martes, 15 de junio de 2010

Sudáfrica 2010: El Mundial de la esperanza

Desde hace unos cuantos días tenemos un tema de conversación que viene siendo habitual cada cuatro años. El Mundial de fútbol congrega la atención de los medios y del ocio durante el mes de junio y parte de julio. Con el ruido de fondo como si fuera una colmena furibunda gracias a las vuvuzelas de los huevos, los sudafricanos se dejan los pulmones, revientan tímpanos y levantan dolor de cabeza. Sin embargo, la fiesta, la alegría y la deportividad siguen siendo los valores a marcar. El polémico balón Jabulani rodaba inaugurando el pasado sábado el Mundial, recogiendo el testigo de otro esférico no menos maldito como fue el Teamgesit de Alemania en el Sudáfrica-México. Hasta el momento, pocos goles. Muy pocos. Y sin un juego que enamore. Sólo Alemania ha deslumbrado y esto no ha hecho más que empezar.
Será un mes con 32 selecciones compitiendo por un objetivo común: levantar la Copa del Mundo que acredita al ganador como la mejor selección del planeta los próximos cuatro años. 64 partidos que definirán lo mejor y lo peor del fútbol internacional. 30 árbitros que velarán por el ‘fair play’ y la siempre inalcanzable ecuanimidad, 10 sedes dispuestas a darlo todo por una imagen global positiva en un continente asolado por la pobreza y una cifra exorbitada que seguirá este Mundial: 26 mil millones de espectadores de todo el planeta (excepto los españoles y algún país con plataformas digitales en exclusiva) según afirmó el secretario general de la FIFA, Jerome Valcke. La XIX Copa Mundial de la FIFA ya ha comenzado y con ella el espectáculo del fútbol, del sentimiento de gloria que nunca había tenido una selección como la española. “La Roja” aspira a todo. Y todos tenemos esa sensación feérica de que los sueños colectivos, aquellos que sirven como vía de escape a los graves conflictos económicos de un país en crisis tienen altas probabilidades de materializarse.
Es una pena (por no decir una putada tremenda) que los emporios televisivos mantengan alejada a la casi totalidad de los seguidores en el ostracismo, al aficionado que gusta del deporte rey sumido en el ascetismo de un sólo encuentro diario y dictado por las cadenas, despojando a este deporte al aficionado del interés que suscita este tipo de acontecimientos universales, perdiendo la generalidad del Mundial en beneficio de unos cuantos. No sólo de la Selección Nacional vive el interés de este torneo.
En fin, mañana primer partido del combinado de Vicente del Bosque que deberá dejar claro su condición de favorito y poner el deseo y el propósito de España encaminado a las expectativas que un país entero alberga con una ilusión inusitada.

