lunes, 10 de septiembre de 2007

ESCORTO '07: Dos premios a casa

Por segundo año, el Festival de Cortometrajes de El Escorial, ESCORTO’07, abrió sus puertas para ofrecer otro testimonio de buen hacer, de deferencia con los asistentes, dejando claro que este un certamen con ambiciones, con sensatez en su selección de trabajos y un especial esmero por parte de una intachable organización que coordina las mesas redondas, los actos y eventos que rodean el buen ambiente de un festival que debe y tiene que seguir creciendo. En esta edición, como en la pasada, otra de las notas que han caracterizado este encuentro de amigos, profesionales y aficionados ha sido la cercanía y la concordia, así como el trato, el programa cortometrajístico y el buen rollo que se ha podido ver y vivir en El Escorial desde el pasado miércoles hasta este mismo sábado.
Pero este año, de forma muy subjetiva a cualquier otra crónica sobre el festival, siempre será especialmente evocado por el que esto suscribe, ya que ha sido la primera vez en mi vida que me han concedido un premio. Y, después de éste, otro más importante. Dos, nada menos. ‘Un ESpot de…’, la pieza que hemos creado durante este verano y con la que tanto nos hemos divertido, logró, primero, el Premio Especial al Mejor ESpot por votación de Internet, consecuencia directa de todos aquellos internautas que concluyeron que nuestro trabajo fue el más sobresaliente de este año. Hecho que hay que agradeceros a todos aquellos que os pasáis por aquí día a día, de forma ocasional o habéis votado a través de la página del Festival. El segundo premio fue el de Mejor ESpot del Año, fue fruto de la unánime decisión de un jurado que optó por concederme un día inolvidable con la concesión de este galardón al trabajo más destacado dentro de una entrañable y original categoría como son los ESpots y que, por lógica y consideración, tengo que compartir con aquellos que, de alguna u otra forma, han estado involucrados en el spot; el totémico Eli Martín, el Peter Sellers de Salamanca Jorge “MondoPuto”, la dulce y eterna Paty Critter, el brutal Edu Samurai, el faraón de las ayudas y el ‘make up’ Ángel Zamanillo y la inestimable colaboración de amigos como Javi Jevi, Mikel Alvariño, Dani Hakkerland y Rake, Cuchi Freak, Myrian...
Por lo demás, de nuevo jurados, organizadores, amigos del alma, ‘bloggers’, aficionados, foreros, periodistas, cortometrajistas, cineastas o curiosos han vuelto a disfrutar de un ambiente fraternal que sólo se consigue desde el trabajo de unos responsables tan apasionados como Raúl Cerezo, Diego López Cotillo "Coti" y Raúl Méndez, que merecen el mejor de los regalos; una siguiente oportunidad, con más medios y concesiones burocráticas, para hacer de que este festival siga su evolución lógica: la consolidación de un certamen que continúe con su exitoso trazado en la pequeña historia de los cortometrajes, concediendo nutridas anécdotas y frases inolvidables, copiosas comidas y esas fiestas de estraperlo donde el etilismo y la diversión parecen no tener fin en alguno de los bungaloes de lujo del estricto y marcial camping donde nos alojamos. De eso, siempre nos encargaremos los que tenemos como cita ineludible este Festival creado desde el amor al cine y al cortometraje.
LO MEJOR:
- El ambiente, en general.
- El reencuentro con todos los amigos de la pasada edición, con habituales compañeros, con hermanos fraternales y aliados con los que seguir forjando amistades inagotables.
- La esencia misma de la vida; cine, amistad, diversión, comida y bebida, en una perfecta conjunción capaz de darse cita diariamente en este pequeño pueblo madrileño.
- La presencia de Jorge Guerricaechevarría para hablar de ‘Mirindas asesinas’, sazonándolo con anécdotas de su vida y obra. Un tío entrañable que destaca, además de como uno de los mejores guionistas de este país, como una excelente persona.
- La sorpresa que dispensó el omnipresente Nacho Vigalondo al proyectar los quince primeros minutos de su largometraje ‘Los Cronocrímenes’.
LO PEOR:
- La gala final; excesivamente larga, sin ritmo, con un guión muy irregular que no agradeció algún que otro fallo técnico… Elementos negativos que no pueden, en ningún caso, deslucir el impecable trabajo de la organización y sus directores a lo largo de todos sus días precedentes y dentro de la misma, así como la esforzada presentación del prometedor actor Álvaro Manso, que protagonizó algunos de los momentos más divertidos de la noche.
* Foto de premiados mangada a Henrique Lage.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Dossier Quentin Tarantino (y III): Review 'Death Proof'

Entre la macarrada y el escapismo nostálgico
‘Death Proof’ es una fanfarronada convulsa y libre, que utiliza el subgénero ‘grindhouse’ como excusa para formular un brutal y sugestivo ejercicio onanista y autocomplaciente.
Siguiendo esta readaptación de cánones que han propuesto Robert Rodríguez y Quentin Tarantino con el díptico ‘Grindhouse’ que ha llegado a nuestro país escindido por motivos de distribución, ‘Death Proof’, prolongación y aditamento referencial del ‘Planet Terror’ de Rodríguez, es el manifiesto homenaje por parte de Tarantino a las películas de la década de los 70's que daba título al proyecto, pertenecientes al subgénero que viene a rescatar aquellas películas de serie Z que fundamentaron su éxito en el terror, los vehículos o las chicas ligeras de ropa y que casi siempre se proyectaban en sesiones dobles y en infames circunstancias, pero también es el particular homenaje del director a las ‘movie car chase’, que concretan su esencia en las persecuciones de coches “vintage” que tuvieron cierto auge en varios filmes clásicos de los años 70 y que dirigieron reconocidos autores como Richard C. Sarafian, H.B. Halicki, John Hough, Peter Yates, John Frankenheimer o William Friedkin, entre muchos otros. Tarantino regresa al fondo abisal del ‘exploit’ y lo saca a la superficie del cine comercial, no sin una brillante opulencia de excentricidad y riesgo, como muestra de experiencia de libertad creativa llevada al extremo.
‘Death Proof’ es la caprichosa exhibición por parte de vena más ‘trash’, moviéndose a través de actos delimitados y ritos cinéfilos que definen su propia condición de autor posmoderno en la que esgrime los elementos que dan vida al simple argumento como excusa. Tarantino se sirve de este filme para maniobrar con los interludios del ‘slasher’, los coches, los diálogos, las persecuciones, la violencia y las chicas como un pretexto de orquestación suntuosa en torno a su ejercicio más onanista, fetichista y autocomplaciente, de profuso acopio cuantitativo en su constante renovación de los géneros a los que se acerca. Otra vez más, absorbe de ellos su esencia, difuminando los orígenes y los convierte en materia propia. Por eso, ‘Death Proof’ es un filme que se contrapone y completa a la cinta de Rodríguez, compartiendo con éste su particular ofrenda al cine de serie B y Z, pero distanciándose por el objetivo último de las dos obras en su forma de entender el homenaje. Mientras Rodríguez sabe maniobrar con las miserias de su particular mezcla de géneros, transformando y abrazando el bizarrismo, la comedia y la sangre en un indomable y desmesurado exceso, Tarantino se olvida de las fuentes de las que bebe, esgrimiéndolas como referencias y erigiendo, orgulloso de la hazaña, su propia función, en lo que sería la película más personal con el acentuado estilo ‘tarantiniano’ que compone su, hasta el momento, intachable carrera cinematográfica.
De ahí que ya no necesite acudir a otros vínculos a la hora de encontrarse a sí mismo, sino que es capaz de parodiar su propia influencia dentro del cine moderno, ya no sólo con constantes citas a diálogos reconocibles dentro de su filmografía (alusiones a masajes en los pies, entorno musical con especial protagonismo de las Junket Box, el Chevy Nova que usa Stuntman Mike –que ya hizo acto de presencia en ‘Pulp Fiction’-, referencias estilísticas y de planificación), sino con pequeños guiños; como el politono del ‘Twisted Nerved’, de Bernard Herrmann, la reiteración del plano del maletero o la mención de la cadena de hamburguesas creada ficticiamente por el director Big Kahuna Burger. A pesar de su sencillez argumental, ‘Death Proof’ es también es su película más compleja, puesto que el estilo demoledor, de fanatismo visual y modelo de narrativa verbalizada hace que en varios momentos el filme pueda llegar a consumir sus logros, pero a sabiendas que es el elemento clave que determina la propuesta de degeneración audiovisual y autoral a la que somete al espectador.
‘Death Proof’ es una película de rupturas, porque salda el ímpetu autoreferencial de Tarantino con su cine, donde la cinética cinematográfica y la narrativa alcanzan cotas de histrionismo siempre propuestas, pero nunca tan evidentes aquí y porque el gamberrismo egoísta y gozoso del director sigue en todo momento la inflexiva estría moral del cineasta Russ Meyer, cuyo espíritu subyace en toda la esencia de esta película. La consigna bien podría ser algo así como “los excesos se pagan”, pero dando a entender que, a pesar del castigo, se disfruta de verdad. Tal vez como analogía de su relación con el Séptimo Arte. Es lo que sucede con la intencionalidad de Tarantino en esta macarrada fílmica. Pero también en lo que sucede con el propio protagonista, Stuntman Mike, malévolo antihéroe nacido en el cine de los años 80 que conduce su vehículo como si de de un arma de matar se tratara. Sus víctimas, mujeres hermosas y despreocupadas que desconocen su cruel destino. Por supuesto, y como viene siendo habitual en las historias de Tarantino, los acontecimientos y acercamiento a los personajes no responden a una disposición lógica, donde apenas se sigue una estructura lineal, pero que dista de los ardides cronológicos habituales en el autor.
También es un filme de rupturas, con la diferenciación de dos partes bien definidas que son mostradas casi como un calco, de similar propuesta y situación, pero con desenlace muy distinto que exhibe el doble filo moral con el que plantea esta historia de asesinatos y venganzas. Dos segmentos delimitados. Por una parte, en la dominación masculina, de brutal contundencia y, por otra, antagónica, en la venganza femenina, con un lento y salvaje sistema de desagravio. Ambas también separadas por los tiempos muertos donde no parece pasar nada, simplemente en una de las retahílas de diálogos más brillantes vistas en años, en las que varias chicas sin prejuicios charlan acercan de temas intrascendentales, en un ahondamiento en el universo femenino por parte de un Tarantino que les da aquí una enrevesada película feminista que se antoja, sin embargo, lapidaria y inmoderada.
Juega a romper constantemente las reglas, atomizando la agilidad estructural del juego de un filme de terror con imprevistos puntos de giro. En su incursión en el cine ‘slasher’ de los 80, sigue todos los cánones preestablecidos, presentando a un asesino que disfruta (por supuesto, sexualmente), aniquilando bellas jovencitas con muchos pájaros en la cabeza, propugnando el pathos morboso y patológico de Stuntman Mike como complemento al ‘eros’ sexual’ que destilan todas y cada una de las actrices de este personal trabajo de agresividad incontrolable, cuyo ansia de trascender exhorta el esfuerzo más provocador hasta la fecha. Sin embargo, lo que nadie espera es que este lobo con piel de cordero, este seductor encarnado por el antológico actor Kurt Russell vaya a ser víctima de sus propios trastornos. Hasta entonces, Tarantino ha sabido ganarse la complicidad del espectador, con sus ‘speechs’ femeninos, sus rondas de chupitos, su baile erótico incluido, que alcanza el cenit cuando Kurt Russell mira a cámara y sonríe con gesto travieso, anticipando que la gamberrada sangrienta está a punto de ofrecer un festín de ‘gore’ que no se vale de elipsis ni coartadas narrativas. Es cuando Tarantino, después de un soberbio plano secuencia con Michael y James Parks (que dan vida al sheriff Earl McGraw y su hijo Número 1), vuelve a proponer otro juego, el de un universo de coches, feminidad y desagravios en el que sale a colación su tributo a esas ‘movie car chase’ influenciado por ‘60 segundos’, ‘Vanishing point’, ‘La Huida’, ‘La indecente Mary y Harry el loco’, ‘Bullit’, ‘French Connection’, ‘Mad Max’ o ‘Los Implacables’, con una persecución de coches memorable, filmada con una precisión acojonante. Pero también a ese mundo rebelde de ‘Faster, Pussycat! Kill! Kill!’ y su sociedad de mujeres llenas de impudencia (a las que dan vida Rosario Dawson, Vanessa Ferlito, Jordan Ladd, Tracie Thoms, Rose McGowan y Sydney Tamlia Portier y la reina de la función, la especialista profesional Zöe Bell), una de las características del prototipo de heroína ‘meyeriana’, donde no hay espacio para historias de amor, ni acción sexual que no sea la de la simple provocación en toda su amplitud. Mujeres que hostigan al hombre, que saben mover el culo, conducen de forma temeraria, sin dudar en usar una desmedida violencia si algún tipo, por muy asesino que sea, las acosa. Son encantadoras pero vengativas. Son superhembras. Dos asaltos a muerte que imponen una galería de personajes vehementes y perturbados, con conductas y reacciones frenéticas y delirantes.
Por si fuera poco, ‘Death Proof’ es la primera tentativa de Tarantino como director de fotografía, contingencia de la que sale particularmente bien parado gracias de nuevo a otra ruptura, la que deviene en el recreo ‘grindhouse’ mostrado en ‘Planet Terror’, con esa violenta transición de color a blanco y negro y vuelta a color (ya visto en ‘Kill Bill’), que ajusta las ligaduras al subgénero, junto a algún corte y repetición de diálogo y variedad cromática, incluyendo el ‘missing reel’, sin exagerar tanto la definición estética como Rodríguez del cine al que ofrendan, pero produciendo el conseguido efecto que deriva de la imagen ensuciada y alterada en la sala de montaje con el esplendor del Technicolor. Así como su prodigiosa melomanía que obtiene una de sus mejores y más brillantes contexturas musicales de una banda sonora que aglutina algunos de los más importantes clásicos de los años 60 y los 70; desde el ‘doo-wop’ de The Coasters, pasando por el blues de San Francisco Pacific Gas & Electric, el R&B de Stax hasta el glam-rock de T Rex o la vivacidad inquieta del ‘Chick habit’, de April March que cierra el filme. ‘Death Proof’ ha sido dirigida para ser una película de culto, la más incomprendida de su genial director, esa esperada fanfarronada convulsa y libre, de escapismo nostálgico.
Un pasatiempo de acción y terror, con beligerante actitud de comedia negra repleta de cinefilia y carácter reinvidicativo que más que recuperar el subgénero al que reverencian lo que hace ‘Death Proof’ y que se une a la intencional ‘Planet Terror’ es recobrar una forma perdida de ver y sentir el cine de bajo coste.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2007

