martes, 17 de marzo de 2009

Crónicas de Dublín (II)

Día 1 (11.12.2008)
El vuelo de Ryanair salió de Barajas sobre las 11:30. En el aeropuerto multitud de personas se escapan de una difícil catalogación, suficiente para no poder generalizar al viajante que acude a Dublín los fines de semanas; oriundos que llenan la maleta de mano de souvenirs y gastronomía envasada al vacío, mochileros con guitarra al hombro, parejas de enamorados dispuestos a dar rienda suelta a su romanticismo, personajes solitarios con pinta de místicos, veteranos matrimonios con ganas de aventura europea, grupos de jóvenes estudiantes dispuestos a dejarse el hígado y los euros en tres días, airosos intelectuales esperando encontrar la senda ideológica de James Joyce y Oscar Wilde… Tal descripción se pierde en el maremágnum de fauna y diversidad de la capital de Irlanda. Cuando el avión va descendiendo, el tiempo describe la contradicción habitual. La exultación de la ciudad no concuerda con el lluvioso y gris horizonte que es responsable de los inconfundibles verdes parajes que se divisan desde las alturas.
Ya en el Aerfort Bhaile Átha Cliath, el aeropuerto de Dublín, los largos pasillos de acceso al recinto van dando la clave del viaje al corazón de la cultura gaélica. Allí, varias cristaleras incorporan efigies de grandes figuras literarias de la tierra acompañadas de máximas que han pasado a la historia por su trascendencia; Wilde, Joyce, J.M. Synge, Sean O’Casey o Maeve Binchy son algunos de estos miembros de la cultura dublinesa que ha propagado sus letras de forma internacional. Brian Kavaniagh era el nombre del amable taxista que nos lleva al hotel. Parece que mi empolvado inglés va saliendo del ostracismo y enseguida entablamos una conversación de antagonismo entre nacionalidades, diferenciando ambientes y culturas, pero llegando a la conclusión de que a ambos países les une el gusto por la fiesta y el ocio.
El hotel Lansdowne está en Pembroke Road, muy cerca de Upper Baggot St. Una vez soltado el equipaje, empieza la aventura hacia lo desconocido. Armados con un mapa, algo de preparación sobre el terreno que vamos a acometer, nos adentramos de lleno en el centro de Dublín. Durante el trayecto, Kavaniagh ya nos había puesto al corriente de las zonas “El río Liffey separa la ciudad en dos partes. El sur, donde os alojáis, es la zona más próspera de Dublín. En el norte están los barrios obreros, no tan recomendables como la zona donde os vais a alojar”. En cualquier caso, el centro resulta estar bastante cerca. La primera anécdota cae en la recepción; la mujer que nos atendió, en el momento en que se levantó para darnos las tarjetas de la habitación casi pierde el equilibrio y espetó graciosa un “I’m Drunk”, que hizo que nos miráramos cómplices ante el alborozo etílica de la mujer. De inmediato pensamos en Guinness. Dublín iba a gustarnos de cualquier manera.
Hay tres cosas que llaman la atención para el visitante primerizo; una, que en las aceras hay que estar con mil ojos. El tráfico es contrario al que estamos acostumbrados en España, por lo que para cruzar hay que mirar siempre a la derecha y después a la izquierda. Después del tercer día, uno se acostumbra por inercia. Segundo, el ritmo de vida diurno del dublinés es acelerado. La gente va y viene con una rapidez acojonante. Los semáforos no son aptos para ancianos ni gente con propensión a la parsimonia, puesto que en unos cuatro segundos el muñeco de color ámbar (allí ahí tres) ya hace acto de presencia metiendo prisa al viandante. Después de haber comprobado que lo que más hay allí son pubs y tabernas de todo tipo de los que pronto daremos buena cuenta, llegamos al parque Stephen’s Green (del que hablaré más adelante) por Merrion Row y vemos de pasada la Mansion House para penetrar directamente en una de las calles más míticas y concurridas de Dublín: Grafton Street.
Es el testimonio del ajetreo popular, de las heterogéneas tiendas donde el bullicio es constante, de los hombres anuncio que apuntan hacia calles anexas donde proliferan más negocios, de los cafés atestados de gente que aportan una estampa comercial y popular. Grafton es el verdadero corazón de la vida social. Nos llamó la atención ese célebre Bewleys's Oriental Café, uno de los cafés más antiguos de la ciudad y la Dunnes Store y su oscuro callejón lateral que no destacaría mucho si no fuera por es localización del comienzo de la excelente ‘Once’, de John Carney, donde Glen Hansard toca su guitarra al comienzo de la cinta. Tercero, los horarios difieren bastante al español, puesto que las tiendas suelen cerrar sobre las 17 o las 18. Aunque en las zonas con afluencia comercial prorrogan el cierre.
