lunes, 18 de julio de 2011

Review 'Cars 2 (Cars 2)', de John Lassetter y Brad Lewis

Coches de saldo que no están a la altura
John Lasseter abandera esta continuación bajo unos conceptos exclusivamente mercantiles donde se olvida del espíritu de magnificencia que ha hecho de la factoría Pixar un criadero de obras maestras. ‘Cars 2’ es la cinta más impersonal de estos 25 años creando sueños.
Pixar cumple 25 años. El flexo del cortometraje ‘Luxo Jr.’ se viste de gala para aludir a tan magno acontecimiento dentro de una compañía que, unida a la todopoderosa Disney, ha ido malacostumbrado al público con un distintivo que las alejaba de todo lo hecho y por hacer hasta el momento de su nacimiento. Pixar se ha destacó desde su génesis por su singularidad, por la inalcanzable capacidad evolutiva que ha ido mostrando en cada obra maestra que iba hechizando al espectador sin perder el evidente gusto por lo clásico o por la épica de los cuentos infantiles. Desde ‘Toy Story’ y durante once películas la productora de John Lasseter ha concentrado en sus epopeyas un talento desmedido a la hora de transportar al espectador a ese estado de magia que parecía perdido en la animación, avivando la imaginación hasta cotas de fantasía pocas veces experimentadas dentro del género.
Pues bien, han elegido una onomástica tan importante como la consecución de su cuarto de siglo para evidenciar, primera vez en su historia, los signos de un agotamiento que no parecía tener cabida dentro de sus siempre sorprendentes proyectos. Sin que sirva de precedente, en Pixar ha imperado la comercialización, el negocio, el hecho de obtener un cuantioso lucro que evitara poner a prueba su autoridad, sin riesgo, acomodados en un factor de venta de un producto ya dubitativo que tanta rentabilidad les ha dado (‘Cars’ es uno de los productos estrella de la marca). El progreso de la fábrica de sueños pierde verticalidad desde su arranque, donde Finn McMissile, un elegante Aston Martin británico, protagoniza una de esas ‘set pieces’ que ostentan la capacidad digital de la compañía. En una plataforma petrolífera, un grupo de coches trabajan en una misteriosa arma secreta para el malvado y destartalado Profesor Z, avanzando lo que va a pretender Lasseter (acompañado en la dirección por Brad Lewis): una aventura con trasfondo de espías, de corta y pega del ‘thriller’ actual, sin ningún atisbo de gracia. Lo que viene luego es previsible; Rayo McQueen ha sido invitado a competir en el World Grand Prix, donde tendrá que enfrentarse a un arrogante campeón italiano de F1 llamado Francesco Bernoulli. En el entramado de la competición con olor a gasolina y neumático quemado, el eterno compañero de McQueen, Mate, avergüenza con su torpeza al bólido rojo y es confundido con un espía que sirve de contacto americano en la importante operación que da el sentido a toda la trama.
Existen dos grandes diferencias entre ambas cintas y que empobrece esa magnitud que Lasseter quiere conferir a su secuela; la primera y más importante, es que cambian las latitudes geográficas de la historia, lo que era un entrañable vistazo a las diferencias tecnológicas y sociológicas en una metáfora del mundo de la automoción entre la América Profunda y la cosmopolita, representada en la mítica Ruta 66 del pequeño pueblo Radiator Springs, ahora se pondera a una esfera internacionalizada, con Japón, Tokio y Londres como escenarios donde abordar el espectáculo y el rimbombante ruido de motores y carreras. Segundo, Rayo McQueen, el fenómeno más rutilante del comercio de juguetes de Pixar e imagen del éxito de la animación más allá de sus méritos cinematográficos, permanece en ‘Cars 2’ en un segundo plano, siendo esa oxidada grúa remolcadora llamada Tom Mate el que asume el rol protagónico de esta secuela venida a menos.
La función asume así su traducción taquillera en una secuela de continuismo cuesta abajo, formulado los errores de su predecesora dentro de un guión de alucinante esquematismo, que llega a traicionar tanto el espíritu de Pixar que queda como la película más floja y con menos carisma de todas las piezas de arte que ha dejado para la posteridad. ‘Cars 2’ se equivoca con su marchita condición de secuela aprovechada; en su estúpido juego al equívoco, sin acierto en su humor de ‘gags’ (como el de ver al Papamóvil introducido en sí mismo o chistes a costa de la cultura nipona o sobre la monarquía británica), con lo predecible de su narración desdibujada…
En vez de centrarse en un subfondo que puede considerarse como el mejor acierto de este ruidoso artefacto, como es la diatriba entre la gasolina tradicional y el combustible ecológico, que acaba con una férrea defensa y descarada a la prolongación de la extracción de crudo y el enriquecimiento de las petrolíferas ante alternativas en ciernes dentro de un ataque soterrado a Rusia y Arabia Saudí dentro de su plan de liberación global, Lasseter propugna un esperado discurso moralista y dulcificado sobre la amistad, sobre la importancia que tienen los golpes y las heridas en forma de abolladuras que hacen que seamos quienes somos. Algo que deja insatisfecho por ese tono de antojo del máximo responsable del sello, que encharca cualquier intento de modificación sobre las bases planteadas en su no tan catastrófica primera entrega. Ya entonces se vieron los primeros defectos, la debilidad de sus personajes, su condición de proyecto desarrollado con el único objetivo del ‘merchandising’.
A estas alturas, nadie va a escatimar en elogios a la prosopopeya digitalizada y visual de una cinta de factura intachable. Técnicamente, ‘Cars 2’ bien puede ser la más acabada de las películas de animación digital de la historia. Pero ya no es suficiente. Pesan demasiado sus personajes alejados de la empatía habitual, deshumanizados, sin ningún tipo del empuje emocional acostumbrado y despegados de la originalidad que han destilado los estudios amparados por la Disney en estos años de gloria.
Es la primera vez que Pixar compone una cinta que pasará con más pena que gloria, que devalúa este inaugural paso hacia la mediocridad y el bostezo de un filme olvidable, que reduce (esperemos que de forma frugal y anecdótica) esa marca de la casa situada con contundencia muy por encima de unas competidoras que, por primera vez en dos décadas, va a tenerlo muy fácil para superar la calidad anual. La factoría de sueños de Lasseter desciende a la muestra de un cine de animación volcado muchas veces en los adelantos técnicos por encima de sus guiones. Tanto es así que lo mejor de la película es ese corto titulado ‘Vacaciones en Hawai’, que trae a la memoria su última obra maestra ‘Toy Story 3’. ‘Cars 2’ es todo lo contrario.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2011
PRÓXIMA REVIEW: 'Bad Teacher (Bad Teacher)', de Jake Kasdan.

miércoles, 13 de julio de 2011

¡Mi nombre es Dolemite, hijo de puta!

