio George Lucas o que Spielberg fue quien lo apellidó Jones, que Marion era el nombre de la abuela del guionista Lawrence Kasdan. Pero también de evocar que el personaje, como tal, nace de nombres como Jim Steranko, títulos como ‘Terry y los piratas’, ‘The seven cities of Cibola’ o géneros provenientes de la literatura ‘pulp’ y las funciones de ‘matinees’ de aquellos sábados que tanto influyeron en Lucas y Spielberg en sus respectivas infancias. Indiana Jones nace de la nostalgia aventurera, de los seriales de los años 30 y 40, con reminiscencias del Fred C. Dobbs de Bogart en ‘El tesoro de Sierra Madre’ o el vestuario Charlton Heston de ‘El secreto de los Incas’ y la inevitable influencia clásica de cineastas del crédito de Siodmak, Tourneur, Ford, Lang o Curtiz, sin relegar la idea primigenia de homenajear al James Bond de Ian Flemming.
La efigie de Indiana Jones, luciendo un fedora de copa alta de Herbert Johnson comprado en la tienda Saville Row de Londres, proyectada como una sombra es, hoy en día, una de las imágenes más representativas e iconográficas de los fastos cinematográficos. La leyenda de ese vestuario con cromatismo desértico, chaqueta de piel roída, eterna bandolera y un látigo como arma distintiva ha pasado a determinar una imagen imborrable y reconocible en cualquier parte del universo.
La inicial disposición de la historia que defendió en el cine clásico Cecil B. DeMille, la de comenzar con una explosión de intensidad que vaya ‘in crescendo’, con la fuerza de un terremoto, ha sido siempre la pauta estatutaria de la Saga, de su esencia frenética por hacer un homenaje y ofrenda al cine de siempre. Sin embargo, Indiana Jones se convirtió en algo mucho más importante, haciendo de su leyenda el máximo exponente del cine americano. El personaje responsable, como era de prever y con todo el merecimiento posible, de que Steven Spielberg alcanzara, a la precoz edad de 35 años, la divinidad cinematográfica y el Olimpo de Hollywood.
‘En busca del Arca Perdida’ (1981)
Tras el monumental fracaso de ‘1941’, comedia ambientada en la II Guerra Mundial y que urdió un inesperado decrecimiento en el crédito de Spielberg dentro de la gran industria después de que la precedente ‘Encuentros en la Tercera Fase’ fuera considerada a su vez una obra excesivamente temeraria, a George Lucas le costó convencer a los peces gordos de la Paramount que su amigo Steven y él podrían abarcar el proyecto inaugural de la Saga de Indy con tan sólo 20 millones de dólares. ‘En busca del Arca Perdida’ podría haber sido pasto de la televisión, pero la perseverancia de ambos acabaron por insuflar la vida necesaria al proyecto y sacarlo adelante en una tenaz negociación con los directivos de la Paramount Pictures, que terminaron aceptando el reto propuesto.
Se ha contado mil veces que actores como Tim Matheson, Peter Coyote y, sobre todo, Tom Selleck (que estuvo a punto de llevarse el papel), fueron los candidatos más importantes para interpretar a Indiana Jones. También que George Lucas no quería que Harrison Ford se encasillara en sus producciones como Robert De Niro lo había hecho en las películas de Martin Scorsese, así como que que fue Spielberg el que insistió para que fuera el no menos mítico Han Solo el encargado de dar vida a Indy. El gran valor de Ford fue el de adaptar el rol a su personalidad, de aportar desde el principio una línea carismática y caricaturesca identificativa y reconocible por el gran público. Asimismo es conocido por todos que tanto Sean Young como Debra Winger podrían haber encarnado a Marion Ravenwood, pero fue Karen Allen, después de su sensacional y cómica presencia en ‘Desmadre a la americana’ quien acomodó el vigoroso carácter de la heroína del filme a su pecoso rostro. No hay que olvidar en este recuerdo historiográfico que el director y guionista Philip Kaufman fue quien concibió al Arca de la Alianza como el principal elemento argumental que más tarde Lawrence Kasdan materializaría el libreto de la primera de las aventuras del arqueólogo.
La cinta arranca en una frondosa jungla de América del Sur en 1936. Ya en su comienzo se presenta un elemento gráfico que acompañará a la trilogía, el de jugar con el logotipo de la Paramount integrándolo dentro de una imagen que da inicio a las cintas. La acción se centra en un prólogo donde Indiana Jones busca una figura de la diosa azteca Tlazolteotl, con los indígenas hovitos pisándole los talones y sin saber que su acompañante Satipo es un traidor que se vende al mejor postor. En un comienzo magistral, la película muestra a un villano encantador, otro arqueólogo francés llamado Rene Belloq (Paul Freeman) y una huida del peligro pintoresca y determinante en la forma de actuar del héroe. Un bloque que da como consecuencia la presentación del aventurero que sirve de pretexto para afrontar con ritmo y sin demora la nueva aventura del héroe; la búsqueda del Arca de la Alianza, lugar en donde se cree que los hebreos depositaron los mandamientos que Dios había otorgado a Moisés y cuya leyenda atribuye un invencible poder. Un hecho por el que Hitler y los nazis quieren obtener a toda costa.
El detallismo con el Spielberg siempre ha cuidado la puesta en escena tiene su apogeo en la definición con la que están rodadas las escenas de acción, contribuyendo aquí con un tonelaje narrativo que deviene en emoción, haciendo que la historia transmita una viveza que no pierde su continuidad a lo largo de todo el metraje. ‘En busca del Arca Perdida’ nunca decae y muestra la capacidad de Spielberg para amplificar un estilo apenas invisible, pero de una autoritaria pujanza dentro de la adrenalítica acción, reforzada siempre por la fanfárrica presencia de un proverbial John Williams que supo extraer musicalmente la entidad genérica con unas partituras memorables.