Después de comer en el Little Caesar's Palace, un italiano bastante decente pero sin mucho que resaltar, nos dispusimos a aproximarnos a algunos de los lugares turísticos por excelencia. Tras hacer un par de fotos a la estatua de Molly Malone, erigida en honor a una célebre vendedora de pescado fresco que posiblemente ejercía de señorita de compañía en las frías noches dublinesas y figura muy querida dentro del folclore irlandés, nos dispusimos a ingresar en el popular Trinity College, en pleno centro urbano. La Trinity es la más reconocida universidad de Irlanda donde se puede disfrutar del ambiente estudiantil y la elegancia victoriana de sus impresionantes instalaciones. Fue fundada por Isabel I en 1952. Según llegamos nos encontramos con una graduación de chavalitas en minifalda y escotados vestidos cubiertos apenas por la toga y lanzando divertidas el birrete, fotografiadas constantemente por familiares y allegados. Dimos una vuelta por Fellows Square, vimos de cerca la Berkeley Library, el College Park o la zona de campos de New Square. Incluso tomamos una foto al siniestro George Salmon, administrador académico o ‘provost’ del antiguo Trinity College que hizo todo lo posible porque las mujeres no pisaran la universidad mientras escribía sesudos ensayos teológicos sobre la naturaleza de la Iglesia de Irlanda y el castigo eterno. Tras echarle un vistazo a la impresionante escultura itinerante ‘Sphere within a sphere’ de Amaldo Solomon, se puede acceder a la Old Library, la Biblioteca principal de la universidad, donde descansa el famoso Book of Kells, que data del año 800 a.c. y fue manuscrito por monjes celtas. Por mucho que contenga los cuatro salmos del nuevo testamento con una hermosa y profusa decoración celta, preferimos conocer de cerca otra de las joyas del Dublín nocturno y de ocio: el Temple Bar.
Salimos por College Green dando una vuelta por Pearse St. Hacia Westland Row. Allí está la Pearse Station y en el número 21 de esta calle, la casa donde nació Oscar Wilde en 1854 y el Irish Academy Music. Para ver el ambiente comercial, seguimos por Nassau Street dando una vuelta al Trinity hasta llegar al Bank of Ireland, la sucursal central del Banco de Irlanda, que otrora fueran las Casas Irlandesas del Parlamento. Llegados a Fleet Street, ya estábamos en la zona de Temple Bar dispuestos a zumbarnos nuestra primera y genuina Guinness dublinesa. Podríamos haber parado en cualquiera de los múltiples pubs que abundan en la zona, pero decidimos acudir directamente al mítico garito que da nombre al barrio.
Ya nos advirtieron que el Temple es caro y que entre los dublineses tiene fama de antro para turistas. También que no representa el típico pub irlandés. Pero lo cierto es que la primera pinta de Guinness, la ‘stout’ más famosa de Irlanda, tenía que caer en tan notorio recinto. Deliciosa. Fue la primera de muchas. Además, descubrimos otro de los factores que hacen que esta ciudad sea una de las preferentes a la hora de elegir un posible destino al que emigrar: la gente tiene totalmente prohibido fumar en los establecimientos públicos, incluidos los pubs y los bares. En Temple tienen un pequeño patio interior al aire libre donde la gente puede dar rienda suelta al vicio del tabaco. Si fumas, ya sabes: a la puta calle. Es maravilloso que uno pueda salir de fiesta sin llegar apestando a cenicero y humaredas varias. La noche allí empieza sobre las 16:30, que es cuando se va el sol y deja la oscuridad y la iluminación que, en este caso, es claramente navideña por la cercanía de estas entrañables fechas. Después del Temple, nos tomamos otra Guinness en el Quay’s, otro pub de turistas que alberga a visitantes de todo tipo y otra más.