‘Cleopatra Jones’, de Jack Startett, ‘Shaft’, de Gordon Parks, ‘Cotton comes to Harlem’ y ‘Guerra de los Gordom’, de Ossie Davis, ‘Cinturón Negro’, de Robert Clouse, ‘Black Cobra’, de Stelvio Massi, ‘Foxy Brown’ y ‘Coffy’, de Jack Hill o ‘Los Demoledores’ y ‘Superfly’, de Gordon Parks Jr. son títulos que a todos nos suenan a algo en concreto. Sí, amigos, a pelo a lo afro, gabardinas de cuero y piel de cocodrilo, estética kitsh y, de fondo, música de William Hutch o Isaac Hayes, al genuino ‘Blaxploitation’, aquel movimiento subgenérico de los 70 protagonizado por enormes ‘negratas’ y llamativas señoritas de ébano. Una suerte de pelis de acción destinadas fundamentalmente al público de la comunidad afroamericana. Casi todas ellas, de bajo presupuesto, que se inscribían dentro del cine policíaco o de acción. Lo cierto es que surgió como vía de expresión reivindicativa en el cine de su etnia y la crisis económica de Hollywood. Este acojonante subgénero dejó un cine de culto indeleble para todos aquellos que lucharon con su cine y música por los derechos civiles de los afroamericanos.
Llevado por ese sobresalto nostálgico, hoy rescato del olvido a Dolemite como el gran negrazo de la ‘Blaxploitation’. El cómico, cantante y actor Rudy Ray Moore se dio a conocer con el álbum ‘Eat Out More Often’ que supuso una tragedia para los censores de los 70 (suponemos que a los de ahora lo califiarían poco menos que como un furúnculo), ya que se trataba de un vinilo guarrísimo, lleno de instigaciones, barrabasadas verbales, descarríos sexuales y un poquito de violencia contra los blancos; o lo que es lo mismo: un grito de rabia del ‘Black Power’. A Rudy Ray le salió este primer trabajo por unos (según cuenta él mismo) 249 dólares y lo cierto es que hasta hoy en día se sigue vendiendo como las rosquillas. En aquel disco incluyó un tema titulado ‘Dolemite’, que versaba sobre un impresionante negrata salido del ‘ghetto’ que, además de impartir justicia a base de patadas de kárate y hostia a puño cerrado, se autodefinía como una “máquina de follar”. Todo un titán.
Fortalecido por el éxito del disco, Rudy Ray Moore se atrevió a rodar una película de serie B, con estética de ‘caspa cinema’ que recogía las desventuras de este antihéroe en una película que si bien no aportó un aserto de calidad artística al subgénero del ‘Blaxploitation’ sí se pudo comprobar la agudeza irónica de su fondo y su exultante perspicacia, dejando para la galería a uno de los héroes afroamericanos más poderosos, lenguaraces, groseros y carnalmente enérgicos de cuantos se recuerden. Rudy Ray obsequiaría a sus leales seguidores con más títulos protagonizados por Dolemite: ‘The Disco Godfather’, ‘The Human Tornado’ y ‘Petey Wheatstraw’: the devil’s son-in-law’ son algunos ejemplos de su prolífica y particular mitología.
En los 90, el mundo del ‘Hip-Hop’ recuperó su figura homenajeando en forma de odas de rap este personaje. Dr. Dre, Eazy-E, Ice-T, Big Daddy Kane y sobre todo Snoop Doggy Dogg han sido los paladines de la figura de este ‘Big Nigga’ de la historia. Relegado por muchos estudiosos del subgénero que le discriminan y vapulean en cuanto tienen ocasión (en especial Fred Williamson –uno de los escritores de ‘blaxploitation’ más conocidos-), la efigie de ‘Dolemite’ perdura en aquellos que escuchamos sus rabiosos discos y crecimos viendo sus impertinentes películas. Y de ningún modo podremos postergar la gloriosa frase (a lo James Bond) que nos dejó como epítome de su personalidad: “Mi nombre es Dolemite, hijo de puta”.
Lo ultimo de Rudy Ray fue dar vida a Mr. Slippers, uno de los personajes de de la controvertida película de animación políticamente incorrecta 'Li'l Pimp', junto a Bernie Mac, Li'l Kim y William Shatner o su cameo precisamente como ‘Dolemite’ en el clip de los Cobra Verde del tema ‘Riot Industry’. Su carrera agotó su estelar presencia con la voz en la serie televisiva 'Sons of Butcher' y volvió a ser el mítico Petey Wheatstraw en la canción ‘I Live For The Funk’ que incluía también a Blowfly and Daniel Jordan. El mítico actor de Dolemite falleció hace tres años, en octubre de 2008 a causa de una complicación con su diabetes.
Desde este pequeño Abismo he querido desenterrar la fisonomía de Rudy ‘Dolemite’ Ray evocando tan denostado rol y postulando a favor de esta leyenda, glorificando la gesta de un negrata inolvidable y apoteósico. Pequeños dioses que son desconocidos hasta por los más entendidos en el tema y que ocupan, sin embargo, un lugar preferente en algunos de los pocos freakies que los veneramos.

