martes, 10 de noviembre de 2009

Kareem tiene leucemia

La verdad es que últimamente todo son malas noticias.
Por supuesto que es irrebatible cualquier comentario ponderativo a Kareem Abdul Jabbar, este coloso de la NBA que marcó a una generación de aficionados al basket y providenció una nueva manera de jugar al baloncesto en la posición de pívot. De hecho, cualquier artículo que se haya hecho eco de esta triste noticia palidece ante las palabras del siempre sabio y admirado Ramón Trecet en su más que imprescindible blog. Por eso, es triste tener que leer una noticia así: el ex pívot de los Lakers padece leucemia. Fundamentalmente, porque con la imagen de Jabbar imborrable en la retina, con el recuerdo de aquél ‘sky hook’, de su asombroso palmarés y su longevidad como profesional de las canchas en activo, nos hace pensar lo falibles que somos. Nos hace ver que el tiempo pasa inexorablemente y que las injusticias naturales también alcanzan a los más grandes.
Mucho ánimo a Kareem, el piloto de ‘Aterriza como puedas’ que se cabreaba cuando un mocoso le decía que su padre iba diciendo por ahí que “no sudaba la camiseta”.

20 años de la caída del Muro de Berlín

Ayer la noticia fue la vigésima conmemoración caída de aquel coloso llamado ‘El Muro de Berlín’, el punto de giro de un país dividido por la diferencia impuesta, de una nación obligada a la escisión que fraccionó a dos Alemanias radicalmente desiguales, en lo político, en lo económico y en lo social. Fue la reunificación de un pueblo tras 28 años de separación. El baluarte de la represión cayó y las puertas se abrieron en el mismo instante en que Gunter Schawobski, miembro del Politburó de la RDA, aclaró de improviso en una conferencia de prensa televisada desde Berlín Oriental que la frontera interalemana había dejado de estar vigente de forma inmediata.
Los berlineses se habían congregado a ambos lados del muro para hacer posible un sueño acariciado durante muchos años. La retención de plusvalía y la alienación procedente de ambos lados del muro simbolizaban las dos particularidades congénitas al capitalismo. Llegaba la hora de marcar los ideales de la globalización neoliberal, pero también de demostrar cómo totalitarismos del siglo XX habían perdido su sentido. Fue la destrucción de un sistema, el derrumbamiento del espacio comunista. Desde ese momento, se llevó a cabo la creación de un nuevo orden mundial que instauraba la globalización en el mundo occidental. Un poder fue sustituido por otro y hoy el sentimiento de metamorfosis parece lejano, imbuido por una celebración que tiene que ver con la memoria de un cambio que hoy en día se mira con ambivalencia por los protagonistas de aquél día memorable.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Review 'Si la cosa funciona (Whatever Works)'

