martes, 6 de abril de 2010

Una secuencia al azar (X): La insalubridad de la América Profunda en Texas

Recuperar ‘La matanza de Texas’, uno de los pilares del cine ‘gore’ y del cine contemporáneo, siempre es una satisfacción. La historia de la familia liderada por Leatherface (Gunnar Hansen) con su sierra mecánica y los asesinatos de los cinco jóvenes en el matadero Menfield merecen una digna mención en los anales del Séptimo Arte. Esta obra maestra refleja (de modo implícito) no sólo la ambición de un joven y aguerrido cineasta, Tobe Hooper, por ver su filme en una pantalla grande, sino también por ser el ‘gore’ más expurgo de la Historia. Sigue llamando la atención cómo y de qué forma, siendo una de las cintas más violentas y llenas de mugre a lo largo de tantas décadas, sin que aparezca en pantalla ni una maldita gota de sangre ¿Dónde reside pues el terror? Hay que destacar algunos aspectos como el granulado de la imagen, la banda sonora chirriante, su brutal contundencia, la insalubridad presente en la puesta en escena y, sobre todo, los personajes creados de la enferma mentalidad de Hooper.
Si por algo destaca ‘La Matanza...’ es por la aversión y la antipatía que despiertan en el espectador los cinco protagonistas. Jóvenes rebeldes, deseosos de sexo y drogas, resabidos vitales, imbéciles de ciudad... Algo que sigue sin cambiar pasen los años que pasen. En especial Franklin (Paul A. Partain), ése gordo bastardo en silla de ruedas con la salchicha a modo de puro. Con la envidia corroyendo sus entrañas. El espectador siente el deseo de que el retrasado ‘Cara de cuero’ acabe con ellos. Absolutamente todo lo que aflora dentro del celuloide está enfermo. Y lo que es mejor, hace delicioso el cine de género. Secuencias memorables como la cena familiar con una Sally llena de sangre y plumas de pollo, el martillazo con el que muere uno de los protagonistas. O la secuencia al azar que nos ocupa, la de Sally (Marilyn Burns) logrando escapar berreando mientras corre delante del perturbado hermano del temible Nubbins (Edwin Neal), que va acuchillando a la joven mientras Leatherface amenaza con su motosierra unos pasos más atrás.
Cuando está a punto de conseguir su propósito, un camión atropella estrepitosamente a Nubbins. Un gordo afroamericano baja para comprobar qué ha pasado. Al observar a Leatherface en plena acción, tanto Sally como el gordo logran subir al camión. Están listos para huir, pero inesperadamente deciden bajarse, a pesar de que ‘Leatherface’ no puede atravesar la puerta. Nuestro asesino, en un aspaviento enardecido cae al suelo y se corta accidentalmente la pierna mientras el gordo le mira. Por si no fuera todo lo suficientemente surreal, una furgoneta aparece en escena y en primera estancia parece no tener intención de socorrer a nadie. Tras un volantazo, el gordo sale corriendo en dirección contrario al vehículo (sic) y Sally logra subirse a la parte trasera para escapar definitivamente del siniestro homicida. Todo sin mucho sentido, esperpéntico, como una insuperable muestra de la iconografía gótica y enloquecida de la América más profunda. De la suciedad que empaña las carreteras rurales, trufada de una subversividad enfermiza, con múltiples lecturas, rica en simbología.
‘La Matanza de Texas’ debe permanecer en nuestra memoria como lo que es: una rotunda y magistral obra de culto que permanecerá imborrable por siempre jamás.