Pese a ese otro reconocible elemento narrativo de la saga, la de las transiciones elípticas de los viajes a través de un mapa del globo terráqueo, Spielberg jamás escatimó en localizaciones, enriqueciendo así la ubicuidad geográfica del héroe en sus aventuras a lo largo y ancho del mundo. Con ello, en Indiana Jones, como otro de sus factores intrínsecos, destaca la importancia del viaje más allá de la consecución de la pieza arqueológica de turno, lleno de peripecias y experiencias, como en el ‘Ítaca’, de Konstantínos Kaváfis, en un trayecto cargado de características trampas mortales que buscan una y otra vez la sofisticación más sorpresiva.
Es el ejemplo más paradigmático de la capacidad sin límites de Spielberg como director, como creador de sublime esencia cinematográfica. Una película que juega constantemente a sorprender al público, con un incandescente ánimo de profanación de los clásicos con los que él y Lucas soñaron con llevar a la gran pantalla. Para el recuerdo quedarán la destrucción del arquetipo de mera comparsa atractiva que acompaña al héroe, la eterna Marion, con la nostalgia de Irene Dunne y Carole Lombard en el recuerdo, en la secuencia de la taberna nepalí tumbando a un bigardo en una puja de beber chupitos, las persecuciones por las calles de Egipto, la entrañable amistad forjada entre Indy y Sallah (John Rhys-Davies), la burla a los nazis y su saludo fascista que hasta un mono puede reproducir, el disparo de Indy a un gigantón egipcio que le reta blandiendo una espada cimitarra, el malévolo Toht (Ronald Lacey) y el ‘gag’ del instrumento de tortura que resulta ser una percha o todos los términos bíblicos (ésa ciudad de Tanis, el bastón de Ra, el Pozo de las Almas…) que suceden a la descripción perfecta por parte de uno de los agentes de inteligencia de Indiana Jones “profesor de arqueología, experto en ocultismo y… ¿cómo se dice?... ‘conseguidor’ de antigüedades raras”.
Un filme que, extendido a sus dos secuelas posteriores, en su retrospectiva temporal, simbolizan un tiempo y una forma perdida de hacer cine con mayúsculas, creando un personaje y un mundo desde el admirable tamiz de la artesanía, donde los efectos especiales, las maquetas y los trucos de prestidigitador convirtieron a Spielberg (heredada esta peculiaridad de Lucas) en lo que hoy es.
‘En busca del Arca Perdida’ es, en la actualidad, un emblema del Cine que, más allá del género de acción, puede considerarse como una de las obras maestras más poderosas de la década de los 80. Y, por qué no, de los anales del Séptimo Arte.
‘Indiana Jones y el Templo Maldito’ (1984)
La película llegó después de que Spielberg se consolidara como el nuevo mecenas dentro de Hollywood, no sólo por su afianzamiento comercial y estilístico con la gran obra maestra ‘E.T. El extraterrestre’ (los nostálgicos de esta película, que entren aquí), sino por empezar a perfilarse como uno de los productores con mayor olfato comercial de la década. ‘Indiana Jones y el Templo Maldito’ era la segunda de las tres películas que Lucas y Spielberg habían apalabrado con Paramount con el arqueólogo como protagonista.
Dado el éxito de ‘En busca del Arca Perdida’, las expectativas con respecto al futuro de Indiana Jones eran una incógnita. El nivel de exigencia era muy alto y tanto productor como director sabían que no podían fallar. El objetivo era no decaer en los propósitos de entretenimiento del filme original. Lucas, que pasaba por una época personal de altibajos debido a su divorcio, insinuó que la secuela de Jones podría ser la más oscura de las tres, como lo había sido su ‘Episodio V: El Imperio Contraataca’ dentro de ‘Star Wars’, pero sin perder el ritmo estilístico y narrativo, conservando el humor cínico de Jones y alguna que otra situación de absurdo, pero en los términos preestablecidos, incluso yendo un paso más allá en el expresión visual de la aventura.
‘Indiana Jones y el Templo Maldito’ se muestra, tras el prólogo que introduce a Indiana Jones vestido como el Agente 007 en el Club Obi Wan de Shanghai en 1935 (es decir, que estamos ante una precuela), como la muestra más contundente de cine de acción de Spielberg por aquella época. Pese a comenzar con un colorista musical a lo Busby Berkeley coreografiando el ‘Anything goes’, de Cole Porter, cantado en chino por la sensual Willie Scott (Kate Capshaw -a la postre, esposa de Spielberg-) y una trama de trapicheos con diamantes y reliquias orientales con pelea caótica de taberna que recuerda al estilo de Victor McLaglen, pronto el espectador descubrirá que el filme tiene dos partes muy diferentes. El doble comienzo da la sigue los patrones de un filme visiblemente aparatoso y opulento. Y no es para menos. La aventura está ideada como una distracción frenética, vibrante y envolvente, donde impera el sentido del humor, la identificación del espectador infantil a través de los ojos de un niño chino que conduce coches y que responde al nombre de Tapón (Jonathan Ke Quan), encargado de compartir aventuras con el arqueólogo. Se sustenta además gran parte de la comedia inicial en la confrontación típica del ‘Screw Ball Comedy’ clásico de Hollywood entre Indiana y la bella Willie con varios ‘gags’ de lucha de sexos, que se rompe por completo cuando se desvela el verdadero periplo de riesgo para los personajes.
La diferencia de ‘Indiana Jones y el Templo Maldito’ no sólo radica en una drástica ruptura argumental y cromática en relación a su antecesora, sino que esa disolución rupturista se da dentro de la propia secuela. Indiana, con sus dos antagónicos ‘partenaires’ de hazaña descubren en su camino a Delhi el pueblo de Mayapor, de donde ha sido robada una de las piedras de Shankara (aquellas que otorgan a su poseedor “Fortuna y Gloria”) por parte de un grupo de fanáticos ‘thuggees’ seguidores de la diosa de la muerte hindu Kahli, liderados por el despiadado Mola Ram (Amrish Puri) en una mina secreta construida en el interior del palacio de Palacio de Pankot, en cuyas entrañas se han esclavizado a niños robados de las aldeas a trabajar y realizar con ellos sacrificios humanos en nombre de su diosa.