viernes, 11 de junio de 2010

'The Crazies (The Crazies)', de Breck Eisner

Un ‘remake’ ejemplar
Esta revisión del clásico de Romero no es tan ideológica como su precedente, pero sigue siendo una crítica hacia la violencia extrema de la América militarizada que supera a aquélla con un ritmo envidiable y un respeto con los dispositivos genéricos ricos en lecturas y camuflados en algo de sangre fácil.
A priori, cuando ‘The Crazies’ se aborda como ese ‘remake’ del filme de 1973 dirigido por George A. Romero, las expectativas se adecuan a otra de esas revisiones sin sustancia de clásicos del ‘gore’ que atienden a una idea bastante confusa de lo que es el cine moderno. Muchas veces, los preceptos del cine Romero se circunscribieron a una actitud crítica con el sistema, a la identificación de los símbolos terroríficos como una diatriba batalladora en la que la sangre derramada, por mucho ‘zombie’ que pululara por sus cintas, no era más que la procedente de quebradizos seres humanos indefensos ante las utilidades que representan como sociedad para otros estratos mayores, que hacen prescindible al individuo. ‘The Crazies’ reunía estos factores en un discurso metafórico sobre experimentos de estado y los peligros de los avances nucleares relativizando su esencia terrorífica con un subtexto de conservación ante un peligro masivo. En aquella época, durante la Guerra de Vietnam, el adversario era el gobierno de los EE.UU. Hoy, en su actualización, el ejército y el poder mundial también ciernen su sombra sobre virus encubiertos con oscuros propósitos.
La historia de fondo continúa siendo la misma; una crítica al desmedido poder de los altos mandos que provocan un estallido de violencia, que induce al caos y a la salvaguarda de la naturaleza humana devenida en autodefensa. En esta nueva ‘The Crazies’ la acción se sitúa en la pequeña y apacible localidad de Ogden Marsh, en Iowa. Un acontecimiento imprevisto como es el disparo del sheriff a un vecino que le apunta con un rifle en actitud catatónica desencadena una espiral de extraños casos que provienen de aquellos que han ingerido agua con toxinas biológicas procedente de un lago en el que ha caído un avión militar. Las autoridades parecen haber encubierto el accidente aéreo, mientras los habitantes de la zona comienzan a sufrir un descontrol imparable de casos en los que la disposición neuronal se rige por una aterradora sed de sangre. Lo primero que llama la atención del filme es lo bien que está planteada la disyuntiva de terror introducida en la realidad rural de un pueblo perdido en el centro-oeste de los Estados Unidos, mostrando esa evolución desde la tranquilidad inicial hasta la pesadilla con rasgos naturalistas, utilizando un terror austero que no prescinde de los sustos de catálogo, logrando anticipar la efervescente inquietud antes que salpicón de sangre.
Aquí, sin traicionar el vestigio e idiosincrasia de Romero, la zona no se anega de ‘zombies’ o de infectados en el sentido actual y genérico que se establecido en la última década. Se trata de un tipo de contaminación vertida a través del agua que convierte a los ciudadanos en algo así como maníacos homicidas sin voluntad. Con ello, el director Breck Eisner maneja con buen pulso dos vertientes genéricas como son la del cine de terror y sus fórmulas estéticas, salpicado con un poco de ‘gore’ y, por otra, ese ‘thriller’ apocalíptico que sigue hablando sobre los riesgos de un posible fin del mundo a manos del hombre moderno y sus fuerzas militares, desde un prisma que no traiciona la genealogía de la serie B. Se podría decir que este ‘The Crazies’ no es tan ideológica como su precedente, pero a los guionistas Scott Kosar y Ray Wright tampoco les hace mucha falta incidir en esta vertiente, ya que dejan muy claro en dos o tres trazos de violencia extrema una crítica a la América militarizada, con un ejército que lanza protocolos de contención totalmente deshumanizado en el que da igual si los autóctonos están infectados o no, puesto que lo importante es comenzar un salvaje exterminio si así se logra encubrir los errores gubernamentales.
‘The Crazies’ tiene un arranque ejemplar que no se anda por las ramas en la materialización de su progresivo delirio hacia los oscuros abismos de la locura y la aberración. Eisner mantiene el pulso otorgando una gratificante credibilidad de todo lo que acontece, sin necesidad de recurrir a efectismos ni elementos sanguinolentos. También es destacable el dibujo de sus personajes principales, que responden al rol que se les asigna, sin parodias de sí mismos, sin mucha prosopopeya ni información; tenemos un sheriff que, pese a ser la autoridad de un pequeño pueblo rural, es estoico y perspicaz, su mujer, la doctora de la zona, embarazada y con coraje y dos personajes complementarios como son el adjunto del sheriff, un hombre inseguro que va perdiendo el norte con las dudas y la violencia que rodean los acontecimientos y un factor casi ornamental como es la ayudante de la doctora, una joven que se ve metida en este desagradable fregado sin quererlo. Este ‘remake’ conserva así algunos detalles de la versión de Romero, pero asume su alejamiento de aquélla situando a los personajes en un escenario totalmente controlado por un satélite que advierte del riesgo de expansión del virus y que va dejando ver las debilidades de sus personajes. También afecta a los contagiados, que responden como lo haría un ‘redneck’ al que se le cruzan los cables en determinado momento de locura. Interesa, al fin y al cabo, ir desplegando la forma en que se aniquila la representación de la placidez rural, con una contundencia y un estilo muy directo y ameno, donde entra en juego el mejor valor aportado por el realizador: la perfecta conjunción entre tensión y elipsis.