viernes, 2 de abril de 2010

Review 'Green zone: Distrito protegido (Green Zone)', de Paul Greengrass

Las mentiras de una guerra ilegal
Nueva visión sobre el conflicto de Irak, la cinta de Greengrass utiliza el campo de batalla como contexto muy adecuado a su visceralidad como cineasta en una oportunista crítica progresista que ha llegado muy tarde en su distancia respecto a los acontecimientos.
En 2002 la crisis del desarme iraquí sirvió como pretexto para la invasión de Irak que se llevó a cabo marzo de 2003. Encabezada por George W. Bush y una coalición de países en la que ejercieron de prosélitos, entre otros, el primer ministro británico Tony Blair y de ‘perrito faldero’ José María Aznar, por aquel entonces presidente de España, se inició una guerra preventiva para desarmar a Irak con la excusa de que en el país se escondían armas de destrucción masiva, conocidas con las siglas ADM. La idea era acabar con Saddam Hussein y su respaldo al terrorismo internacional y con ello lograr la libertad al pueblo iraquí. Actualmente, la guerra prosigue y desde una perspectiva objetiva, aquel ataque llevado a cabo por la Administración Bush y las medidas adoptadas para justificar la guerra ensombrecieron las distinciones morales, legales y políticas dentro de las leyes universales contra la agresión.
La guerra de Irak ha sido, por tanto, un conflicto basado en imperdonables mentiras y conducida con unos intereses destructivos y económicos que violaron el tradicional ‘jus ad bellum’, poniendo en evidencia al ejército marine cuando los culpables señalaban a los que dirigieron las operaciones desde los despachos en un conflicto donde los yanquis ocuparon el país, intentaron infructuosamente instaurar un nuevo gobierno de transición y tener así el control, pero que todavía no ha terminado. Y no da indicios que así sea.
‘Green Zone’ arranca con el ejército americano siguiendo minuciosamente los preceptos de vulneración de la resolución 1441 aprobada para llevar a cabo las inspecciones ordenadas referidas a la existencia de armas de destrucción masiva. Obviamente, los marines no encuentran tales armas. El nuevo filme de Paul Greengrass se centra en el subteniente del ejército marine Roy Miller y su equipo, que busca las inexistentes armas en una espiral de falsedades llevadas a cabo por su gobierno y el servicio secreto. En un terreno desconocido, a este heroico soldado inmerso en una conspiración que amenaza a todo un país lo único que empieza a importarle es descubrir la verdad. Basada en el libro ‘Imperial Life in the Emerald City: Inside Iraq’s Green Zone’, de Rajiv Chandrasekaran, ex corresponal del Washington Post en Bagdad cuyo guión ha llevado a cabo Brian Helgeland, ‘Green Zone’ aporta una mirada mucho más crítica al conflicto y las decisiones que lo provocaron que la acción sobre la que se sustenta el relato cinematográfico.
A Helgeland, sin embargo, se le puede recriminar la linealidad, reduccionismo y previsibilidad con la que sus personajes transitan por las situaciones y disyuntivas, con un puñado de diálogos de cabecera que se sostienen en la cámara de Greengrass, que sabe disimular sus evidencias, por mucho que el laberinto de intereses esté bien entramado. Una denuncia crítica, por el contrario, que palidece ante el documental ‘No End in Sight’, de Charles Ferguson, que inculpaba a los mismos causantes de las negligentes decisiones que provocaron la guerra de Irak con mucho mejor acierto y capacidad argumentativa. Lo más interesante, tal vez, sea el enfoque de las rivalidades que se van sucediendo entre departamentos dentro de la rama ejecutiva, de las tensiones recíprocas que surgen entre una bipolaridad en el seno de los servicios de inteligencia y su relación de ardid con Miller, de traductores patrióticos en una patria sin futuro o periodistas que, lejos de la caracterización de manipuladores, quieren llegar a la verdad porque no asumen las infamias unilaterales del jefe de la Autoridad Provisional de la Coalición Paul Bremer ni de un gobierno que adultera la verdad por oscuros intereses antidemocráticos. Y destacan, haciendo creíbles sus aportaciones esos Matt Damon, Khalid Abdalla, Greg Kennear, Brendan Gleeson o Amy Ryan que conforman su reparto.
En el apartado visual, todo el mundo sabe cómo se las gasta Greengrass, por lo que no debe sorprender si el espectador, aturdido con su famosa cámara en mano, se pierde entre las imágenes con tanto movimiento incesante, con una narración sustentada en la búsqueda de esa pretendida hiperrealidad nerviosa (que no documental) de extrema rapidez y movilidad acalorada. Es el sello enardecido del cineasta inglés. Y si bien, en los primeros compases de aturdidor montaje en ‘staccato’, con pulso de Parkinson, se puede hacer insoportable, la acción utiliza la imagen como herramienta para ejercer un cúmulo de sensaciones que pasan por la retina a una velocidad de vértigo ¿Que marea? Pues sí ¿Qué hay veces en que parece un videojuego bélico de visión subjetiva? Muchas. Sin embargo, Greengrass es así. Muy inmediato en su forma de filmar, muy acelerado y, por tanto, tenemos que asumir que, de esta manera, no desnaturaliza su condición de cineasta con estilo propio.
Por otra parte, hay algo que llama la atención dentro de ‘Green Zone’. Por mucho que siga fiel a su histérica cámara movediza que auspicia un realismo sensacionalista, el público tiene la sensación en todo momento de que está ante una aparatosa función en la que parece que hubieran sacado a Jason Bourne de su saga y lo hubieran metido de lleno en Irak, porque los movimientos, razonamientos, dudas e incluso tácticas para llegar hacia un final concreto y una verdad fiable responden totalmente a la temática de intriga y conspiración del citado personaje. A Greengrass eso le da lo mismo, en esos terrenos políticos y militares, de idas y venidas, de trampas y escapes, de tiros que rozan de soslayo, le vienen muy bien para convulsionar la imagen al son de los ataques, haciendo del campo de batalla un contexto muy adecuado a su visceralidad como cineasta.
‘Green Zone’ es un ‘thriller’ bélico que utiliza el género como excusa. Por mucha acción ajetreada que haya, mucha carrera o mucha persecución redundante sale a la superficie un tufo a fondo político que no se puede disimular. Bajo esa cuidadísima atmósfera de impecable credibilidad y la ambientación de los peligrosos submundos de Irak, en el filme subyace un mensaje querellante, crítico y acusador. Está muy bien que no se desatienda la cultura militar, aquella que apunta a los combatientes a seguir cualquier directriz. Greengrass sabe operar con funcionalidad y ‘cinema veritè’ a la hora de mostrar esos vehículos militares entorpecidos por una multitud de iraquíes que piden agua desconsoladamente. Lo que importa de verdad es mostrar a Miller como un soldado íntegro que sigue las órdenes a rajatabla, llevando su misión a cabo hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, es también humano y reflexivo y en el instante en que nada concuerda se impone su condición de guerrero, valorará las circunstancias y seguirá su propio código de honor, aquel que deberían seguir los grandes combatientes del ejército marine.
Más allá de la crítica, aquí trasciende la limpieza de imagen del soldado marine, desacreditado últimamente por sus negligentes actuaciones dentro del campo de batalla, señalando con el dedo a aquellos que quieren hacer olvidar a los verdaderos responsables de la guerra, que son demonizados sin ningún tipo de disimulo argumental, dando de lleno en aquellos que, manipulando la opinión pública, hicieron lo que les dio la gana y llevaron a cabo una sistemática estratagema de engaños siguiendo las motivaciones de venganza y la mitología sanguinarias de un alcohólico, inepto y torpe George Bush.
La pena y el gran error de ‘Green Zone’ es que este filme denuncia encubierto en su género de acción sin freno, en su intención oportunista de bordarse un distintivo progresista, es que ha llegado muy tarde en su distancia respecto a los acontecimientos, cuando éstos han sido revelados y demostrados hace ya tiempo. Y su estreno, con tan poco tiempo sobre ‘The Hurt locker’, la gran ganadora de los Oscar, tampoco aguanta muchas comparaciones. Y más, cuando el mayor responsable de la estética final del filme, y la postre, su mejor virtud, precisamente recaiga en Barry Ackroyd, el mismo responsable que ha dirigido la fotografía de la película de Kathryn Bigelow.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010
PRÓXIMA REVIEW: 'Crazy Heart', de Scott Cooper