El regreso del Woody más genuino
Alejado de sus temáticas más modernas, Woody Allen recupera su mejor pulso con una comedia que le devuelve a sus perímetros humorísticos y personajes más identificables.
Woody Allen llevaba años intentando recobrar la senda de aquel cine que, desde ‘Desmontando a Harry’, ha ido dando bandazos sin encontrar una película que representara la esencia personal en esa peculiar e inagotable fertilidad con la que crea películas. Allen se muestra siempre entusiasmado con su cinta anual, permitiéndose el lujo de experimentar fuera de su habitual contexto hacia terrenos argumentales y geográficos europeizados. Cintas como ‘Match Point’, ‘Scoop’ o ‘Casandra’s Dream’ se articularon en los preceptos de la narración clásica, siguiendo el rastro del suspense, el drama y la opereta de gran eficacia. Lo cierto es que esa certificación de agudeza e inventiva de un cineasta acostumbrado a ser honesto consigo mismo dejó un sabor bastante agridulce en ‘Vicky Cristina Barcelona’, una superficial y tópica comedia sobre relaciones que acentuaba la falta de brillantez con un interrogante sobre sus futuros proyectos.
No hay nada que temer. Woody Allen es capaz de superar sus errores regresando a los perímetros humorísticos de firmeza sin mucha circunspección, sin tomarse tan en serio a sí mismo. ‘Si la cosa funciona’ hace olvidar, momentáneamente, cierto deterioro en la progresión de este veterano clásico del cine contemporáneo. Y lo hace con un guión escrito hace treinta años, cuando Allen ejerció de sardónico cronista de una clase social y una época irrepetible. Es un retorno al análisis de sus fobias, integrando un manifiesto que exorcice sus fantasmas de hipocondríaco y un contraveneno vital que haga vencer los miedos a través de su temática añorada; el miedo a la muerte, el judaísmo, la metafísica, la neurosis, la inquietud intelectual, el egoísmo y, cómo no, la tendencia sexual a las jovencitas.
Lo hace presentando a un personaje que representa el ‘alter ego’ del Allen más conocido, Boris Yelnikoff, un profesor universitario de mecánica cuántica retirado, de vocación hipocondríaca que ha sobrevivido a un intento de suicidio que le ha dejado cojo y que catequiza con un modo de vida asentado en una doctrina nihilista. Es un misántropo, un antipático, un cobarde y un mezquino, pero acata sus defectos como una virtud, considerándose como un genio brillante, pese a su antipatía y pedantería. Por supuesto, el golpe de efecto a su vida llega en la figura de una bella jovencita llamada Melodie St. Anne Celestine, una chica de campo que llega a la Gran Ciudad para descubrir una vida bohemia y aventura que acaba en brazos de este maleducado y cínico. Sobre el papel, es más de lo mismo.
Tal vez, en pantalla tal vez lo sea. Sin embargo, en ‘Si la cosa funciona’ el humor sardónico con buenas dosis de procacidad sin complejos se activa a las mil maravillas. Lo había intentado en anteriores ocasiones, pero es aquí donde más identificable es su filosofía neoyorquina de comedia costumbrista. Se plantean así máximas físicas y teorías científicas para explicar ese descubrimiento desde el mundo de ingenuidad de ella y el absurdo con el que se delimita el crecimiento interior de él, que no duda en tirarle un tablero de ajedrez a la cabeza de un niño al que enseña a jugar sólo porque le considera un inútil.
La pulcritud con la que se exponen los cuidados diálogos merecen la atribución de aquellos epítetos que parecían olvidados a la hora de definir esas películas confeccionadas casi por obligación anual y que, por momentos, recuerdan parcialmente al espíritu de esa tragedia incomprendida que fue ‘Melinda y Melinda’, posiblemente, la última gran cinta del genio y recupera la entidad existencialista y radical de su cine. Todo ello hacen que esta nueva muestra de Woody Allen recupere, sin mucho esfuerzo, el narcisismo ideológico a base de una honestidad casi terapéutica respecto a la historia que se narra.
Y no es que ‘Si la cosa funciona’ sea una de sus mejores películas, aunque comparándola con algunas de sus creaciones de la última década, lo sea. Allen busca que los mecanismos de su humor surtan efecto con frases hechas, conocidas por los amantes de su cine, recurriendo en todo momento al tópico intelectual y a los lugares comunes de su obra más genuina. La misma que se iba echando de menos, donde el barroquismo situacional se asigna a esos aforismos como forma de vida atribuidos a Yelnikoff, un hombre bastante pesimista en su visión de la racionalidad del ser humano, pero que está exagerado en todos y cada uno de los movimientos. La vida sigue huérfana de respuestas ante cualquier duda existencial. Algo que se manifiesta en el exceso y autoconsciencia de la irrealidad que se va dando durante todo el metraje, allí donde Allen marca la diferencia.
No es cuestión tanto de diseccionar el mundo de la pareja y la indescifrable discusión, en clave de comedia, sobre la naturaleza de las relaciones personales. En ‘Si la cosa funciona’ se plantea la necesidad del albedrío cuyo privilegio radica en el azar que provocan los choques de incompatibilidades, ya sea por personajes que revolucionan su vida con un cambio drástico en su modo de vivir como de los pensamientos que se suscitan derivados de éstos. Ejemplo de esto, es la divertida transformación de los padres de la chica, como de la progresión que toman tanto Yelnikoff como Melodie.
Hay un factor que determina la genialidad con la que Allen expone este nuevo manifiesto de neurosis fílmica y entrañable comedia. Y es Larry David, al que no le cuesta seguir su pose de tipo detestable y antipático de la magnífica ‘Curb your enthusiasm’ y reconvertirse en un sosías del propio director, personificando a esa altiva burguesía intelectual que impregna con gotas de humor pseudointelectual impuestas por el carácter ególatra de un David en su salsa.
Se le perdona hasta ese final de ‘happy end’ forzado y descolocado que, si bien, es un lastre hacia la genialidad del cómputo global del filme, sí atestigua que Allen ha vuelto a los orígenes, a su apego por desarticular la realidad en función del relato, aprovechando la metaficción de alguien hablando a la platea para conmemora un cine de autoreferencias y guiños a un tipo de comedia enérgica e inteligente. Puro Allen.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009
PRÓXIMAS REVIEWS:'El imaginario del Dr. Parnassus', de Terry Gilliam y 'Celda 211', de Daniel Monzón.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Francisco Ayala; Historia, literatura y grandeza