Spielberg aprovecha la coyuntura con entusiasmo y cognición fílmica, haciendo que la mixtura de géneros sea equilibrada por la fuerza de unas imágenes que desfilan por el ojo del espectador, sin dar tregua. Musical, acción, comedia, aventura y momentos de humor absurdo dan paso a una oscura narración de terror, de un trama de contenido sangriento y oscurantista. De repente, los escarceos entre Indy y su gritona y caprichosa compañera femenina que representa el espíritu de las atractivas acompañantes del héroe del cine clásico de los años 30 o el humor sobrevenido del pantagruélico menú del maharajá Zalin Singh (serpiente con sorpresa, sopa de ojos, sorbete de sesos de mono…), se transforman en una oscura pesadilla donde no faltan ritos satánicos, malos tratos infantiles y esclavitud, alternadas con secuencias de vudú e incesantes peleas hasta el clímax en el que se descubre al Indiana Jones del Arca Perdida. El hombre vulnerable que asume su condición de arquetipo y logra salir adelante, no sin ciertas dificultades, en un fin de fiesta apoteósico con la extensa secuencia de las vagonetas en la mina, en una suerte de montaña rusa donde prolifera el exceso de ritmo impulsivo y sin respiro en una exhibición de énfasis visual e inmediatez de montaje por parte de Spielberg y su socio en el departamento de edición Michael Kahn.
Lucas y Spielberg fueron muy inteligentes al solicitar a los guionistas Willard Huyck y Gloria Katz (que ya habían trabajado con el primero en ‘American Graffiti’) la sorprendente concesión de introducir un rol infantil entre tanta turbiedad argumental, consiguiendo una efectiva identificación de Tapón con respecto al espectador infantil, para, sin previo aviso, reemplazar la comedia por una cinta de horror y tragedia. ‘Indiana Jones y el Templo Maldito’ es la película más arriesgada de la Saga y fue criticada por el exceso de truculencia de muchos de sus capítulos. Algo que, años después, Spielberg ha reconocido incluso con cierto arrepentimiento. Ya se sabe que ahora Spielberg aboga por no mostrar gratuitamente el contenido violento. Pero a la postre, continúa siendo su mejor y más reconocible baza, una perversa revisión de ‘El flautista de Hamelin’ que, ya desde sus primeros compases, escapa a las constantes tipológicas del género que no sean las preconcebidas por la propia saga, donde sigue persistiendo la autoparodia, la diligencia y el espíritu de un Indiana Jones que se, pese a que no obtuvo los mismos resultados que su filme anterior, aseguró la continuidad de la saga en una última función que tendría lugar con la finalización de la década.
‘Indiana Jones y la última cruzada’ (1989)
Tuvieron que pasar cinco años para que Harrison Ford volviera a vestir la cazadora de Indy y ponerse su Fedora en busca de nuevas aventuras. Era ya uno de los actores mejores pagados de Hollywood, ya que en este lapso de tiempo recrearía algunos de sus más recordados personajes en ‘Único testigo’, ‘La costa de los mosquitos’, ‘Armas de Mujer’ o ‘Frenético’, tal vez papeles que le separasen del papel de héroe de acción que retomaría con más ímpetu que nunca. Spielberg, por su parte, volvió a saber lo que era el fracaso con dos obras también con intenciones artísticas muy alejadas de la Saga de Indy; por una parte el monumental batacazo con la romántica ‘Always’, y por otra, el rechazo comercial de un magnífico retrato bélico sobre la infancia con la adaptación de la biografía de J.G. Ballard en ‘El Imperio del Sol’.
Lucas, por su parte, tampoco había afinado mucho en sus proyectos como productor, ya que películas como ‘Howard, el pato’, ‘Ewoks’ o el proyecto de su amigo Francis Ford Coppola ‘Tucker, un hombre y su sueño’ tampoco habían contado con el apoyo del gran público, aunque sí funcionaran ‘Dentro del laberinto’ o ‘Willow’. ‘Indiana Jones y la Última Cruzada’ significaba así la vuelta a por los fueros comerciales y un reconstituyente para los tres nombres propios de la franquicia. Una jugada segura.
Para esta tercera (y última, por aquel entonces) parte de la trilogía, Lucas y Spielberg llevaron a la gran pantalla el guión de Jeffrey Boam, que hasta el momento había adquirido cierto prestigio con el éxito de algunos de sus libretos como los de ‘La Zona Muerta’, de Cronenberg o algunas cintas más comerciales de la época como ‘El Chip prodigioso’, de Joe Dante y ‘Jóvenes Ocultos’, de Joel Schumacher. Como esta nueva entrega debía ser un éxito sin concesiones al riesgo, se jugó sobre seguro y no se dejó espacio para la filigrana multigenérica, como se había hecho en ‘Indiana Jones y el Templo Maldito’. Se centró la atención en algo que hasta entonces había permanecido ajeno al personaje; su propia exploración dentro de una ampliación biográfica que se valía del habitual prólogo ubicado en Utah, en 1912, para mostrar al espectador el entusiasmo arqueológico de un adolescente Indiana interpretado por el malogrado River Phoenix, dando ciertas pistas de claro corte nostálgico sobre algunos de la grafía iconográfica del héroe, presentando a un padre incorpóreo absorto en sus estudios que no tiene tiempo para escuchar las historias de su hijo al que hace contar hasta veinte en griego.
También se juega a reconstruir el origen de su cicatriz en la barbilla, de su ofidiofobia o la primera toma de contacto con el látigo y el regalo del sombrero que le acompañará en sus aventuras, el mismo que sirve para situar a Jones en la costa portuguesa persiguiendo la Cruz de Coronado, la misma joya del inicio, conectando tiempos y reiterando la misma estructura que ‘En busca del Arca Perdida’, con la que esta nueva aventura tiene tantos puntos en común. Cabe destacar la introducción de alguna novedad para agilizar y renovar el sentido épico del aventurero, como la disposición de una acompañante femenina que difiere a sus otros dos referentes. Esta vez no es una aliada ni una chica florero, sino que se perfila la ‘femme fatale’ del género negro, sin bando definido más que aquel que sacie sus deseos, en este caso de poder. Una fría mujer austriaca sin principios ni respeto hacia la historia interpretada por Allison Doody.