miércoles, 31 de marzo de 2010

Paganía alcoholizada: 80 anversario del Entierro de Genarín

Mañana es Jueves Santo, el primer día del Triduo Pascual, jornada en la que la Iglesia Católica conmemora la institución de la Eucaristía en la Última Cena de Jesús dentro de una semana donde la tradición católica celebra la muerte de Cristo, la pasión como bien dejó para la posteridad fílmica el ínclito rumí cristiano Mel Gibson. Pero hay otras conmemoraciones, en este caso paganas y heterodoxas, que avivan una afinidad para aquellos a los que la zambra y el embriaguez les motiva para profesar su dogma hacia la baraúnda tumultuosa. O lo que es lo mismo, la fiesta jaranera sin freno donde el alcohol es la deidad a venerar.
Esto es lo que sucede en la Semana Santa Leonesa, en esta noche de Jueves Santo, donde miles de leoneses y potenciales odres llegados de toda España invaden el casco antiguo de la ciudad, el popular Barrio Húmedo, para celebrar el Entierro de Genarín, una romería que se determina por ser estridente, picaresca y de carácter beodo en todas sus dimensiones. Una procesión desplegada a la gloria de Genaro Blanco, más conocido como Genarín, un personaje de principios de siglo que ejercía de pellejero y que vivió en León. Era conocido por ser bajito, caricaturescamente feo, tunante artero, diletante de los lupanares (es decir, un putero en toda regla), pero sobre todo ha pasado a la historia como un gran borracho. Así de fácil. y sencillo Un buen día, mientras se acercaba dando tumbos hasta la Avda. de los Cubos (una de las calles más populares de la ciudad), el primer camión de la basura de la ciudad de León le atropelló y acabó con su bulliciosa vida en marzo de 1929.
Cada año, como manda el ceremonial, la comitiva se desplaza desde la Calle de la Sal (siguiendo la liturgia de los 30 pasos, oratorias de romances e ingestión de grandes cantidades de orujo de la tierra) portando en las espaldas de los cofrades (ya mamados) un paso que acarrea un barril de orujo con una corona de laurel y velas hasta la Plaza del Grano, donde se prosigue con los romances y los desmedidas degluciones de orujo hasta que el hermano colgador de la cofradía de Genarín se encarga de escalar la muralla y colocar en lo alto una botella de orujo, queso, pan de hogaza y dos naranjas, que simbolizan el alimento para el espíritu de Jenaro, el Genarín.
Entonces entona los siguientes versos:
Y antes de ser declamadas para gloria de este mundo,
siguiéndote en tus costumbres, pues nunca ganasteis lujos,
bebamos a tu memoria una copina de orujo,
que fue lo que más chupaste antes de ser difunto.
Y así termina esta vía-crucis, con todo el mundo ebrio, brindando con orujo.
Una entrañable fiesta, sin duda alguna, que muchos tachan de sacrílega e irreverente. Pero a los fieles de esta tradición “que les quiten lo bailao”. Este año se cumple el 80 aniversario de este ritual de laurel, queso, una hogaza de pan, naranjas y una botella de orujo en honor a este santo no reconocido por la Iglesia. Si, hace años, María Jiménez hubiera sabido de la existencia de esta romería, seguramente que no hubiese vuelto a arrastrar el culo en el Rocío.

viernes, 26 de marzo de 2010

Review 'Los hombres que miraban fijamente a las cabras (Men who stare at Goats)', de Grant Heslov

La esperpéntica locura de los marines
Grant Heslov y George Clooney optan por la comedia y desenfreno gamberro para satirizar la guerra y el ejército en un filme extravagante que, sin embargo, no alcanza un nivel estable en su surrealismo pintoresco.
A lo largo de su carrera el actor George Clooney ha dejado ver dos perspectivas intencionales en su filmografía como director, productor y actor; la de un hombre comprometido con la reivindicación política y la de un gamberro con ganas de divertirse en cuanto tiene la más mínima ocasión. Cintas como ‘Buenas noches y buena suerte’, ‘Oh. Brother!’, ‘Michael Clayton’, ‘El soplón’, ‘Syriana’, la saga de ‘Ocean’s’ o ‘Up in the air’ son clara muestra de ello. Parece como si Clooney tuviera un apego especial por destapar las bagatelas de los discursos políticos llenos de mentiras, de denunciar el abuso de los intereses geopolíticos norteamericanos e internacionales y por la ridiculización de un sistema en constante decadencia.
Ese cinismo comprometido con la causa y con su vena más cínica se alían en la que, posiblemente, sea su película más excéntrica. ‘Los hombres que miraban fijamente a las cabras’ está dirigida por su socio y amigo Grant Heslov. Se trata de una sátira política que gira en torno al hallazgo, por parte de un periodista que viaja a Irak en busca de reconocimiento, de un grupo de ‘supersoldados’ del ejército americano con poderes psíquicos que encabeza Bill Django, creador de un equipo capaz de matar cabras con sólo mirarlas, manipular las mentes del enemigo, experimentar sobre la invisibilidad y la capacidad de atravesar muros.
Lo que llama la atención de una idea tan enloquecida es que lo que se narra dentro de ‘Los hombres que miraban fijamente a las cabras’ esté basado en hechos reales. La acción tiene su germen en el libro homónimo de Jon Ronson y se centra el jefe del servicio de inteligencia de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos durante los años 80, cuando contraespionaje y sus unidades secretas se sirvieron del servicio de inteligencia de Estados Unidos para asumir un estudio de la parapsicología como modo de experimento militar en el que cabras eran utilizadas como conejillos de indias para esa abducción mental que permitiría a los marines manejar al enemigo en interrogatorios a sus prisioneros de guerra con el propósito de victoria en futuras guerras. El guión de Peter Straughan traza una excéntrica visión sobre unos personajes demenciales que se van dejando llevar por una utopía absurda colocada en un trasfondo (anti)bélico de guerreros invencibles de un ejército denominado ‘Tierra Nueva’, una secta de chiflados anclados en la ideología hedonista y trastornada de los 70.
Es en esos parámetros donde el filme de Heslov ancla sus atributos cómicos, en la descripción a modo de ‘flashbacks’ de ese misterioso líder que viene de colocarse y vivir el ‘hippismo’ post-Vietnam y asume el liderazgo de un grupo de hombres que creen sus habilidades mentalistas y poderes paranormales aplicadas a las fuerzas militares. Su constante juego de ‘gags’, de extraño desnivel narrativo, de recurrentes alusiones a la saga de ‘Star Wars’ y un constante desenfreno gamberro y disoluto la convierten en un filme extraño que pretende reírse de la guerra como lo hicieran Stanley Kubrick, Terry Southern y Peter George en ‘Teléfono Rojo ¿volamos hacia Moscú?’.
Obviamente, el juego satírico se queda a medias si entramos en ilógicas comparaciones con aquélla. El personaje de Clooney, Lyn Cassady, parece salido del ‘Steve Canyon’ de Milton Caniff, siendo el motor que impulsa la acción y el rol en el que mejor funciona la comicidad por encima de la recreación de Bridges, que está sujeto a un taxativo humor intrínseco que recuerda en exceso a “El Nota” Lebowski y demasiado estricto a su extravagancia. El humor físico y la parodia de matiz y espíritu ‘new age’ convocan esa confrontación entre un grupo de pirados que perfeccionan técnicas de manipulación y control mental por medio de drogas e hipnosis y ese ‘reverso tenebroso’ dentro del ejército en el que cohabitan soldados del ‘lado oscuro’, como el personaje de Kevin Spacey, Larry Hooper, llevado por al envidia y el miedo a una causa del mal, el refractario cuestiona y envidian a los que tiene ese ‘poder’.
Es una pena, empero, que Heslov no sepa mantener el ritmo y todo el entramado se diluya un poco en la reiteración de su comicidad, del desequilibrio irregular y la anarquía que termina por licuar sus intenciones. ‘Los hombres que miraban fijamente a las cabras’ deja cierto sabor a decepción ya que, como sátira antibelicista es poco crítica, aunque es cierto que en poco menos de hora y media se desmontan con sarcasmo la historia reciente militar de Estados Unidos y sus patrióticos soldados, desde la era Reagan hasta las arbitrariedades transformadas en desvergüenza como las de Abu Ghraib y Guantánamo. El fragor conspiratorio es tomado a cachondeo y ciertos estratos del ejército marines expuestos como auténticos desequilibrados de cerebro empañado por la locura psicotrópica, pero queda la sensación de cierta autocomplacencia, de distanciamiento del discurso crítico sobre la sociedad americana a la hora de exhibir a ese grupo de hombres trastornados por su propia paranoia que son capaces de torturar a sus prisioneros con canciones y vídeos infantiles americanos de Barney el Dinosaurio.
Si bien los dos niveles del relato, la de ese periodista americano que quiere recuperar a su mujer, cuyo amante es su propio editor con un brazo protésico de metal y que se va a Kuwait como enviado especial, pasando los días en un hotel a cientos de kilómetros del territorio expuesto al peligro bélico y el momento en el que conoce a Cassady, cruzando la zona de guerra y descubriendo al fundador y gurú del Ejército de la Nueva Tierra, funcionan con cierta fluidez, la película acaba por no enderezar todos sus planteamientos, dejando que su discurso sobre el conflicto de Irak, al igual que el de Vietnam, sustentados en la tergiversación del vislumbre alcaloide, no acierte en su perspectiva despojada de divinidad de cualquier conflicto bélico.
‘Los hombres que miraban fijamente a las cabras’ es una película excéntrica donde las haya. Y si bien no encuentra un nivel estable en su surrealismo pintoresco, nunca se avergüenza de su condición de ‘outsider’ ni de seguir con honestidad su ‘tour de force’ con su contenido sintético sobre lo ‘zumbado’ de la condición humana. Habría estado bien que tanto Heslov como Straughan hubieran pulido un poco más ese gamberrismo desde una perspectiva más satírica a la hora de apunta a la imbecilidad propia de los gobernantes del mundo y sus instrumentos para paliar las contrariedades sociales y mundiales en constante desarrollo. Lo importante es que en Hollywood, engreído erial donde existe una estricta disposición a producir exclusivamente películas con potencial taquillero, sigan viendo la luz películas de esta calaña. El hecho de que George Clooney, Jeff Bridges, Ewan McGregor y Kevin Space estén dentro de esta locura asegura que la Gran Industria siga teniendo la libertad de dejar piezas como esta ‘locure’ tan absurda.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010
PRÓXIMA REVIEW:'Green Zone: Distrito protegido', de Paul Greengrass