Dossier Quentin Tarantino (II)

La fulgurante carrera de un cineasta de culto
Controvertida, polémica y llena de talento, la filmografía de Tarantino ha ido evolucionando hacia la lógica integridad visual y narrativa de un director llamado a ser un clásico.
A lo largo de los últimos quince años, el director más polémico y provocador que ha dado el cine en mucho tiempo. Sus provocadores diálogos ‘godardianos’, su narración visual, su inapreciable detallismo de cada plano, los enunciados postmodernistas y el abundante reciclaje e influencias de viejos conceptos cinematográficos actualizados han forjado una personalidad propia que han terminado por evangelizar a Quentin Tarantino con la imposible providencia de los elegidos. Tarantino es, hoy en día, uno de los directores más importantes y trascendentes del Séptimo Arte. Pasó de ser un aspirante a actor que curraba como dependiente de un video-club de California, a ser el emblema que abanderó una generación de autores independientes bajo una imagen de revolucionario cinematográfico, el consolidado estandarte que, con el tiempo, pasará a ser un clásico. Si no lo es ya.
El tipo desaliñado y mal vestido, del que se dice que huele mal, poseedor de una verborrea impresionante plagada de vocablos malsonantes y cara de chalado, que es incapaz de escribir sin faltas de ortografía y que, según muchas leyendas, es un arrogante y ama la comida basura y los excesos es, en cuestiones fílmicas, un icono del cine contemporáneo. Produce, actúa, escribe guiones, apadrina nuevos talentos y distribuye filmes a su antojo sin ningún objetivo comercial. Un rebelde que crea a partes iguales amores y odios entre crítica y público con el máximo atractivo de romper con las formas tradicionales de forma irreverente y que opera al margen de las modas, sin hacer caso a lo que se lleva en el intransigente Hollywood. Un producto millonario apadrinado por los hermanos todopoderosos hermanos Weinstein desde ‘Pulp Fiction’ puesto al servicio de su estilo corrosivo y violento merecedor de genios tales como Sam Peckinpah, Robert Siodmak, Nicholas Ray o Don Siegel. Tarantino se ha creado a sí mismo y ha logrado el viejo sueño americano. Es en la actualidad una gloria del oficio, habiendo justificado que su aura sigue más incandescente que nunca. Quentin Tarantino ha corroborado una y otra una vez que conoce muy bien el secreto del éxito.
Unos inicios consabidos
Nació en Knoxville (Tennesse) el 27 de marzo de 1963. Su singular nombre, Quentin, procede de la protagonista femenina de la novela ‘El ruido y la furia’ de Faulkner. Su madre Connie, una descendiente de cherokees que tuvo a Quentin a los 16 años y fue abandonada por su padre, Tony Tarantino (que reapareció cuando su primogénito se hizo famoso), le inculcó una afición casi enfermiza al cine, que aderezó con aficiones tan productivas como es el cómic y la música ‘funky’ de los 60. Según Tarantino las primeras películas que recuerda haber visto por influjo materno son ‘Conocimiento carnal’, de Mike Nichols y ‘Deliverance’, de John Boorman, una de las influencias más marcadas de su cautivador y agresivo estilo. Estudiante indisciplinado e insurrecto, en su adolescencia decide abandonar los estudios en favor de un trabajo como acomodador de un cine porno y con la ilusión de ser algún día actor de cine (asegura que falseó su curriculum inscribiéndose como extra en ‘Zombie’, de Romero y en ‘El rey Lear’, de Godard).
Su primera oportunidad como intérprete fue un cameo en la serie televisiva ‘Las chicas de oro’, interpretando nada menos que a Elvis Presley, pero sabedor de que su imagen no era la apropiada para triunfar como actor, decide rodar junto a su compañero Craig Hamann una película en 16 mm. bajo el título ‘My best friend’s birthday’, cinta que nunca llegó a ver la luz al quemarse parte el negativo por un problema de laboratorio. Tras pasar un par de años como dependiente de un video-club situado en Manhattan Beach de Los Ángeles, lo que le proporcionó la posibilidad de consumir una y otra vez todas las películas del establecimiento. Tarantino escribe por aquel entonces dos guiones titulados ‘Captain Peachfuzz and the Anchovy Bandit’, de sólo 20 páginas y n libreto titulado ‘True Romance’. Sin llegar a colocar los guiones en ninguna productora, el joven Tarantino pasó meses un par de años organizando ciclos temáticos de Nicholas Ray o David Carradine con los clientes del Video Archives donde trabajaba. Dos de esos clientes fueron Roger Avary, que a posteriori sería co-guionista de ‘Pulp Fiction’ (y con el que no terminó muy bien su relación de amistad y laboral) y Scott McGill, primero de los tres que trabajó en cine, dentro de la película de culto de Don Coscarelli ‘Phantasma’, el cual se suicidó en 1984 por motivos que sólo Tarantino y Avery conocen.
Una carrera en ciernes
Sin perder la esperanza, Quentin Tarantino vende al fin ‘True Romance’ por 300.000 dólares y tras la negativa de las ‘majors’ a producirle un nuevo guión llamado ‘Asesinos natos’, escribe una película de bajo presupuesto dispuesto a autoproducir que, sin saberlo, lanzaría su nombre al estrellato: se trata de la revolucionaria ‘Reservoir Dogs’. Cuenta el propio Tarantino que el filme estaba encuadrado en las historias que acabarían dando como resultado ‘Pulp Fiction’, pero que dejó fuera porque de ahí se podía sacar un buen largometraje. Fue cuando el actor Harvey Keitel, junto con Lawrence Bender (su co-productor habitual), se metieron de lleno en la producción de una película que costó un millón y medio de dólares. Meses después de su estreno, el dinero invertido se multiplicaría por cinco.
Con un reparto coral de magnitudes artísticas descomunales (Keitel, Tim Roth, Michael Madsen, Lawrence Tierney, Chris Penn o Steve Buscemi), Tarantino narraba la historia de los preliminares y consecuencias de un atraco que acaba de forma sangrienta. Según el cineasta, el germen de la cinta provenía de películas como ‘Topkapi’, ‘Rififí’ o ‘El caso de Thomas Crow’, aunque luego, como todos sabemos, encontrarían similitudes que bordearían el plagio con la película de Ringo Lam ‘City on fire’. Un factor que ha acompañado al director a lo largo de su carrera. En una ocasión se defendió afirmándose un seguidor de la cultura del reciclaje con la máxima: “Yo robo de todas las películas que veo. Los artistas roban, no homenajean. Quién diga lo contrario es un embustero”. Fue el principio de la directriz que ha hecho de él un tótem dentro del cine: la reutilización, la fusión perfecta de influencias que Tarantino ha sabido reconvertir con la innovación de un cine cargado de deudas con el pasado, pero a su vez, solemne en cuanto a personalidad e invención. En el caso de ‘Reservoir Dogs’, con un ritmo endiablado, unos diálogos que determinaron la particularidad guionística de su autor, habilidosa en su carácter caótico y desestructurado o en su dirección de actores escondía tras el prodigioso ‘mcguffin’ (un atraco que ni siquiera se ve en pantalla) un filme que dejaría para los anales una verdadera muestra de cine independiente, honesta y memorable, que desprendió el talento y la brillantez de un director dispuesto que a se hablara de él. ‘Reservoir Dogs’ triunfó en festivales como Cannes, Sitges o Venecia y la crítica de todo el mundo aplaudió unánimemente la nueva forma de ver el cine del deslumbrante genio creador del procaz Tarantino. Algo que también debió ver Robert Redford, cuando le otorgó el premio a la mejor película en el Festival Independiente de Sundance, verdadero trampolín para el director y su ‘opera prima’.
Después de un éxito tan prometedor y rentable, sus anteriores guiones no tardaron en ser rodados. ‘True Romance (Amor a quemarropa)’, fue dirigida por Tony Scott en 1993, con un buen entendimiento entre director y guionista, muy satisfecho con el resultado de una cinta sangrienta y romántica protagonizada por Christian Slater y Patricia Arquette. Otra obra de culto que, en esencia, sigue siendo una de las películas más personales de Tarantino. Aunque no se puede decir lo mismo de ‘Asesinos Natos’, la cinta que dirigiría Oliver Stone en 1994 fue ultrajada por Tarantino, que no guarda muy buenos recuerdos de la experiencia y lo ha hecho público en multitud de ocasiones: “Hizo una basura de película. Jodió mi historia por completo y además luego tuvo la poca dignidad de incluirme en los créditos. Es una persona despreciable”, aseguró en más de una ocasión.
‘Pulp Fiction’: La obra definitiva
En mayo de 1994 se estrenaría su siguiente película en Cannes. ‘Pulp Fiction’ fue producida por Danny DeVito, Lawerence Bender y los hermanos Weisntein, entonces dueños de la Miramax, que no dudaron en acoger a Tarantino como un filón al que había que explotar. Y no se equivocaron. La segunda obra del director levantó una expectación inusitada en un festival como Cannes, acostumbrado a otro tipo de cine más sosegado al provocador estilo de un director que demostró lo que sería el sello primordial de su controvertido juego de referencias, conjugando el influjo cultural del cine de serie B, la televisión de culto, el cine oriental, el género de acción, las tendencias pop y el restitución de las novelas ‘pulp’, origen en un tipo específico de publicación basada en el folletín decimonónico, con un formato ‘digest’ más reducido que un libro y por lo general parvo en calidad de impresión y papel. De solemne influencia en Tarantino, que supo absorber con insolente facilidad la sublectura de sus contenidos en el filme, donde prevalece la acción abastecida de suculento ‘hardboiled’ inspirada en el talento de autores como Edgar Rice Borroughs, Clark Ashton Smith, Leigh Brackett, Manly Wade Wellman o Dashiell Hammett. ‘Pulp Fiction’ acabó por ganar el premio gordo, la Palma de Oro a la mejor película de ese año.
Su segunda obra es una modesta cinta basada sobre todo en un imponente reparto coral encabezado por John Travolta (resucitado gracias a esta película), Bruce Willis, Samuel L. Jackson, Uma Thurman o Christopher Walken, entre otros. Una compleja historia menos claustrofóbica que ‘Reservoir Dogs’, más extrovertida y gamberra que justifica su éxito en la violencia, en los diálogos de excepcional engranaje y eficacia y en una perspectiva visual que consolidaron a Tarantino como la figura más relevante de los 90 en cuanto nuevos cineastas norteamericanos se refiere. La clave del cine de Tarantino la explicaba hace ya más de una década el propio director: “las ganas de hacer películas para que la gente salga del cine discutiendo sobre la historia, No quiero que nueve millones de personas salgan encantadas del cine diciendo lo buena que ha sido mi película. Por eso mis historias no tienen un puto mensaje que pretenda demostrar algo. Ahí está el fallo del cine actual”.