lunes, 11 de julio de 2011

España, campeona del Mundo: Qué noche la de aquel año

Hoy hace un año en que el mundo del fútbol se vistió con los colores de la selección española. 365 días que han pasado volando. Y todo, porque parece que fue un sueño. Un sueño del que no queremos despertar. Por eso, qué mejor que recordar aquellos 120 minutos para la gloria de un deporte que necesitaba de un triunfo de tal categoría para erigirse en categórico. Nadie podrá olvidar aquel gol, aquella tarde que precedió a una noche memorable llena de anécdotas individuales. Nadie podrá olvidar que un 11 de julio de 2010 fuimos campeones del Mundo. Durante las horas que precedieron la final del Mundial de Sudáfrica había una sensación de exultación y nerviosismo pocas veces experimentada por el aficionado al fútbol. No había otro tema de conversación que ese partido tan decisivo, esa final que España jugaría por primera vez en su Historia. Había consenso “era el partido más importante de nuestras vidas”. Daba igual el club que cada uno llevara en su corazón, era indiferente a cualquier rivalidad porque la exteriorización de un sentimiento único se ha visto en las ventanas, con esas banderas que han animado de la Selección durante todo un mes, con esa gente que ha salido a la calle vestida con una camiseta roja, con esa emoción común despertada progresivamente hasta llegar a un fecha que jamás olvidaremos: el 11 de julio de 2010.
Hay una frase que reza que para lograr el triunfo siempre es indispensable pasar por la senda de los sacrificios. Pues así es. Eso es lo que ha padecido el colectivo de jugadores seleccionados por Vicente del Bosque. Han sabido sufrir, se han levantado cuando han caído y han seguido jugando con la creencia de los ganadores, confiando en sus posibilidades por encima de críticas o cuestionamientos, demostrando sin palabras y con juego porqué debíamos confiar en ellos. Horas antes de la final los nervios estaban a flor de piel. Los ciudadanos de este país teníamos la sensación de que ya iba siendo hora de que el Deporte Rey se pusiera a la altura de otros países con éxitos mayores pero menos lúcidos que la última Eurocopa conquistada por la selección. Por muy arriba que estuviera en el ‘ranking’ FIFA, el fútbol español aspiraba a merecerlo con el título más importante del mundo. La gran final era un reto sublime, ideal para manifestar ese sueño colectivo.
La tarde comenzó con los lógicos nervios ante un evento de tal trascendencia. La gala de clausura evidenció dos cosas; que los sudafricanos pueden sentirse orgullosos de haber organizado uno de los mejores mundiales de la Historia y los tonos de luces amarillos y rojos transmitieron una sensación de augurios y absurdas cábalas. El estadio Soccer City de Johannesburgo dejó algunos de los instantes más bellos dentro de una celebración de este tipo, en una conexión mágica de tecnología y tradición, dando protagonismo a esa cultura ancestral de un país volcado con este acontecimiento de alcance universal. Bailes tribales, canciones, ritmo, alegría y la aparición de unos elefantes mágicos no faltaron en una noche en la que Shakira dejó sus contoneos de pelvis y su ‘Waka Waka’. Incluso el símbolo de unión personificado en Nelson Mandela no quiso perderse la oportunidad de saludar al mundo y agradecer de esta manera a su país la excepcional imagen que han dado al exterior.
Pero había algo más importante. Llegaba el momento de la verdad. Era el momento de la final histórica entre Holanda y España. No procedía pensar en el pasado, ni en las decepciones, ni en el sufrimiento, ni en las injusticias donde el dolor y la decepción habían sido casi un molesto compañero en las grandes citas. Las televisiones de toda España desprendían una esperanza capaz de unir a 46 millones de personas; familias y amigos que esperaban vivir un día que jamás iban a poder olvidar. Los bares atestados de gente, las terrazas sin una sola silla vacía, plazas con pantallas gigantes abarrotadas de personas vestidas de rojo y casas donde familias enteras se aferraban a un mismo sueño, agarrados los unos a los otros en el momento en que el himno sin letra sonaba en el Soccer City. La función había comenzado.
Se sufrió más que nunca. El guión del partido se escribió con una dureza por parte de los holandeses que es inconcebible en un partido de esta categoría, ayudados por un nefasto arbitraje de Howard Webb, indigno para una Final de un Mundial. España comenzó a jugar con soltura, como ellos saben, sin prisas, con el mando del partido, a gusto con la pelota. Holanda se fue dando cuenta de que esta selección no iba a caer en ningún error y empezó a intentar desequilibrar el juego con una dureza austera y reprochable, al límite de la legalidad. Los Van Persie, Robben, Kuyt… evidenciaban la impotencia de un equipo perdulario y deshonroso que dejó alguna imagen escalofriante, con Van Bommel repartiendo patadas y a De Jong dejando patente su salvajismo sin sentido al lanzar un escalofriante golpe al pecho de Xabi Alonso. Lamentable. Como también lo fue la entrada de Sneijder a la rodilla derecha de Busquets. Iniesta también caía una y otra vez por los crueles ataques de una selección violenta que dejó ver su cara más triste dentro del Mundial. Jugando a frenar la exhibición española, a perder tiempo, a intentar llegar a los penaltis, única forma de poder llevarse la Copa a casa.
