Algo va a pasar... Muy pronto.
martes, 14 de abril de 2009
lunes, 13 de abril de 2009
Review 'Los Abrazos Rotos (Los Abrazos Rotos)'
Narcisista reflexión sobre la evolución de un estilo
Almodóvar ofrece su película más barroca, con tiempos y protocolos estéticos que desfilan por la pantalla sin ningún tipo de autoridad sobre el desigual ritmo, pero sin perder el impecable cuidado de sus fotogramas.
El cine de Pedro Almodóvar pasó de la modernidad irreverente que simbolizó la denominada “movida madrileña”, cuna de la cultura alternativa, el ‘underground’ o la contracultura, con un cine incisivo, directo, donde el humor y el descontrol provocativo eran las señas de identidad a otro cine mucho más meditabundo, profuso en un embellecimiento y técnica, en historias dotadas de melodramatismo salpicado con gotas idiosincrásicas vinculadas al pasado del cineasta. Sin embargo, esta pérdida de la vanguardia y la insolencia fue dejando, sobre todo a lo largo de su cine de finales de los 80 y principios de los 90, a un Almodóvar autoconsciente de su nombre y de un estilo por explotar.
La revolución valiente y genial de sus inicios quedó atrás en el tiempo. Llegó un momento en el que “cineasta manchego más internacional” inclinó la balanza hacia la filia por la complejidad de historias en las que el pasado, el sentimiento de culpa, las apariencias y secretos. Con ello, los diálogos perdieron su frescura junto a una mezcla de géneros que se han transformado en un hábito esclavo de sí mismo.
Echando un vistazo a su última película, ‘Los abrazos rotos’, el espectador tiene la sensación de acudir a otro de esos espectáculos ‘almodovarianos’ tan típicos de su cosecha. No muy lejos de los argumentos de ‘Carne trémula’ o ‘La mala educación’, ni tampoco del estilismo conceptual de ‘Todo sobre mi madre’, ‘Hable con ella’ o ‘Volver’, Almodóvar ha dejado las superficies imperfectas, el humor, el desparpajo coloquial y el descaro localista de su cine para convertirse en un icono de sí mismo. Los dramas siguen empeñados en resultar enigmáticos, con la utilización del metalenguaje y el hipertexto, donde la elipsis se entremezcle con la idealización de la secuencia y el plano, jugando con ficción y la realidad, paliando los vacíos de sus guiones con los ambientes, con una pormenorizada dirección artística sumida en el ‘horror vacui’ y con la música de Alberto Iglesias como telón de fondo. ‘Los abrazos rotos’ se sumerge en las turbias aguas de varias historias interconectadas a través de un director y guionista, Harry Caine/ Mateo Blanco, que hace años sufrió un accidente y ahora está ciego. Pese a ello, quiere seguir haciendo cine desde la oscuridad, sumido en la tristeza, evocando al que fuera su gran amor, Lena, una secretaria aspirante a actriz que era la mujer de su productor. Su vida está salpicada, obviamente, por personajes que encubren con hermetismo historias personales y pasajes de vida recónditos que les vinculan dramáticamente.
La cinta es un enorme ‘flashback’ defragmentado en la memoria del protagonista, estructurando la historia en un nuevo juego de duplicidad, aunque no tiene tanto que ver con una articulación de dobles realidades, sino que Almodóvar, esta vez, proyecta sus piruetas en el cine como profesión y pasión, ésa palabra tan fundamental y enfática en este filme. Aquí Almodóvar, como en ‘La mala educación’, pretende combinar géneros antagónicos como el cine negro con una suerte de melodrama y toques de comedia, desplegando varios grados narrativos, donde los tiempos y protocolos estéticos desfilan por la pantalla sin ningún tipo de autoridad sobre el desigual ritmo, abogando por el barroquismo de sus imágenes antes que por la coherencia de diálogos y tramas.
Con aspiraciones de ser una profunda y compleja, ‘Los abrazos rotos’ denota un abuso de las influencias manifiestas que reconstruyen la memoria cinéfila del realizador manchego, que resucitan por momentos la ideología cinematográfica de Rossellini, Antonioni, Cassavetes, Magritte, Louis Malle o Douglas Sirk, como también a los ‘thrillers’ americanos de los años 50, con Hitchcock a la cabeza. Pero más allá de la ofrenda cinéfila a los clásicos, su enrevesada y conmovedora historia sobre fatalidad, celos y traición es una narcisista reflexión sobre la evolución de su propio cine suscrita a la miscelánea referencial e imaginería que lo caracteriza. Poco hay en ‘Los abrazos rotos’ de lúcido ensayo sobre el cine dentro de sí mismo, aunque ésta sea su mayor propósito, fundamentalmente porque se evidencia a un director excesivamente preocupado por resultar inteligente, encrespado en su narrativa argumental y estilísticamente sorpresivo, siempre asociado al impecable cuidado que denotan sus fotogramas.