Tiempo de diversión y relax
Tarantino era una celebridad, un fenómeno de masas que se divertía en saraos, fiestas, programas de televisión y festivales de todo el mundo, donde con sólo dos filmes ya era considerado una figura trascendente que incluso era centro de retrospectivas sobre su obra. El director se dedicó durante unos años a disfrutar de la fama y aparecer como actor en varias películas que no dudaron en utilizarle como reclamo taquillero. De su faceta interpretativa destacan títulos como ‘Desinity’, ‘Duerme conmigo’, ‘Girl 6’, ‘Desperado’ o ‘Four Rooms’, en la que también dirigió uno de los cuatro episodios que componían este trabajo conjunto con directores como Robert Rodríguez, Allison Anders y Alexander Rockwell. Un evento importante y trascendente pues supone el germen de la vinculación junto a Rodríguez que marcaría uno de los duplos artísticos y creativos con los que el cineasta ha seguido desarrollando proyectos.
Junto al director de raíce mexicanas escribiría ‘Abierto hasta el amanecer’, con la influencia de los esperados diálogos ‘tarantinianos’, una macarrada sin precedentes, donde la fusión de las ‘road-movies’ con el género ‘gore’ y el cine de vampiros, las excentricidades de ambos cineastas se vertieron en un sensacional cóctel de humor negro y sangre que aunó las ganas de diversión de ambos realizadores en su continuo vandalismo contra los tópicos del género en una película que contagia la sensación de ‘colegueo’ con la que está concebida, como un pasatiempo sangriento e insurrecto que es el verdadero origen de la actual ‘Grindhouse’. La experiencia tendría su prolongación en el falso documental ‘Full till boggie’, de Sarah Kelly, que reproducía ese buen rollo entre actores y directores y los problemas con la censura que tuvieron sus responsables. Una época marcada por la espera de todo el mundo por la nueva película de Tarantino, que no desvelaría su siguiente proyecto y que, entretanto, se recrearía en trabajos como el episodio que dirigió para la serie televisiva ‘Urgencias’ o el Cd-Rom interactivo ‘Steven Spielberg’s director’s chair’, en la que pondría la voz al personaje de Jack Cavello junto a Jennifer Aniston, produciendo, además, con su productora ‘A band Apart’ (homenaje a la cinta de Jean-Luc Godard) películas como ‘Past Midnight’, ‘Killing Zoe’, ‘Tú asesina que nosotras limpiamos la sangre’, las secuelas destinadas a vídeo de ‘Abierto hasta el Amanecer’ o la cinta de Yuen Woo-ping ‘Iron Monkey’.
La sombra de Leonard es alargada
Su tercer largometraje resultó ser ‘Jackie Brown’, una libre adaptación de la novela de Elmore Leonard ‘Rum Punch’, que devolvió al candelero a un Tarantino menos visionario y más interesado en dar un paso adelante en su corta pero fulgurante carrera. El director, consciente de su condición de fabulador y modernización de clichés cinematográficos para su beneficio propio. Se centró en el ‘blaxploitation’ de los 70, célebre pero olvidado movimiento cinematográfico que asumía a la población afroamericana como principal ingrediente de un subgénero definido por el heroísmo de sus protagonistas, el género policiaco y las bandas sonoras de conocidos artistas de la época, con la esencia de Detroit y de música ‘funk’ abanderada por Curtis Mayfield, Isaac Hayes, Bobby Womack o James Brown. Alicientes que Tarantino volvería a subvertir los conceptos de la corriente ‘exploit’ alejándose de su peculiar mundo hortera y excesivo, sin esquivar su mitomanía, para narrar la historia de una azafata de bajos vuelos que sirve de correo a un traficante ilegal de armas y que es detenida por la policía para que entregue la cabeza del pez gordo que, entre tanto, paga la fianza con la intención de deshacerse de ella. La sobriedad estética, el tono crepuscular, el pesimismo de su fondo y la capacidad con la que el director supo introducir sus personajes pintorescos, su humor negro, la justa dosis de violencia y el cinismo cabrón hicieron de ‘Jackie Brown’ su mejor película hasta el momento, su obra maestra de nostalgia y designios creativos elevados. Es la demostración más fehaciente de que el autor es capaz de despojarse de artificios y prejuicios para enaltecer una película de género negro más cercana al clasicismo que al postmodernismo que siempre le ha acompañado.
Depurado homenaje a modo de nostálgico catálogo de virtudes, apoyado en el ‘Rashomon’ de Kurosawa, la clave circunstancial del filme reside en la historia de amor madura, con personajes que pasan desapercibidos, que encuentra su grandeza en la exploración de sus relaciones, de sus dilapidarios diálogos reflexivos, en las precisas secuencias donde no falta la motivación de cada movimiento que se produce en un filme de trampas, felonías, amores, venganzas y homicidios en la que destacan, con luz propia, sus actores protagonistas; Robert Foster, Pam Grier, Samuel L. Jackson, Robert De Niro o Bridget Fonda. ‘Jackie Brown’ devolvió la posibilidad de ver otra obra arriesgada de Tarantino, que aunque siguió apostando por sus registros narrativos en plena ebullición, no satisfizo a los ‘fans’ ávidos de sangre y excesivas dosis de violencia o diálogos ingeniosos de ‘Pulp Fiction’ y ‘Reservoir Dogs’, pero dejó patente que la melomanía afiazada en la bandas sonoras exitosas bandas sonoras de sus anteriores películas son otro de sus fuertes, al incluir una sucesión de temas populares en los 70, entre otros, el ‘Across 110th Street’, de Bobby Womack, ‘Long Time Woman’, de la banda sonora ‘Big Doll House’ y ‘Street Life’, de Randy Crawford.
Tarantino, con sólo tres películas había alcanzado el olimpo. Ya no era un fenómeno pasajero o efímero, sino que se había consolidando como una gran cineasta, sólido y reputado, merecedor del trono vacío que dejó recientemente su admirado Samuel Fuller (al que le dedicó la película “por todo”). Sin duda alguna, ‘Jackie Brown’ sirvió para acallar a todos aquellos que vieron en él el blanco perfecto para hacerle una moda o de otros que quisieron hundirle desde un primer momento. Tarantino era ya uno de los cineastas norteamericanos que más cosas tenía que ofrecer y aportar al cine contemporáneo.
‘Kill Bill’: La salvaje suntuosidad de la violencia
Los seis años de espera que separaron ‘Jackie Brown’ -posiblemente la mejor película de Quentin Tarantino hasta el momento- y el primer volumen de ‘Kill Bill’ sirvieron para demostrar que la ausencia del cineasta de culto fue el tiempo necesario para crear y componer la obra libre y desvergonzada que esta imprescindible y polémica figura del cine de este siglo estaba destinado a realizar. El aluvión mediático desplegado ante la primera mitad de película hizo previsible que ‘Kill Bill: Vol. 1’ aplacara los deseos del espectador y de Tarantino como director. Y así fue. Tarantino realizó la película que le dio la gana, jugando esta vez con el ‘wuxia pian’, los filmes de yakuzas, el ‘anime’ o el ‘western’ -en sus versiones clásicas y ‘spaghetti’-), que desfilaron en un imposible combinado donde la fuerza del impacto y las analogías temáticas no sólo evocaron simplemente los aspectos más determinantes del cine de género, sino que, tras su primera apariencia, todo escondía un impresionante espíritu de rebelión subversiva que le confirió una intensidad emocional y un poder de fascinación abrumantes.
Para su díptico, Tarantino dejó atrás cualquier complejidad argumental con el fin de narrar, a través de los ojos de un personaje creado para su musa Uma Thurman, una historia de venganza. La de La Novia, una ex asesina del Escuadrón Asesino Víbora Letal (DIVAS) que sobrevive a la matanza que se lleva a cabo por sus compañeros y su jefe, el enigmático Bill, el día de su boda. Cuatro años después, tras salir del coma, comienza la cruenta venganza buscando a cada uno de los miembros que han estado a punto de matarla. En su primera parte de la historia los objetivos de La Novia son Vernita Green (Vivica A. Fox), reformada de su carrera delictiva y encantadora madre de familia y O-Ren Ishii (una muy comedida Lucy Liu), la nueva emperatriz del crimen organizado de Tokio que tiene a su servicio a ‘88 asesinos’ y a sus guardaespaldas Sofie Fattale (Julie Dreyfus) y la sádica Gogo Yubari (de lo mejor de la función, encarnada por la perturbadora Chiaki Kuriyama).
Es en ésa lineal y reiterada trama donde Tarantino descubre la grandeza de su trabajo como realizador. Su epopéyica y trágica odisea de venganza se nutre de arquetipos, sintonías e historias ya contadas y vistas en multitud de ocasiones. Puede que sea cierto que ‘Kill Bill: Vol. 1’ parezca una simple y espectacular ráfaga de situaciones violentas, de luchas y sangrientos correctivos como reverberación del vacío argumental en el cine de género y del que hacían gala las películas de artes marciales orientales, pero también lo es el sustento del poder salvaje de la imagen sobre la palabra, de una forma adscrita a su descarada intención superlativa del impacto sobre el diálogo al que nos tiene acostumbrados. Una asombrosa lección de estilo, un riguroso catálogo de material popular y un festival de guiños, homenajes, devociones y conmemoraciones cinéfilas.
Desde la cortinilla inicial de estilo ‘Drive-in’ “Now our feature presentation…”, seguido del logotipo de los Shaw Brothers, Tarantino está enseñando todas sus cartas, preparando al espectador para una película de venganza al puro estilo del ‘Grindhouse Cinema’, donde los protagonistas no son los típicos héroes o villanos arrogantes, sino victimas de sus decisiones en la que las motivaciones no tienen ninguna profundidad o resonancia psicológica, sino simplemente marcadores del diagrama argumental. Los personajes son definidos mediante sus características físicas y su recorrido vital viene dado por sus actos. Y en ese aspecto ‘Kill Bill: Vil. 1’ es una de las más honestas cintas vistas en mucho tiempo.
Amparado en su estética y puesta en escena de prominente atención a los detalles visuales, pleno de desbordante capacidad visual, Tarantino dejó su impronta de templado academicismo en una inteligente y ingeniosa lección de estilo. Este brutal ejercicio de cine de acción a medio camino entre el cine nipón y el ‘western’ escondía bajo su simulada apariencia frívola una cosmología visual de entusiasta poesía brutal que, además, hizo al espectador partícipe de la diversión categórica. El director de ‘Pulp Fiction’ se permitió con ello el intento de perfeccionar la técnica de desestructuración de sus anteriores trabajos y punto clave en su carrera fílmica, volviendo a jugar con los tiempos, donde la anacronía temporal residió una vez más en la acción definida y fragmentada en bloques, como capítulos de una novela ‘pulp’ que tanto prolifera su cine