Sin embargo, esta Holanda de Bert van Marwijk, la misma que dejó en la cuneta a Brasil, tiene el peligro congénito cuando dos de sus bestias, Robben o Sneijder, sacan a relucir retazos de ese gran talento. Por ello, Robben estuvo a punto de perforar la meta española en dos ocasiones clarísimas. No era el día de más penas y apareció el “Santo” para salvar otra vez a su país. Iker Casillas fue decisivo en este partido. Cuestionado y criticado, supo reponerse ajeno a las habladurías y dar la mejor versión de sí mismo con dos paradas que ya forman parte de la Historia. Todos teníamos ya el corazón en un puño. Los nervios fuera de sí. Sin poder apenas tragar saliva. Llegaba la temida prórroga. Otros treinta minutos de calvario. Era imposible la conexión entre Xavi, Busquets, Xabi Alonso e Iniesta. El juego rudo, la creatividad destruida por la defensa neerlandesa. Ellos jugaban a lo suyo, esperando poder morder. Las porterías parecían infranqueables. Del bosque movió ficha y sacó a Navas y a Cesc. Ni por esas. Los penaltis parecían el final de una noche de tensión insoportable y agónica.
Cuando todo parecía ideado para que nos diera un infarto, Torres saca un centro descontrolado que rebota en un defensa y le cae a Cesc que sabe ver a Iniesta sólo a su derecha y el tiempo se detiene, las caras de millones de españoles se asfixian sin pestañear, esperando que la bota del de Fuentealbilla golpee un balón que va con fuerza segura hacia dentro, sin que Stekelenburg pueda evitarlo. Había sucedido. El milagro se había obrado. El gol que valía una Copa del Mundo había quedado grabado a fuego en los ojos de todos los espectadores unidos en un solo bramido desatado “¡Gol!”. Los gritos, los abrazos, las lágrimas liberadas ante tanta tensión, las bocinas, los petardos, las botellas descorchándose… más abrazos, más lágrimas, risas nerviosas.
Todo en el mismo instante en que Iniesta, consagrado como el héroe eterno de Johanesburgo (“¡Iniesta de mi vida!” gritaba Camacho), dedicaba el gol a su gran amigo fallecido el año pasado Daniel Jarque, rodeado de las caras extasiadas de sus compañeros, de esos abrazos físicos y simbólicos llegados de todas partes del mundo. La épica había vencido. La justicia estaba de nuestro lado. Sin creérnoslo del todo vimos finalizar ese partido de nuestras vidas, celebrando una victoria sin precedentes. El fútbol había dado la mayor hazaña de la Historia. España era por fin CAMPEONA DEL MUNDO. Si es cierto que vencer sin peligro es ganar sin gloria, España había logrado la Gloria más dulce de cuantas se puedan disfrutar.
Ha sido un mes espectacular e inolvidable, que ha dejado una imagen de nuestro fútbol inimaginable hace años. El Mundial de Sudáfrica siempre permanecerá en nuestra memoria como “Aquel Mundial que ganamos”. Por esa bendita estrellita que acompaña desde el domingo a nuestro escudo, como recuerdo de este grupo de amigos que abogan por la discreción, por el espíritu de lucha, por la disciplina y que valoran la importancia de la relación dentro y fuera del vestuario. Es lo que convierte a la selección en el paradigma del fútbol moderno; la calidad y el talento, la velocidad, el toque distinguido, el esfuerzo del dominio. Porque cuando el rival se vuelve infranqueable se tiene la seguridad suficiente para buscar el espacio, para crear en colectividad un fútbol lleno de magia. Y detrás de esa filosofía se encuentra un hombre tranquilo, una buena persona, un señor cauto, reflexivo y silencioso. Y de Salamanca.
Vicente del Bosque ha permanecido fiel a su estilo, sin dejarse intimidar por controversias ni críticas. El “mister” ha acertado en todo. Sus movimientos responden a un estratega que sabe más que nadie de esto, aunque por su humildad y modestia no pueda ni quiera reconocerlo. Ese estilo de sencillez, de respeto ante el contrario, de prudencia y de corrección es el que ha sabido inculcar a sus jugadores, a ese grupo de amigos que lo hacen tan bien dentro del campo, en el paradigma de la unión, de la complicidad y reciprocidad a la hora de crear un estilo. El mismo que se utiliza en las celebraciones, de aquel que rompe a llorar cuando se gana, del otro que hace una broma cuando procede, de todos los que han dedicado este triunfo a la familia del fútbol y a un país cuya fuerza e ímpetu en su apoyo es reconocido. Como darle un beso a una novia delante de millones de ojos que saben valorar la naturalidad espontánea que caracteriza a estos muchachos.
Podría dilatar más esta contracrónica abismal. La intención era hacer un repaso por el Mundial, por sus protagonistas, hablar del pulpo Paul, de Maradona, del Jabulani, del ridículo de potencias futbolísticas que han caído sorprendentemente a las primeras de cambio, de un balón de oro que no ha sabido reconocer la valía de una colectividad grandísima, del ambiente vivido estos días, de ganadores y vencidos, de goles… Pero hay que ceder el protagonismo a la selección española. A los Campeones del Mundo que han hecho posible ese deseo que ha unido a un país tocado en lo moral y en lo económico, que gracias a ellos ha podido olvidar por unos días los problemas y la crisis para abrazar la esperanza y la concordia. Este grupo es un símbolo, un ejemplo. “Si se cree, se puede”. Es la lectura que hay que hacer de esta importante victoria que recordaremos dentro de décadas, cuando rememoremos con nostalgia que una vez vimos como España ganaba un Mundial. Los nombres nunca los podremos olvidar; Casillas, Sergio Ramos, Capdevila, Piqué, Puyol, Xabi Alonso, Busquets, Xavi, Iniesta, Torres, Villa, Pedrito, Fábregas, Navas, Marchena, Llorente, Javi Martínez, Silva, Mata, Arbeloa y aunque no jugaran, no menos importantes, Reina, Víctor Valdés y Albiol. Un año después todavía vibramos con aquel gol, con aquella celebración y con aquella unidad colectiva con un grito de júbilo unifcado en las calles del país. Fue bonito. Y esperemos que no sea la última vez que vivamos este tipo de sensaciones deportivas.