Si por algo destaca esta cinta es por la facilidad con la que supera de un modo tan evidente a su precursora, legitimando la credibilidad de algunos ‘remakes’ del Hollywood actual, curiosamente los que proceden de un género concreto y unos argumentos muy definidos. En este sentido, la película de Eisner recuerda, inevitablemente y sin entrar en ningún tipo de comparación, a otro ‘remake’ de Romero como es el portentoso ‘Amanecer de los muertos’ de Zack Snyder, compartiendo con ésta su respeto con los dispositivos genéricos ricos en lecturas y camuflados en algo de sangre fácil donde prepondera con diferencia la acción de infrenable ritmo sobre todo lo demás. En ambos casos, la reformulación supera con creces a su referente, sin perder de vista el acatamiento de sus reglamentos argumentales, sin necesidad de reinventar el filme de Romero. Además de suscitar ese extraño halo de fascinación dentro de unos parámetros de cine de género sin pretensiones, ‘The Crazies’ no ahorra detalles en su pulcra arquitectura formal, de sutil dramatismo que no cae nunca en lo burlesco (aunque hacia el final del filme haya algunas decisiones imposibles de entender), haciendo que el equilibrio formal y la brillante puesta se completen con esa inquietante fotografía que va pasando de la placidez luminosa al puro ambiente claustrofóbico, muy bien trabajado por Maxime Alexandre. No obstante, es el fotógrafo habitual de Alexandre Aja. Y en este tipo de producciones específicas, eso se nota y se agradece. Así como la magnçifica e inquietante partitura creada por el maestro Mark Isham para la ocasión.
Tal vez el inconveniente de ‘The Crazies’ sea, en apariencia, la previsibilidad de todos y cada uno de sus movimientos argumentales, tantas veces reiterados, pero no por ello menos sugestivos debido al beneficio de una dirección bastante destacable y con muy buenos momentos de desasosiego sobre los que la cinta encuentra sus mejores argumentos de defensa. Las secuencias que van desde ese padre que quema su casa con su mujer y su hijo encerrados en un armario, como la excepcional y más sangrienta escabechina que transcurre en el laboratorio forense, los instantes de locura colectiva cuando el ejército pone en cuarentena al pueblo, así como esas dos protagonistas atadas a una camilla viendo como uno de los infectados se acerca con una horca de carga, hasta llegar a ese monumental ‘set-piece’ del tren de lavado de coche absolutamente genial hacen que ‘The Crazies’ se configure como una de las mejores películas de género vistas en bastante tiempo.
Cierto es que se echan de menos algunas inolvidables escenas del original, como esa anciana que se levantaba de la mecedora para clavarle las agujas de hacer punto a su pequeño nieto o, sobre todo, al padre que, llevado por el retroceso a los instintos primarios producidos por la infección, hacía el amor salvajemente a su hija. O también que, en ciertos instantes, se aprecie un tono excesivamente trascendental y abstracto, cuando hubiera estado bien algo de sentido del humor e ironía, componentes del género que siempre ayuda a validar su mérito. Más o menos, como cuando Lynn Lowry, que había participado en la versión del 73, hace un cameo como una mujer en bicicleta cantando una canción absurda.
Todo ello se compensa con un final en el que se adivina que, aunque hayamos sobrevivido con los protagonistas que atisban la gran ciudad como promesa de salvación, es difícil imaginar que la pandemia no haya alcanzado un síntoma global. Al fin y al cabo, las pequeñas imperfecciones están paliadas con esa mencionada y plausible astucia para la cadencia de Eisner, que se respalda (muy mucho) con la gran aportación de sus actores principales, ya que tanto el sobrio Timothy Olyphant, como la cada vez más habituada a estas películas Radha Mitchell, así como Joe Anderson transmiten autenticidad, haciendo que sus personajes sean más que simples estereotipos.
‘The Crazies’ puede tacharse de formulista y de tópica, pero el verdadero aficionado sabrá apreciar la franqueza puesta en imagen y con el material con el que se trabaja, haciendo de esta ‘survival horror’ una gratificante muestra de concisión, de hedor perturbador y acción amenazante que no pretende falsear los propósitos a los que está destinado, a un público muy concreto que disfrutará esta espléndida revisión. Por supuesto que no llega a subvertir el género a un estilo propio, pero sí acopia suficientes aciertos como para que se establezca, con todo el merecimiento, como una de las sorpresas más inesperadas y agradables del año.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010
PRÓXIMA REVIEW: 'Kick-ass: Listo para machacar (Kick-ass)', de Matthew Vaughn.