Se impuso en ‘Kill Bill: Vol. 1’ una lógica que obedecía a la discontinuidad clásica cinematográfica basada en el ‘flashback’, signo evidente de la moderación de vocación establecida en ‘Jackie Brown’. Aunque pueda tener aquí una extensión rebelde. Esto queda patente en el hecho de que el juego formal y la ruptura directa con la realidad de sus dos primeros filmes vino a ser sustituida por la apoteosis de los capítulos. Y esto es extensible a ‘Kill Bill’ como filme unitario, que deja ver una intención comercial en la decisión de fragmentar la película en dos partes. Un tributo por parte de Tarantino y los Wenstein a la más antigua tradición popular de la narración, es decir, la historia dividida en entregas.
Como tentativa a un nuevo sentido del arte de la narración cinematográfica, en este filme-homenaje se permitió una experimentación de estilismo insólito, reflejado éste en la larga secuencia de lucha con los 88 asesinos, donde las texturas cromáticas y utilización del B/N juegan un papel vital para la preparación de la pelea final. La que tiene lugar entre La Novia y O-Ren, uno de los encuentros más violentos y hermosos del cine de este maestro, desarrollada en la Casa de las Hojas Azules, referente ‘Shuratukihime’, de Fujita o al drama ‘Tokyo Drifter’, de Seijun Suzuki. Pero donde la conjunción de géneros y de las referencias a la cultura pop llega a su apogeo estético es en el espléndido ‘backstory’ de animación japonesa que une con una cadencia perfecta el cine de ‘yakuzas’ (típica del ‘flingage’ nipón) con el ‘spaghetti’. Lo bueno de esta combinación de grafismos genéricos es que Tarantino sabe rescatarlos, reactualizarlos y volver a significarlos, asumiendo la mirada occidental y subrayando la incapacidad de occidente por representar con fidelidad la cultura oriental. Un irónico mundo donde chinos y japoneses son lo mismo, el inglés y la lengua asiática se confunden y se reemplaza ingeniosamente a mafiosos por mujeres que recuerdan (como el DIVAS) al cine de Russ Meyer en su visión feminista de la heroína vengativa y feroz. La representación devota de Tarantino del cine oriental vendría a ser como una película de ‘yakuzas’ y artes marciales dirigida por un ‘gaijin’ (un extranjero) ajeno al mundo que narra.
Tarantino compuso en la primera parte de su cuarta película una esplendorosa sinfonía de violencia, mecanismo cardinal de todo ‘Kill Bill’.
Una mirada que realza el crimen con su habitual estilización de violencia, eliminando su realismo para poder así coreografiarla en una espléndida disposición de signos. Por eso, la aparente linealidad de la trillada historia de venganza, fundamentada en el estereotipo más manido, se invalida con una dirección convertida en una auténtica celebración coreográfica, un rebelde manifiesto visual, una ofrenda de ilusiones que recupera el sentimiento del cine para ofrecer una explosión casi sublime del entretenimiento. La violencia, en este caso, resulta efecto y no causa. Una de las cualidades del cine de este dinamitador insurrecto.
‘Kill Bill: Vol. 1’. Y es la oda de amor de Tarantino por una actriz, por Uma Thurman (ya que retrasó el proyecto cuando la actriz estuvo embarazada), que realizó no sólo un verdadero y plausible maratón físico, sino que supo combinar este rasgo tan poco valorado en una actriz con una intensidad actoral mostrada en esa escena en que La Novia cree haber perdido a su bebé manifestado en un llanto desgarrador. Thurman está increíble. Filme de elegante coreografía visual, entre el ritual y la utilización del humor, el primer volumen se disparó como una descarga de maestría. Siempre manteniendo el equilibrio en el peligro del exceso, reforzando su intensidad por una inserción realmente prodigiosa de canciones y sintonías que forman una banda sonora inolvidable.
Volumen 2.
Si con ‘Kill Bill. Vol. 1’, Tarantino logró su primer objetivo de crear una obra que, definitivamente, estuviera avocada a ser una irrepetible fusión armónica entre su forma de vivir el cine y de entender la vida, derivada de una libertad casi insultante, con esta segunda porción, finalización de su cuarta cinta, persistió en su tentativa de dejar ver que su intención continuaba siendo mucho más que una maravillosa composición miscelánea de numerosas tradiciones con la impronta de la flagrante innovación en su fondo.
En el segundo volumen de ‘Kill Bill’, Tarantino equilibró su historia de venganza, dejando los postulados del frenetismo y de la acción de ritmo endiablado a un lado para ofrecer una hermosa pieza reflexiva y armoniosa, deteniéndose en una más que exquisita poética determinada por una ternura inusual en la visión argumental de su realizador, acostumbrado a magnificar el salvaje vigor del impacto. Una característica que si bien no pierde la indómita fuerza de su violencia ni sus más condensadas luchas cuerpo a cuerpo, sí encuentra el peculiar terreno de ironía y cinismo congénito a Tarantino, pero imbuyéndolo de matices íntimos, contemplativos y armónicos, sentimientos imprecisos, profundos y turbiamente impregnados de nostalgia. La culpa expiatoria de la maldad, el tiempo perdido, la acrimonia que deja los errores cometidos y el placer de la venganza más cruel son los dispositivos que prosiguen en su segunda parte de la función.
En el ‘Vol. 2’ ya no se trata de la yuxtaposición sorpresiva del reciclaje, sino de equilibrar la balanza, no de superar los logros. Y para ello, Tarantino acometió una obstinada profundización en los personajes que participan en la historia, creando verdaderos seres humanos, ataviándolos con personalidades demoledoras. Así, la figura incorpórea de Bill en la primera mitad, tiene su apoteosis aquí con el afianzamiento de un rol magnético, apasionante, de múltiples gradaciones y poseedor de una ideología tan fascinante que hay que acudir a los fastos de las mejores épocas del cine clásico para encontrar un malvado, un villano tan grandioso y atrayente.
Si a todo ello se añade el instinto maternal de La Novia/Mamba Negra, que la hace más peligrosa y letal y se descubre (como ya se pudo ver con O-Ren Ishii) ante sus antagonistas secundarios llenos de defectos y enfermo cinismo, asesinos delimitados a esa diatriba que es ‘matar o morir’ (la verdadera clave del total de ‘Kill Bill’), nos encontramos ante una propuesta que basa su fuerza, contra lo que pueda parecer, en los personajes. ‘Kill Bill’, como un todo común de cuatro horas, es una irreprochable película que revela la evolución hacia una perfección dialógica y cinéfila de un director llamado a ser uno de los grandes clásicos del Séptimo Arte, pero con ésas vertientes bien diferenciadas, en las que cumple un papel central la conciliación de subgéneros derivados de los géneros cinematográficos clásicos y donde es fundamental el procedimiento modernista de la intertextualidad genérica cuyo objetivo es releer y reinterpretar.
Inmersa en su particular venganza homérica, concordada en la idea de Esquilo y Sófocles, ‘Kill Bill. Vol. 2’ presenta a La Novia dejándola dónde se había quedado: con dos miembros del Comando Letal Asesino Víbora aniquilados y en busca de los otros dos (Bud –Michael Madsen- y Elle Driver –Daryl Hannah-) que dejen como único designio la venganza contra Bill y recuperar así a su hija de cuatro años a la que nunca ha conocido. Su agrio sentido del fatalismo, colmado de indudable pomposidad operística, concede una sublime eficacia que hace que esta segunda parte de filme le sirva a Tarantino para olvidar estilo de ese mencionado ‘Grind House Cinema’ para centrarse un poco más en el porqué, en las causas y las consecuencias. ‘Kill Bill. Vol. 2’ vendría a ser el complemento a lo propuesto, una elevada reflexión sobre la vida y la muerte, el amor y el odio y, principalmente, una preciosa y enternecedora glorificación a la maternidad.
Un núcleo ideológico y existencial que cavila acerca de la naturaleza de la maldad, utilizando como modelos la muerte del pez Emilio a manos de la pequeña B.B. y en el modélico discurso sobre el genuino Superman como camuflaje de una teoría que parece contener el centro temático de la historia. Un razonamiento que si bien incluye agudos comentarios sobre la identidad y honestidad personal, sirve como explicación perfecta para los auténticos motivos del villano. Por eso las peleas son mucho más breves, pero también más impactantes, pues se van conociendo las motivaciones de los personajes y sus propósitos. Las batallas con ‘katana’ y las luchas a muerte ya no funcionan como espectáculo y homenaje al cine de artes marciales, sino que contribuyen a la narrativa, fortaleciendo la historia y extendiendo la comprensión hacia los personajes. Y es en ésa esfera donde se sitúa el segundo volumen de ‘Kill Bill’.
Hay, por tanto, dos partes muy bien diferenciadas en ‘Kill Bill’. Una primera, oriental, en la que el cineasta basó los movimientos de la trama en función del espectáculo puro y adrenalítico, utilizando referencias a los clásicos asiáticos Seijun Suzuki, Kiachi Okamoto y Toshiya Fuyita como explicitación del homenaje experimental de estilismo al cine de ‘yakuzas’ y al ‘wuxia pian’ de artes marciales y que representó la sección física de la cinta. Y una segunda parte que es el ‘spaghetti-western’ el encargado de transportar al espectador por el viaje emocional de su protagonista. Un género definitorio de ‘Kill Bill’ como película. Y es que el ‘spaguetti’ no es como el ‘western’ de Hollywood, ya que el salvaje Oeste yanqui idealizó en sus bases genéricas la cruda realidad histórica haciendo que sus elementos se circunscribieran al entorno geográfico y sus leyes. Sin embargo, en el ‘italo-western’ la vida fronteriza y desértica devino en áspera tragedia, donde un agresivo instinto de supervivencia alumbró nuevas formas de barbarie y libertad. ‘Kill Bill. Vol. 2’ es así dependiente de su primera parte para reflejarse en ella y aquélla necesita de ésta para entender su existencia. Ambas son complementarias y una sola, pese a ser heterogéneas. Como si la primera fuera el anverso de la segunda y viceversa. Tarantino enfocó su pieza de cámara hacia una desbordante superación de los límites tradicionales de cualquier género, cuestionando cualquier orden, quizá para construir uno nuevo. Con ‘Kill Bill’ llegó a la madurez como clásico del cine moderno. A partir de entonces, el espectador puede esperar lo mejor en cada una de sus próximas demostraciones de superioridad. Como ha sucedido con su última obra ‘Death Proof’.