viernes, 8 de julio de 2011

'Transformers: El lado oscuro de la luna (Transformers: Dark of the Moon)', de Michael Bay

Otra orgía de efectos especiales
Michael Bay se lo pasa como un niño espectacularizando la catástrofe en un filme que agota las posibilidades de la franquicia con una pormenorización visual todo tipo de explosiones y demoliciones digitales.
El cine de Michael Bay no engaña a nadie. Podría decirse incluso que es honesto. Sus películas abrazan sin rubor la grandilocuencia megalómana de un visionario que suele confundir efectismo y artificiosidad con cine épico para transformarlo en un espectáculo de McMenú saturado de corolario comercial. Su perspectiva cinematográfica se forja a golpe de efecto digital, siendo éste el sello de unas tramas que devienen en ilustrativas paradigmas moralistas genuinamente yanquis. Esta ‘Transformers: el lado oculto de la luna’ no rehúsa a su condición de ‘blockbuster’ y se define por la bagatela de sus predecesoras con un guión de tiralíneas escrito por Ehren Krueger, que devuelve la eterna batalla entre los Autobots y los Decepticons.
La cosa esta vez es darle un poco de revisionismo ficticio a la Historia, situando el arranque de su tercera entrega en 1969, durante el transcurso de la misión Apollo 11, con Neil Armstrong y Buzz Aldrin descubriendo el anverso oculto de la luna, lugar donde se esconde una astronave cibertroniana llamada el Arca y pilotada por Sentinel Prime, que no es otro que el líder Autobot de Optimus Prime. Es el objeto de la situación crítica que décadas después vivirá la Tierra, de nuevo con el joven Sam Witwicky como intermediario en las catastróficas disputas de los Transformers. Bajo esa simbología de vehículos y armas que representan parte de la idiosincrasia estadounidense, con loas a la libertad y unos pocos giros que doten de algo de emoción a una historia que, no nos engañemos, es para lo que es. Aquí Bay se supera así mismo y por supuesto que lo hace en un estrato de desbordamiento digital, ofreciendo al público una orgía de efectos especiales que no pierde de vista la vacua pretensión de subrayar su intrascendente moraleja patriótica y heroica.
Para Bay el cine es como ese juego de niños en el que todo es posible, con un entendimiento de artefacto escapista casi sistémico en cuanto a planificación y realización consumada de un enajenado alucinador de masas. La diversión cinética, en cuanto a espectacularidad, impone una recreación escandalosa y rimbombante de la destrucción del mundo ¿Qué no hay atisbo de una historia coherente? No pasa nada, para eso está esa ideología fílmica fluctuada hacia la destrucción gratuita, pormenorizando todo tipo de explosiones y demoliciones digitales, con cristales y fragmentos saltando por los aires en dirección a cámara para realzar el sentido del 3D dentro de una función de planos imposibles, de metales crujiendo, de olor a gasolina, de persecuciones de coches, de piruetas, disparos y choques.
Para ello, qué mejor que intentar darle algo de épica, si no puede ser por la esencia de la historia, pues con una partitura a lo ‘Inception’ compuesta por uno de los pupilos de Hans Zimmer, Steve Jablonsky. El mejor ejemplo de esto se traduce al final de la cinta, a lo largo de casi una hora, con la recreación lúdica de una ciudad como Chicago demolida con cierta fruición, donde, más allá de daños colaterales, se impone la espectacularización de la catástrofe, como si Bay tuviera una pugna privada y desconocida con Roland Emmerich para bien quién devasta y arruina una urbe mejor.
Sin embargo, no hay que darle mucha importancia. Tampoco se puede tomar muy en serio cualquier derivación argumental más allá del tópico de género hipertrofiado de Un Bay cegado por la ambición visual, carente de inventiva, donde no existen las leyes de la coherencia o la verosimilitud. Pero ni falta que hace. El sentido de la narración y la puesta en escena para Bay es así. Un páramo de albedrío donde hacer lo que quiera, sin cortapisas de ningún tipo, donde importa tanto que ondee la bandera de Estados Unidos como las escandalosas batallas automovilísticas, militares y entre robots, así como que la explosiva chica luzca sin perder su destilación sexual amplificada.
La descompensación y desequilibrio puestos al servicio de un metraje que se alarga hasta las dos horas y media suponen un escenario perfecto para la algaraza mastodóntica de ese humor a golpe de ‘gag’ absurdo, de tiempos muertos para dejar espacios en blanco, para que la chica florero que luzca sus encantos o que la acción sin lustre ni elocuencia evidencie un torpe discurso sobre el antagonismo de los Transformers, que son catalogados en dos colores básicos para que el público no se pierda; los de Optimus Prime y Autobots en gamas variadas de azul y los del malvado Megatron y sus Decepticons de sospechoso rojo infierno. Una dicotomía infantil muy adecuada para diferenciar a esos Decepticons que sueñan con la tiranía y los Autobots, que luchan por la libertad.
Por lo demás, lo de siempre. Shia LaBeouf ya no resulta tan entrañable como en las dos anteriores entregas y aquí parece cansado de tanto ajetreo, exhibiendo un rostro alucinado de gesto gástrico. Tampoco aportan mucho los habituales de la franquicia Josh Duhamel, Tyrese Gibson y John Turturro. Y lo que es peor, ni siquiera los fichajes de calidad (Frances McDormand, Patrick Dempsey o John Malkovich) pueden hacer nada por evitar que todo resulte como una atracción de feria. Y sí, dirán lo que quieran de Rosie Huntington-Whiteley, pero para búcaros de ornamento se echa de menos a Megan Fox como objetivo del realizador de ‘fetichizar’ a una mujer despampanante.
‘Transformers: el lado oculto de la luna’ podría definirse, como señala A. O. Scott en ‘New York Times’ como una fanfarria de “homoerotismo metalizado” de los transformers. La divinización de un cine post-humano donde no cabe la sutileza, llevado más allá de los cánones del séptimo arte hasta mecanizar su alma y su propósito, hasta transformar su cine en una máquina metamorfoseada por gran tonelaje de efectos especiales y manifestar, con aires de grandeza, lo que el trabajo de los efectos generados por CGI es capaz de lograr.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2011
PRÓXIMA REVIEW: 'Cars 2 (Cars 2)', de John Lasseter y Brad Lewis.

jueves, 7 de julio de 2011

La sonrisa del mono

La sonrisa del mono de cresta negra de Sulawesi, una especie de macaco protegida ha dado la vuelta al mundo con la insólita situación que se produjo cuando al fotógrafo David Slater perdió de vista una de sus cámaras sostenida sobre un trípode. El simio, aparentemente consciente del manejo de ésta, se acercó a ella para autorretratarse y mostrar la mejor de sus sonrisas. Llevado por la curiosidad del sonido del disparador y del reflejo del flash comenzó a hacer fotos de todo aquello que le rodeaba.
Slater, oriundo de de Coleford, Gloucestershire, aseguró “el sonido llamó su atención y siguió presionando el botón. En un principio se asustó, pero enseguida volvió e hizo cientos de fotos, de las que, evidentemente, no todas estaban a foco”. El gibón oriental de cresta negra es un primate hominoideo en peligro de extinción que se encuentra en una pequeña área al noreste de Vietnam y en la isla de Hainan en China.