jueves, 10 de junio de 2010

Los Chicago Blackhawks ganan la Stanley Cup 2010

La prórroga decidió la Stanley Cup. Apoteosis del vencedor de ese deporte apenas conocido en España como es el hockey sobre hielo yanqui, la materia prima de esa liga de espectáculo y tensión, de fuerza y lucha que es la NHL. Los Chicago Blackhawks se llevaron la final por un solo tanto. Cuando el marcador señaló el 4-3 definitivo, la historia se acabó en beneficio de los de Chicago. El Wachovia Center se encendió con la victoria de su equipo, en un ambiente propicio para que el público llevara en volandas a su equipo, con el mismísimo Michael Jordan entre sus espectadores de lujo. Los Philadephia Flyers habían dado la sorpresa de la temporada al meterse en la gran final tras clasificarse para los ‘playoffs’ en la última jornada de la liga regular. Incluso nadie daba un dólar por ello cuando los Boston Bruins lideraban las semifinales de la Conferencia Este por 0-3. Es más, en esta final el equipo de Peter Laviolette ha logrado remontar un 0-2 inicial para empatarla y hacer soñar a sus seguidores. Pero Chicago ha sido mejor, más solvente cuando el juego necesitaba resolución y potencia, creencia en la victoria y en un juego más adelantado que el de su rival.
Cuando el partido estaba a punto de concluir, los Flyers tenían la opción del séptimo partido en su mano, con un dominio del juego y del marcador. Pero el inesperado gol de Scott Hartnell a menos de cuatro de minutos dejó abierta la puerta de la prórroga y de las opciones de los Blackhawks. En el tiempo de descuento, un tiro cruzado de Patrick Kane desde la izquierda dejó sentado a Michael Leighton que no pudo hacer nada por detener el puck. Ya era tarde para reacciones. La final había quedado sellada con un 4-2 en la serie. Jonathan Toews, que obtuvo el Trofeo Conn Smythe que le consagró como el MVP de las series finales, levantó la Stanley y los Flyers se quedaron sin milagro en el sexto partido. Acompañando a Toews; Kane, Keith Duncan, Seabrook Brent, Marian Hossa, el descomunal portero Niemi… y un equipo de profundidad y talento dirigido por Joel Quenneville que se ha llevado con justicia el título 49 años después de su última consecución.