martes, 23 de marzo de 2010

Los diez mandamientos del Cowboy

La icónica figura del ‘cowboy’ siempre ha estado ligada, según la cultura popular, al universo del ‘western’, a su simbología de ese hombre solitario, desarraigado, inmerso en largas travesías de ‘Longhorns’ que ha pasado a la grafía general como un emblema arquetípico del individualismo norteamericano, más allá del ‘branding’, de los ranchos o de todo la cultura real a la que conlleva esta mítica figura. Alejándose en la memoria del ‘Far-West’, el ‘cowboy’ permanece atento a su revolver y a su ganado, en busca de recompensas, incluso manchando su reputación con rapacerías o estraperlos, sin quitar ojo al furtivo ataque de los indios, tomando un trago después de una dura jornada en el ‘saloon’ de cualquier ciudad sin ley en las que los bandidos amenazan con su violencia sin límites. La efigie de uno de los géneros cinematográficos por excelencia dibuja un atractivo mito que bien supieron ver maestros de la talla John Ford, Henry Hathaway, Anthony Mann, Gordon Douglas, Thomas Harper Ince, John Sturges, Delmer Daves, Budd Boetticher, Sergio Leone o Sam Peckinpah dibujando un mundo de traiciones, asolamientos, soledades y de afecciones varias.
Como es lógico, hoy en día, el cowboy desempeña su trabajo como un vaquero al uso, adoptando el término etimológico de su ocupación. Es decir, que un cowboy se dedica a cuidar al ganado cuando pasta en el ‘open range’, procurando no perder de vista ninguna res o marcándolas para delimitar la propiedad de cada rancho, así como en cada primavera (el llamado ‘spring roundup’) atrapar a los nuevos becerros con el lazo para determinar su feudo y evitar así robos innecesarios. También perpetúan su leyenda dentro de los rodeos para los llamados ‘rhinestone’ cowboys, celebraciones rurales donde se siguen manteniendo las exhibiciones de jinetes, el típico lazo para atrapar indomables terneras o el más clásico y reconocible rodeo donde los jinetes procuran no caer del lomo de broncos salvajes y toros de dimensiones descomunales. Eso sí, no puede faltar el baile típico de estas celebraciones al son de la música ‘blue country grass’ ni una buena barbacoa y tampoco, por supuesto, una rica zarzaparrilla.
Hace unas de semanas, el gobernador de Wyoming, Dave Freudenthal, firmó la llamada ‘Ética del Cowboy’, dispuesta en diez mandamientos y presentada como un código legislativo aprobado por el citado estado. Se trata de una serie de normas derivadas del libro ‘Code of the West’, del ex inversor de Wall Street James Owen. Estas directrices no son vinculantes ni conllevan sanciones penales y no pretenden sustituir a ninguna pauta del código civil. Simplemente procura rescatar el espíritu tradicional y épico del cowboy dentro de la cultura americana actual.
Los diez mandamientos son los siguientes…
1. Vivir con valentía.
2. Ejercer con orgullo el trabajo.
3. Terminar lo que uno empieza.
4. Hacer lo que sea necesario.
5. Ser duro, pero justo.
6. Cumplir las promesas.
7. Cabalgar para echar el lazo.
8. Hablar menos y decir más.
9. Recordar que algunas cosas no están en venta.
10. Saber dónde establecer los límites.
A Freudenthal se le ha olvidado uno de los más importantes: “No escupir contra el viento”.