miércoles, 6 de julio de 2011

Leyenda urbanas

Hace poco, alguien me recordó por enésima vez la leyenda urbana que generó el ‘remake’ ‘Tres solteros y un bebé’. Ya sabéis, el plano ése donde aparecen Ted Danson y Celeste Holm y en cuyo fondo se ve una silueta reconocible a la que se le elaboró una terrorífica historia acerca de un adolescente que se suicidó en el apartamento donde ser rodó la película y que su madre, al verlo, entró en una fase de ‘shock’ que la llevó a un centro psiquiátrico para el resto de sus días. La figura humana semioculta detrás de las cortinas resultó ser un ‘display’ promocional, una figura de cartón del propio Danson con smoking para una campaña publicitaria. Además, el filme no fue rodado en un apartamento, sino en unos estudios canadienses, por lo que la leyenda urbana queda impugnada a pesar de ser una de las más conocidas del Hollywood contemporáneo.
Revisando ‘Río Grande’, de John Ford, aprovechando la reedición en DVD de las películas de John Wayne, recordé que había otra de estas leyendas que deja más dudas a la interpretación dentro de la rumorología de este tipo de temas: ¿Aparece realmente un OVNI en una secuencia de diálogo entre Wayne y Maureen O'Hara? Parece ser que no hay montaje posible y que lo que aparece en el cielo pudo acontecer allí, pues se rodó en exteriores, en Moab, Utah, cerca del desierto. Pero también hay quien rebate esta apasionante visión de los hechos, asegurando que el western de Ford pudo ser rodado en los Republic Studios y lo que se ve es un decorado donde se refleja un foco.
Son pequeños ejemplos de las leyendas urbanas que han caracterizado Hollywood; como aquel que cuenta que el nombre del sobre que abrió un Jack Palance en estado de embriaguez no era el de Marisa Tomei, que las muertes de varios integrantes de la saga ‘Poltergeist’ (incluida la niña Heather O'Rourke) fueron consecuencia de un maleficio, como la falsedad que apuntaba a Ronald Reagan para protagonizar Casablanca, que C3-PO apareció en varias imágenes promocionales oficiales luciendo un escandaloso ‘goldmember’, que Christopher Walken asesinó a Natalie Wood, que Polanski sabía que algo iba a suceder en su mansión de Cielo Drive la noche del 9 de agosto de 1969 o como que Jamie Lee Curtis es hermafrodita...
En la página Snopes.com tenemos todo tipo de rumorología y leyendas urbanas sobre el mundo del cine que especifica su autenticidad o revocan su veracidad como una simple patraña adoptada como fidedigna.

viernes, 1 de julio de 2011

Review 'Resacón 2 ¡Ahora en Tailandia! (The Hangover Part II)', de Todd Phillips

Cuando la secuela es un ‘remake’ de conveniencia
Todd Phillips y sus guionistas se autoplagian en una secuela carente de sorpresas e innovación que sigue la fórmula narrativa de su predecesora sin perder el sentido del humor atrevido y políticamente incorrecto.
Cuando en la azotea de un rascacielos Phil (Bradley Cooper) dice “ha vuelto a pasar”, nadie se imagina que se está admitiendo, a modo casi de ‘spoiler’, que la película que está a punto de ver el espectador es casi idéntica a la anterior. La fórmula de ‘Resacón en Las Vegas’ supuso un acierto en varios frentes; primero, como resurgimiento de un género cómico que, si bien seguía los conceptos comunes de lo que se ha dado en llamar ‘Nueva Comedia Americana’, supo sobreponer la diversión y la comedia en estado puro a los austeros entresijos morales y existenciales de sus bases. Y segundo, en la fruición de un ritmo de acción formidable, donde los giros constantes sobre la hipótesis acerca del paradero de uno de los integrantes de una fiesta loca dejaron el desmadre con un tipo de situaciones dipsomaniacas identificables y llevadas al extremo con genial histrionismo demencial.
‘Resacón 2: ¡Ahora en Tailandia!’ recurre a una idéntica fórmula, la de monumental y amnésica resaca que provoca otra incógnita movida por una elipsis total que obliga a la reconstrucción del puzzle provocado por la ingestión involuntaria de una mezcla de alcaloides que desembocan en una noche de brutal juerga que sume en el olvido posterior a todos los integrantes de esta parranda sacada de contexto. Doug, Alan y Phil viajan a Tailandia para asistir a la boda de su colega Stu. Sin embargo, esta vez no pierden a Doug, que permanece ajeno al lío (y gracias) en su hotel, sino al hermano pequeño de la novia, el protegido del padre y un virtuoso de la medicina y el chelo. Tampoco falta en el sarao el gángster afeminado y loco llamado Mr. Chow (Ken Jeong), centro de las pesquisas de su primera parte.
De entrada, la gran decepción viene provocada por la paulatina falta de innovación, por esa constante réplica de facilidad poco trabajada, donde el guión fusila la estructura de su predecesora narrando con exactitud los mismos pasos que abren la recapitulación sobre las convulsiones noctívagas de este grupo de amigos. Todd Phillips, en complicidad con unos guionistas que no se han esforzado mucho, ha confeccionado un ‘remake’ asiático de la primera entrega, con los mismos pliegos, obteniendo un ‘fast food’ a modo de remedo. Lo malo es ya no tiene tanta gracia un humor más acartonado. Al menos no se pierde la eficacia grosera y temeraria asignada a lo que el público va a esperar del filme. En analogía narrativa, las dos entregas se alinearían casi a la perfección.
En ‘Resacón 2: ¡Ahora en Tailandia!’ no hay sorpresas que vayan aportando frescura al desarrollo, ni novedades que dinamiten las expectativas más básicas y previsibles. Algo que termina por derivar en la triste extinción de la carcajada que da como consecuencia que la diversión se resienta en una limitación de sus objetivos. A pesar de ello, Phillips no pierde de vista el tono gamberro, pasado de rosca y explícitamente desinhibido, sin obviar la vulgaridad, entroncando su humor al anverso de la corrección política. Aquí no faltan alusiones a penetraciones transexuales, el tigre se sustituye por un mono capuchino que ejerce de camello y fuma como un carretero y hay ‘gags’ en torno al robo de un monje budista en silla de ruedas en voto de silencio, a dos mantones rusos, al dueño de una barra americana que quiere colocar una UCI, un salón de tatuajes que profanan la piel de chavales de nueve años o un dedo desmembrado con un anillo que pertenece al desaparecido.
Sin embargo, en esta ocasión el trasfondo de falta de madurez, de crisis existencial y abandono a la irresponsabilidad sólo se sostiene en Alan (Galifianakis), esa especie de oligofrénico carente de afecto y salido de una familia adinerada, que protagoniza un ‘flashback’ fascinante donde tiene acceso a ciertas partes de la noche olvidada y donde se ve a sí mismo y a los demás como niños envueltos en una noche de farra. Phillips intenta fascinar con su juego de trilero, mostrándose firme a la hora de dirigir acción y no dejar que la comedia decaiga en ningún momento. Sin embargo, sólo lo logra a veces, salpicado por aquellos destellos que en su predecesora eran una constante sorpresa. La lástima, por tanto, es que en esta ocasión toda esa retahíla de barrabasadas innombrables del ‘slideshow’ fotográfico de créditos finales se convierta en lo más divertido de la película. Es decir, que todo aquello que se exhibe en él deriva en lo más loco. Y lo que fue la guinda a una abrasiva e inmoderada despedida de soltero increíblemente satisfactoria, aquí es el culmen que hace preguntarse al espectador por qué ha tenido que perderse lo mejor de la noche.
Por supuesto, lo mejor de la película es, de nuevo, el trío protagonista, versión americana suburbana de ‘The three stoges’. Aunque esta vez Zach Galifianakis ejerza una poderosa fuerza sobre sus dos partenaires, Ed Helms y Bradley Cooper. La estrategia se queda en un simple ‘dejà vú’ cuya reincidencia dentro de una sórdida noche se debilita dentro de su propia excentricidad, sin llegar a resultar del todo gratificante y donde el encadenando de ‘set pieces’ con ‘slapsticks’ y demás excesos no llega a cuajar hasta devenir en apagado facsímil. Todo está tan forzado como la aparición final de un acabado Mike Tyson en plan estelar cantándose un ‘hip-hop’. Y lo más irónico de todo es que se desarrolle Bangkok, ciudad que es la cuna de las imitaciones baratas, simbolismo perfecto para definir una comedia como ‘Resacón 2: ¡Ahora en Tailandia!’, una obviedad innecesaria que no consigue sus objetivos. Al menos, si es que pensaron más allá de la recaudación final.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2011