Su pormenorizada pasión no es más que una exhibición bastante grandilocuente del preciosismo formal con el que Almodóvar sabe rodar, haciendo que toda la función tenga un impostado cine artístico, y demostrando, más que nunca, que es un director sumido en el artificio provisto de florituras y moderneces que se mira al ombligo con el deseo de que el espectador flipe con sus historias. Obviamente, existen momentos y planos dentro del filme que despliegan una admiración fuera de toda duda, como en cada película de Almodóvar; esas fotos destrozadas, como fragmentos de una vida que jamás volverán, la sufrida llamada de Lena a Ernesto, la lectura de unos labios en la pantalla, los dos amantes encarcelados sin poder comunicarse… Pero en el fondo, ‘Los abrazos rotos’ se revela como una película quebradiza, constreñida en su vacuo drama desprovisto de trascendencia emocional, sin alma a la hora de unificar su trama de cine negro con la médula dramática que acaba resultando una telenovela al más puro estilo culebrón.
Ni siquiera el promulgado talento de Penélope Cruz, inconsecuente en ‘Vicky, Cristina, Barcelona’ (y su Oscar), tiene la magnitud que debiera. Aunque sin llegar a las cotas de dramatismo y sutileza de ‘Volver’, la actriz está a la altura, beneficiándose además con algunas endebles aportaciones secundarias como la del espantoso Rubén Ochandiano o de Tamar Novas y haciendo contrapeso con solventes actores y actrices de la talla de Lluis Homar, José Luis Gómez, Lola Dueñas, Blanca Portillo y Carmen Machi. ‘Los abrazos rotos’ vuelve a ser la historia oscura y dolorosa que tanto prolifera en el último cine de Almodóvar, llena de amores intensos y cruzados, donde hay celos, venganzas y abusos terribles que devienen en exhibiciones de poder por parte de aquéllos que dominan el mundo, mostrando el amor como una expresión de condescendencia y de olvido.
Un autohomenaje con ornamento que se sostiene en la belleza de su estilo que es capaz de acabar dándole una vuelta radical a su último testimonio de amor al cine y dibujando un final definido en el mundo de la comedia con esa película dentro de su película ‘Chicas y maletas’, una nostálgica dedicatoria a los comienzos, a su época más venerada y clásica, cuando Almodóvar dibujaba personajes con vida o dramas más inspirados que su última y más floja película en mucho tiempo.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009
jueves, 9 de abril de 2009
Especial Semana Santa: Review 'La pasión de Cristo (The Passion Of The Christ)', de Mel Gibson
La efectista violencia de un calvario
‘La Pasión de Cristo’ no es más que un producto de calculada trascendencia comercial que removerá el corazón de los fácilmente impresionables.
En nuestra cultura occidental, desde Giotto –hacia finales del 1200– hasta la magnífica era de los grandes pintores seculares holandeses del Siglo XVII, las imágenes de Jesucristo y su Pasión han sido imprescindibles en el entendimiento del Arte. En el cine (sobre todo en el épico) también ha habido una predilección ‘histórico-bíblica’ hacia el sufrimiento y muerte de Cristo. En una época dominada por los grandes blockbusters comerciales, los remakes, el cine repleto de sangre y las películas de efectos especiales, Mel Gibson ha tenido a bien acopiar todos estos elementos y fusionarlos con el siempre controvertible y comercial argumento de la religión, aderezado además con una suficiente cantidad de escándalo que persigan su nuevo filme al proponer esta esperada y propagada ‘La Pasión de Cristo’.
Para su salmo cinematográfico y religioso, Gibson ha tomado como referente las revelaciones que aparecen en el libro ‘La dolorosa Pasión de nuestro Señor Jesucristo’, de la mística alemana Ana Catalina Emmerich. La película comienza con Jesús de Nazaret orando en el Monte de los Olivos en Getsemaní. Allí, Satanás tienta a Jesús para convencerle de que abandone su misión redentora. Los soldados romanos se llevan al Mesías debido a la denuncia de Judas. Cuando Poncio Pilatos dicta su destino secundando la petición de los judíos, el Hijo de Dios tiene doce horas antes de que fenezca en la Cruz sobre el Gólgota. Éste es el comienzo de la polémica visión de Gibson, del último medio día de Jesús. Un argumento que consiste, básicamente, en la selección de tres o cuatro capítulos de cada Evangelio (en Mateo, 26-28; en Marco, 14-16; en Lucas, 22-24; y en Juan, 18-21) para narrar, con todo lujo de detalles, el calvario que sufrió el Profeta antes de su muerte.