jueves, 18 de marzo de 2010

Review 'The lovely bones (The lovely bones)', de Peter Jackson

Lo onírico ante todo
Peter Jackson adapta la novela de Alice Sebold mucho más interesado en exhibir un universo de color y efectos especiales que en desarrollar a sus personajes y sus necesidades narrativas.
En Estados Unidos, la novela de Alice Sebold ‘The lovely bones’ es, desde su publicación, una lectura casi imperativa. Uno de esos fenómenos producidos gracias a las ventas multitudinarias llevadas a cabo por la enorme maquinaria promocional de un solo programa que la aconsejó encarecidamente. Fue Oprah Winfrey la que contribuyó a difundir y multiplicar las ventas de ese libro publicado en España como ‘Desde mi cielo’, otorgando el efímero milagro del superventas que llegó a manos de Peter Jackson para convertirla en película. Jackson ha optado por esta historia intimista para su regreso a la gran pantalla después de haber conquistado el estrellato definitivo con la trilogía de ‘El Señor de los Anillos’ y haber cumplido un costoso y erróneo sueño del calibre de ‘King Kong’. Además, los paralelismos sobre el papel entre esta nueva película y uno de sus más notables títulos, ‘Criaturas Celestiales’, apuntaban a que el director neozelandés reanudaría su cine más alejado de los grandes estudios y más delimitados a historias modestas. No es así.
‘The lovely bones’ se centra en la vida (o la muerte, en este caso) de Susie Salmon, una inteligente adolescente de 14 años que sueña con ser fotógrafa de la naturaleza y que, en la flor de la vida, es asesinada por el señor Harvey, un huraño vecino con tendencias psicopáticas. Susie quedará confinada a un páramo a modo de limbo ‘tuneado’ por la imaginación y los estados de ánimo de la niña, que observa desde el cielo cómo su familia encaja la pérdida, las reacciones que suscita su muerte entre el vecindario y la evolución solitaria de su asesino. El espectador se embarca así en un desdibujado viaje hacia la comprensión y asimilación por parte de la niña de su propia muerte, así como de las determinaciones vitales de aquellos que la quisieron.
En principio, ‘The lovely bones’ promueve una descripción que se demarca a la rutina de la niña, a su día a día, a sus ganas de vivir su primer amor, a su pasión por la fotografía, a su relación con su padre, a sus pequeñas disputas con su hermana o el heroísmo con el que salva a su hermano de morir ahogado. Jackson sabe convenir esa normalidad algo dilatada para dar un particular golpe de efecto que, a la postre, es donde mejor funciona el filme. Se trata de la tensión creciente que va marcando el juego psicológico de Harvey y la niña que desemboca cuando la frágil e inquieta de Susie se mete de lleno en la boca del lobo. Es cuando el suspense se apodera de la pantalla y trasmite su enfermiza atmósfera a los terribles acontecimientos que se suceden. Pero existe una pequeña traba en todo esto. El hecho de que la historia sea narrada en primera persona por la protagonista muerta, uno de los vértices narrativos más favorables de la novela de Sebold, es, paradójicamente, un menoscabo en la adaptación de Jackson, ya que perjudica su eficacia argumental por lo pormenorizado en las descripciones que interrumpen o anticipan la acción, anunciando cada movimiento de la historia al espectador mediante una obstinada y plañidera voz en off. Imaginando ‘The lovely bones’ sin tanto subrayado cabría pensar que la adaptación de Jackson, junto a Fran Walsh y Philippa Boyens, podría haber ofrecido una visión mejorada olvidándose de esta puntual adhesión a su fuente literaria.
Sin embargo, no es sólo eso. En la película de Jackson se obvia, por ejemplo, que la joven Salmon es salvajemente violada y torturada antes de morir. Obviamente, se puede pensar que se trata de un tenue acomodo que es innecesario para la trama. La sutileza no es el problema. El problema es que con esta supresión se resta una terrible fuerza a la ambigüedad con la que se maneja el relato, que no hace más que mitigar la violencia que desprende un hecho tan cruel, perdiendo el equilibrio entre la crudeza del asesinato y el desarrollo de la posterior reflexión de la niña respecto al tema. Se desvirtúa así toda la estimulación espiritual que convoca en la joven para su dictamen sobre la propia fatalidad y su superación. El guión de Jackson tampoco sabe transferir en imágenes la desintegración del núcleo familiar, el deterioro que va haciendo mella en la relación de los padres o en las preguntas que genera la muerte de su hermana en los otros hijos de la familia. En todo caso, se hace de forma atropellada, sin ningún tipo de búsqueda psicológica que la provoque más que un pequeño acercamiento a la impotencia y obsesión del padre por encontrar al asesino de su hija descrita en un par de secuencias.
La materia prima que podría haber generado esa lenta recuperación del entorno familiar, el esfuerzo de superación de la trágica y violenta pérdida de una hija, queda diluida en algún elemento adjunto a la línea argumental. Y se acabó. Esto queda patente en la forma en la prácticamente se anula al hermano pequeño o la inhabilitación dramática de Abigail (posiblemente la peor interpretación de Rachel Weisz), que es descrita en su crecimiento como persona por los libros que va acumulando, pero en absoluto en su desmoronamiento como esposa y madre ante los hechos. Eso sí, la poca funcionalidad de la abuela Lynn (aunque en su arranque tenga las mejores frases en boca de Susan Sarandon) le sirve a Jackson para crear una ruptura de ritmo y meter con calzador un poco de comedia, de refresco dentro del oscilación de géneros, como guiño contracorriente a esa esmerada grandilocuencia del propio cineasta.
El gran inconveniente que merma la categoría de una película tan prometedora como ‘The lovely bones’ es el propio Peter Jackson, al cual se le percibe más interesado en exhibir ese universo de color y efectos especiales que rodea a la joven interfecta mucho más que cualquier otra cosa. Pero su dilema no deviene en acopio de énfasis tecnológico. Todo ese exceso de imágenes saturadas se apoya en la argumentada subjetividad de ese “edén” que cada persona experimenta de una forma diferente. De ahí que la elección de Susie sea un universo edulcorado y colorista en relación a su edad, justificando los estados emocionales de una niña adolescente. El desaguisado llega cuando Jackson se eterniza en la constante pretensión de deslumbrar con tanta estética embellecida, imponiendo el seguimiento de ese limbo mostrado como nirvana ‘new age’ ataviado de música empalagosamente quejumbrosa que hace perder el equilibrio entre los mundos antagónicos (la frontera del mundo real y el mundo intermedio de Susie), olvidándose de los personajes y de sus ne¬cesidades narrativas. Al contrario que Sebold en su libro, esta adaptación cinematográfica del espacio imaginativo de la niña se potencia como el gran atractivo del filme, con sus oníricas imágenes, antes que conceptuarlo y concentrarse en la tragedia y las consecuencias en las relaciones humanas de aquellos afectados por el trágico acontecimiento. Ahí está su principal error. Precisamente, la película alcanza sus ansiados valores cuando muestra los aspectos más apegados a la realidad, cuando la emoción y la sensibilidad encuentran su cumbre dramática en las posteriores reacciones de la familia ante el descubrimiento por parte de la policía del gorro de la niña y la presunción de un cruel asesinato. Sin olvidar la evolución rutinaria de ese vecino aparentemente normal que esconde una bestia con ganas de sangre y su creciente deseo de volver a sacrificar otra víctima que satisfaga sus perturbados deseos.
‘The lovely bones’ es una oportunidad truncada a la hora de mostrar esa pérdida de la infancia y de la inocencia en un cruento viaje iniciático a través de una inesperada muerte. Es una pena que Jackson no haya sabido (ni querido) aprovechar todos sus recursos y su potencial para relatar con pulso esta triste fábula. Y más cuando destacan multitud imágenes de poderosa fuerza y de una tensión insostenible que dejan ver el talento de su realizador y muchas de las intenciones retóricas que no alcanzan el tratamiento esperado, como ese punto en común del padre y el asesino que tienen como ‘hobbie’ obsesivo la reconstrucción de maquetas y que daría para un sesudo análisis psicológico. Algo extensible a las imborrables botellas de cristal con las réplicas de barcos en su interior chocando contra los rompientes, el juego de miradas entre el agente Len Fenerman (Michael Imperioli) y el asesino a través de la casa de muñecas, la flor marchita en manos del padre que florece como alegoría de acusación hacia el hombre que le arrancó la vida a su hija, la estructura del templete resquebrajándose en el instante en que Suise ayuda a su progenitor a desplegar su odio o la determinación de ésta a encaminar sus pasos hacia la “verdad” que no quiere conocer para no abandonar ese mundo de observación terrenal para encerrarse definitivamente en una caja fuerte llena de poderoso simbolismo.
‘The lovely bones’ tiene momentos de muy buen cine, de conceptos avasalladores. Lamentablemente queda la sensación de lo que podría ser y no ha sido, con ese desperdicio final de estertor romántico y justicia poética que le pone la guinda al descalabro con un doble desenlace a cada cual más estrepitoso, que traduce sus paralelismos con aquel ‘Ghost’, de Jerry Zucker o el ‘Más allá de los sueños’, de Vincet Ward y que olvida, por desgracia, los mismos tejidos, aunque explorara otros territorios genéricos, de una obra suya como ‘Agárrame esos fantasmas’, en su visualización entre el mundo real y el tránsito de interludio hacia la muerte.
Peter Jackson, en este caso, ha preferido optar por la fantasía lacrimógena donde desplegar su imaginería más ostentosa y romper la continuidad narrativa para dejarla al antojo de sus imágenes más sorprendentes antes que mostrar algo de interés por extraer la condición dramática de una historia que versa sobre cicatrizar las heridas de una pérdida, sobre oportunidades perdidas y vidas arrebatadas, dejando a un lado cualquier aspecto psicológico, ético y social dentro del relato y su metafísica disertación del sufrimiento como terapia de restitución. Eso sí, nadie puede reprochar la interpretación de los dos pilares fundamentales del filme; por un lado, la caracterización de Stanley Tucci como depredador lleno de traumas escondido como vecino amable y sigiloso. Y por otro, la capacidad dramática de un rostro de gran futuro como el de Saoirse Ronan, que sale más que airosa y hace lo que puede en su mundo de fondos cromáticos barrocos con lo poco inspirador de alguna canción irrisoria de Cocteau Twins, This Mortal Coil o Brian Eno dentro del cómputo final de un filme fallido, pero no desdeñable.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010
PRÓXIMA REVIEW: 'Los hombres que miraban fijamente a las cabras', de Grant Heslov.