jueves, 30 de junio de 2011

‘Centauros del desierto’, el gran icono del 'Western'

Considerada como una de las mejores películas de la historia del Séptimo Arte, ‘Centauros del Desierto’ es, por derecho propio, una de esas piezas que agotan elogios y acaparan estudios, que permanece constante en nuestra memoria colectiva con su espléndida vivacidad y atemporalidad. Como se ha empeñado en reiterar en multitud de ocasiones ‘Centauros...’ es el western por definición pura, el género americano que incluye en sus fastos obras imborrables, indelebles.
El filme de John Ford puede ser considerado a estas alturas como "el western que se sitúa por encima de todos" (al igual que el rótulo que decoraba uno de sus carteles más memorables). Nos encontramos ante una obra terminante, de complejísima y consumada construcción, de la cual pocas cosas se pueden decir ya, debido a los exhaustivos análisis que se han extraído, interpretando cada secuencia y giro hasta el delirio. Esta película del Oeste representa la afirmación del arte, la emoción y el espectáculo como jamás nadie ha sabido exhibir en una pantalla de cine. Por eso, la constante revisión de la obra de Ford es una nueva oportunidad de engrandecer la más descriptiva cinta fordiana. En algún momento de la historia, Ford reflexionaba sobre ‘The Searchers’ (su título original) comentando que era “simplemente la tragedia de un hombre solitario. De un hombre que regresó de la Guerra de Secesión, probablemente se fue a México y volvió a casa convertido en un bandido que luchó para Juárez o Maximiliano, sabiendo que nunca hubiera podido ser realmente el miembro de su familia que hubiera querido...”. Este es el arranque, el prólogo, la sinopsis de la historia, el comienzo del rumbo que sigue una trama de dimensiones ciclópeas para perpetuar un sentido narrativo inusual y arriesgadamente envolvente.
La historia de Ethan (John Wayne), un tipo solitario obsesionado durante años con rescatar a su sobrina Debbie (Natalie Wood), raptada de pequeña por los indios cuando éstos asesinaron a toda su familia, trata sobre la búsqueda de los vínculos familiares que quedaron rotos en el mismo instante en que el Jefe Cicatriz los asesinó y se llevó a la pequeña. Pero lo hermoso de este clásico es todo el armazón de relaciones, analogías, parentescos, traiciones y simbología que alcanza un nivel de acopio excepcional en la larga carrera de Ford, destruyendo e redescubriendo a la vez, de forma soberbia, todas las bases de la narración clásica.
Desde el apoteósico comienzo con la llegada del hijo pródigo, del héroe atormentado a casa de su hermana Laura (Vera Miles) observamos hasta dónde puede llegar la amargura y el desencanto de un hombre, víctima de un existencialismo que marca uno de los personajes más logrados en la ‘época dorada’ del Hollywood más añorado, tal vez resultado del contraste revisionista con respecto a la película desde una óptica de escepticismo, de madurez en la perspectiva de Ford. Un aspecto éste excepcional con respecto al personaje de un John Wayne que marcará una disposición elegíaca en la posterior tradición de los (anti)héroes de la obra de uno de los genios más alabados de la historia del cine. Acumulando la línea narrativa de falsos aforismos (fugaces, efímeros, a veces incompletos) para que el espectador saque su propia conclusión, de forma interpelativa (¿cómo olvidar el célebre plano que abre y cierra la película?) para que entremos, como privilegiados asistentes, de un modo directo en la narración para captar el sentido total de los personajes y luego, al final, devolvernos a nuestra realidad.
Todo el viaje que realiza Ethan no se limita a ese rastreo en busca de su sobrina por todo el vasto Oeste, que bien podía ser la metáfora de la búsqueda homérica de su propia identidad, de autoexploración interior sumido en la soledad del territorio que le rodea y le cerca a la vez. También lo es para evidenciar la insociabilidad de un personaje oscuro, privado de hogar, con dificultad para amar. En este ámbito, la lectura que se extrae en su relación con su acompañante de viaje, el repudiado sobrino Martin (Jeffrey Hunter), otro ser herido debido a su mestizaje y el rechazo que sufre por parte de Ethan es la clave fundamental de ‘Centauros...’. Ya que Martin es una especie de sustento de la familia que quiere cerrar un círculo abierto para sentirse integrado en una comunidad a la que ya no pertenece nadie, a una familia que no tendría la oportunidad de sobrevivir como tal.
Narrativamente ‘Centauros del desierto’ (ahora mismo recuerdo las ridiculeces que soltó el bocazas de Amenábar sobre esta película en sus comienzos, dignas del más deficiente inculto cinéfilo) es uno de los escasos ejemplos de perfección, un modelo de majestuosidad, de excelencia. El uso reiterado de la célebre elipsis característica del filme da como consecuencia que el relato camine accesible hacia la magnificencia de un argumento épico, de naturaleza trágica y búsqueda moral, encontrando además un origen estructural de películas con personaje en búsqueda obsesiva y catártica, forzado a un destino de soledad y marginación (Paul Schrader fue durante años el paradigma más clarividente de esta connotación –sobre todo con su particular y duro homenaje en ‘Hardcore’).
A todo esto contribuye, conjuntamente, la espléndida utilización del tiempo, un tremolante tratamiento del paso de los seis años transcurridos en la búsqueda de Debbie, marcando con pequeños matices las personalidades de ambos protagonistas. Y también lo es el hecho de la nueva disposición con la que Ford incorpora la leyenda del sueño americano, nunca enjuiciado con una conducta tan distinta a las expuestas hasta aquel momento. Un personaje, Ethan, que alude a la idea de un itinerario hacia una esperanza que se torna en la pesadilla de sus propios temores, una pesadilla de la que no puede salir y en la que América idiosincrásica del ‘western’ está engañada por ella misma.
Remarcada con una percepción estética realmente maravillosa, un concepto de la luz revolucionario y una precisión y encuadres usados en torno a un uso dramático en el que las sombras y la captación del espacio son tan rotundas, encontramos un contenido emocional que evoca el más hermoso de los expresionismos. Un clásico que mantiene intacta su frescura y contundencia. ‘Centauros...’ es una obra (por definición y calidad) imprescindible, necesaria para entender la evolución del cine, de la imagen y de este arte que engloba sueños y realidad. Por eso, cada vez que se ve esta cinta de culto cinéfago se desentierran nuevos matices, nuevos motivos de reflexión que se hacen inagotables en la esencia de la perfección de aquello épico, pero a la vez sencillo y perentorio.
‘The Searchers’ es la aproximación más definitoria de lo sublime, de lo inalcanzable. Es una de las obras más carismáticas e inolvidables del cine que, con su narración y a pesar del paso de los años, sigue respondiendo de forma sutil y directa a preguntas y necesidades muy concretas. Indiscutiblemente, una película que marcó con letras de oro su propia leyenda en un arte que pocas veces encontró tan de cerca la corrección.