No obstante, se devuelve al célebre profesor al ambiente universitario y docente de la primera parte, así como la recuperación de personajes desaparecidos en la primera secuela, como Marcus Brody y Sallah y se adhiere a un personaje clave para el éxito del filme, el de Henry Jones, progenitor de Indy, interpretado por Sean Connery, curiosamente el Bond original. Porque ‘Indiana Jones y la Última Cruzada’ aborda la búsqueda del Santo Grial por todo el mundo, hasta su ubicación en Alejandreta o İskenderun (concretamente en Petra, Jordania) con el desarrollo de una leyenda artúrica que mezcla interrogantes sobre la Fe y el teologismo, que no es más que una metáfora del alejamiento paternofilial de Indiana Jones y su padre, de la relación perdida entre ambos y que será solventada con el descubrimiento de la copa utilizada por Jesús en la Última Cena y en donde se supone que José de Arimatea vertió su sangre en la cruz.
La historia de nazis, traiciones, viajes e investigaciones históricas representan, otra vez, la materia esencial de las historia de la Saga; la utilización de un poderoso ‘McGuffin’, ya sea el Arca de la Alianza, las Piedras Sagradas de Shankara o el Santo Grial, excusas argumentales que motivan a los personajes y al desarrollo de una historia que, si bien tienen el peso fundamental sobre estos elementos, en realidad carecen de relevancia por sí mismos. Aquí, poco importa que todos vayan detrás del cáliz santo, ya que lo verdaderamente importante es el reencuentro entre padre e hijo. También se pone a prueba el agnosticismo de Indy, enfrentándolo frente a las firmes creencias de su padre y colisionando en su idea de toda reliquia antigua debe ser expuesta en un museo.
Spielberg utiliza el cuestionamiento paterno, humanizando el héroe a través de los ojos de su padre, para abordar la temática arqueológica, volviendo al funcional esquema narrativo clásico de este tipo de aventuras, proyectada con la omnisciencia del genio visual únicamente siguiendo el camino para conmocionar al espectador mediante la creación de situaciones de acción acumulativas. ‘Indiana Jones y la Última Cruzada’ persiste en una métrica estimulada por las interpretaciones de Harrison Ford y Sean Connery, confrontados en un pasado por la falta de afecto y comunicación, pero unidos en sus discordantes ideologías en un mismo fin.
Aquí, Indy no tiene el mando de la situación, Basta recordar ese plano en el que el padre le da una torta a su hijo como si de un niño se tratase. La figura del padre y del hijo y su relación es retratada desde la comedia, definida en un universo imperfecto donde la búsqueda del tesoro va más allá de la alcance de la pieza histórica de turno y donde no es tan importante la dicotomía entre el Bien y el Mal.
Fue el reencuentro con un cine comercial que ahogaba sus últimas gotas de genialidad con el final de la década, dejando para el recuerdo algunas de escenas de explosiones, persecuciones a caballo entre tanques y bombas o inolvidables ‘gags’ que hicieron de esta última función un homenaje a la propia trilogía, con un afectivo ‘happy end’ que siempre dejó al espectador (convertido en fan de estas tres películas) con ganas de más, como las grandes gestas cinematográficas.
Un final que todos intuyeron como punto y aparte… Hasta el día de hoy.
‘Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal’ (2008)
Es la película más esperada de los últimos tiempos.
Ni adaptaciones de superhéroes, ni niños magos, ni siquiera la larga sombra de J.R.R. Tolkien habían generado una expectación similar a la vivida en el último año con la anunciación del rodaje del proyecto, como si de algo Divino se tratara. La cuarta película de las nuevas aventuras de Indiana Jones ha pasado por una rumorología extensa y dilatada en el tiempo, con sinopsis y guiones de ida y vuelta que han ido desapareciendo durante todo este tiempo.
En 2002 Spielberg anunció de forma oficial una cuarta entrega escrita por Frank Darabont. Ante la objeción de Lucas y el propio Spielberg del guión final del director de ‘Cadena Perpetua’, se contrató finalmente a David Koepp para llevar a la gran pantalla una nueva odisea de aventuras y acción de un veterano Harrison Ford, que nunca dudó de la posibilidad de regresar a un proyecto sobre su personaje más carismático. En enero de 2007, se comenzaba el filme que reunía, después de casi dos décadas, a Lucas, Spielberg y Ford. Indiana Jones recuperaba el látigo, el sombrero y los irónicos chistes del arqueólogo transformado en leyenda. Tres veteranos recuperando la juventud y una genealogía que vertebra la nostalgia cinematográfica de la añorada década de los 80 y su cine comercial.
La calavera de cristal de Akator es el icono que persigue ya veterano Dr. Jones. Ubicada en 1957, en plena Guerra Fría, con agentes soviéticos pisando los talones a Indy y sus amigos. Esta calavera forma parte de la cultura azteca y maya, y es una pieza que de las trece que existen en el mundo y que están relacionados con los Itzas, unos personajes que, según la leyenda, provenían de la Atlántida y trajeron en ellas el conocimiento a la Tierra. Según la leyenda, con la unión de todas la calaveras de cristal conseguiría detener el mundo. Es la nueva misión que reincide, como todos esperan, en la ordenación estructural básica de la saga, donde un héroe sobre el que caerán varios ‘gags’ sobre su edad está apoyado por su antigua compañera Marion Ravenwood (papel que repite Karen Allen), el joven motociclista Mutt Williams (Shia LaBeouf) y su compañero Mac (Ray Winstone), en una nueva aventura donde habrá que enfrentarse a unos pérfidos soviéticos liderados por la maquiavélica Irina Spalko (Cate Blanchett), seguir la pista de un misterio insondable, sortear varios obstáculos a lo largo del mundo e impedir que la Calavera de Cristal caiga en las manos equivocadas.
Suena bien ¿no?
La semana que viene, acudid al Abismo en busca de la ‘review’ de este evento celebrado en este espacio por todo lo alto.
Indiana Jones y Steven Spielberg lo merecen.