martes, 8 de junio de 2010

Viviendo de cerca la pasión de un rodaje de "guerrilla"

Durante estos días ha tenido lugar en diversas localizaciones de Gijón y alrededores el rodaje del último trabajo cinematográfico de esa terna de talento formada por Iván Sáinz-Pardo, “Jim-Box” y Dirk Soldner. Hace algunos años sorprendieron de forma muy gratificante con ‘La marea’, producción totalmente independiente, de presupuesto más que limitado y con una conjunción que abarcaba con gran ambición este formato “guerrilla”, del cual el realizador “Jim-Box” es un dómine y peculiar adalid de esa forma de vida y rodaje consistente en filmar bajo mínimos con una inspirada emoción que da como resultados piezas y cortometrajes de ejemplar calidad. Para este nuevo trabajo, ‘La mirada circular’, estos tres artistas de la imagen han materializado algo que parecía imposible: llevar las trincheras un corto complejo, con multitud de localizaciones, un buen puñado de secuencias perfectamente definidas, gran astucia y con una producción trabajada desde el límite hasta el agotamiento físico y mental que queda muy lejos del espíritu de esos cortos hechos con “nada”.
Los tres han unido sus fuerzas y pasión por el cine para hacer realidad un sueño inverosímil a lo largo de diez días de duros esfuerzos, de jornadas maratonianas y un despliegue de equipo que se reduce a tres personas. Una locura. El dato curioso, lo que hace del cometido fílmico una gesta es que, en condiciones habituales, para la gestión de un proyecto de tal envergadura, se necesita, al menos, un equipo de quince o veinte personas. Por lo menos. A lo largo de las dos últimas semanas, Sáinz-Pardo, “Jim-Box” y el alemán Soldner han puesto la carne en el asador y han dejado un paradigma que acrecentará lo que ya exhibieron, con evidente destreza y delicadeza, en el sensacional y mencionado corto ‘La marea’; que el entusiasmo, sabiduría y esfuerzo pueden llevar a buen puerto cualquier proeza, por muy difícil que ésta pueda parecer.
Es una pena que mi incorporación al proyecto, que ha sido trastocada por un evento familiar ineludible, se haya producido tan a deshora, demasiado tarde, cuando todo estaba más que encarrilado. Ello ha provocado que me haya perdido lo más instructivo de todo el entramado, la tensión de un rodaje que todos recordarán como uno de los más asfixiantes y complejos de sus futuras y prometedoras carreras. Donde, sin embargo, el ánimo nunca ha flaqueado, por mucho que las condiciones se hayan vuelto adversas, por las múltiples trabas que han amenazado el plan de rodaje y que las contrariedades pronosticadas se hayan amplificado. La tempestad ha sido superada con el denuedo y el temple de aquellos que están destinados a escribir leyendas. Viéndoles trabajar, sufrir e incluso discutir, uno sabe ver en este trabajo conjunto que el cine es más que un modo de vida, es un alcaloide inoculado que describe a la perfección ese fervor por vivir rodando, que trasmite y contamina la exultación de rodar.
Aún así he tenido la oportunidad de aportar un pequeñísimo grano de arena durante dos jornadas imborrables junto a tres directores que, además de grandes amigos, despiertan con su trabajo una admiración que va más allá de la loa. ‘La mirada circular’ es fruto de la voluntad, del esfuerzo y del riesgo que supone hacer tanto con tan poco. Habrá que esperar algo de tiempo para ver en imagen esta historia de la no se puede avanzar mucho de su argumento por expreso deseo de sus creadores. Pero lo cierto es que, a buen seguro, valdrá mucho la pena. Y lo que es mejor, este corto ha logrado despertar viejas ínfulas y deseos creativos que han oscilado en los últimos años entre el más rotundo entusiasmo y el vencimiento de un sueño que, como el Ave Fénix, vuelve a resurgir gracias a esa ilusión transmitida por estos tres directores llamados a ser grandes.
Muchas gracias chicos por estos días históricos en nuestras vidas. Os quiero. Nos vemos en breve en las trincheras. O al menos, eso espero.