Mucho se ha hablado de la explícita violencia de ‘La Pasión de Cristo’. Y no es difícil apoyar esta abusiva directriz a la hora de hablar del filme de Gibson. Transcurridos unos minutos, la extrema rudeza del contenido violento comienza tras la captura de Jesús, dramatizada instantáneamente con un recital de abusivos golpes por parte de los soldados romanos que le descuelgan por un puente. Es la primera acción cruenta de un amplio catálogo de golpes (con un variado inventario de armas de tortura), latigazos, guantazos, pateos, heridas, esputos, sangre y brusquedad con la que se condimenta una película mantenida en la fuerza sangrienta de su imagen. A lo largo de las más de dos horas que dura este espectáculo ‘ultragore’, el espectador es flagelado con el rebuscado efecto de la imagen sádica y de la angustia atroz que produce un sobredimensionado sensacionalismo en busca del estremecimiento.
Tras esa hosquedad, Gibson oculta su obstinada búsqueda de lo comercial, lo polémico y lo vendible. Sin embargo, y a pesar de situarse cerca del ‘splatter’ de las películas más sangrientas del subgénero (recreándose en el efectismo absurdo de cada golpe para provocar unas reacciones que harán efecto en aquellas personas desacostumbradas al cine de terror contemporáneo y que altere a las que van a ver la cinta como un evento puntual), ‘La Pasión de Cristo’ no es más que un producto de calculada trascendencia comercial y emocional, de estética acentuada e indigesta, que removerá el corazón de los fácilmente impresionables y a los que no sepan ver más allá de los más obvios recursos cinematográficos utilizados por Gibson.
Más allá de esta polémica, la tercera película del cineasta no cuenta nada nuevo. De su supuesta literalidad del fondo pasional del calvario deviene uno de los mayores problemas del filme. El mismo de toda la película literaria: su total previsibilidad, la sensación de haber visto lo narrado muchas veces. Algo que se deja ver tras frases, escenas y parábolas por todos conocidas y sabidas. Para intentar camuflar este gran problema medular, Gibson se centra básica-mente en un detallismo que ambiciona la crudeza del documental y hace minuciosa la tortura y muerte de Cristo en la Cruz. Todo un error que absorbe por completo cualquier rasgo estilístico de un Gibson que falta a su coherencia como director dejando que el impulso de sus imágenes resulte evangélico y épico.
De ahí que el realizador asfixie a la platea con una reiterativa y plomiza cámara lenta para exaltar gestos y momentos de una solemnidad y dramatismo a veces inexistentes y que quedan totalmente deslucidos por ese ímpetu de aproximar al espectador al sufrimiento y a la barbarie en un simulado epicismo del que sin duda carece el filme. Hay por tanto un impulso por contar cómo fueron las cosas hace dos mil años, abusando de artificiosos recursos para dar verosimilitud a la historia. Algo que no sucede en un guión que adolece muchas veces de falta de coherencia.
En este desabrido terreno destaca la concesión licenciosa a introducir una subtrama del Diablo a lo largo de la historia. Antagonismo que, a partir de su primera aparición, se manifiesta en miradas malignas y en una inexplicable utilización de efectos especiales de maquillaje (hay que destacar la veracidad de la sangre en la labor de Greg Cannom y Kelley Mitchell) más propios de una película de terror slasher que de una cinta teológica como la que pretende otorgar Gibson a los fieles creyentes. Una errónea forma de mostrar la dicotomía entre el Bien y el Mal que se materializa en ese final condenatorio del Diablo en contraposición a un epílogo a lo ‘Terminator’ de Jesús de Nazaret, resucitando con un gol-pe de efecto musical más descifrable en una película de acción que en esta equívoca muestra de aparente realismo. La excedida heroicidad sobrehumana que convierte a Jesús en un impertérrito superhéroe capaz de soportar la inclemencia de unas palizas físicas imposibles de concebir o la caricaturización de algunos personajes como un Herodes extremadamente gay o un Barrabás transformado en ogro fabulesco son algunos de los ejemplos de la sátira licenciosa de un Gibson que desperdicia la ocasión para indagar en la situación de aquellos judíos que no comprendieron el mensaje de Jesús y de cómo éste reaccionó por ello, dejándolo en algo insinuado, velado, desdibujado.