Decidimos aprovechar la tarde, así que dirigimos nuestros pasos hacia la otra zona del río. Como no podía ser de otro modo, como buenos ‘guiris’ dentro de Dublín, cruzamos el Liffey por el Ha’Penny Bridge, puente peatonal construido en 1816 que debe su nombre a que hasta 1919 había que pagar un peaje de medio penique para pasar por él. Tras dar un pequeño rodeo por Bachelor’s Walk, en cuya esquina lucía un escaparate una oferta por las camisetas del Real Madrid y F.C. Barcelona a un precio ridículo si lo comparamos a los fraudes que se llevan a cabo en España, llegamos a una de las calles más representativas de Dublín: la O’Connell Street. Supone una de las arterias comerciales más importantes de la ciudad que compone un enorme bulevar central, del que destacan varios monumentos a tener en cuenta; la estatua del líder nacionalista homónimo, junto a figuras como James Larkin y Charles Stewart Parnell, pero sobre todo la Central Post Office (el Edificio de Correos) y el más famoso y moderno The Millenium Spire, un aparatoso obelisco de 3 metros de diámetro en la base y 15 centímetros en la cúspide, con 120 metros de altura que se ilumina en su cima durante la noche. Se erigió en sustitución del Nelson’s Pillar, que fue volado por una explosión provocada por el IRA en 1966. Es el punto de encuentro de la gente de Dublín. Como aquí el tópico “debajo del reloj de la plaza”.
Nos acercamos a ver de pasada la Galería Hugh Lane, ubicada en una calle contigua a O’Connell y que este año celebra su centenario, para pasear como lo que sería la calle Preciados de Madrid, en una calle que se divide en tres fases; la Earl Street North, la Henry St. y Mary Street. Paseamos buscando un garito aconsejado por el amigo “Austra” que ha trabajado por allí algún tiempo. Tras subir por Jervis hacia Parnell dimos con él enseguida: The Wool Shed Baa & Grill, un enorme bar regentado por un australiano, un sudafricano y un chileno en el que destaca la afición por los deportes con unas escandalosas pantallas donde se pueden ver los partidos de varios deportes de las mejores ligas del mundo. Allí cayeron un par de pintas más, descansando de la paliza del primer día. La locura llegó cuando miramos el reloj, sólo eran las 18:30, hora de Dublín (una menos que en España).
Repasamos el ‘planning’ para el día siguiente y decidimos disfrutar de una suculenta ruta por algunos de los pubs elegidos no tanto al azar como por las referencias del citado amigo y las guías estudiadas de antemano, con la práctica ‘Dublin, de cerca’, de Lonely Planet, editorial muy recomendable a la hora de adquirir este tipo de asesor turístico de cualquier parte del mundo, en mano. Así la noche siguió en Madingan’s, un mítico pub irlandés situado en plena O’Connell, donde mientras disfrutábamos de los largos tragos a la Guinness, un amable dublinés se acercó para ofrecerse a hacernos una foto juntos. Habíamos leído que en el clásico Mullingan’s, situado en Poolbeg St, tiene fama de ser el pub donde mejor tiran la cerveza en Dublín. Y hacia allí nos dirigimos. No sé si la tiran bien, pero lo cierto es que también es otro de esos centros de reunión festiva de la noche dublinesa. Puedes ver turistas curiosos como nosotros, irlandeses de toda la vida, jóvenes acicalados para la noche, guapas señoritas irlandesas, otras no tanto y, sobre todo, periodistas del colindante Irish Times.
En la zona fructificamos el recorrido con alguna cerveza ‘stout’ más, The Palace Bar. Lo visitamos para rememorar esa vieja anécdota que tiene como protagonista al escritor Flann O’Brien, autor de las míticas ‘El tercer policía’ o ‘Crónica de Dalkey’, al que se le atribuye una fama de azorado y asiduo visitante de este pub vistiendo en una sola mano un guante para cumplir la promesa a su madre de no volver a tocar en su vida una pinta de cerveza. Seguimos la ruta al otro lado del Liffey, en el Temple Bar, visitando The Auld Dubliner, otro tradicional pub con ornamento artesanal y un ambiente dividido en dos plantas; arriba, juventud, algarabía y música para mover el esqueleto. Abajo, más tranquilo. Hasta que comenzó la actuación en directo de un músico que amenizó la noche con algunas coplas de corte folclórico irlandés. Una auténtica pasada. Cansados, cenamos en plan guerrilla (hamburguesas de pollo baratas, muy naturales y sabrosas) en un garito de ‘fast food’ irlandés llamado Abrakebabra. No obstante, antes de regresar al hotel y perdernos ligeramente para ver la salida de la ‘creme de la creme’ dublinesa en el National Concert Hall, lugar donde se representaba la obra benéfica de Navidad con los Bustamantes y las Amarales patrios, había que finalizar con una Guinness. La noche acabó así con una última pinta en el James Toner Pub, en Baggot Street, haciendo esquina con Roger’s Lane, donde se dice que W.B.Yeats acudía habitualmente.