martes, 28 de junio de 2011

El perro más feo del mundo

La belleza está en los ojos del que mira. Al menos, eso se dice. Sin embargo, a veces no es así. Los concursos por saber quién es el mejor, el más guapo, el que más logra o en el terreno del récord absurdo es como una obsesión para la Norteamérica más arraigada a este tipo de desafíos. Allí son así. Se ven obligados a competir por absolutamente todo. Incluso en disciplinas del todo rocambolescas y dentro del anverso estético. Por supuesto, en el terreno de las mascotas no podía ser de otro modo. Lo normal es que las mascotas perrunas más modélicas se presenten a competiciones de belleza animal, con todo tipo de pruebas de destreza para que los campeones hagan gala de habilidades y desfilen con la pureza de su raza.
Que tenemos un guiñapo de perro y hasta nos avergüenza sacarle a hacer sus necesidades. No pasa nada. Podemos presentarlo a la feria anual del condado de Sonoma-Marin, en el Norte de California, que selecciona al perro más feo del mundo, otorgándole a su dueña el honor de tener el chucho más horroroso del planeta. Este año el título se lo ha llevado Yoda (no extraña su bien avenido nombre), una mezcla de chihuahua chino crestado al que le cuelga la alengua, no tiene pelo en sus esqueléticas patas y pesa menos de un kilo. Su dueña, Nicole Schumacher, aseguró que encontró a la perra ganadora detrás de su edificio y que, a simple vista, creyó que era una rata sarnosa.
Con este breve apunte y por muchos gozques que puedan ganar este ridículo campeonato anual, siempre quedará en nuestra memoria el mítico Sam, un Chinese Crested Hairless que arrasó durante muchos años y fue considerado, con una potestad increíble, el perro más feo del mundo (y que fue aludido en este blog allá por 2006 ).

domingo, 26 de junio de 2011

España, campeona de Europa Sub-21. Ellos son el futuro

Para los que han seguido a la selección sub-21 en el Europeo de Dinamarca, lo de ayer fue otra de esas jornadas que no pasarán desapercibas en la memoria colectiva y deportiva del futuro. Y lo fue por el tesón, por el juego en equipo, por el toque, por la amistad que atesora un grupo de chavales con la ilusión de seguir los pasos de esa selección española absoluta a la que imitan con un juego desbordante y de calidad. Ellos representan un porvenir ilusionante, el relevo de esa selección nacional que está malacostumbrando al seguidor al éxito, que hacer fácil lo difícil y garantiza que a España le quedan éxitos futbolísticos para rato.
La tercera copa de Europa sub-21, después de las conseguidas en 1986 y 1998, es fruto de un fútbol táctico, de imposible conjunción de magia y talento, de puro espectáculo donde no faltan grandes dosis de creatividad, de juego desbordante y conclusiones malabaristas de una generación destinada a escribir grandes páginas deportivas. Ayer fue contra Suiza y levantaron la Copa de Capeones de Europa, el mañana será suyo, porque todos lo merecen y han demostrado que no hay límites a ese juego que nos ha enamorado durante dos semanas.