Me gusta(ba) el fútbol

Qué decir.
Fuente: MARCA.

martes, 16 de marzo de 2010

Mi experiencia (de ida y vuelta) con Windows 7

Ayer tuve la feliz idea de cambiar de aires, de darle un nuevo rumbo a esa rutina binaria que va consumiendo dioptrías y horas sin interrupción. Es la vida moderna. O así lo llaman. El espacio al que estamos esclavizados y del que dependemos absolutamente. Nos hemos convertidos en las cobayas de la tecnología. En los siervos invisibles de Skynet. En fin… que me habían hablado muy bien del Windows 7, así que decidí probar fortuna. La innovación iba a dar ese soplo de vivacidad a mi CPU; que si las ventanas inteligentes, que si la rapidez en los inicios, que si funcionalidad eficiente, que librerías para desenvolver con más fiabilidad, mayor sincronización entre el usuario y el ordenado e incluso la posibilidad de una herramienta de reconocimiento de voz. Un erial.
Pues bien. Todo está muy bonito, pero el hecho de que un problema con el ClearType y con la definición de la fuente (algo que también ha pasado con el Vista) ha hecho que me vuelva al costumbrismo del Windows XP, que es el que me permite disfrutar de una escritura sin tener que dejarme los ojos en cada texto. El resultado: día y medio de pruebas, amagos de sustos y finalmente el regreso a ese contexto conocido por todos y que, hasta el momento, sigue siendo el más fiable. Lo peor: el tiempo que se ha ido, como hojas que lleva una ventisca. Mucho más de lo deseado. Es un coñazo tener que reinstalar todo otra vez de nuevo. Lo mejor: el formateo del disco principal y una velocidad recuperada que siempre viene bien.