jueves, 15 de mayo de 2008

Review 'Iron Man'

Paradigma de fidelidad y comercialidad
A pesar de transitar por lugares comunes del género, Favreau confiere al filme un plausible esfuerzo por evitar la previsibilidad y dotar de contenido a la historia.
Stan Lee y Jack Kirby parieron en marzo de 1963 para ‘Tales of Suspense’ este superhéroe que se desligaba completamente de la genealogía heroica típica de la Marvel hasta el momento. El que el hombre dentro de la coraza indestructible fuera un arrogante, playboy multimillonario, fabricante de armas, seductor y misógino que no dudaba en utilizar una desproporcionada ética teleologista y proporcionalista hicieron de ‘Iron Man’ todo un hallazgo trasgresor dentro del emporio ‘comiquero’ llevado a cabo por este duplo cardinal para entender el Noveno Arte.
Lo más atractivo era que el héroe escondía un secreto que le hacía, todavía si cabe, mucho más interesante. Tony Stark, el hombre de la coraza de hierro, debía estar sempiternamente conectado a una potente máquina adaptada a su corazón si no quería morir, producto de unos fragmentos de metal alojados en su organismo debido a la explosión de un arma fabricada por su misma empresa. Lo llamativo de todo esto era la vulnerabilidad que ocultaba al titán de acero, puesto que en su interior, no dejaba de ser un enfermo con graves problemas de salud.
Más o menos, la historia de su adaptación cinematográfica sigue siendo paralela a los inicios del cómic, los guionistas (hasta cuatro, destacando a Mark Fergus y Hawk Ostby, ambos encargados de ‘Hijos de los hombres’, de Alfonso Cuarón) no se salen de los patrones establecidos por la nueva ola de adaptaciones llamémoslas “un poco más serias” en la industria Hollywoodiense. Como los hermanos Nolan en ‘Batman Begins’, en ‘Iron Man’ lo que importa desde el principio es ir demorando la acción para centrarse en el rudimento del personaje y sus planteamientos personales, trazando a un héroe que surge desde la contradicción de un hombre acostumbrado a defender su imperio armamentístico con cinismo y soberbia que pasa a entender que su trabajo está aniquilando a pueblos asolados por los insurgentes que utilizan la guerra como método de dominación y brutalidad.
Hay que agradecer que esta metamorfosis filantrópica interna del superhéroe metálico se promueva dentro de la pantalla con gran ritmo y entretenimiento, sorteando el exceso de introspección especulativa o un marcado sentimiento de culpa. Gran parte del filme se dedica a la entretenida historia de amor y obsesión de Stark por su máquina, la creación de Iron Man y todo ese cúmulo de energía solar, baterías eléctricas, aleación, pruebas y absorción de partículas beta que usa como combustible. Es decir, una loa de las nuevas tecnologías y de las máquinas.
Jon Favreau aporta con su dirección y actitud algo más de personalidad de lo que suele ser habitual dentro de un prototipo de producto en el que todo está prefabricado, sin espacio para la sorpresa. El filme cuida en todo momento que el resultado sea un producto para todos los públicos, que no decepcione ni a fans de toda la vida ni a nuevos visitantes, ni niños ni a adultos, sin caer en la molesta futilidad con la que son tratadas casi la totalidad (salvo excepciones como los primeros ‘Spider-Man’, ‘X-Men’ o la mencionada ‘Batman Begins’) de las adaptaciones cinematográficas de los cómics.
En cierto sentido, reside en ‘Iron man’ gran honestidad, porque no hay un énfasis de realismo en sus pretensiones. Y a pesar de que Favreau es consciente de que su juguete comercial debe transitar por lugares comunes del género, se percibe un plausible esfuerzo por evitar la previsibilidad y dotar de sustancia tanto a la historia como a la narración.
Es una muestra de excepcional cine ‘blockbuster’, donde sobreabunda la acción dinámica y la ágil descripción. Sin llegar a ese punto al que podría haber llegado en su traslación fiel y real del cómic, mantiene el espíritu del héroe tebeístico, combinando con prudencia y acierto las subtramas de ‘dramatis personae’ de Stark, conflictos entre personajes, tecnología y puntos de giros más o menos esperados. Lo que si hay que imputarle es la renuncia, en cierto modo, del espíritu perverso y canalla del personaje, ya que Stark está mucho más dulficiado y humanizado. Salvo en un par de secuencias iniciales, carece del humor socarrón y directo de los cómics, enterrando la personalidad de Stark en su afán redentor en un discurso dicotómico sobre el bien y el mal más bien exiguo, sin incomodar, eso sí, en el desarrollo de sus aventuras. En cualquier caso, es algo perfectamente comprensible dentro de la industria comercial en la que se vende este filme. A cambio, se aplica la funcionalidad del divertimento por encima de todas las cosas.
En su traslación al cine, Favreau adapta al héroe de los cánones de la convencionalidad adscrita a este subgénero, pero ya es suficiente con que el mensaje final, que sí incluye una crítica antibelicista al Gobierno Exterior de Estados Unidos, no abogue por la profundización anímica, ni por las diatribas maniqueas distintivas del superhéroe, ni siquiera se recrea con la ligera historia de amor no consumada entre Stark y su ayudante Pepper Potes. El único designio que persiguen el cineasta (que también tiene un pequeño cameo como guardaespaldas) y sus guionistas es el de agradar a todos sin traicionar al personaje. Y lo consiguen con creces.
‘Iron man’ podría haber transgredido mucho más, porque el potencial del cómic y del rol daban para ello y mucho más. Por eso, se antoja insuficiente ese halo de ‘macarrismo’ que pretende dar Fraveau con canciones de AC/DC, Audioslave, Black Sabbath o Suicidal Tendencies o perceptible en el ‘score’ de Ramin Djawadi y su montaje hacendoso. Como compensación, el filme otorga en todo momento la necesaria importancia a todos y cada uno de los personajes que van apareciendo en pantalla. El héroe aquí no constituye un factor sistémico, sino un componente más del elenco de caracteres que diversifican la historia y apoyan al hombre de hierro; desde el hombre que va dentro, en la piel de un Robert Downey Jr. que presenta un entrañable alter ego con su maravilloso Stark, pasando por la sensual Pepper Potts interpretada por una Gwyneth Paltrow de resplandeciente belleza (conjuntada con unos desproporcionados tacones en algunas de las secuencias finales) sin saltarse la amistad fraternal con Jim Rhodes (siempre eficiente Terrence Howard), hasta llegar al villano de la función, ese Obadiah Stane personificado por Jeff Bridges que brilla con luz propia y proporciona el antagonismo perfecto a Iron Man/Tony Stark. Incluso dejan su pequeña impronta Yinsen (Shaun Toub), el Agente de ese guiño para los amantes del Noveno Arte S.H.I.E.L.D. Phil Coulson, la maciza periodista Christine Everhart y Jarvis, el mayordomo virtual.
Como era de esperar Jon Favreau juega su mejor baza para que su ‘Iron Man’ salga victorioso en los efectos especiales. De nuevo, como lo hiciera en la brillante ‘Zathura’, deja a un lado los espectaculares efectos especiales de última ola para recrear la pelea entre Iron Monguer y Iron Man robotizados con un aire artesanal, más creíble de lo que es habitual, en un espectáculo que llega sin avisar y que puede resultar un poco más rácano para lo esperado, pero que no es más que otro de los tantos logros de la película. En parte, por el empeño de su director por no hacer de la película un artefacto de protagónicos efectos computarizados.
Nota: Quien no quiera perderse un esperado ‘crossover’, que se quede hasta el final de los títulos de créditos.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2008