1906-2009
"El arte, como proceso espiritual, como actuación, consiste en desprender de la realidad una apariencia orientada por la brújula del sentido estético, no de otro modo que la máquina del fotógrafo desprende una apariencia exacta, y, sin embargo, independiente, de los objetos colocados en su campo. El toque del arte consiste en herir a la Naturaleza en su talón de Aquiles, en ese punto vulnerable, sensible, cuyo contacto -así también en la mujer; así en la caja de caudales- basta a lograr la apertura de su entraña estética.
(...)
Nos ha tocado a nosotros sondear el fondo de lo humano y contemplar los abismos de lo inhumano, desprendernos así de engaños, de falacias ideológicas, purgar el corazón, limpiar los ojos, y mirar al mundo, con una mirada que, si no expulsa y suprime todos los habituales prestigios del mal, los pone al descubierto y, de ese modo sutil, con sólo su simple verdad, los aniquila".
(Francisco Ayala).

martes, 3 de noviembre de 2009

José Luis López Vázquez, el adiós de una leyenda del Cine Español

1922-2009
El triste momento de una pérdida como la de José Luis López Vázquez no puede evadirse así como así. Es imposible evitar las referencias inolvidables, sus interpretaciones, su esencia como parte fundamental del mejor cine español que se ha hecho y se hará nunca en este país. Lo más bonito de todo es poder encomendar a la memoria pequeños recuerdos personales vinculados a algunas de sus películas más recordadas películas. Hizo muchas, más de 250; algunas olvidables, otras magníficas, unas cuantas de inalcanzable trascendencia. Siempre será el antológico Gabino Quintanilla de ‘Plácido’, de Berlanga, cuya vinculación a su cine va pareja a la maestría de muchos de los más grandes filmes españoles de todos los tiempos. Y ‘Plácido’ podría ser la más portentosa que ha dado la Historia fílmica ibérica.
López Vázquez también fue Don Fidel en ‘Los Jueves, milagro’, el pusilánime Rodolfo dispuesto a casarse con una anciana para conseguir una vivienda en ‘El Pisito’, de Marco Ferreri, pero además el familiar Juan, el padrino “Búfalo” de ‘La Gran Familia’, Antonio Rodríguez, el hermano mayor de José Luis en ‘El Verdugo’, el pelota Fernando Galindo de ‘Atraco a las tres’, de Forqué, donde coincidiría con esa pareja indisociable que es Gracita Morales, con la que compartió más de una treintena de títulos (‘Sor Citroen’, ‘Chica para todo’, ‘¡Cómo está el servicio! o la trilogía de Operaciones -‘Operación secretaria’, ‘Operación Cabaretera’ y ‘Operación Mata-Hari’, todas ellas de Mariano Ozores). También el heredero del Marqués de Leguineche en la ‘Trilogía Nacional’. Fue tantos y tantos… El gran actor consolido su figura como mito de una tipología cinematográfica que se forjó a través del humor negro y el sarcasmo, de los contrasentidos de un absurdo solidificado en el mundo cotidiano, que aparecía distorsionado como yuxtaposición con la realidad metafóricamente esperpéntica que fue la que marcó una tradición irrepetible asociado siempre al rostro de José Luis López Vázquez.
El actor siempre estuvo al servicio del personaje, incluso por encima, porque su fuerza y talento eran tales que bastante una sola frase para cautivar al espectador y ensombrecer al protagonista de turno, para hacer que la identificación de aquélla España retardada en el tiempo con sus entrañables roles maravillosamente miserables fuera instantánea, personificando las ambiciones del poblador más mediocre hispánico, con una vis cómica inabordable. López Vázquez fue la quimera de la comedia, el actor capaz de hacer creer cualquier papel de un género que subvaloró (como tristemente viene siendo habitual con los grandes genios de la comedia) un talento descomunal.
Sin embargo, se supo poner serio, tributando al cine unos atributos dramáticos soberbios, bordados sin aparente dificultad. Como sólo los grandes genios del oficio saben operar cuando hay que abandonar la comedia y pasarse al drama. ‘Peppermint Frappé’ le coligaría a Saura, otro de los grandes nombres que supieron extraer lo mejor del actor, a la que seguirían ‘El jardín de las delicias’, ‘La prima Angélica’ o ‘Mamá cumple cien años’ o a Pedro Olea con ‘El bosque del lobo’ o a Jaime de Armiñán que le concedería uno de sus mejores y más recordados papeles; ‘Mi querida señorita’. Su voluminosa obra interpretativa se nutre de una infinidad de títulos a las órdenes de cineastas como Pedro Lazaga, Manuel Gutiérrez Aragón, Joaquín Molina e incluso George Cukor. Aunque siempre le recordaremos en la imperecedera ‘La Cabina’, de Antonio Mercero. Hombre de teatro, amante de la interpretación despojada de efectismos, el virtuosismo que concede la humildad y la capacidad sin límites fueron sus más poderosas armas. La intuición y la grandeza siempre estuvieron de parte de esta leyenda que ha dejado un poco más huérfano al cine español de esos mitos que no volverán a darse.