viernes, 12 de marzo de 2010

Muere Miguel Delibes: La lengua castellana pierde a su gran maestro

1920-2010
Hoy es un día gris, colmado de pesimismo en el horizonte de un vasto territorio como es la literatura española. Ha muerto el gran demiurgo de la gramática. Nuestro idioma ha perdido su voz más carismática, su pluma más insigne. Sin embargo, pese a la orfandad en la que el maestro Miguel Delibes ha dejado a la lengua castellana, su impronta quedará por los siglos como una de las más definitorias que ha existido jamás. Delibes inspiró a varias generaciones con sus obras maestras. Él, a través de esa fantástica actividad de espiritualidad creativa tan subjetiva y personal, irregular e impostora que es la escritura, urdió muchas de las mejores novelas que se han escrito nunca en cualquier lengua. La genealogía de la sencillez selló su inconfundible estilo, de virtuosa honestidad, alcanzado mediante su riqueza de expresión la excelencia.
El humanista diseccionador de la naturaleza humana y rural, el defensor de la libertad, el amante de la caza y de la pesca, hizo de la literatura su vida, un juego variable, inventando distintas reglas, como el descubridor que conquista un continente. No recurrió a falsificar los códigos de la realidad y transformarlos en algo imaginativo para adquirir una disposición hacia lo real, pues en su transparencia se ubicaba la exactitud de lo cotidiano, la franqueza de la realidad. Y lo hizo respetando la intrahistoria que escondía el sentimiento de credibilidad y autenticidad que tiene su germen en el campo, en el lenguaje del pueblo, cercano al costumbrismo, pero al mismo tiempo sin dejar de amar al corazón de su tierra en la narración de la soledad o la tragedia dentro de sus paisajes cercanos, llenos de vida y pasión.
Hoy Castilla y el mundo de las letras está de luto por perder a uno de sus hijos más amados, aquel que encontró el esplendor literario en la libertad de las palabras, en la destreza de las frases y en la agilidad de las ideas de un pensador y un sabio. Sus obras han pasado a la Historia como clásicos inmortales, como vivencias irrepetibles dentro de unas circunstancias históricas descritas con pulcritud, llevado en varias ocasiones por su pasión por la cinegética. Su entrañable figura deja un vacío en estos anchos campos castellanos. Mencionar todo lo que ha dado Delibes a la literatura española sería imposible de describir. Posiblemente, este blog y todo el texto volcado en él no existirían si aquel día, ya perdido en la memoria de la infancia, un avispado profesor de lengua no me hubiera obligado a leer ‘El Camino’, como una simple anécdota compartida por varias generaciones que, hoy, han quedado un poco más desamparados con la pérdida de ese genio que nunca ganó el Nobel. Tampoco le hizo falta para ser el más grande entre los grandes.