El director de ‘Braveheart’ prefiere mostrar la historia con un desmesurado maniqueísmo donde los asesinos son todos y donde sólo hay una víctima: Jesús. Judas Iscariote le traicionó, las autoridades judías le enjuiciaron, los apóstoles le abandonaron (Pedro le negó), el rey Herodes se río de él, Pilatos le condenó, la masa pública pidió su muerte, los soldados del imperio romano le azotaron y crucificaron… Todo ello hace que ‘La Pasión de Cristo’ sea vista tan sólo como una flagelación paroxística en su goce culpable, como una vacua, violentamente efectista muestra de carencia de efusión de la que se supone que habla. Una efusión emotiva que alcanza su gran fuerza en la sugerencia de los mejores y más valiosos momentos de la película, aquéllos en los que se aprecia la Pasión a través de los ojos de María y María Magdalena, papeles fundamentales reducidos aquí a simples espectadoras horrorizadas.
Para evitar caer en un aburrimiento que se apodera del cinéfilo desde sus primeros compases, Gibson recurre a pequeños 'flashbacks' de relleno bíblico para no acusar la lentitud del evento que es este indolente suplicio. Es la paupérrima forma que tiene la película de mostrar la conexión entre la Pasión de Jesús y los Sacramentos (en siete momentos se refiere a los recuerdos a la Última Cena). Esto y algunos momentos evangélicos, como la presentación de líderes religiosos como Nicodemo y José de Arimatea forzados peligrosamente a defender al hijo de Dios, Simón y su forzosa ayuda a Jesús con la Cruz y el hermoso momento (posiblemente uno de los únicos en los que Gibson haya acertado dilatando la prorrogable e insistente partitura de John Debney) en que Verónica se acerca a Jesús para limpiar su cara, hacen que la historia tenga algo de interés.
En cuanto al reparto, Jim Caviezel compone uno de los papeles más fáciles que un actor haya desarrollado últimamente al interpretar a un Cristo sin pasión, aburrido y que debido al énfasis violento de Gibson sólo permite ver en su registro quejidos entrecortados y gritos de sufrimiento. Todo lo contrario que un maravilloso reparto ecuménico de actores desconocidos a los que se suman una admirable Monica Bellucci y, sobre todo, la prodigiosidad de una intensa y atormentada Maia Morgenstern. Otra de las pocas virtudes que encuentra ‘La Pasión de Cristo’ es el riesgo de jugar con el historicismo llevado al exceso, percibido en las lenguas del Israel del Siglo I (el latín para los personajes del Imperio Romano, el arameo para los hebreos no cultos) que se utilizan en la película. Un hecho intrascendente que tendría su importancia si se viera el concepto de sacrificio diluido y olvidado para ahondar en su valor propiciatorio, lo que permitiría comprender, en un corte transcultural, el significado del sacrificio humano en el conjunto de nuestras culturas. Pero esto no es así en el filme de Gibson. El resultado de todo ello es una película pretenciosa, por momentos monótona, que apoya sus mejores valores artísticos en el redundante tratamiento fotográfico de Caleb Deschanel inspirado en el tenebrismo de las pinturas de Caravaggio. Una película que ha provocado una reacción que va más allá de la misma cinta y de su director, incluidos en la comercialidad de una más que excelente campaña de marketing. Eso y simplemente eso es ‘La Pasión de Cristo’, vista por Mel Gibson.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2004
ANÉCDOTA: Por esta crítica recibí todo tipo de insultos, ofensas, amenazas y comentarios despectivos por parte de cierto sector ultracatólico que, en discrepancia con mis palabras sobre el filme de Gibson, optaron por olvidar las buenas formas, la ética y el respeto y demostrar hasta dónde llega la exaltación de credo. El mejor ejemplo, también el más educado, ya apareció hace tiempo en el Abismo.
Fue un mail y un post para el recuerdo.
Simplificar ideas
"La película va de que el mundo está amenazado. Sustituimos la mano de los extraterrestres y las raíces rojas por los números predictivos de la cápsula, damos un aire apocalíptico y ya tenemos el poster de la última de Alex Proyas".