domingo, 6 de junio de 2010

Nueva y épica victoria en Roland Garros de Rafa Nadal

…cuando la épica no abandona a los emblemas incansables.
…cuando la necesidad de ser el mejor no es un requisito, si no una dadiva sobrehumana expuesta desde la humildad.
…cuando el talento y la fuerza se unen con un objetivo común.
…cuando todo un país volvió a ver al mejor regresar a su cetro, sin perder la confianza en él.
…cuando un tenista asombroso dejó claro quién es el soberano absoluto de un deporte en el que sigue siendo el mejor.

viernes, 4 de junio de 2010

'Prince of Persia: Las arenas del tiempo (Prince of Persia: The Sands of Time), de Mike Newell

El reciclaje de los nuevos modelos comerciales
Sin artificios ni engañifas, esta adaptación llevada a la pantalla por Mike Newell busca lo que todas las películas de Bruckheimer: la rentabilidad a toda costa y el entretenimiento como arma ¿Lo consigue? Sólo a ratos. Pero es suficiente.
Parece ser que los últimos ‘blockbusters’ veraniegos llegados de Hollywood deben reunir algunos requisitos comunes. De entrada, un presupuesto descomunal es casi un factor exigido para una exhibición de grandilocuencia visual. También debe tener alguna estrella reconocida, aunque tampoco necesariamente una superestrella del ‘star system’. Por supuesto, y de forma cardinal, unos efectos especiales que superen con creces el interés de lo que se narra. Es lo que hará que el público acuda a la sala. Y por último, un director versado en este tipo de saraos que conozca bien el medio y el alcance del cine de género para abdicar ante el mayor de sus mandamientos: el entretenimiento sobre todas las cosas. Como no podía ser de otro modo, ‘Prince of Persia: Las arenas del tiempo’ sigue este patrón. Hollywood no podía dejar escapar la oportunidad de llevar a la pantalla esta traslación cinematográfica de la célebre saga de videojuegos del género de plataformas iniciada en 1989 por Jordan Mechner. Desde entonces, el dinamismo ha ido ‘in crecendo’ a medida que la tecnología ha avanzado. Su adaptación al cine llega de la mano de la todopoderosa Disney, que ha rebajado sensiblemente el contenido violento para ofrecer una adaptación más ajustada a todos los públicos. Y detrás, Jerry Bruckheimer, empeñado en ser un “Cecil B. De Mille de la era digital”, como lo define el crítico David Debny en The New Yorker. Con todo esto, ya sabemos qué nos espera antes de embarcarnos en esta aventura. Es decir, un filme ostentoso en lo digital y rimbombante y desmedido en su ambición por la taquilla familiar. Lo mejor de la película es que no engaña, no hay artificios de dudosa transparencia. Con el nombre de Bruckheimer se pone de manifiesto que el producto busca, como una marca de fábrica, un sólo objetivo común: la rentabilidad a toda costa y el entretenimiento como arma.
‘Prince of Persia: Las arenas del tiempo’ gira en torno a un hipermusculado Jake Gyllenhaal, que pone rostro al príncipe Dastan, un intrépido joven que se une a una hermosa y enigmática princesa llamada Tamina (la sensual Gemma Arterton) para evitar que el insolente y vengativo villano Nizam (al que da vida un histriónico Ben Kingsley) consiga las Arenas del Tiempo, un regalo de los dioses que permite a su poseedor manipular el tiempo y adueñarse del mundo. Desde su comienzo, sigue los edictos del videojuego, con unos títulos que avanzan la leyenda sobre un mapa de la antigua Persia para dar forma al argumento y al destino de sus personajes. A partir de ahí, comienza el costoso espectáculo, que se va erigiendo con un empeño que aspira a ser una adaptación discordante (y a la vez frívola) de ‘Las mil y una noches’, tomando como referencia la adaptación de la temática argumental de los juegos de Ubisoft, donde la fantasía de la narrativa arcaica de la épica va forjándose en medidas cuotas de acción, persecuciones y desmedidas piruetas. Se decanta así por un rollo clásico, a la antigua, aunque luego lo que veamos no se encauce exactamente por esa vertiente.
Aquí el ‘macguffin’ es una daga que da rienda suelta a esas arenas que pueden invertir tiempo y que en las manos equivocadas podría provocar la destrucción de la Tierra y todo lo que rodea a la aventura de Sadan está contagiado por una previsibilidad de desarrollo argumental que no molesta en exceso, salpicando con accidentales alusiones al entorno político del pasado reciente, como el tema de Irak y las armas de destrucción masiva, pero veladas por su inocencia e incapacidad de acentuar su trascendencia, puesto que ni los guionistas Boaz Yakin, Doug Miro y Carlo Bernard, ni Bruckheimer o su director Mike Newell tampoco se quieren complicar mucho la vida mientras haya ese halo de cabriola digital que distraiga a ese espectador que atiende a la pantalla mientras come palomitas sin pensar mucho en qué es lo que está pasando.
Incluso viene bien la irrupción de Sheik Amar, rol al que da vida Alfred Molina, confabulado empresario que dirige carreras de avestruces y que suponen el alivio cómico a la cinta. También existe algún diálogo poco exprimido en la que se parlotea sobre la opresión de las “pequeñas empresas” por parte de los gobernantes. En este terreno, poco más que destacar de una película sin más pretensión que la de acentuar su montaje excesivo, no pararse demasiado en ningún tramo del filme y resultar formularia en sus empeños cinematográficos.
Llega un momento en el que lo único disfrutable de ‘Prince of Persia: Las arenas del tiempo’ son precisamente esas improbables piruetas en plan “Parkour Jump” del personaje del juego corriendo y haciendo virguerías acrobáticas sobre mercados, alféizares y ruinas. Algo que, para el ‘gamer’ de antaño, despertará cierta nostalgia, aunque sea inacabada. Lo que sucede con tanta digitalización, por esa afección tecnológica CGI es que la falsificación de los códigos de la épica y de la aventura lleva a un inoportuno reduccionismo del estrato imaginativo de los viejos clásicos de un género que, siendo coherentes, cada vez ofrece más superfluidad y poco material defendible. Mike Newell, consciente de las limitaciones del material y de las suyas propias (¿dónde quedó aquel artesano de ‘Donnie Brasco’?), sabe lo que le gusta al público adolescente y juvenil menos exigente, consciente de su experiencia en películas de atractivo infantil, puesto que es el responsable de ‘Harry Potter: El Cáliz de Fuego’.
Lo peor es que se limita a ejercer de asalariado, incapaz de aportar algo de genuina personalidad a cualquier plano. A la postre, este nuevo armatoste digital no hace más que reciclar los nuevos modelos de cine comercial y los vuelve a vender como novedad. Lo que deviene en impostada jugada de mercadotecnia que está fraguando una costumbre, la de conceder espectáculos mastodónticos perfectamente envueltos con superficie de lujo y, sin que sea un producto desdeñable, adulterar una y otra vez lo que ya se ha visto.
No obstante, la aventura de Dastan posee ciertas fortunas, como la de un sentido del ritmo bastante destacable (los 116 minutos que duran se suceden vertiginosamente) o la idea de plasmar con vivacidad e imaginación el hecho de derivar la estructura del juego basado de plataformas a la gran pantalla, siguiendo los pasos de un metrónomo que va indicando cuándo debe haber una pelea, una escena de acción o momentos más sosegados, hasta llegar a la explosión final en el que se da el enfrentamiento con el maligno Nizam. ‘Prince of Persia: Las arenas del tiempo’ vendría a ser como una hermana bastarda de ‘Piratas del Caribe’, con sus mismas voluntades, que no duda en lanzar infusas declamaciones heroicas, cuidadosamente escritas para dotar de cierta profundidad unos diálogos que, en ocasiones, rozan lo ridículo.
La nueva superproducción del verano destinada a acumular gran fortuna y público se define por su condición de montaña rusa que se entiende únicamente como entretenimiento irrigado de algo de fantasía oriental y exotismo actualizado con intención de complacer con funcionalidad. Algo que, por otra parte y en los tiempos de cine comercial que nos asolan, no quiere decir nada. Por lo menos, eso sí, se han ahorrado el 3D. Otro tanto a su favor.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010
PRÓXIMA REVIEW: 'The Crazies (The Crazies)', de Breck Eisner