Crónicas de Dublín (I)

Fue intenso y maravilloso. Uno de esos viajes que esperas disfrutar hasta la extenuación, producto de las ganas acumuladas, pero que resulta ser un éxodo hacia la armonía sustancial y la impresionante acogida que da esta imprescindible ciudad que es Dublín. Supuso la escapatoria perfecta para intentar reestablecer el equilibrio y el orden de un universo personal con ciertas oscilaciones en su estabilidad. Era primordial el descubrimiento de una orbe llena de vida como ésta, de riqueza cultural y ancestral que tiene en sus gentes, afables y entrañables, el mejor de sus reclamos turísticos. Dublín es una ciudad con magia, una capital que ha sabido fundir a la perfección las costumbres ancestrales con la modernidad sin perder por ello su identidad identificativa.
Dublín, en gaélico ‘Baile Átha Cliath’, acoge a sus visitantes con hospitalidad y cercanía, haciéndose una metrópoli alegre, abierta y cosmopolita. Sus calles están llenas de vida. Sus verdes parques verdes son una gozada deleitable a la vista. Su ambiente de ocio, entre pubs, tabernas y bares, desprende una forma de vida que, pese a la distancia, se corresponde con la alegría multicultural que se respira en su jovial y despreocupada atmósfera. Dublín se ha transformado en un reclamo turístico que destila arte, historia, cultura y ocio en cada rincón.
En mi caso, asumo una frase de Oscar Wilde que, en las calles de esta ciudad a la que regresar, “A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto, toda nuestra vida se concentra en un sólo instante”. Este viaje bien podría definir esas sensaciones que he reencontrado en la ciudad como miserable remedo del Leopold Bloom de James Joyce. Fue, a buen seguro, el último gran viaje en muchos años.

St. Patrick's Day

Hoy, como cada 17 de marzo, se celebra en todo el mundo el día de Lá ’le Pádraig or Lá Fhéile Pádraig, el ‘St. Patrick’s Day’, vamos, la festividad de San Patricio. Es la ceremonia donde rememora la figura del Patrón de Irlanda, del Santo que logró explicar la Santísima Trinidad por medio de un trébol, definiendo la católica hipóstasis como una misma unidad pero con tres elementos distintos. Pero si por algo se caracteriza este día es por la gran fiesta que se despliega en Dublín (siendo también célebre el desfile de la Quinta Avenida de Nueva York). Es el día donde el color verde impone su preeminencia y los Leprechauns, los tréboles identificativos de la nación irlandesa y las tabernas son el centro de reunión para la población con espíritu irlandés.
Desde 1995, el 17 de marzo es el día oficial en el que preconizar el sentimiento irlandés por todo el mundo. La fiesta, los desfiles, la cerveza ‘stout’ y la algarabía se entremezclan con el folklore y tradiciones ancestrales. En comunión con el Gran Céili, el Skyfest de Docklands sobre el río Liffey, el carnaval callejero en el corazón del Dublín Georgiano y la parranda de la Verde Erin, ‘Un Mundo desde el Abismo’ se une a la celebración del día de San Patricio con una serie de tres extensos artículos a modo de pormenorizada Guía sobre la ciudad de Dublín. El primero, esta misma tarde.
Feliz día de San Patricio a todos y no olvidéis que es una jornada para brindar, beneficiándose de este evento, con unas buenas Guinness.

viernes, 13 de marzo de 2009

Review ‘Slumdog Millionaire (Slumdog Millionaire)’