miércoles, 8 de abril de 2009
Ángeles González Sinde, la ministra que amaba Internet
Antes de jurar el cargo como nueva ministra de cultura, Ángeles González Sinde, la presidenta de la Academia de Cine de verbigracia y discursos ingeniosos, ya está en el punto de mira. Y lo es porque este paradigma de la sosería e insipidez humana que esconde una alimaña con sed de sadismo se ha ido granjeado enemigos dentro del mundo de Internet gracias a sus declaraciones monotemáticas o sus admoniciones infundadas y vacuas, así como a una reiterativa pesadumbre de discurso sobre la ‘piratería’ y sus riesgos, primero en el cine español, que ella parece conocer por provenir de él y luego, en segundo término, sin mucha preparación para hablar de ello y dando menos importancia, del resto de la cultura. Cuando más era necesario abogar por una persona con capacidad de innovación, conocedora del medio y equilibrada en su función de defensa de los derechos tanto de los creadores, como de internautas, así como de los ciudadanos en general, colocan a una mujer que, con sus conocidas frases radicales y trasnochadas, va a desembocar en un atentado contra la sociedad de la información, que tendrá más consecuencias negativas en la cinematografía y la sociedad española que ventajas. Es más fácil cargar contra nuevos modelos estructurales que asocien el derecho del autor con las nuevas tecnologías o abogar por un proteccionismo extremo antes que buscar soluciones reales.
Es la actitud de alguien cree que Internet únicamente se utiliza para descargar películas o música y que piensa que el canon que pagamos todos, el mismo que sale de los bolsillos de gente que utiliza los mecanismos de almacenaje para guardar trabajos y documentos, es insuficiente. La cultura, desde ayer, se reduce a una sola cuestión: la piratería. Por supuesto, la FAPAE y la SGAE ya se están frotando las manos. Y el mundo de Internet se ha echado las manos a la cabeza por la despótica y arbitraria época a la que parece avocada la red. Sólo esperemos que cualquier derecho constitucional no sea aplastado por un decreto-ley unilateral e imperativo.
martes, 7 de abril de 2009
Judd Apatow: de la sonrisa al bostezo
‘Superfumados (Pineapple Express)’ ha sido la gota que ha colmado el vaso. Mi punto y final a esa moda de comedia moderna establecida por el inefable Judd Apatow. Vale que sea el adalid de la “nueva comedia americana”, que le hayan colgado el cartel del heredero de John Hughes y que suponga que ha dinamitado las convenciones del género para reinventar sus tópicos. Me da igual que se haya formado junto a cómicos del ‘stand up’ tan míticos como David Spade, Allen Covert y Adam Sandler y que ahora mismo tenga el éxito que hubieran querido para sí gente como Kevin Smith o posteriormente Wes Anderson y Alexaner Payne. Ya está bien de darle vueltas a lo mismo, de narrar, ya sea como director o como guionista o productor, la eterna historia impregnada del sentimentalismo que maneja a la hora de indagar en las relaciones de amistad como punto en común de sus filmes, de la necesidad de madurar como paso necesario en la vida, dejando atrás la estupidez que representa el síndrome de Peter Pan que afecta a casi todos sus personajes.
Me parece perfecto que haya sabido conjugar la incorrección política con los convencionalismos de la comedia, ensamblando los mecanismos del género al servicio de historias con incuestionables planteamientos que se van apagando en su ensimismamiento por ir trascendiendo con cierta distinción, alargando lo que podría ser un eficiente ejemplo de cadencia cómica hasta el tedio insoportable que suele afectar al último tramo de sus historias. Apatow parece que mola por su excelente manejo de personajes que fluctúan entre la inmadurez y la aceptación de ése paso definitivo sin vuelta atrás, salpicando sus propuestas con una cierta crítica social que exterioriza grandes dosis de autoindulgencia y mengua la eficiencia que muchas veces se le imputa.
Reconozco que algunas de sus producciones tanto como director, las que menos, como en las que ejerce de guionista y productor, las que más, mantienen un sentido de aceptación naturalista del humor crudo y a la vez sentimental y llegan a resultar atractivas y encantadoras. Sin embargo, no sé por qué, pero la totalidad de ese inconfundible sello Apatow mantiene un constante deterioro; el argumento se va dilatando paulatinamente hasta revertir la comedia en soporífera reiteración inacabable. De la sonrisa al bostezo, ésa podría ser la mejor definición a esta raigambre que, por si fuera poco, ha logrado quemar rostros y talentos como los de Seth Rogen (que está hasta en la sopa), Jonah Hill, Bill Hader o su insufrible mujercita Leslie Mann.