Dossier Quentin Tarantino (I)

El salvaje y explosivo cóctel de Tarantino
El director de la recién estrenada ‘Death Proof’ de ha convertido en uno de los cineastas más importantes del cine contemporáneo gracias una breve pero intensa filmografía cargada de talento, reformulación y brillantez.
Después de tener que esperar casi siete años transcurridos desde ‘Jackie Brown’, en 1997, hasta su cuarto filme dividido en dos volúmenes ‘Kill Bill’, en 2004, el estreno de un nuevo filme de Quentin Tarantino ‘Death Proof’ (dentro del díptico ‘Grindhouse’ junto a ‘Planet Terror’, de Robert Rodríguez, que ha llegado a nuestro país escindido por motivos de distribución) ha sido destacable como una noticia significativa no sólo en términos cinematográficos, sino como merecido y preeminente apunte de actualidad, puesto que Tarantino se ha ido configurando como uno de los realizadores más importantes dentro del cine contemporáneo.
Cineasta insurgente y díscolo, amado y odiado por crítica y público, dejó de ser un realizador de moda para convertirse en un fenómeno de masas, en una atracción capaz de escalonar películas de culto dentro de una breve pero contundente filmografía que responde a un plausible capricho de un director que se otorga a sí mismo un cine entregado a los amantes de los géneros, a los que reverencia como repuesta a sus propios deseos como espectador. Tarantino, desde que en 1992 dejara para los fastos de cine independiente su obra cumbre, ‘Reservoir Dogs’, se ha establecido como un icono de identidad personal mil veces imitada, que aúna el poder quimérico de los grandes clásicos de los que bebe con una actitud del dinamitador del cine moderno que es, en su realización sin concesiones a las reglas, donde se enfatiza su incorruptible cine libre, en estado puro.
A lo largo de estos años, Tarantino ha pasado a ser un sello de garantía, en un denominativo cuyo epígrafe es sinónimo de éxito, pero también de controversia, polémicas, disputas, violencia y tantos otros términos que han definido sus personales cócteles de referencias temáticas sobre las que el cineasta es un experto conocedor de una precisión y contundencia que singularizan su figura dentro de sus obras y de la cinematografía actual. Así, los clásicos de siempre, las obras de culto de serie B, los subproductos de serie Z, los credos populares, las cintas orientales de artes marciales, los ‘westerns’, el cine negro, la literatura ‘pulp’ o la iconografía ‘pop’ más estandarizada junto a sus expresiones genéricas han desfilado por su carrera en un inverosímil combinado donde la fuerza del impacto y las analogías temáticas no sólo evocan simplemente el exceso y los aspectos más determinantes del multigénero, sino que, tras su primera apariencia, encubre el vigor de la rebelión subversiva, que confiere a sus películas posteriores; ‘Pulp Fiction’, ‘Jackie Brown’ o el citado duplo ‘Kill Bill’, un ímpetu emocional y un poder de hipnotismo absoluto. La consecuencia del éxito de Tarantino no es, por tanto, una concepción del cine autocomplaciente, sino un vehemente ritual, resultado de la convicción con la que construye sus ejercicios de nostalgia, cimiento raquídeo de toda una obra que pervive por y para una sublime fusión armónica entre cine y vida.
Tarantino ha logrado ejercer una transformación cultural y visual dentro del Séptimo Arte, ya que en el largo camino hacia la postmodernidad, ha evolucionado hacia una corrección dialógica y cinéfila. Sin embargo, Tarantino sabe diferenciar ésas dos vertientes, en las que cumple un papel esencial la avenencia de subgéneros provenidos de los clásicos y donde es fundamental el procedimiento modernista de la intertextualidad genérica, cuyo objetivo es releer y reinterpretar. Por eso, esa absorción de la grandeza de célebres títulos de los que bebe, representa el argumento que expone que el cineasta también sabe reconocer la necesidad de un modelo hermenéutico que atribuya a su carrera el poder mediador de la imagen y la palabra en el proceso de construcción de sentido fílmico de sus películas. Donde reside el verdadero potencial de su cine.
Los cánones de su cine se asientan, por supuesto, en un desmedido talento por la recuperación de clichés para la metamorfosis innovadora, donde Tarantino encuentra el eclecticismo y los códigos cinéfilos que singularizan sus sugestivas estructuras temporales, en las que predominan una destacada hegemonía del espacio cinematográfico y un amplio conocimiento de la cultura fílmica para insubordinarse con sus sagaces textos y diálogos, en los que caben disertaciones existenciales salpicadas de jerga popular (a veces ordinaria), como nimias tribulaciones sobre angostas series y personajes televisivos, códigos de honor de la mafia, conversaciones transversales sobre masajes, canciones populares, violencia, sexo, drogas, comida rápida, automóviles… atribuidos a sus películas desde sus propias alusiones formativas, en rutilantes instantes de brillantez jalonados por esa violencia extrema con la que se identifica el aspecto más agresivo de este polémico autor, utilizándola como medio de expresión, de acción y no como una simplista comparsa de sus perspicaces frases.
La violencia para Tarantino es una conducta, un concepto narrativo y un valor, como también lo fue para Howard Hawks, Phil Karlson, Sergio Leone, Samuel Fuller, Sam Peckinpah, Martin Scorsese, Brian de Palma o los grandes maestros del ‘giallo’ a los que tanto elogia y ofrenda dentro de sus creaciones. Este matiz del cine de Tarantino se exhibe extremo, salvaje y magnificado, que encuentra su gran virtud en la parvedad de su discurso moral, despojado de cualquier teoría especulativa que acerca sin prejuicios al salvajismo sangriento de sus potentes imágenes. Como en ‘Reservoir Dogs’ y ‘Pulp Fiction’ o ‘Kill Bill’, la sangre es mostrada como elemento necesario, sin caer en la trivialidad y asentando todo el interés de su agresiva ceremonia sanguinolenta en la diversión y sentido del humor. Por eso, la imagen de sadismo, el desmedido exceso y la exageración de los combates desde la perspectiva de Tarantino es necesaria mostrarla detenidamente en cada golpe, en cada patada, en cada disparo, en cada sablazo de katana y en cada muerte, para reflejar siempre un sutil sarcasmo.
Si por otro elemento se ha determinado su noción narrativa ha sido por la alteración nomotética del orden cronológico, amparada en una técnica de desestructuración que no responde a un antojo excéntrico y modernista, sino a la subjetividad de la narración afásica para jugar con los tiempos como procedimiento de impregnar a la acción el ritmo necesario que requieren sus historias, donde la anacronía temporal reside en la acción definida y separada de bloques argumentales. Lo realmente importante, sin embargo, es el fondo estructural basado en el diálogo, la base que orquesta todos los demás recursos del director. Por eso, Tarantino, con su disciplinada metodología del guión, se ha convertido en uno de los mejores y más privilegiados creadores americanos del momento, con sus personajes definidos en su exposición, rematados por la perfecta coalición entre sinceridad y sensacionalismo, rudeza y humanismo que suele conferir el cineasta y guionista a sus criaturas.
El director, en su abrumadora hosquedad, de impecable estilo verbal y visual, propone con su breve carrera auténticas elegías al cine en sus conceptos más amplios, reinventando con su espléndido ‘background’ cultural una nueva forma de ver este apasionante arte. Sorprendente, elocuente, e hipnotizante, el autor de esta última ‘Death Proof’ ha alcanzado un reconocible éxito que reposa en demostrar que el talento y la brillantez no están reñidos con la recreación fetichista de una serie de influencias con las que reinventar el cine, lejos de los especulativos ejercicios de sincretismo que muchos críticos le achacan, más pendiente de compaginar sus historias con una ruptura de las formas tradicionales del cine, en una clara actitud de descarada irreverencia. Así es Tarantino.
Hasta aquí, una sucinta introducción al universo 'tarantiniano'. Mañana, la segunda parte del dossier, mucho más amplia y extensa sobre su vida y obra.
Pasado, la ‘review’ de ‘Death Proof’.