Bollywood pervertido, Hollywood encubierto
A pesar de ser una pequeña producción, la película de moda es una zafia mezcla de la idiosincrasia hindú con el empaque de los objetivos comerciales de Hollywood.
La flamante gran triunfadora de los pasados Oscar de Hollywood tiene todos los ingredientes para gustar al gran público; una historia que exalta lo sórdido para remarcar el drama, un cuento moral de sentimentalismo algo barato y un arco romántico que se resuelve con el clásico ‘happy end’. En todo momento, ‘Slumdog Millionaire’ es consciente de su rápida empatía con el gran público. Es lo que ha generado ese tremendo ‘boca-oreja’ que ha hecho de ella la película que nadie se quiere perder. Amén de las ocho estatuillas que ha conseguido, por encima de películas que son mucho más provechosas y permanentes como obras cinematográficas.
La historia que se propone es la siguiente; Jamal Malik es un joven de raíces pobres y rabaleras que proviene de los tugurios de Dharavi, en Mumbay (el Bombay de toda la vida) que participa en el universal concurso ‘¿Quien quiere ser millonario?’. Sobrepasando cualquier expectativa, el chaval consigue llegar a la última pregunta, respondiendo todas y cada de las anteriores, lo que provoca su detención por parte de los organizadores y el gobierno (sic), que sospechan un posible fraude. Es en comisaría y tras una serie de torturas, cuando el chico argumenta porqué conoce las respuestas. Todas ellas tienen relación con pasajes de su pasado, cuando era un niño que malvivía por los getos hindúes junto a su hermano mayor Salim y a una niña huérfana llamada Latika, el gran amor de su vida.
Alejado del cariz independiente y humilde con el que han pretendido vender desde su lanzamiento, el filme de Danny Boyle, el hoy domesticado ‘enfant terrible’ del cine europeo de los 90, es un claro producto pervertido por el empalagoso tinte de las grandes producciones de Hollywood. Porque, hay que dejar claro, que ‘Slumdog Millionaire’ no es una pequeña y humilde producción con la esencia Bollywood. En cuanto a números, puede parecerlo, pero en designios, embrolla sabia y adecuadamente la aparatosa promoción de esta idiosincrasia hindú con el empaque de los objetivos comerciales de las grandes producciones.
Basado en la novela del diplomático Vikas Swarup ‘Q & A’, la fácil mecánica de ‘Slumdog Millionaire’ se resume en el concurso, el interrogatorio y los continuos ‘flashbacks’ que van reconstruyendo la desgraciada biografía del joven y un retrato de las miserias tercermundistas a las que ha tenido que sobrevivir para alcanzar su catarsis individual y amorosa. El guionista Simon Beaufoy y el director de ‘Trainspotting’ juegan a mezclar géneros, desde el cine social narrado en forma de docudrama intimista, al cine pseudopicaresco con golpes de humor, ciertas dosis de romanticismo infantil, pero sobre todo enfocado hacia el ‘thriller’ y la acción, hasta acabar con un número musical coreografiado, como buen tópico del Bollywood que imitan.
En todo momento, Boyle se empeña en que su fábula no pierda de vista el costumbrismo, la realidad más cruel y el cuento ‘dickensiano’ de aspiraciones crédulas y morales, adobando bien la cosa con un tono poético y colorista, que va desarrollando sus pautas narrativas de forma visualmente atractiva, con cierto dinamismo y entretenimiento instructivo. ‘Slumdog Millionaire’ se cree, a pies juntillas, que el cine es fantasía, por eso, a pesar de muchos de los momentos crueles y “reales” de la miseria infantil que viven los hermanos Malik, la operística que se crea a su alrededor no deja de ser un enorme ‘bigger than life’ muy al gusto de Hollywood.
La película se acoge así a una aflictiva esclerosis medular a la hora de interponer esa ferocidad casi sádica de la niñez en Dharavi con una insustancial edulcoración del presente, que retrotrae los recuerdos en forma de preguntas del concurso aludiendo a un destino caprichoso y surrealista a la hora de acomodar todas y cada de una de las cuestiones del juego televisivo a unas cuantas anécdotas vitales de la vida de Jamal. Para Boyle, Beaufoy y Swarup la tragedia y el tópico reflejo de la pobreza parece una especie de globalización del sentimentalismo cuando se trata de reflejar la verdad y el sufrimiento de esos niños buscavidas sin salida que tienen su única oportunidad en un ilusorio programa de televisión.
Podría verse como una satisfacción del propio sentimiento de culpa, intuido en varios segmentos del filme, como la descripción escabrosa del arrabal donde viven los niños, las mafias que los someten cegándolos para dar pena cuando mendigan o prostituyendo a las inocentes niñas. Como que la madre musulmana de Jamal y Salim sea asesinada por una banda de malvados hindúes destinados a matar musulmanes, llegando a la ridiculización que hace a su vez de los turistas que desfilan por la nación india. Sería algo así como una frivolidad exótica con fuerte carga de conciencia, puesto que no escapa de caer en la esteriotipada perspectiva occidental de observar la pobreza en un entorno tercermundista, mostrándolo muy autóctono y real, pero demasiado exagerado y falso como para ser creíble.
Por supuesto, en un filme como este, lo más importante no el énfasis social o el análisis de una realidad adulterada, a pesar de que sus personajes roben y timen y su mundo esté corrompido por la crueldad, la historia no deja de ser una aventura cargada de autocomplacencia. Aquí lo que trasciende es el romance intermitente e idealizado, donde el dinero no es lo importante, sino la consecución de los sueños del corazón. El materialismo, una vez más (como siempre en las fábulas románticas) no tiene nada que hacer si se interpone el amor verdadero, en este caso afectado de impostura. No obstante, las concesiones a lo fácil y ese alarde sentimental y quimérico no empañan la desenvoltura con la que Boyle sabe acercar al espectador esta improbable fábula a la emoción, la simpatía y la cercanía.
El declarado poder de fascinación del director por la India queda patente en los fogonazos de montaje sincopado a cargo de Chris Dickens, de cuidada estética y estudiada dirección. A nivel técnico, ‘Slumdog Millionaire’ está rodada con convicción, con la ostentación propia del cineasta amante de la retórica frenética, heredada de algunas de sus anteriores y visuales énfasis eclécticas, en las que da lo mismo que unos ‘zombies’ atosiguen a los supervivientes protagonistas en ‘28 días después’ que, aquí, unos niños corran huyendo de la miseria y el infortunio.
Es la película de moda, ésa de la que todos hablan y que ha ganado tantos Oscar. Un filme de éxito efímero que disfruta, con la euforia de los comentarios de gran parte del público, su circunstancial éxito de caducidad casi instantánea. “Sólo cabe esperar que lo peor haya pasado, y que se avecinen películas mejores, musicales mejores y tiempos mejores”. No son palabras del que esto suscribe, sino del célebre escritor nacido en Bombay Salman Rushdie.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009