lunes, 6 de abril de 2009
Jackie Earle Haley, nuevo Freddy Krueger
Es exagerado hasta qué punto la enfermedad del ‘remake’ se ha establecido en Hollywood. Las revisiones de clásicos del cine se han vuelto un filón a la hora de reventar aquellos productos que en su día, por una u otra razón, pasaron a la galería de fenómenos de culto. Curiosamente, el género de terror ha sido el más afectado por esta incoherente tendencia al remedo, a la actualización sin sentido. Hollywood atribuye esta deleznable moda la reticencia del público juvenil estadounidense a desempolvar cualquier película de género con más de diez años de antigüedad. Después de alguna que otra interesante excepción como la aclamada ‘Amanecer de los muertos’, ‘La Matanza de Texas’ o ‘Las Colinas tienen ojos’ y de chorradas innecesarias como ‘La niebla’, ‘La morada del miedo’, ‘Carretera al infierno’ o ‘Viernes 13’, llega otra obtusa idea de ‘revival’; la recuperación y a la vez oprobio de la figura de Freddy Krueger, icono del cine de terror de los 80, que devolverá esa ‘Pesadilla en Elm Street’ con el inquietante rostro de Jackie Earle Haley. En el tintero, ‘mancillaciones’ futuras como ‘La semilla del diablo’, ‘Los pájaros’ y el nuevo ‘Hellraiser’ por parte de Alexandre Bustillo y Julien Maury (los creadores de ‘À l'intérieur’). Pura ilógica.
jueves, 2 de abril de 2009
Review 'A Ciegas (Blindness)'
Distopía, ceguera y deshumanización
Meirelles adapta el texto de Saramago dejando a un lado la introspección individual de los personajes y objetivando la esencia milenarista para caer, sin embargo, en un inconsecuente conservadurismo esperanzador.
Publicada en 1995 por el escritor portugués José Saramago, ‘Ensayo sobre la ceguera’ supone su mejor y más aclamada obra junto a ‘Todos los nombres’ o ‘La Cueva’. En ella, una extraña epidemia de ceguera se extiende entre la población. En un principio se piensa que la llamada “ceguera blanca” es contagiosa, por lo que las víctimas son recluidas y sometidas a cuarentena en un pabellón psiquiátrico abandonado. Dentro de este siniestro espacio, existe una mujer que finge su ceguera para acompañar a su marido. Con esta propuesta que podría definirse como ‘ciencia ficción’ realista, Saramago aporta una perspectiva sombría y bastante pesimista sobre la humanidad para ofrecer una reflexión y parábola acerca de la sociedad actual, trascendiendo así el significado de ceguera y definiendo al ser humano abandonado al nihilismo extremo y los más bajos instintos cuando la realidad le pone en lucha por su supervivencia.
Llevar a la pantalla el texto, expuesto sobre el papel con densidad, sin puntuación, asfixiante en sus descripciones y sin identificar los diálogos dentro del texto, amén de los simbolismos, reflexiones y análisis del autor, no es una labor de fácil traslación. Su contenido desposeído de una grafía reconocible, densidad expositiva y subjetiva hacen ardua la traducción a imágenes. Dadas tales limitaciones, el director brasileño Fernando Meirelles ha optado en ‘A ciegas’ por dejar a un lado la introspección individual de los personajes y objetivar la esencia milenarista de corte opresivamente sociológico, delimitando los roles a la tragedia y el caos y no viceversa, lo que hace que la película se entregue al espectador de una forma más explícita y carente del sutil sofisma que el texto literario.
El guionista Don McKellar ha tratado de acercarse con fidelidad al texto de Saramago, sin perder la alegoría sociopolítica y dándole la oportunidad a Meirelles de encontrar una expresión cinematográfica cercana a su estilo narrativo elegantemente sofisticado, complejo y muy dinámico. Para eso, Meirelles es un excelente creador de contextos, de imágenes inquietantes, de malsano ambiente creado por medio de sus medidos encuadres que consiguen expresar metafóricamente la sensación de ceguera y malestar que sufren los afectados por la pandemia. Sin embargo, cae con reiteración en el exceso de fogonazos de luces níveas y de juegos constantes con el desenfoque, que frenando la descripción con tanto ‘shock visual’ de los que padecen la ceguera. No es necesario enfatizar la utilización del juego de lentes, ya que el filme se muestra mucho más férreo en su finalidad de angustia desde la perspectiva objetiva, con el asiático que pierde la vista en su inicio, la desesperación de ese ladrón de coches que es repudiado por su ex mujer o el pánico desatado por la prostituta de gafas oscuras e incluso el despertar del oftalmólogo ciego. Y lo hace jugando con los reflejos de cristales o los cielos blancos que producen un efecto estético mucho más perturbador que tanto efecto de postproducción.