viernes, 30 de octubre de 2009

'Km.' (I): Por una buena causa

Puede parecer que tenga un tanto desatendido el blog. Un poco sí. Es cierto. Sin embargo, no es por voluntad propia, ni por falta de ganas e ideas, ni de crónicas o escritos que plasmar aquí. Lo es por una fatigosa falta de tiempo que hacía años que no tenía. La presión ejerce un sano agobio cuando se trata de lo que uno tiene entre manos. Desde hace algún tiempo, permanezco en un período de idas y venidas, de aquí, de allí, nuevamente y vuelta. Y otra vez a empezar. Son tiempos de absurda y gratificante anarquía e inquietud, de reuniones y charlas, manejando fechas y eventos próximos que tienen que ver con aquélla sensación que había perdido en la memoria. Aquélla por la que vale la pena seguir soñando. La concepción del mundo es la de un lugar caótico en el que para salir adelante uno tiene que inventarse una realidad propia. En eso ando metido.
Desde hace varias semanas, aunque en concreto estas dos últimas, las cosas van tomando un rumbo hacia lo desconocido, sin posibilidad de marcha atrás. El coche ha arrancado escapando a la monotonía. La aventura ha comenzado… Y no ha hecho más que empezar.
Pronto, muy pronto… podré ir narrando cómo se desarrolla este proyecto con un título propio: ‘Km.’.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Review 'La Huérfana (Orphan)'

Esta chica es un demonio
Collet-Serra regresa al cine de terror con una obra que opera con profusos estereotipos y convencionalismos y encubiertos con destreza hasta un tramo final en el que abundan elementos sorpresivos, pero de espantosa comercialidad.
Si por algo se destacó en su debut Jaume Collet-Serra, un ‘remake’ libre de ‘La casa de cera’, fue por la capacidad de este cineasta curtido en la publicidad para atemperar los aspectos más triviales del género de terror y, de este modo, despojarlo de complejos sobre el material que manejaba. El resultado es un trabajo olvidable, pero vigoroso. De esta manera se presentó como un director con pericia para conseguir atmósferas y aprovechar, con meritoria sincronía, una cierta sofisticación narrativa. Si en aquélla ocasión proponía una de terror de esencia ‘slasher’ y acnéica vista en innumerables ocasiones, lo que narra su nueva película, ‘La huérfana’, tampoco es, en absoluto, algo nuevo.
De hecho, se trata de una película que conjuga los elementos y dispositivos más que reincididos dentro del género, bien sea por la rama del ‘thriller’, a la que parece apegarse por disposición y puesta en escena, como en la de terror, con alguna argucia en forma de golpe de efecto e inquietudes varias. Se cuenta así cómo una familia acomodada, los Coleman, que acaba de perder a un bebé nada más nacer procura reestablecer el desequilibrio al que ha llevado el trágico suceso adoptando a una niña rusa de nueve años que, bajo sus impecables formas y educación exquisita, esconde una intrusa manipuladora, amenazante y sádica que pondrá el jaque la ya de por sí desquebrajada unión familiar.
Con estos fieltros genéricos trillados hasta la saciedad, Collet-Serra procura en todo momento que sus personajes no caigan en la vulgaridad de lo prosaico, sabiendo definir con soltura las personalidades aparentes de todos sus personajes, dosificando la información lentamente; desde esa madre que arrastra un sentimiento de culpabilidad y acude al psicoanalista para olvidar sus problemas con el alcohol, pasando por el padre, reprimido sexualmente y distanciado de su mujer. Y por supuesto, como es obvio, esa niña recién llegada, la malévola y sanguinaria Esther, con varios secretos ocultos por descubrir.
‘La huérfana’ va armonizando sus métodos, fusionando su progresión dramática con sus pequeñas ‘set pieces’ de sadismo infantil, explotando su tensión con audacia, caminando por senderos que van parejos al ‘thriller’ más básico y telefílmico en conjunción al drama familiar que tiene como concepto la degradación y la crisis de los valores tradicionales del seno familiar.
Durante su desarrollo, Collet-Serra sabe encubrir, o al menos trata de envolver, bajo una tensión digna y que no frena en sus primeros compases, el profuso estereotipo y los convencionalismos de una historia que, en otras manos, sería un cuento excesivamente desgastado y soporífero. Lo peor es que, en el fondo, lo es. ‘La huérfana’ posee un nutrido catálogo de temática gastada, de material tópico que sabe combinar y esconder con cierta inteligencia sus cartas. La razón de esa mínima elevación proviene de la capacidad del realizador catalán por evitar caer en sucios trucos de reiteración constante, aplicando la angustia del drama sobre lo fácil del argumento. Pese a una asumida frialdad extendida a los nevados paisajes, los personajes respiran y padecen con una credibilidad reconocible por un público que asiste con gran facilidad y atención a esa maldad infantil llevada a unos extremos moderados, siempre jugando con la sugerencia y unos registros dramáticos que convengan con lo que se cuenta.
El problema de ‘La Huérfana’ es algo que se ve venir desde sus primeros compases. Cuanto más avanzan las fechorías de esta pequeña arpía, cuanto más se conoce la oscura personalidad de Esther, más va descendiendo el filme en sus aspiraciones, haciéndose cada vez más formularia y previsible, hasta agotar sus cartas y abandonarse a una espantosa comercialidad que se prorroga en un tramo final que es, a la postre, lo peor de una cinta que iba mostrándose muy digna con sus propósitos.
Cuando se descubre el gran secreto de la, en apariencia, precoz psicópata, con un rebuscado giro de guión que intenta sorprender al público. Cuando llega esta puntual secuencia de extraña repelencia en la que la niña intenta camelarse sexualmente a su descolocado padrastro reclamando un amor imposible es demasiado tarde para seguir el elegante juego que se ha llevado a cabo. Agotadas las formalidades dramáticas, el debutante guionista David Johnson, en complicidad con Collet-Serra, desmonta su mentira y se deja caer en un final inconsecuente con los objetivos de compostura basados en la estupenda puesta en escena y en la funcionalidad de sus caracteres.
El bochorno final (e inevitable, por otra parte) está servido en esos últimos minutos de exageración, narración protocolaria y aparatosa reincidencia en los más sonrojantes errores de un filme que va autocalificándose como ordenancista respecto a múltiples cintas de género olvidables. Eso sí, el descubrimiento de ese inquietante rostro de Isabelle Fuhrman es incuestionable. La niña se merienda en cada plano a todo aquel se le ponga por delante. Es, de largo, lo mejor de un intrascendente filme que promete mucho más de lo que puede llegar a ofrecer.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009
PRÓXIMAS REVIEWS:'Si la cosa funciona', de Woody Allen y 'El Imaginario del Dr. Parnassus', de Terry Gilliam