lunes, 3 de septiembre de 2007

'Un ESpot de...' Director's Cut

Dentro de dos días arranca la segunda edición del Festival de Cortometrajes de El Escorial ESCORTO ’07, con los mejores trabajos del panorama nacional en pequeñas porciones que reunirá a lo más granado del orbe cortometrajístico nacional y que, si se repite la gesta del año pasado, se irá consolidando, con paso firme y seguro, como uno de los referentes festivaleros más importantes. Pero si por algo destaca ESCORTO es por la humildad desde la que se forja, el ambiente fraterno y festivo que desprende. Sobre todo, esta última parte. Por eso es imprescindible no perderse este evento tan señalado.
Como el año pasado, una de las secciones que han diferenciado al festival ha sido el de los ESpots, pequeños anuncios donde todo el mundo tiene la oportunidad de publicitar el certamen con curiosos trabajos, piezas donde el ingenio y la diversión se consolidan como elementos fundamentales. Como todos sabéis, este año volvemos a participar con el trabajo ‘Un ESpot de…’, que ha sido elegido como finalista para la recta final cuyos ganadores se desvelarán el próximo sábado.
Por exigencias de las bases, el ESpot tuvo que ser mutilado para poder cumplir los requisitos establecidos por los organizadores, lo que no impide para que hoy estrenemos el trabajo como fue concebido en un principio; sin cortes, íntegro, con 12 segundos más que aportan el sentido final a un spot que ha logrado que la diversión y las risas con la se fecundó hayan traspasado las pantallas de los miles de ordenadores que han podido disfrutarlo.
Muchas gracias a todos por ello.
Por cierto, si queréis verlo a una resolución óptima que se pierde con el enguarramiento visual al que somete a los vídeos YouTube, podéis verlo aquí.

viernes, 31 de agosto de 2007

Review 'The Bourne Ultimatum'