miércoles, 2 de junio de 2010

Freak Show

A lo largo de los años los circos han deambulado por todos y cada uno de los rincones del mundo con sus números de artistas, trapecistas, payasos, domadores de animales y sobre todo una de las atracciones más tremebundas de la orbe circense: los ‘freaks’, personas con todo tipo de malformaciones y peculiaridades, que instigaban al rictus a medio camino de asombro y repugnancia, en el fondo intriga, de los asistentes a este tipo de evento tan popularizados hace décadas.
He aquí una colección de afiches de este tipo de circos de variedades que transitaron por Europa allá por los años 20 y 30.

domingo, 30 de mayo de 2010

Se ha ido Dennis Hopper, el rebelde más sedicioso de Hollywood

1936-2010
Cuenta Peter Biskind en su archiconocido e imprescindible libro ‘Moteros tranquilos, toros salvajes’ que el impacto de ‘Easy Rider’ provocó un movimiento sísmico dentro del sistema hollywoodiense nunca antes visto. Dennis Hopper fue catapultado al éxito pasando a ser un icono de la contracultura como lo eran John Lennon, Abbie Hoffman y Timothy Leary. Por aquel entonces el signo de Hopper era el de una divinidad que empezaba a caer en la grandilocuencia, la megalomanía y la grandeza autoasumida en una espiral de sexo, drogas y fiestas salvajes. Life le llamó “el director más potente de Hollywood”, un realizador capaz de revolucionar el cine con la desvergüenza de los genios. En el apartado más disoluto, incluso se atribuía el mérito de haber puesto de de moda la cocaína entre los hippies. “No había cocaína en la calle antes de mi película”. Para Hopper fue una revelación: “mientras filmábamos podíamos sentir que el país entero estaba en llamas. Los negros, los ‘hippies’, los estudiantes… Yo quise introducir ésa sensación en los símbolos de la, película, como la gran moto del Capitán América –esa hermosa máquina cubierta de de barras y estrellas y con todo el dinero en el tanque de gasolina, es América-. La sensación de que en cualquier momento podíamos volar en pedazos ¡Bum! Una explosión. Como al final de la película”.
Con Hopper además de un gran actor se va una figura imprescindible para asumir que un día el cine dejó sus estilemas arcaicos y abrió la veda de una generación que daría algunas de las mejores obras maestras de finales de los 70 y definiría el futuro inmediato de aquellos años. Con él se va una leyenda de la rebeldía y del desprecio hacia las normas. Un genio que llenó páginas con sus historias personales y profesionales dentro de una vida marcada por el exceso.
D.E.P.