viernes, 23 de octubre de 2009

Terry Gilliam y el "Factor Hámster"

Hay dos momentos bastantes destacables en el documental ‘The Hamster Factory and other Tales’, que se incluye en una de las ediciones en DVD de la película de Terry Gilliam ‘12 monos’. Un espléndido documento que recoge y define el proceso creativo de un proyecto alejado de las expectativas de Hollywood, pero que, sin embargo, está amparado por un fiero sistema de distribución donde el arte y ensayo sólo es valorado si se entra por el aro de lo comercial.
El primero, corresponde a la explicación de porqué el título de este trabajo. Ése “factor Hamster” al que se alude proviene de un plano de este filme protagonizado por Bruce Willis, Madeleine Stowe y Brad Pitt. En él, Willis debe inyectarse un antídoto con una aguja hipodérmica futurista amparado bajo un enorme decorado en el que, apenas apreciable, se distingue a contraluz un minúsculo hámster corriendo en una rueda. Gilliam, obsesionado por ver al roedor en acción, repite una y otra vez la toma hasta que consigue que ese pequeño detalle cuadre dentro de la secuencia, así como en relación a la historia. A priori, parece no tener importancia, sin que efectúe ningún sentido en la acción. Sin embargo, para Gilliam era un símbolo de la energía del lugar proporcionada por este pequeño animal. Su detallismo enfermo, su ira desatada cuando las cosas no se rigen por la lógica que sigue su imaginación son algunas que se sugieren dentro de este documental. Es por eso, que Willis no dejó que en ‘The Hamster Factory and other Tales’ apareciera Gilliam gritándole violentamente porque había vulnerado una lista de ‘tics’ de sus películas de acción y que tenía prohibidos. El director de ‘Brazil’ llegó a decirle a la estrella de ‘La Jungla’: “Aquí no quiero al Bruce Willis que todos conocemos, quiero al gran actor que todos desconocen”.
El segundo presenta a Gilliam en una reunión de ejecutivos después de un temido ‘screen test’ con público, en el que él es el único que confía en un montaje que a los asistentes les parece confuso. ‘12 monos’ fue concebida como una vía de escape en el género de ciencia ficción, que se asentaba en una mirada muy personal, la de Gilliam, que se aleja de los establecido con un discurso antidogmático, en el que realidad y alucinación, entono muy “a la europea”, muestra un presente y un futuro que tiene una desdibujada historia que escapa tanto del cine comercial como a lo que se esperaba del ex Monty Python. En un alarde de honestidad con el guión de Janet y David Peoples, de juegos metalingüísticos con los viajes temporales y el ‘Déjà vu’ como motor del drama, se mezclan, sin reparo, el cine de Hitchcock (las referencias a ‘Vértigo’ aparecen incluso en la película) con la historia de Chris Marker ‘La Jetèe’, en juego de espejos y de tiempos. Por supuesto, a Gilliam tanta osadía de cara a la ‘major’ que se escondía detrás del proyecto le viene grande.
En un momento del documental, dibuja con destreza un niño triste al que le han obligado a ponerse en el rostro una careta de una sonrisa mientras sujeta otras dos sonrisas. Es la forma que tiene Gilliam de entender la manipulación de Hollywood sobre los artistas. ‘12 monos’ es un rompecabezas argumental de arquitectura deconstructivista, donde los diferentes niveles de realidad y su articulación de tiempos imponen una lectura múltiple que interpela directamente al razonamiento del espectador. Fue considerada demasiado críptica y compleja. Por ello, Gilliam insinúa que al final la firmaría como Alan Smithee. Finalmente, el poder y el sentido común, hicieron de este estupenda película un éxito y dieron la razón a los locos como Gilliam.
Hoy se ha estrenado en España la nueva alucinación de uno de los creadores más ‘kamikazes’ que ha dado el cine. ‘El Imaginario del Doctor Parnassus’, que es además la película póstuma de Heath Ledger. La semana que viene, la crítica, hasta entonces disfrutad de un dossier sobre Gilliam que apareció en este espacio abismal hace ya cuatro años.
.- Dossier TERRY GILLIAM.