jueves, 11 de marzo de 2010

Review 'En tierra hostil (The Hurt Locker)', de Kathryn Bigelow

La explosiva adicción a la guerra
Kathryn Bigelow ha creado una rotunda obra despojada de antibelicismo y patriotismo, apuntalada con un espectacular sentido de la acción y de la intriga, sin caer en grafías artificiosas ni evitar compromisos con la historia que se narra.
En el documental del siempre controvertido Michael Moore ‘Fahrenheit 9/11’, aparecía un marine del ejército norteamericano afirmando que le gustaba salir a matar iraquíes mientras escuchaba la canción ‘Fire Water Burn’, del grupo Bloodhound Gang. Un espeluznante descarrío de corte hemostático, como remedio a la necesidad de adrenalina y emociones fuertes. Esta visión repulsiva y descorazonadora de esos soldados con serias dudas sobre su propio heroísmo bélico se envenenaba aún más con ‘Redacted’, de Brian de Palma, donde, basándose en hechos reales, se narraba cómo un grupo de esta incontrolable hueste violaba y asesinaba en Mahmudiya, sur de Bagdad, a Abeer Qasim Hamza, una niña de 14 años. Tampoco ayudaron mucho las comprometedoras imágenes de algunos encargados de la seguridad de la Embajada de los Estados Unidos en Kabul, Afganistán, profanando la integridad de las tropas estadounidenses y las mentiras de sus gobierno, que bien refleja ese documental ‘Al descubierto: Guerra en Irak’, de Robert Greenwald. El conflicto bélico iraquí es, hasta el momento, fiel reflejo de la transigencia mundial dentro de una guerra manipulada por el control absoluto de sus recursos energéticos. Kathryn Bigelow, sin embargo, no se ha dejado llevar en ‘En tierra hostil’ por los tópicos consabidos que desglosaran un nuevo manifiesto de denuncia o de delirio provocado por la guerra. La película se acerca más al documento de Deborah Scranton ‘The War Tapes’ que a las películas que asumen su discurso como una denuncia a la falta de respeto por los Convenios de Ginebra como las antes citadas.
La realidad verídica sobre los acontecimientos son puestos en un segundo plano. Tanto su guionista, Mark Boal, como a la propia Bigelow, les interesa otra cosa bien diferente. Por eso, saben sortear con inteligencia ese residuo crítico del concepto de patriotismo o negligencias varias, así como de sus vínculos geopolíticos, de una confrontación que se prevé larga y agónica. Boal ya expuso una mirada más subjetiva sobre los marines y sus conflictos en la guerra a través de los ojos de un padre que inicia una investigación para conocer los motivos de la muerte de su hijo en ‘En el valle de Elah’, la película más destacada de Paul Haggis. Aquí, deja la historia en manos de la cineasta, porque la fuerza reside en trazar con pulso un guión que arrasa en astucia y libertad a la hora de profundizar en sus personajes a través del peligro que les rodea. Fue Chris Hedges, un corresponsal de guerra para el New York Times, quien acuñó la frase que abre la película: “el ímpetu de la batalla es una potente y muy a menudo letal adicción, pues la guerra es una droga”.
De este modo, se aleja del escalofriante hecho que revele una tipología de marines enloquecidos y palurdos deseosos de matar al enemigo sin causa alguna. Tampoco se valora un contexto histórico o geográfico que apunte a que el fracaso de Vietnam se va a repetir. No hay instigación a un discurso concreto, lo que revaloriza sus finalidades como película bélica. Los marines no basan sus acciones en discursos complejos, sino que avocan su estado en la proyección visceral de quiénes son y cómo sienten la guerra en su vida diaria. Si un soldado está acojonado, lo hace ver, como en el caso de Eldridge (Brian Geraghty). O cuando un marine como Sanborn (Anthony Mackie) es disciplinado y responsable, también. No hay razones patrióticas para definir sus actos. Simplemente hacen lo que se les exige, por mucho que haya algunos, como el sargento William James (Jeremy Renner) que, por un incomprensible afán de temeridad y profesionalidad enfermiza, pone en peligro al pelotón por esa actitud compulsivamente detallista de su “trabajo” desactivando bombas. Más allá de la desconfianza recíproca entre los asaltantes americanos y los ciudadanos iraquíes, existe una certera mirada a la confrontación existencial del hombre y la amenaza que le rodea, aquello que motiva su instinto de supervivencia, sin evitar poder caer en la feroz presión a la que son sometidos un puñado de infelices inmersos en una guerra inverosímil como es la de Irak.
Es cierto que Bigelow inclina el pulso hacia un enfoque de humanización de los soldados marines. Sin embargo, lo hace sin heroísmo, otorgándole a su mejor obra hasta el momento el auténtico significado bélico de Irak. Cualquier tipo de heroicidad queda neutralizada por las consecuentes reacciones de ese hombre torturado al que interpreta (de forma espléndida) Renner. No hay ápice de profundización existencial o reflexiva sobre sus movimientos, sino que se deja llevar por las imágenes y los hechos que consisten en sobrevivir día a día. Dentro de un entorno de personajes, ‘En tierra hostil’ sabe delinear un estudio sobre la obsesión de un soldado por un peligroso ‘hobbie’ que ha convertido en su única vida. Nadie desactiva mejor las bombas que él, autoasumiendo que es mucho mejor que un robot controlado a distancia. En sus manos, en su esmero y su desazón a la hora de manipular un detonador, se encuentra una satisfacción indescriptible.
James es un autómata del peligro que opera como un cirujano metódico, capaz de poner la vida en juego sólo por sentir que está vivo, pero también de ofrecer una hipotética ternura y generosidad humana al extraer un cargador explosivo del cuerpo sin vida del chaval con el que negocia DVD’s piratas en un pequeño mercadillo callejero cercano a la base militar. En contraposición, se encuentra Sanborn, rol que, pese a que admira la capacidad de riesgo de James, se rige a las normas de un profesional comprometido con el bienestar de sus hombres. James es un inadaptado que se ha alineado en su propia obstinación por estar muy cerca de la contingencia. Tanto es así que para él, el contexto pernicioso y agresivo no es el campo de batalla, si no la vuelta a casa, la normalidad absurda que supone comprar unos cereales en un supermercado, desatascar un canalón lleno de hojas o cortar unos champiñones. Es en esta esfera donde resulta inoperante y vacío. La rutina es lo que destruye a este hombre, como le confiesa a su pequeño hijo en un discurso tan crudo como categórico.
‘En tierra hostil’ ofrece un análisis sobre la psicología de un soldado como pocas veces antes se haya visto, sin eludir sus miserias, pero tampoco el lado humano que exige la adrenalina tóxica de la guerra para subsistir en el mundo. En ese sentido, el filme de Bigelow responde aquellos personajes que consideraban el entorno bélico y armado como su casa de los filmes bélicos olvidados de Aldo Ray y el sentido grupal de Howard Hawks. Y no es casual que sea Jeremy Renner el que borde esta personalidad enfermiza de un guerrero antihéroe, ya que el actor californiano tiene un extraño carisma que reside, precisamente, en no tener carisma. Con ello, puede ir mostrando su fondo dramático con los actos, con un físico poco llamativo, no con la gestualidad o el atractivo.
Pero si hay algo que hace que ‘En tierra hostil’ vaya a ser una futura obra maestra (si no lo es ya) es la dirección de Kathryn Bigelow detrás de las cámaras, con una capacidad de obtener de cada imagen el espíritu necesario para convertirla en frenética acción con una radiografía de ese entorno hostil y amenazante. La directora asume el control dramático de todos y cada uno de los movimientos para dotar a su producto con un admirable sentido físico del espectáculo audiovisual en uno de los montajes más asombrosos vistos en mucho tiempo. Su juego de planos es prodigioso, ya sea cuando se trata de aportar ‘multiperspectiva’ de visiones; la gente que observa desde los balcones, los insurgentes que apuntan desde un refugio o la dinámica de los protagonistas que se mueven por hangares o calles amenazados en todo momento por enemigos camuflados, como de utilizar el ralentí para dotar de intensidad los momentos más vehementes de la historia. Es como estar pisando continuamente un campo de minas a punto de estallar, metiendo de lleno al público en el suspense de la contienda, acercándoles a esa temible realidad, a veces insoportable, con una pulcritud y una precisión imponderables. Y lo que es más digno de alabar, sin mostrar un infierno bélico con falsos mecanismos.
Bigelow combina la espectacularidad de sus secuencias de guerra con la desviación hacia el perímetro del individuo que salpica el filme, de sus retazos de abnegación ante el desastre, del recelo, de la desconfianza, ya que una película como ‘En tierra hostil’ no se justifica únicamente con la acción, los disparos y las explosiones. Bigelow es muy perspicaz. Y ha creado así una película de género que puede ser disfrutada sin ambivalencias o culpas, despojada de antibelicismo, simplemente apuntalada con el puro sentido de la acción, de la intriga de sus impecables ‘set pieces’, sin caer en grafías artificiosas ni evitar compromisos con la historia que se narra. Ya en sus anteriores trabajos, había demostrado gran pericia en cuanto a mostrar la puesta en escena de la violencia con una franqueza y una elegancia digna de los grandes maestros. En esta ocasión alcanza un equilibrio certero entre la ‘hiperrealidad’ como objetivo y la moderación en su consecución de la conmoción y el desconcierto más allá de la imprecisión e incertidumbre que habitualmente desempeña esta técnica formal. Fundamentalmente, porque Bigelow sabe respetar los espacios, los mismos que separan a James de las bombas, del equipo de asalto de ese área desconocida. Eso lo tiene muy claro la directora, la integridad del espacio es respetada con una lógica fulminante. Por eso, sería muy injusto olvidar la inquieta fotografía de Barry Ackroyd, que eleva la narrativa con la se ha desplegado impetuosamente la acción hacia una magnitud cinematográfica de alto calado en sus sacudidas de planos, en su infinidad de recursos visuales en conjunción con un manejo del sonido lapidario.
‘En tierra hostil’ es, en definitiva, toda una hazaña que equilibra sus objetivos en este período de fragmentación que vive el cine de acción, donde la veracidad abrupta, áspera y visceral se crea alrededor de una atmósfera opresiva. Un cosmos con olor a pólvora y sangre reflejado con el empeño de sencillez en su ausencia de estilización, de depuración cinematográfica al servicio de lo que se narra. Bigelow ha sabido conferir un grado de honestidad que no abdica en ciertos efectismos para parir la más hábil y conseguida visión sobre el conflicto bélico de Irak, en la que no hay ofuscaciones políticas ni ideológicas. Sólo un campo de batalla y un grupo de hombres que hacen lo posible por sobrevivir en esa tierra hostil a la que refiere el título de la que será, sin ninguna duda, una de las mejores y más contundentes películas de este 2010.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010
PRÓXIMA REVIEW: 'The Lovely Bones', de Peter Jackson.