A tenor de lo que suscita el texto de Saramago y las imágenes de Meirelles, ‘A ciegas’ podría equipararse a esas fascinantes películas de John Carpenter caracterizadas por un grupo de personas encerradas en un área circunscrita a la desesperación que desencadena el odio y el enfrentamiento. Se sitúa así en un relato sobre la deshumanización del hombre, que deja de ser una unidad racional para ir perdiendo la moral, el orden y los valores cuando son hostigados por el instinto de supervivencia que desencadenan los impulsos más primitivos, ya no como arma de defensa, si no como un abuso de albedrío desprovisto de cualquier ética y humanidad. En un escenario distópico infectado de nihilismo, ‘A ciegas’ propone su pesadilla entre el éter catastrofista y el empeño realista, manifestados a la hora de fabular con una sociedad está contagiada por el egoísmo y la crueldad que devienen en la ruptura de la fragilidad con la que se rompen los esquemas establecidos.
Cuando la sociedad pierde su sentido de democracia, lo fácil es dejarse llevar por la podredumbre moral. En este terreno de degradación es donde se enfrentan y convergen las ideas más interesantes del texto y del filme; primero, en la jerarquía despótica de los miembros del sector 3, liderados por un “rey” que impone la ley del más fuerte, sin dudar en utilizar una bajeza indigna a la hora de cobrar por la comida a repartir en la destartalada institución. Segundo, frente a ese individualismo, existe la más humanista visión de los protagonistas, que acatan el encierro basándose en la dignidad y el altruismo, sometidos a las exigencias de los infames que han impuesto su autoridad. Sin embargo, ellos también sucumben a la ceguera colectiva, puesto que los hombres dejan que las mujeres sean violadas sin oponerse a las imposiciones y la mujer del doctor desata la venganza como respuesta a esas vejaciones, demostrando un grado de responsabilidad moral pero igual de salvaje en su lucha particular con la avaricia y la crueldad.
Es una pena, que en su tramo final Meirelles caiga en el conservadurismo esperanzador, en la faceta moralista de un cuento aterrador. Si tanto él como su guionista hubieran seguido los conceptos más atroces del libro del Premio Nobel portugués, la reflexión sobre la maldad y la barbarie que impera en sus páginas no se dejaría llevar por ese formulismo especulativo que tanto mal le hace a esta adaptación cinematográfica. Si bien es cierto que la recreación de ese pabellón de ciegos en cuarentena y su paulatino deterioro a causa de la invidencia de los hombres y mujeres está descrita en imágenes con un acierto fuera de toda duda (tropiezan constantemente, desisten en recoger residuos, orinan y defecan por cualquier parte de los siniestros pasillos) y que ciertos momentos dejan una gélida sensación de desaliento, dentro de su cómputo global ‘A ciegas’ queda descompensada en sus propósitos de alegoría política, psicológica y existencialista. Y lo hace, fundamentalmente, porque Meirelles hace una lectura mucho más emocional que política o sociológica, como está presente en la obra de Saramago.
El realizador prefiere encauzar su película hacia unos derroteros apocalípticos más acordes con la comercialidad de Hollywood, con esa última media hora de imágenes en la gran orbe desierta, salpicada por grupúsculos de ciegos intentando sobrevivir bajo la basura de las calles, en antítesis a la actitud de la esposa del oftalmólogo, que construye una unidad familiar dentro de su propio hogar. Tampoco ayuda mucho esa desacertada inserción del ‘off’ de tediosa redundancia entre lo que el espectador está viendo y lo que esa omnisciente voz del personaje de Danny Glover va narrando. Afortunadamente, en el apartado interpretativo destaca otra demostración de capacidad dramática de la gran Juliane Moore, que sabe preconizar la grandeza de su personaje muy por encima de ‘partenaires’ como Mark Ruffalo, Alice Braga, un bochornoso Gael García Bernal o el propio guionista Don McKellar, cuyo personaje podría dar mucho más de sí en la historia.
‘A ciegas’ no es una mala película, ni mucho menos, pero adolece de regularidad, sobre todo en su obviedad a la hora de proponer un devenir alegórico más potente. El mundo está viviendo una situación de crisis colectiva idónea con respecto a los contenidos intencionales de la historia de Saramago, pero uno se queda con la sensación de que este apreciable filme se queda corto y algo rácano a la hora de transgredir en su discurso sobre la aterradora parábola de esta sociedad en la que vivimos que encierra lo más sublime y miserable de nosotros mismos.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009
martes, 31 de marzo de 2009
'Cheers' y la Teoría del Búfalo
Fue en la mítica serie ‘Cheers’ donde se destapó la Teoría del Búfalo. Es un texto que ha proliferado por los forwards y mails de medio mundo. En ella, Cliff Clavin, hace alusión a la selección natural de los búfalos; las manadas se mueven sólo tan rápido como el búfalo más lento, lo que hace que los búfalos más lentos sean los primeros en morir y dejen espacio para la huída de los más rápidos. Norm Peterson fue el encargado de establecer una similitud entre este hecho y el cerebro humano: con la ingesta de varias cervezas, lo que está haciendo el cerebro es eliminar las neuronas más lentas y débiles. Así, la materia gris se ve aligerada y se convierte en una máquina rápida y eficiente.