lunes, 19 de octubre de 2009

Review 'Ágora (Agora)'

Una constelación eclipsada
A pesar de suponer el ambicioso ‘bigger than life’ de Amenábar, ‘Ágora’, impecable en su acabado formal y puesta en escena, se convierte en cine de continua digresión, carente de emoción y con muy poca épica.
A lo largo de su carrera, Alejandro Amenábar ha ido fraguando un cine considerado desde una doble vertiente; los que juzgan su bagaje como falsario y controvertido, y los que lo contemplan, fervientemente, como un excelente y progresivo paradigma de un hipotético cine comercial español. Sea como fuere, lo que no hay duda es que estamos ante un creador con una pequeña filmografía que no deja indiferente a nadie. Si por algo se caracteriza a Amenábar es por haber ido acercando a su cine a un público entregado a su causa cinematográfica, convirtiéndole en un referente dentro de la industria nacional. Y lo ha hecho con una determinación consistente en una particular búsqueda de cambio de géneros, asumiendo la reconstrucción de temáticas y asumiendo los riesgos de sus decisiones, siempre calibradas en función de la taquilla y el apego al público.
‘Ágora’ no iba ser una excepción. La quinta película de Amenábar es el más ambicioso de sus filmes, que aspira a moverse en diferentes frentes; el drama histórico, el ‘peplum’ renovado, el romance y mucho de digresión política, filosófica y, sobre todo, religiosa. Estamos ante una obra que se afana en ofrecer una salto de campana a las películas de romanos, sin dejar de lado lo que al cineasta y a su coguionista Mateo Gil parece tener ensimismados; una visión existencial y emocional de la ciencia y de la razón sobre las creencias. ‘Ágora’ sitúa así su drama histórico ambientado en la antigüedad de la Alejandría tardorromana, para narrar el trágico destino y la leyenda de la filósofa y astrónoma Hypatia, una mártir y mujer avanzada a su época cuyas reflexiones astrales y matemáticas estaban destinadas a cambiar el conocimiento humano mientras a su alrededor se venía abajo el Mundo Antiguo, con la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, uno de los más grandes misterios de la civilización occidental que representaba el genuino centro del saber y el conocimiento del mundo conocido en aquella época y los cristianos pasaban de ser hostigados a hostigadores. Eso sí, entre la revolución científica y de doble moral religiosa y las disquisiciones de la naturaleza del cosmos, Amenábar y Gil introducen la figura de un esclavo enamorado de Hypatia que se convierte al cristianismo, como vía de escape y como salida a su libertad.
Con estos mimbres históricos de conferida veracidad, se teje una historia que proyecta sus ambiciones a contexto en el que prevalece un tema sobre todos los demás: el de la confrontación de religiones y creencias, de fanatismos y oscurantismos que se contraponen en rivalidades e intolerancias de dos culturas opuestas como son la pagana y la cristiana. En apariencia, Amenábar no se excede en su ambigüedad y maniqueísmo a la hora de enfrentar estas posiciones encontradas, aunque sea la segunda la peor parada por lo limítrofe al fanatismo intransigente que impone su credo, ahogando la manumisión a la hora de hacer respetar la obcecación por un saber que anula y duda de las creencias y del amor. Puede parecer un discurso que deroga la afirmación laica y positivista ante el extremismo al que somete el valor católico dentro del filme, pero que responde a la realidad histórica con la que ciertos sectores del cristianismo ejercieron su creciente poder integrista en la antigüedad y que ha progresado hasta nuestros días.
Se puede acometer como un ataque a los cimientos de la Iglesia Católica, que emprendía su proclama panegirista del credo ensombreciendo la razón, relegando la filosofía y obstaculizando la ciencia y el progreso. Tal vez ‘Ágora’ se deje llevar en su metáfora antojadiza hacia la afectación dentro de esta dicotomía. Sin embargo, el problema dentro de estos términos, es la superficialidad y el reduccionismo con los que se matiza la circunstancia social e histórica, al igual que las gradaciones científicas y filosóficas, demasiado básicas en sus aspiraciones a la hora de advertir sobre el peligro de los extremismos en todo tipo de ámbitos. El relato se mueve con exceso de ideología de un discurso que se queda a medio camino. Es tanta la devoción por el personaje principal, esa astrónoma que representa el fin de la cultura grecolatina y el comienzo del oscurantismo cristiano que fue reconocida con los planteamientos de Kepler más de mil años después dando una lección con su temeridad de lucha hacia lo establecido llevada al extremo, que el dibujo hagiográfico de ésta y un soterrado paralelismo entre ella y la figura de Jesucristo hacen al personaje más grande que la propia historia que se está narrando.