lunes, 12 de mayo de 2008

Ya la tengo

Estoy en un estado de impaciencia y nerviosismo tan absurdos que se podría equiparar a esos momentos de delirio entusiasta que me remiten a lo más añorado de mi infancia. Sólo este hecho, más allá del resultado de lo que haya parido Spielberg, me está haciendo disfrutar como nunca.

viernes, 9 de mayo de 2008

Review 'Cobardes'

Publireportaje sobre los miedos escolares
Los autores de ‘Tapas’ regresan a la fábula suburbana con una historia sobre miedo que cae en ciertos desequilibrios por la indecisión respecto a su posición ante el asunto.
José Corbacho y Juan Cruz llegaron sin hacer casi ruido con su ópera prima, ‘Tapas’, historia tan natural y sencilla como comprometida con sus humildes propósitos. En aquélla se narraba una tragicomedia urbana en forma de película coral que entrelazaba la vida de siete personas de L'Hospitalet que vivían como podían sus contrariedades, ambiciones, recelos, temores y sobre todo, la compartida soledad. De nuevo, con sus mejores armas narrativas y argumentales, alcanzan parte de las virtudes de aquella notable propuesta con ‘Cobardes’, historia sobre el temido ‘bullying’, esa cruel forma de maltrato psicológico, verbal o físico producido entre escolares de forma reiterada, violencia reflejada con naturalidad y sin morbo por Cruz y Corbacho, en la que predomina el tono emocional de esos enfrentamientos desnivelados que se producen en las aulas y patios de los centros escolares españoles.
El tono ligero aquí no tiene espacio, pues se presupone una asunción de un matiz más grave a la hora de contar la pesadilla de dos chavales de secundaria, uno víctima y el otro verdugo, de sus motivaciones dentro del colegio, pero de actitudes que devienen en herencia de unos padres que permanecen incomunicados de sus hijos, con otro tipo de temores respecto a sus vástagos, sin saber reaccionar ante profesores cansados de ejercer de progenitores y chavales incapaces de explicar sus miedos. ‘Cobardes’ es un filme sobre el miedo, sobre la vulnerabilidad que éste produce en las personas, sean pequeñas o sean adultos.
A varios niveles, el espectador va profundizando con el joven Garé en esta reflexión sobre la inseguridad, la ansiedad o la tristeza de una etapa difícil. En su voluntad de sencillez, ‘Cobardes’ destaca por intentar evitar el maquineísmo de su discurso, ya que dentro de la trama no hay buenos ni malos, solo una triste realidad de mentiras encubiertas. Pero lo cierto es que sólo lo consigue a ratos. El manifiesto de Cruz y Corbacho, en su buscada honestidad, termina descubriendo sus cartas con un aire de panegírico concienciador, demasiado artificioso y se podría decir que televisivo en su intento de manifestar la realidad, no llegando a proyectar esa falta de comunicación y desvinculación familiar. En ‘Cobardes’ existe una excesiva estereotipación de los personajes, producto más de referencias reales, que de roles con verdadera alma.
Se quiere reflejar una parábola aleccionadora cuyo núcleo pudiera haber sido el epicentro de una trama de impacto sociológico. Sin embargo, no han conseguido su cometido total, pese a que sea muy eficaz su tentativa por mostrar las situaciones que van desfilando por pantalla de una forma íntima y sensible, que echa en falta cierta brillantez en la manifestación realista apuntada en sus diálogos y situaciones, brindando emociones y hechos algo parciales dentro de un drama de gente atemorizada. ‘Cobardes’ termina pareciendo un publireportaje escolar informativo. Los directores no saben muy bien a qué jugar, y en su arbitrariedad, se alejan de los límites tan espinosos que plantean, en una epidérmica utilización de los recursos del mensaje discursivo. Por lo menos y como bien evidenciaron en ‘Tapas’, ambos saben acometer una excelente fusión de los códigos del drama en el reflejo de un malogrado espíritu de fábula suburbana. Pero ya.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2008

miércoles, 7 de mayo de 2008

Palabra de Peter Jackson

Peter Jackson dijo después del lanzamiento de las últimas ediciones especiales de la Trilogía de JRR Tolkien que no tenía pensado cambiar nada del material extra ni del montaje final en futuras ediciones. “No quiero que los fans se sientan traicionados y engañados con la salida de nuevas ediciones cada poco tiempo”, aseguró. Por supuesto, de aquélla frase sólo se creyó que no iba a tocar el montaje, porque el resto era de prever que se lo iba a pasar por el forro de los huevos.
Y así ha sido.
Aurum Producciones celebra este año el quinto aniversario del lanzamiento de la trilogía de ‘El Señor de los Anillos’ con una serie de acciones y novedades en torno a las películas dirigidas por Jackson. En septiembre se lanzarán las ediciones limitadas de cada una de las películas de la trilogía, unas versiones inéditas en nuestro país que se presentan con un atractivo diseño para coleccionistas e incluyen la versión estrenada en cines, la extendida y contenidos adicionales nunca vistos.
También anuncian, como era de presumir, que estas ediciones se pondrán a la venta por un tiempo limitado. Además, previamente, en el mes de julio, se presentará la espectacular edición en caja metálica que incluye tres discos con la trilogía.