Es una excusa como otra cualquier para recordar esta serie que estuvo en antena gracias a la NBC desde 1982 durante once años y logró 26 Emmys de los 117 a los que estuvo nominada a lo largo de su emisión. La memoria catódica es constante en el recuerdo de esta ‘sitcom’ sin la que la posterior evolución de la comedia televisiva en Estados Unidos no sería la misma. Ubicada en un bar homónimo de Boston, la ‘sitcom’ seguía de cerca, utilizando el género coral, las vidas del dueño del local, Sam Malone (Ted Danson), un ex jugador de béisbol de los Red Sox, ex alcohólico, hedonista y playboy, sus camareros; Carla Tortelli (Rhea Perlman) una ruda y encrespada mujer italoamericana capaz de humillar a los clientes como de tener hijos año tras año, Ernie Pantusso (Nicholas Colasanto), un olvidadizo y veterano ‘coach’ retirado y amigo de Sam (posteriormente otro olvidadizo y algo lerdo campesino en busca de fortuna Woody Boyd (Woody Harrelson) y Diana Chambers (Shelley Long), una ayudante de catedrático redicha e insoportable de la que se enamora Sam posteriormente sustituida en su corazón por Rebecca Howe (Kirstey Alley). Finalmente, los habituales del bar, que se irían ampliando desde los mencionados Cliff (John Ratzenberger,) cartero aficionado a encontrar parecidos absurdos entre hortalizas y personajes famosos y símbolo del entrañable pesado pedante y listillo de cualquier bar y Norm (George Wendt) el orondo asiduo al que nunca le falta la cerveza en la mano y una ironía que soltar hasta llegar al psiquiatra pardilllo y ‘snob’ Dr. Frasier Crane (Kelsey Grammer), que sería objeto del mejor 'spìn off' de la Historia, con una serie que duraría otras 11 temporadas y que sigue siendo una de las comedias más aclamadas de todos los tiempos.
‘Cheers’ supo exprimir como jamás se había hecho las posibilidades cómicas de un bar, de sus gentes, de anécdotas hiperbolizadas, de aventuras cotidianas de aquellos que consumen parte de su tiempo al amparo de una buena cerveza, un vistazo al partido deportivo de turno y a la charla cordial con camareros y amigos de rondas y alegría dipsomaníaca. Las historias de ‘Cheers’ mezclaban todos los elementos con los que una comedia de situación puede acercar la sonrisa al público, la metodología que después han seguido todas las series predecesoras a este hito televisivo. Una glorificación creativa y llena de ingenio a esa filosofía de barra que existe en cada bar, lugar sacrosanto de pensamientos trascendentales y absurdas extravagancias. ‘Cheers’ resumía sus conceptos en unas cuantas verdades alrededor del amor, la amistad, el alcohol y la vida. La creación de James Burrows en asociación con Les y Glen Charles sigue, hoy en día, manteniendo la misma fuerza que entonces, después de un cuarto de siglo siendo uno de los referentes y ficción televisiva antológica. Se convirtió, como bien rezaba su canción inicial, en ése lugar cuyo nombre todo el mundo conoce.
Como final anecdótico, The Bull & Finch, en la calle Beacon Street, era la ubicación que servía como exterior para los planos de recurso, el ‘Cheers’ real que se popularizó como un sitio turístico a visitar en Boston. Eddie Doyle llevaba siendo su camarero y referencia de Sam “Mayday” Malone durante 35 años. La crisis y la recesión económica que sufre el mundo actualmente ha sido la causa de su despido.
lunes, 30 de marzo de 2009
Muere Maurice Jarre
1924-2009
Los artistas que ponen música a momentos indescriptibles dentro del cine nos van dejando. El último, Maurice Jarre, que falleció este fin de semana a los 84 años de edad. El legado de sus partituras siguen siendo el mejor recuerdo que nos quedan de ellos y el testimonio de su inmortalidad. ‘Doctor Zhivago’, ‘Lawrence de Arabia’ o ‘Pasaje a la India’ son sus bandas sonoras más reconocidas, pero sólo una pequeña muestra de su gran carrera como músico cinematográfico que supera los 150 trabajos.
La épica y la pureza clásica de sus composiciones le hicieron pasar de ser de un joven compositor francés desconocido a ése autor clásico que todos recordaremos.
D.E.P.
Suscribirse a:
Comentarios
(
Atom
)