De ahí, que se dejen de atender subtramas más sentimentales y sensitivas, como la de ese criado que necesita creer por amor y por miseria moral, que no quiere perder la ilusión y que acaba inflamando sus propias obsesiones llevadas por el camino de la Fe, la misma que conlleva la comodidad del seguimiento de un dogma inmaterial que es mucho más egoísta que luchar por lo que quiere y anhela en su vida cotidiana. Una historia, la de Davo, el criado, que tiene su anticlímax en el desenlace, cuando toda la retahíla de ataques, pesquisas astrológicas y el pescado está vendido. Es entonces cuando a Amenábar no se le ocurre otra cosa que subrayar en imágenes los instantes de belleza platónica vividos entre el ex exclavo y su ama y musa con unos sonrojantes ‘flashbacks’ favorecidos con la embellecedora música de Dario Marianelli, que abunda en cada secuencia con necesidad de recalcado.
‘Ágora’ es, o mejor dicho, pretende ser, una metáfora del mundo en el que vivimos a través de escenarios pretéritos donde el hombre está destinado a tropezar una y otra vez en sus errores, que se cuestiona hasta qué punto la estupidez humana ha desembocado en la destrucción del saber, de la Historia. Es ahí donde emerge y transpira la trama astronómica de cuadrantes, esferas armilares o modelos geocéntricos de Ptolomeo. Como treguas a la reiterativa sucesión de batallas y luchas que van desde la eficiencia cinematográfica con la que se muestra destrucción de la Biblioteca de Alejandría hasta porfiarse en otros varios segmentos de la película con hordas de cristianos en contra de los egipcios, para revertir en una venganza antagónica y poco después de ‘parabolanos’ católicos contra judíos y éstos desagraviándose con un apedreamiento…
Aparte de esto, no hay que reprochar a Amenábar lo bien y mucho que mueve el director de ‘Tesis’ su cámara, el deslumbrante aspecto técnico y el logrado montaje de todos sus oscilaciones visuales. No está en ningún momento exenta del hechizo que parecen desprender sus abundantes movimientos y giros cenitales, así como sus planos de Google Earth que retroceden y avanzan como un modernizado efecto visionario de la ciudad de Alejandría. Amenábar sigue distinguiéndose como un gran narrador, conocedor del medio, siempre consciente tanto de sus virtudes como de sus limitaciones. No es ése el problema. El problema es que ‘Ágora’ carece de cualquier sentido del ritmo, dando como consecuencia un cine en continua digresión, de abrumante retórica que prolonga su apasionado discurso hasta llegar a un moderado ostracismo contemplativo, que se deja llevar por su honestidad respecto a la historia, pero que acaba por descomponer cualquier atisbo de interés o vibración que no sea la de la reflexión predecible, al alcance de todos los públicos.
Falta emoción y vestigio de épica, de confabulación emocional con el público. El cineasta termina haciendo que la epopeya que se pretende fastuosa sea simplemente endémica, al igual que le sucede a su discurso religioso y filosófico. Es lo mismo que ocurre con el esfuerzo artístico que se ha hecho. Por mucho que se haya invertido en decorados, por mucho que sea ejemplar el diseño de producción, la dirección artística o el cuidado vestuario, por mucha megalomanía que haya volcada dentro de su lírica narrativa creacionista, a esta película le falta ese punto titánico y fastuoso que le hubiera hecho parecer lo que Amenábar aspiraba; una cinta de Hollywood. Pero no lo es.
La jugada de mezcolanza de cine intimista y superproducción, de espectáculo masivo pero autoral, donde la oda a la Ilustración y al feminismo enfrentado a la creencia supuran palabras altisonantes, suponen, en último término, un estrepitoso ejercicio místico que no convence a nadie. Y lo que es peor, se configura como la cinta más inocua y menos polémica de su realizador. Pese a todo ello, Amenábar sigue en ascendente progresión como creador de imágenes con cierta tendencia al esteticismo, que rezuma megalomanía y que sabe reutilizar las mismas formas y recursos estructurales que sus antecesores genéricos.
Lo que está claro es una cosa; cuando se habla de los cambios de género en el cine español, de su insistida frecuencia en ofrecer los mismos estilemas y errores, cabe destacar que ‘Ágora’ busca escapar a cualquier complejo que pueda tener el cine español. Y está visto que eso se logra con 50 millones de euros. Y si no, sólo hay que echar un vistazo a sus números: la cinta de Amenábar ha sido en menos de una semana, la película española más taquillera de 2009.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009
PRÓXIMA REVIEW: 'La Huérfana', de Jaume Collet-Serra