martes, 6 de mayo de 2008

Alan Ladd y Veronica Lake, unidos por el destino

Él era bajito y no fue jamás una estrella de su tiempo. Con ella sucedía lo mismo. Ambos fueron eclipsados dentro de la estirpe genérica por Bogart y Bacall. Sin embargo, llegaron antes. Son Alan Ladd y Veronica Lake, dos figuras que grabaron su nombre efímeramente en el género del cine negro, en ese sucio universo del crimen poblado de gángsteres donde los delincuentes transgredían el orden legal, con la explotación del detective o investigador subordinado a las tensiones de un entorno corrupto y a la hermosa ‘femme fatale’, atractiva y seductora, que jugaba peligrosamente en el límite de la turbiedad.
Ladd había interpretado todo tipo de antihéroes a lo largo de su poco reconocida filmografía; hasta esa época, había aparecido en una veintena de títulos, algunos de ellos sin acreditar, incluida su participación en ‘Ciudadano Kane’, de Orson Welles, sin mucho reconocimiento de labor actoral. Ladd procuró dejar una impronta de ‘tipo duro’ con rostro angelical capaz de ser un hijo de puta manipulable, una víctima del género negro. Ella venía respaldada con el éxito de ‘Los viajes de Sullivan’, de Preston Sturges. Su voz ronca y envolvente, su esencia de fémina agresiva, elegante y sofisticada, muy sugerente y sensual, la habían revelado como una actriz de estilo inconfundible. Su peinado, el mítico ‘peek-a-boo-bang’, con su inconfundible cabello rubio platino ondulado tapándole un ojo, sería imitado y definido como el peinado del siglo. Ambos dieron vida a algunos de los roles más emblemáticos del cine negro de los años 40, simbolizando ese estado de ánimo que se vislumbra en una época de crisis sociopolítica y moral, con las mentiras como protagonistas de los clásicos que protagonizaron, aportando con sus rostros una apertura a los límites de cualquier categoría, en una tipología fílmica que pasaba del expresionismo al barroquismo casi minimalista, donde la dosis de violencia y fascinación erótica determinaron la genealogía del ‘noir’. Y ellos son parte de esta historia.
‘El Cuervo’, de Frank Tuttle marca el inicio de su matrimonio cinematográfico. Basada en una novela de Graham Greene, narra la historia de ese asesino sin escrúpulos llamado Raven, contratado para que cometa un asesinato sin saber que está siendo víctima de una peligrosa trampa de la que debe sobrevivir a toda costa. Una fotografía de claroscuros, atmósfera umbrosa y clima indefinido contrastaban a la perfección con la tribulación de un portentoso Ladd en divergencia con el penetrante rostro de Lake. Desde entonces, sus relaciones dentro de la pantalla estuvieron definidas por la apariencia utilizada como intriga. ‘La llave de cristal’, de Stuart Heisler, es una obra maestra que sigue los preceptos literarios de Dashiell Hammett en su perfecta conjunción de cine de gángsteres, ‘thiller político’ y cine negro con la historia de un líder mafioso que decide apoyar a un candidato reformista en las elecciones, viéndose envuelto en un asesinato de estado que no ha cometido. Es la simbología de aquello que prevalece detrás de una realidad figurada, donde la violencia ya se ha instalado como moneda de cambio para llegar al poder. Es en éste filme de rotunda clarividencia en el que Ladd y lake funcionan como pareja, él como Ned Beaumont, guardaespaldas que investiga el homicidio del hijo del senador Henry. Lake como la inolvidable Janet Henry, encargada de ayudar en las pesquisas de Beaumont.
‘La dalia azul’, de George Marshall y adaptación al cine de Raymond Chandler, reiteraría de algún modo ese personaje especulativo que tan bien interpretaba Ladd, el de un veterano de guerra que en su regreso a casa, comprueba que su esposa tiene un amante que es el propietario de un ‘nightclub’ llamado como la propia película. Cuando ella es asesinada, él se convierte en el principal sospechoso. De nuevo, el regreso del hombre a los descontrolados tiempos de corrupción y falsedades a descubrir, de nuevo con la ayuda del personaje de Veronica Lake para resolver el caso que le exculpe de todo. Su asociación fílmica terminaría con ‘Saigon’, fábula oriental a modo de ‘pulp magazine’ dirigida por Leslie Fenton y ubicada en el Shanghai de postguerra, donde tres pilotos se ven involucrados en un suculento negocio de dinero negro a través de un magnate que va acompañado por una hermosa secretaria a la que da vida, como no podía ser de otro modo, por Lake. Enfrentamientos, traiciones y una extraña historia de amor se entremezclan en este filme que, además de un fracaso de crítica y público, supuso el final del idilio cinematográfico de Ladd y Lake.
Desde ese momento, ambos caerían en una análoga decadencia salpicada por algún que otro éxito. En el caso de Ladd, proseguiría con una carrera titubeante en la que trabajó con cineastas de renombre como Mitchell Leisen, Raoul Walsh o Delmer Daves. Y fue con ‘Raíces profundas’, en 1957, donde alcanzaría su mejor y más valorada interpretación. Sería su nuevo momento de gloria. Pero duraría poco. Desde ahí, a los descensos del fracaso que terminarían con un trágico final cuando se suicidó con una sobredosis de barbitúricos y alcohol. Con Lake sucedería algo similar. A pesar de casarse con André de Toth, protagonizó un estrepitoso fracaso de la Fox como ‘Stronghold’ que acabó su fama. Deambuló como actriz en alguna serie de televisión, fue investigada por evasión de impuestos y comenzó a darle a la bebida de forma descontrolada. Trabajó como camarera y regreso al celuloide en alguna infecta y olvidable muestra de serie Z. En los últimos años de su vida, fue encerrada con un cuadro de paranoia esquizoide y, tras publicar su autobiografía, murió a los 50 años, sin amigos y enemistada con su familia, por una insuficiencia renal provocada por su alcoholismo.