viernes, 28 de mayo de 2010

Review 'Two Lovers (Two Lovers)', de James Gray

Rígida melancolía y poética sensorial
La dotada personalidad cinematográfica de James Gray es capaz de trazar una fascinante construcción introspectiva a unos personajes inmersos en una tragedia anímica con oscilaciones afectivas hacia las soluciones erróneas.
Con sólo cuatro películas en su filmografía James Gray se ha confirmado como uno de los directores más interesantes del cine norteamericano de la última década. Su condición contracorriente, su pulida estética y metodismo fílmico abogan por la verdadera libertad creativa para plasmar historias alejadas de cualquier convencionalismo, sin dedicarse a descomponer el género en el que aplica su depurado estilo formal, pero partiendo de sus bases a la hora de reflejar en pantalla sus planteamientos narrativos. Tachado por parte de la crítica como ‘posmodernista’, aunque lo hagan en un extremo mucho más moderado que a cualquier “auteur” que se separe de las líneas prescritas por Hollywood, Gray ha sabido distanciarse de las etiquetas, determinando sus rasgos a una agradecida heterogeneidad enfocada hacia un tono minimalista, en el que exponente de contención e independencia se basa en la discreción y el ‘antiefectismo’, convirtiéndose en un ejemplo de cineasta arriesgado e inclasificable.
Para ‘Two lovers’, cinta que llega con dos años de retraso a las pantallas españolas, James Gray toma la novela corta de Fiodor Dostoievski ‘Noches blancas’ como vínculo dramático para contar el conflicto de Leonard Kraditor, un personaje oscuro y bipolar, incapaz de virar el rumbo de su rutinaria vida que intenta torpemente suicidarse al comienzo de la cinta. Su actitud cobarde y sus fantasmas interiores no le dejan saber muy bien qué es lo que quiere en esta vida, permaneciendo atormentado con una traumática relación perdida con su ex prometida. Leonard vive con sus padres en Brighton Beach víctima de sus propias obsesiones entendidas como mala suerte. En un esfuerzo por lanzar algo de luz a su vida, sus padres, Reuben y Ruth, le presentan a Sandra, la hija de unos amigos que se dedican a la limpieza en seco con la que parece conectar en seguida. Sin embargo, Leonard conocerá simultáneamente a Michelle, que vive en el mismo edificio de apartamentos. A partir de ese momento, los acontecimientos se bifurcan en dos opciones bien distintas.
‘Two lovers’ urde desde el comienzo un drama cuya materia gravita constantemente en la importancia de las decisiones, pero a la vez en la dualidad, en la disyuntiva de una condición ética y existencial propuesta a un joven perdido en su frustración. Por un lado está la morena Sandra, como mujer ideal cuyos principios sentimentales se ciernen a la coherencia y al amor recíproco. Ella posee un perfil clásico de mujer amante y sumisa, comprensiva y tierna. El escenario familiar y rutinario que tanto apesadumbra al protagonista. Por el otro, Michelle es la imagen idealizada y turbadora de un sueño inalcanzable y, a su vez, una vía de escape, la libertad que promete una vida alejada de la herencia familiar de un negocio aburrido. Dos ideales confrontados, el amor pragmático desagraviado contra el platonismo de otro no correspondido, puesto que Michelle está enamorada de un hombre casado que no cumple su promesa de dejar a su familia por ella. Es la falta de decisión de Leonard y la de Michelle lo que les une, lo que un momento concreto del drama atisbe una felicidad ilusoria y una liberación hacia la autonomía vital.
Con todo ello, Gray va trazando una fascinante construcción introspectiva al alma de sus personajes, siempre en los límites contextuales y temáticos de los melodramas sentimentales, sin exceder en emociones, vinculando el sustrato dramático a la tranquilidad y a la madurez con la que fluyen los comportamientos de esos seres heridos, que subsisten entre su fragilidad y sus anhelos, que necesitan, en definitiva, aferrarse a una relación. Por poco futuro que ésta pueda tener.
En ‘Two lovers’ destaca el uso de los fundamentos del realismo naturalista para avivar un extraño halo de clasicismo que empapa cada uno de los fotogramas de este fantástico filme. El resultado es la consumación de una rígida melancolía, de una poética sensorial que responde a un cine que ya no se hace. A veces, Gray imprime cierto grado de frialdad, convenientemente adecuada a las necesidades narrativas, con un cromatismo de apariencia caduca y neutra, donde el escueto intimismo estético se pone de manifiesto con el gran trabajo de Joaquín Baca-Asay en continuo contraste de interiores de luz templada y acogedora con los exteriores de tonos azulados y urbanos.
Otro de los grandes temas sobre los que gira la fimografía de Gray es la familia. Y en ‘Two lovers’ vuelve a ser imperante la importancia argumental con la que se resuelve el drama. La familia de Leonard serviría para granjear esa falsa seguridad en la que parece vivir el problemático joven, desdoblado con la promesa de un futuro mejor en el momento en que comienza a salir con Sandra, puesto que el padre de ésta promete una fusión de empresas y de familias. Aquí, todo el mundo en la película quiere lo mejor para sus hijos, ya que el padre de Sandra vislumbra un futuro prometedor a la pareja, pero nunca poniendo a su hija como parte de un trato con su futuro yerno. Y la madre, sobreprotectora y cautelosa, que quiere ver cómo su único hijo aproveche la oportunidad de construir una familia sólida a partir de sus raíces. Lo que no quita para que, en un instante crucial del filme, asuma las decisiones erráticas de su vástago si con ellas será feliz. Es una secuencia magnífica, donde la matriarca, que ha sido descrita como algo celosa y preventiva se revela como una persona capaz de volcarse por medio del amor, la comprensión y la lástima hacia su hijo.
Gray sabe disponer de todas las aristas y pautas del melodrama sin ninguna superficialidad, desnudando las sombras de quienes están inmersos en tan infortunado trance. Tiene tintes de tragedia anímica con oscilaciones afectivas hacia las soluciones erróneas. Y no se olvida de puntuar geográficamente la personalidad de su narración, haciendo de ese contexto neoyorquino de Brighton Beach, en Brooklyn, al que el realizador es tan afín, un espacio de reclusión del que escapar. La labor guionística de Richard Menello y del propio James Gray rezuma verdad, auspiciado por la sobriedad con la que se entregan los personajes a una trama diáfana, sin recovecos a las sorpresas o los puntos de giro inesperados.
No sería un filme tan sobresaliente sin la riqueza de unas interpretaciones que exteriorizan una ostentación de mimo por parte del realizador. Joaquin Phoenix prevalece como un actor magnífico, capaz de provocar todo tipo de sensaciones muy bien compensadas por la armonía de Vinessa Shaw y la magnética inestabilidad que deja ver una inspirada Gwyneth Paltrow, así como los secundarios, Moni Moshonov, Isabella Rossellini, Bob Ari o Elias Koteas, artífices de algunos de los momentos más importantes de la cinta.
A simple vista, ‘Two lovers’ podría verse como un itinerario parsimonioso por los problemas emocionales que invocan irremediablemente a la melancolía y a la angustia. Lo es. Pero también es una disección sobre los cimientos del deseo, su naturaleza y sus riesgos, que no olvida el destino marcado por la coherencia. Mientras medita con el lirismo, también engrandece su estela al desfilar por la humildad y sencillez con la que está narrada esta sugestiva obra. La misma que se concentra en la cruel realidad de una azotea, donde dos almas a la deriva están destinadas a un final infeliz.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010
PRÓXIMA REVIEW: 'Prince of Persia: Las arenas del tiempo (Prince of Persia: The Sands of Time), de Mike Newell.

miércoles, 26 de mayo de 2010

El usador de palabras

En Laugharne, cerca de una casa levantada a orillas de un estuario en el corazón de Gales, el poeta pasó horas viendo las crecidas invernales del río Towy. Vio muchas veces cómo se anegó el jardín, jugando a encadenar patronímicos o tal vez sólo nombres que versificaran cada una de las colinas que se veían al este, en la ribera opuesta del río.
Un mal día, por aquellos parajes, no hubo presencia humana, nadie que observara el paraíso. La habitación donde el hombre de rizos rojos desplegó su talento, se llenó de polvo y silencio. Una botella de whisky medio vacía sepultaba su triste pesar sumida en el afonía de una boca que jamás volvería a beber de ella.
Lejos de allí, Stravinski se quedó sin las palabras del borracho irredento y Swansea lloró su muerte. Años después, un cantante tomó su apellido para pasar a ser hu heredero con una guitarra a cuestas.
Dijo en una ocasión Dylan Thomas que no era un poeta, que era un simple usador de palabras.