La consolidación de un mito
Paul Greengrass cierra una excelente trilogía con un filme lleno de puro nervio, donde la acción prevalece sobre la trama, dejando la sensación de estar ante un espectáculo de excepcional calidad.
En el universo de este hierático espía llamado Jason Bourne, el sistema es corrupto, el brazo ejecutor y las altas esferas de poder no dudan en eliminar cualquier rastro si aparece una causa fortuita que suponga una mínima amenaza. Así concibió sus obras el autor Robert Ludlum, en éste caso, el de un hombre que, tras de ser sometido a un inhumano adiestramiento para convertirse en una máquina de matar, pasa a ser el objetivo más escurridizo de la CIA debido a su pérdida de memoria y las consecuencias que pueda traerles. El personaje de Ludlum, cerrando una de las trilogías más sugerentes de los últimos años, sigue con su perseverante búsqueda de su identidad, para saber quién es en realidad y quién le enseñó a matar. Es la trama diametral que sigue esta nueva entrega ‘El Ultimátum de Bourne’, la de un individuo que se enfrenta a un poderoso colectivo en un particular y personal rastreo por desvelar la incógnita que esconde su personalidad.
Esta lucha sirve como ‘macguffin’ ofrecido como excusa para un frenético juego de espionaje y ambigüedades como paradigma de cine de acción que ha supuesto una renovación, donde la genealogía de Bourne se arraiga con una nueva visión del género, evolucionando hasta la actualización de sus cánones y acomodándolos a la actualidad, donde las grandes corporaciones mundiales, fuerzas militares y organizaciones gubernamentales conspiran para reemplazar el status quo a su antojo, sin prever una temible colisión contra un factor creado desde su entorno que les desafía en busca de respuestas personales. En la mejor línea del ‘thriller’ político, la filosofía imparable de un proceder frenético y la fría inteligencia de los guiones de Tony Gilroy, modelados con proverbial interacción con respecto a sus elementos vitales, la saga de Bourne, incluida esta estupenda última entrega, es el ejemplo de ese cine inabordable e ilusorio con el que muy pocas veces Hollywood retribuye al espectador.
Tanto Doug Liman, con su estilo más clásico y austero, como el nervio rítmico de montaje sincopado de Paul Greengrass, la eficaz heterogeneidad narrativa con la se ha desplegado impetuosamente la acción en la pantalla a través de las aventuras de Bourne, suponen un modélico cine de insuperable cadencia que, apoyándose en su deliberado realismo y verosimilitud, sin levantar el pie del acelerador, invita al espectador a acompañar a un hombre en su angustioso viaje por conocer su identidad, desplegando un cuidado diseño de producción a lo largo y ancho del mundo, pero sin alardes de ningún tipo, respetando la idea de una estética genérica de los años 70, con ese toque de cine europeo que se ha fomentado hasta el momento, con cámara en mano e iluminación y montaje de ritmo vehemente. La Saga Bourne es, en su conjunto, un modelo intuitivo y frenético, donde prima la intensidad y la adrenalina por encima de todo.
Para ‘El ultimátum de Bourne’, la idea de la conspiración y doctrinas gubernamentales descontroladas siguen siendo más que relevantes. Treadstone, el programa de operaciones ultrasecretas que convirtió a este espía en un arma letal ya no existe. Fue absorbido por el programa Blackbriar del Departamento de Defensa, que lanzó a la calle una nueva generación de asesinos profesionales a disposición del Gobierno y cuya existencia es desconocida. Entre ellos, el primero de la generación de estos sicarios, Jason Bourne. En este nuevo episodio, la humanización de Bourne es trascendental, debido a que, en esa indagación sobre su personalidad, el espectador recupera la memoria del propio personaje junto a él, en un viaje personal por descubrir la verdad, exhibiendo sus defectos como persona y siguiendo las huellas de un pasado oscuro inmerso en un siniestro mundo dispuesto a hacer lo que sea por eliminarle. En este último filme, Paul Greengrass se convierte en dueño y señor de una función colérica, donde se prolonga su alterado ritmo demencial en ese estilo tan personal de la cámara en mano, un ‘modus operandi’ de narración sustentado en el constantemente movimiento, dentro de un delirio visual a medio camino entre el frenesí y el ‘cinèma veritè’. Greengrass no se modera ni un pelo a la hora de formular sus sacudidas de planos, con extrema rapidez y mucha movilidad, que logra su cometido: agilizar y confundir, consiguiendo ese efecto de imprecisión e incertidumbre que caracterizan al realizador británico. Sin embargo, no puede evitar que en muchas ocasiones resulte demasiado enardecido, con un montaje aturdidor, donde el desconcierto parece ser ofrecido como un efecto funcional de una trama que se transmite con la fugacidad con la que las imágenes pasan por la retina del público.
En su propósito de cambio, ‘El Ultimátum de Bourne’ es la cumbre de esa readaptación genérica que han ido desarrollando de sus predecesoras, con asombrosa innovación narrativa de referencias argumentales y visuales, olvidando los desgastados arquetipos del pasado y haciendo, de forma inteligente, que se considere más importante la forma respecto al fondo, prevaleciendo la impetuosa apoteosis del ‘thriller’, sin escatimar en constantes persecuciones a pie o en vehículo, combates a cuerpo o dialécticos, que terminan por ser el verdadero eje argumental del filme y que lo vincula a sus dos anteriores partes. Un filme dinámico, que sabe neutralizar la extensa geografía por la que se mueve, representando los diversos espacios transitados por el ex espía con una estupenda indefinición de territorio, sin olvidar de caracterizar cada una de las muchas ciudades (Londres, París, Berlín, Tánger, Madrid, Nueva York…) que aparecen en la película con breves retazos, sin recurrir al tópico, entre otras cosas, porque lo que prima aquí no es el detalle turístico, sino la preeminencia de las escenas de acción (algunas muy notables como la de la estación de Waterloo de Londres o la persecución por los tejados y balcones de Tánger o la parte final de Nueva York).
Tampoco faltan los indispensables secundarios al acecho, siempre en comunicación directa con Bourne, pero al que no pueden ni ver ni seguir, sin salirse de la invisibilidad con la que se mueve el espía, donde juega un papel importante la tecnología, sobre la que Bourne está por encima cuando se trata de su persecución por parte de la CIA. Si Chris Cooper, Brian Cox, Clive Owen o Karl Urban fueron sus anteriores perseguidores, ahora, además de los que repiten (Joan Allen o Julia Stiles), se incorporan David Strathairn y Albert Finney, que dan la réplica a un Matt Damon que no abandona su rictus circunspecto ni su genial corporeidad para poner su notable talento al servicio de un personaje para que el parece haber nacido. Tal vez se eche de menos más relevancia en personajes como los que interpretan Paddy Considine, Scott Glenn, Daniel Brühl o Edgar Ramírez, simples peones dentro del gran ajedrez de la saga.
‘El Ultimátum de Bourne’ completa así una trilogía de incuestionable calidad que tiene momentos de puro cine, de admirable frenesí, de complicidad directa con el público, como en el momento en que Bourne pronuncia una misma frase de ‘El mito de Bourne’ a Joan Allen desde la distancia, entendiendo ambos que pueden confiar el uno y el otro o la última persecución en manos de otro agente entrenado para matar que ni siquiera sabe porqué ese énfasis de destrucción ante la mirada de entendimiento de un Bourne a punto de saltar a su salvación final más humano que nunca. Ese acercamiento y concordia final, bajo las notas de una excelente partitura de John Powell (que ha variado su cadencia según haya requerido la situación lo largo de las tres películas) en encadenamiento con el tema ‘Extreme Ways’ de Moby, dejan el regusto de haber asistido a una ceremonia de acción y pasión muy difícil de repetir en los tiempos que corren dentro del fastuoso universo hollywoodiense. Y es que Bourne y sus aventuras son cine trepidante, de acción inmutable, pura esencia de gran y genuino cine.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2007

jueves, 30 de agosto de 2007

NEXT COMING...

La próxima semana, coincidiendo con el estreno de ‘Death Proof’, este espacio abismal dedicará un dossier especial al cineasta Quentin Tarantino, consolidado, para bien o para mal, como uno de los cineastas más importantes del cine contemporáneo.
Estad atentos.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Próximamente: 'Yo y sus geranios', de Paco Cavero

Si hay un trabajo audiovisual, independientemente del formato al que pertenezca, que promueva la curiosidad del que esto escribe, ese es ‘Yo y sus geranios’, de Paco Cavero. Ya he hablado alguna que otra vez de este reconocido ilustrador (creador del ‘Refotoon’ que ilustra el Abismo) y dibujante de cómics, uno de los mejores que tenemos en nuestro país y en parte del extranjero, que ahora se ha lanzado al demencial universo del cortometraje con esta obra debut protagonizada por Jordi Vilches, Ana Sáez y Álvaro Manso.
Una pieza corta que delimita sus objetivos en su enloquecida sinopsis: Vicente, un hombre dedicado en cuerpo y alma a su obsesión más profunda, la elaboración de esculturas con patatas, se verá metido en un lío de los que hacen historia al tener que cuidar los geranios de su vecina cuando ésta se va con el Imserso unos días...
Será, a buen seguro, uno de esos cortos llenos del cinismo y el humor corrosivo que caracterizan a su autor, una comedia inscrita en el costumbrismo deformado bajo el incisivo prisma de un joven creador que, con este cambio de disciplina artística, manifiesta su condición de artista todoterreno y su indiscutible ímpetu por narrar historias. Por eso, el corto de Cavero supone un esperado trabajo que verá su luz a mediados o finales de septiembre en Girona, ciudad donde Paco Cavero esgrime sus mordaces y personales fábulas.
Más información, en la página oficial del cortometraje.
Y, de regalo, como en los Phoskitos, el cartel a gran resolución, también concebido por su autor.