jueves, 1 de mayo de 2008

Review 'Elegy (Elegy)', de Isabel Coixet

Crónicas de un viejo seductor
Isabel Coixet recurre a una novela de Philip Roth análoga a la temática íntima de soledad de la directora. El problema es que todo va licuándose en el desinterés y en la apatía de una historia que carece de verdad.
Muchas veces se ha recurrido a la literatura más que al cine para definir el esteticismo y el estilo de una directora como Isabel Coixet. Obviamente, era de esperar alguna adaptación de uno de sus escritores de cabecera, en esta ocasión, de la mano de la novela de Philip Roth ‘El animal moribundo’, eso sí, sin guión original de la cineasta, sino escrito por Nicholas Meyer, autor de otra irregular adaptación para el cine de otra novela de Roth como ‘La Mancha Humana’, dirigida por Robert Benton. La directora, de mirada siempre íntima y personal, se arroja a una historia de pleamares emocionales y físicos intergeneracionales, de inherente pulsión sexual, confesiones y reflexiones existenciales determinadas por la decadencia física del cuerpo, con protagónica esencia del sexo atañido con la muerte. ‘Elegy’ pretende ser eso; un canto a la belleza, a la pasión, a la verdad del sueño eterno y, finalmente, a la vida. Son elementos que no difieren mucho de sus anteriores filmes. Se diría que hasta pueden ser hasta reiterativos, códigos identificativos en su periplo como guionista y realizadora. A lo largo de sus cinco anteriores trabajos, Coixet ha tratado de reflejar un propósito analítico sobre la soledad, el amor y, sobre todo, el destino.
Por supuesto, esta nueva incursión en el tema y primera producción íntegramente norteamericana no se sale de estos cánones. Es la historia de un veterano profesor de poesía que hace gala de una importante moral hedónica; es cínico, intelectual y seductor, inteligente, culto, autosuficiente, ajeno al compromiso, toca el piano y se folla a las alumnas que le adoran después de acabar el curso para no tener problemas. Como es de esperar, el detonante de la historia, será la aparición de una hermosa alumna que hace tambalear el mundo de certidumbre el y blindaje emocional que liberaron en el pasado de vínculos a este hombre. El mismo que le hizo abandonar su matrimonio y sacrificar el afecto de un hijo, que se ha convertido en el espejo contradictorio de sus miedos. No tardarán en aparecer los celos, provocados por la edad, liberador del deseo y de la obsesión posesiva. Como en la novela de Coetzee ‘Desgracia’, la cosa va de hombres geriátricos con espíritu joven que esconden su miedo a la muerte en el éxtasis sexual con jóvenes que les idolatran, escondiendo su miseria humana de fracasos, de incompetitividad familiar, atmormentados y aferrados a la juventud de sus amantes para aplacar su irreprimible ocaso.
Otra historia de confesiones privadas que se entremezclan con la reflexión filosófica y los cuestionamientos finales. Coixet acude al subjetivo punto de vista del profesor interpretado con coherencia por Ben Kingsley (no se puede decir lo mismo de Penélope Cruz), valiéndose de la eterna voz en Off que ha acompañado la carrera de la cineasta española. Sin embargo, se podría decir que ‘Elegy’ es la película más impersonal de su autora, pues abdica el reconocible protagonismo del entorno en el que se desenvuelven sus personajes y la idiosincrasia paisajística por una profundización única de la fauna que escudriña. Para Coixet (y en extensión, para Meyer y Roth), es más importante el contexto emocional (los sentimientos, las miradas, las reflexiones), que el geográfico. En este sentido, hay que destacar el desvanecimiento de algunos de los aspectos más privativos de sus anteriores obras, quizás los más estilísticos y que definían la personalidad como directora. Nadie le va a negar a Coixet sus destacados dotes para el sutil simbolismo, sus cuidados movimientos de cámara y alguna que otra exquisitez en su personal y elegante mirada cinematográfica. Lamentablemente, aquí se excede en su profuso intento de ‘literaturalizar’ la realidad llegando a carecer de verdad en muchas de las situaciones que desfilan por pantalla a lo largo de 108 minuros que, hay que avanzarlo ya, parecen 140.
La filosofía burguesa, de corte ‘new age’, que impregna el relato hace que el filme se vaya imbuyendo en sí mismo, en la autocotemplación de una historia que pierde interés desde su inicio, haciéndose previsible su desarrollo, con un pulso anémico, casi anecdótico, en el que además de echar en falta cualquier atisbo de pasión o complicidad con el espectador, los personajes dejan de conmover demasiado pronto, abandonándose a la deriva sus motivaciones o movimientos dentro del relato. Desde muy pronto afloran los problemas que van a definir el curso de la película.
Por una parte, la absoluta ausencia de química entre Penélope Cruz y Kingsley, de una artificialidad y falta de veracidad en su relación fílmica que contrarresta cualquier aspiración creíble. Por otra, la actitud de la directora por menguar ciertos detalles sexuales en la relación del profesor y la ex alumna que dan el sentido a la novela de Roth. Así como al torpe retrato del personaje de Patricia Clarksson o al menosprecio a la importante subtrama paternofilial. Son insuficiencias de guión, por supuesto, no de Coixet. Sin embargo, éstas se unen al alargamiento y reiteración de las situaciones, en las que prima la musicalidad pianística que acompaña a la reflexión y a la ventana empañada por la abundante lluvia de un día gris de recuerdos melancólicos… Coixet ni siquiera recurre a sobreponer la descripción sobre la narración. Lo que hace que su historia sobre segundas oportunidades se vacíe hasta llegar a resultar aburrida e inoperante.
‘Elegy’ es así un retrato de esteticismo erótico sin fuerza, que medita sobre las paradojas del tiempo y la edad, la vida y el arte, el amor y el deseo enfrentados a la vejez… en un final que pretende humanizar al hombre egoísta y ególatra para mostrarle débil ante la muerte y el amor, ante el entendimiento y aceptación de su edad a través de los ojos de aquellos que ha sustentado su vida, como parte del poema de Yeats ‘Sailing to Byzantium’, del que proviene el título original de la novela de Roth ‘El animal moribundo’.
Una empalagosa tesis acerca de la soledad a la que se enfrenta el hombre moderno, a esa reflexión sobre el envejecimiento que Coixet metaforiza en una pelota de squash solitaria que ha quedado abandonada sin jugadores, en un metrónomo que no marca pautas, en una planta que va perdiendo las hojas… Eso es ‘Elegy’, una parábola ineficaz y sosa, decepcionante y apática.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2008