sábado, 17 de octubre de 2009

Muere Andrés Montes, se apagó el Soul de alta calidad

Ha sido un palo. Una noticia inesperada y triste. El fallecimiento de Andrés Montes deja huérfano el lugar de una especie de narrador deportivo como nunca antes había existido. Era único, entrañable, capaz de condensar experiencia y libertad a partes iguales. Siempre evidenció con sus testimoniales retransmisiones un apego por lo diferente, un estilo propio e inimitable, la demostración profesional gracias a sus innegables aptitudes de ‘showman’ en aquellos partidos de la NBA que nunca volverán, así como en otros programas como ‘Generación +’ y ‘ACB +’ y sus más que controvertibles exposiciones de los partidos de fútbol de La Sexta. Como comentarista fue un ‘jugón’, como él mismo diría. Y desde este momento triste ya no nos quedan ganas de demostrar porqué “todos los jugones sonríen igual” ¿No?
No nos quedan ganas de sonreír. La desaparición de este mito del periodismo innovador deja un serio hueco dentro del aburrido campo de los comentaristas deportivos. Echando la vista atrás, recuerdo lo mucho que me costó adaptarme a las particulares retransmisiones de Canal + por parte de Andrés Montes. Como toda una generación de locos del basket NBA, me acostumbré en exceso a Ramon Trecet, al que considero padre de una generación de adictos a este deporte. El cambio fue brusco y difícil. Hay que reconocerlo. Pero poco a poco, Montes fue cuajando como un digno legatario de Trecet, muy discordante a estas formas establecidas, sin traicionarse así mismo, siendo consciente de que en su particularidad estaba su éxito, con su idiosincrásico estilo, su forma de narrar, de colocar unos motes divertidos, de hacer espectáculo con su voz y de la siempre acertada visión de un compañero de faena irrepetible como era (y es) el mítico Antoni Daimiel. Su complicidad resultó una alternativa más que digna. La NBA volvía a tener una seña de identidad en aquéllas antológicas retransmisiones de un dúo que permanecerá inmortal en la memoria de los aficionados. Su momento ‘El Gourmet Culinario’, uno de los ‘hits’ más legendarios de Youtube, sigue siendo uno esos instantes televisivos más imperecederos de cuantos han poblado la historia de este duplo de periodistas que hacen añorar aquellos comentarios baloncestísticos como el que tuvo lugar el 14 de Junio en el Delta Center de Utah, con la consecución del que fue último anillo de Michael Jordan.
La heterogeneidad, la invención, el desparpajo y la humildad de aquel pequeño gran hombre que supo esquivar sus limitaciones con la cercanía de su voz, con la espontaneidad de un hombre cordial y cercano con respecto al público, simbolizaron lo mejor de un locutor muy diferente, totalmente inigualable. En la final del Eurobasket 2009 de Polonia disputada hace apenas un mes, en el estadio Hala Oliwia, Montes se despedía con la noble elegancia que siempre le ha caracterizado: “Yo me despido de todos ustedes. Es mi última retransmisión con La Sexta y voy a decir lo mismo que decía hace tres años y pico, cuando vine a aquí: La vida puede ser maravillosa. Un saludo, amigos”. Terminó tu contrato y la cadena de Milikito decidió no renovarte alegando “motivos de reestructuración”. Un error, sin duda alguna.
Su final marca un trágico desenlace de casualidades inoportunas. Con su agria despedida, sin avisar, improvisada e injusta, el mundo del deporte pierde a uno de sus cronistas más inverosímiles, más carismáticos y bienquistos. Sin él, se pierde gran parte de la capacidad de un mito de la locución que era capaz de exasperar como de hacer reír, emocionar, gritar o aplaudir. El hombre que definía a Jordan con las coplas “aerolínea Jordan, del vuelo número 23” y “Es muy facil, si lo intentas”, que llamaba a Pau Gasol “E.T.” y a Latrell Sprewell “Melodía de seducción”, que redefinió los tapones como “pinchos de merluza” y hacía vibrar con cada triple con ése “ratatatatá” se ha ido para siempre. Y lo ha hecho dejando un sabor amargo, de abatimiento por parte de aquéllos que aprendimos a amar sus discordantes narraciones, su actitud contracorriente. Andrés deja un hueco muy grande que llenar. Te echaremos de menos. Y no sabes cuánto.