martes, 28 de agosto de 2007

El mal signo de la actualidad

Se desconecta uno un poco del mundo y la actualidad se vuelve loca con las inesperadas y tristes muertes de Emma Penella y Francisco Umbral o con el estado de salud del jugador del Sevilla Antonio Puerta y el intento de suicidio de la estrella hollywoodiense Owen Wilson.
De la primera, la actriz de voz áspera y semblante más bien hosco pero cercano, la eterna Carmen, la hija de Amadeo en 'El Verdugo', comenzó trabajando en el inalcanzable erial de maestría del cine español de los 50 y 60, con próceres como Juan Antonio Bardem, Luis Gª Berlanga o Ladislao Vajda, destacando en los 70 sus interpretaciones en filmes como ‘Fortunata y Jacinta’, de Angelino Fons y ‘La Regenta’, de Gonzalo Suárez. La hermana de Terele Pávez también dejó su pétrea impronta actoral de cintas del calibre de ‘La estanquera de Vallecas’, de Eloy de la Iglesia y una etapa televisiva que, desde los 80, con series tan míticas como ‘Juncal’, ‘La huella del crimen’ y sobre todo ‘Aquí no hay quién viva’ cerraron una vida dedicada a la interpretación y enluta el cine patrio con la muerte de uno sus rostros veteranos más icónicos.
De Owen Wilson… su acto es la demostración de que cuando se tiene todo en esta vida, cuando más invulnerable puede ser una persona que ha alcanzado aquello por lo que muchos luchan y que muy pocos podrán alcanzar, más débil e incoherente se deriva de su actitud por negarse a seguir adelante, sin enfrentarse a sus problemas y optando por una solución inesperada. La suerte es que Wilson opta a una segunda oportunidad para enmendarse y seguir perpetuando su excelente condición de cómico.
Con Umbral se va una de las plumas más trascendentales que ha tenido este país en el último siglo. Su prolífica carrera, su estilo directo y sarcástico, su apego por retratar y exteriorizar los usos y costumbres sociales con la facilidad de una conducta sediciosa, sin perder el rumbo de lo cotidiano han marcado una trayectoria envidiable, de intachable evolución hacia el privilegio de la divinidad literaria. Umbral ha sido y será uno de los escritores más importantes que ha tenido la historia reciente de las letras hispanas por la excelsitud renovadora con las que ha destacado en las diversas facetas en las que dejó su inolvidable huella como hombre de letras.
(Tras las últimas noticias, Puerta parece haber empeorado en su ya muy grave estado. Esperemos que se obre el milagro y el mundo del fútbol no tenga que llorar la pérdida de un miembro de sus filas tan joven).
Tras este vaticinio, la peor noticia no se hizo esperar y el fallecimiento de Puerta llenó de lágrimas y tristeza un deporte acostumbrado a aunar fuerzas y ánimos en las victorias y en las derrotas dentro de los campos, pero que nunca está preparado (como en ninguna otra disciplina) para estas trágicas noticias. La muerte del jugador sevillista debida a una displasia arritmogénica del ventrículo derecho ha truncado para siempre la brillante carrera de un jugador dotado con una elegancia especial, en pleno apogeo evolutivo de un lateral con una vida de éxitos por delante. Más allá de la repercusión de su adiós definitivo, quedará la imagen de un deporte acostumbrado al egoísmo, a la prevalencia de los invidualismos, roto y aunado en un sentimiento común. La unión del cosmos futbolístico en el dolor por la muerte del joven jugador de 22 años deja la impronta de una gran familia que ha perdido a uno de sus hijos más destacados, uniendo aficiones, hermando a amigos y enemigos en el sufrimiento a un deporte que es grande en los logros, pero, en este caso, también lo es en los momentos duros.

viernes, 24 de agosto de 2007

Review ‘Ratatouille’

Exquisitez para todos los gustos
‘Ratatouille’ prosigue con la ilimitada evolución de Pixar, en un apasionante filme donde lo clásico y la épica digital se fusionan ofreciendo otro de los mejores ejemplos de cine animado vistos en años.
Las expectativas sobre esta nueva película Pixar en asociación con Disney después del desconcierto suscitado antes del estreno de ‘Cars’, hacían de ‘Ratatouille’ un esperado regreso a la gran pantalla del estudio que transmutó la idea de animación clásica con el revolucionario estreno de ‘Toy Story’. La digititalización de los dibujos animados no fue sólo la única novedad introducida por Pixar, sino que las historias, los modelos anclados en el pasado y el clasicismo sucumbieron ante el vendaval creativo de esta empresa dedicada a la constante superación con el trabajo de un equipo que parece no tener fronteras a su inalcanzable capacidad evolutiva. Sin embargo, tras la última producción ‘Cars’, dirigida por el creador del emporio Pixar, John Lasseter, muchos fueron los que, erróneamente, cuestionaron ésa idoneidad fabuladora de la compañía creadora de ‘Bichos’, ‘Buscando a Nemo’ o ‘Monstruos Inc.’, ya que algunos percibieron una notable insuficiencia en ese universo donde el ritmo de unas historias se definen por su primoroso mecanismo, llenas de exultación y pasión, señas de identidad de esta afanosa factoría de animación.
En su octava película, Pixar deja claro que el desafío de superación no tiene límites. ‘Ratatouille’ es la demostración de que estamos ante una imponderable institución nacida para la creación de sueños animados que representan el auténtico delirio tecnológico y digital, sin perder el evidente gusto por lo clásico o la épica de los cuentos tradicionales con la actualización de cánones que gustan a los adultos y a los niños por igual. Pixar, sabe mostrar la realidad jugando al mismo tiempo con la animación y la aventura, sin perder un ápice en su ponderación satírica y crítica. Algo muy presente en esta impresionante muestra de talento y saber hacer que supone esta película.
La premisa sitúa al espectador ante Remy, una rata de campo con excepcionales dotes para el olfato, que gusta combinar especias e ingredientes, capacidades que lo convierten en un superdotado de la cocina gracias a los consejos televisivos de Aguste Gusteau, un chef de la alta cocina parisina autor de un libro que define la clave del filme “Cualquiera puede cocinar’. Por circunstancias del destino, Remy acaba en el restaurante del difunto Gusteau. Por supuesto, Pixar nunca ha desistido por evocar los valores tradicionales de la amistad y la superación, la búsqueda de un lugar en el mundo y, por consiguiente, la felicidad, pero con la humildad que satisfaga unos principios muy básicos. Por eso, cuando Remy conoce a Linguini, un joven friegaplatos muy patoso y sin talento, se produce una situación de intereses comunes que convierten a Linguini en la marioneta del roedor, pero a la vez en una revelación de la cocina gracias a la función invisible de Remy.
Brad Bird equilibra con envidiable armonía los elementos con la que va definiéndose su evolución argumental, en el filo de lo tópico, evitando con sutileza cualquier tipo de anfibología adulta a la hora de utilizar el humor sin ningún atisbo de pantomima cínica, interfiriendo el drama, la acción, el romanticismo y la aventura vital en una experiencia absoluta y cinematográficamente incorruptible. Desde ese paradoja que introduce a una rata como un genio de la cocina (cuando es el motivo directo de la liquidación de cualquier restaurante), de la ilusión de un zangolotino que llega a triunfar en la vida y en el amor por simples pero hermosos casualismos, hasta la afinidad encontrada en los villanos del filme (el napoleónico cocinero jefe Skinner y el crítico gastronómico Anton Ego que consiguió hundir el negocio de Gusteau)… Todo funciona como una máquina de cuidado engranaje.
Brad Bird sale airoso incluso en la rocambolesca tentativa de hacer que el espectador deje a un lado su reticencia al ver a una horda de roedores corriendo y posteriormente cocinan al unísono, para disfrutar de la historia de simbiosis entre el joven Linguini y la rata Remy y la superación de todo obstáculo posible para lograr sus recíprocos sueños personales. Pero ‘Ratatouille’ encuentra su virtud casi ascética en un mensaje providencial que convierte a la película de Bird en una ejemplificante muestra de cine con mayúsculas; y es esa fundamental reprensión a la crítica ejecutora que juzga sin contemplaciones, a los prejuicios que existen en la sociedad que impiden apreciar lo bueno de la vida por la precipitada acción de conceptuar a simple vista.
La película define su magnitud argumental en ese magistral momento en el que el estirado crítico Ego cuando prueba el plato típico de Niza y de la región de Provenza que da título al filme, en el regreso a la infancia que propone la entrañable creencia de que todo es posible en un mundo alejado de la perversidad de los tiempos que corren, pero sin repudiar la dureza del trabajo y sin mostrar la debilidad de la insubstancialidad moralista para revelar la perseverancia del genio y la victoria de la excelencia sobre la vulgaridad. ‘Ratatouille’ es una pieza de reposada cocedura, que no sólo propone la gastronómico pugna entre la cocina de siempre y la ‘haute cuisine’, sino que aporta elementos de discusión social y política impensables en el cine de animación, utilizándolos con gran inteligencia, en paralelismo con la ingenuidad de sus conceptos, para detallar la capacidad de sugestión de cada maniobra argumental o visual dentro del filme.
Hasta la llegada de Brad Bird a Pixar, ésta se había centrado fundamentalmente en humanizar juguetes o animales, sin despegarse de los cánones clásicos abordados en el pasado de Disney. Entre otras cosas, porque la animación digital aún no había conseguido el arquetipo necesario de perfección que Pixar ansiaba para sus películas animadas. Sin perder el aspecto de la animación caricaturizada en los cuerpos y personalidades, tanto en ‘Los Increíbles’ como en este nuevo filme, se ha logrado dotar a sus criaturas de una admirable credibilidad concordándolos a la idoneidad clásica, convirtiéndolos así con sus acciones y diálogos en personajes que trascienden su prosapia arquetípica gracias a sutiles matices, llevando las técnicas de CGI hacia lo corporal y utilizar ese ‘subsurface scattering’ (técnica empleada en ‘Los Increíbles’ para dotar a la piel y a los objetos de una apariencia naturalista) para que todo resulte profundamente humano, visiblemente real.
Con aparente facilidad, Pixar consigue en ‘Ratatouille’ proseguir con su genuina exquisitez, alcanzando unos niveles de superación impensables después de sus precedentes gestas tecnológicas, recreando un París de postal, de pulida iluminación imbuida en sensitivos colores, con lapidarias texturas digitales que hacen olvidar que el espectador se encuentra ante una película animada, debido sobre todo, al impecable realismo que desprende incluso la imposible empatía entre Linguini y Remy, donde paisajes y personajes acarician en ocasiones la realidad sin llegar a confundirse con ella por el estrato de fantasía que les ampara.
Bajo las cómplices notas del compositor Michael Giacchino, el último prodigio de Brad Bird y Pixar, es un filme de sentimientos y pensamientos, de sensaciones y emociones. Una película que hay que degustar lentamente, sin perder el sabor del buen cine que alberga esta delicia, donde prevalece su mensaje de sutil moralina, sin aditivos ni falsas coartadas, siendo capaz de complacer y conmover, al mismo tiempo, a adultos y pequeños. Y es ahí donde reside el potencial comercial de esta fábrica de sueños. Es en ese punto, donde ‘Ratatouille’ se convierte en una película excepcional.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2007