miércoles, 11 de marzo de 2009

‘Con pelos en la lengua’: Desvergüenza de tres en tres

Tres al precio de uno. De esta forma, la serie ‘Con pelos en la lengua’ ha ido consolidándose como una de las apuestas más solventes de la nueva moda de ‘sitcoms’ y miniseries que proliferan por Internet, canal heredero de la televisión en unos contenidos cada vez más proclives al cambio, a la calidad y al riesgo. Las aventuras sexuales (o desventuras, más bien) de Pablo, Cris y Marcos han demostrado que, exprimiendo las posibilidades de la Red, desde su utilización como plataforma de emisión, así como base operacional de todo el tinglado de promoción cuidado al detalle (con la creación de páginas en las denominadas redes sociales multitudinarias Facebook y Tuenti), son uno de los caminos a seguir dentro del audiovisual en España. Un universo ideal para que las mentes creativas sin muchos recursos pero con gran talento e imaginación consigan desbancar, poco a poco, la atención del ostracismo televisivo hacia Internet.
Marcos es un gay demasiado gay como para cumplir su promesa de celibato temporal, porque además es un seductor capaz de añadir conquistas sexuales con una pasmosa facilidad. Cris es una joven virgen que ha tomado la firma decisión de dejar de serlo. Sin mucha suerte, ya que en su búsqueda y aprendizaje no logra sus fines. Pablo, un ‘pringao’ sin suerte, traumatizado con el sexo desde que, según la leyenda, un par de tías buenas le violaran en el servicio del colegio. Ahora está loco por follar, pero la adversidad parece cebarse con él. A través de estos tres personajes, ‘Con pelos en la lengua’ se asienta en el falso documental, intercalando los testimonios directos a cámara de los personajes con sus desastrosas vidas sentimentales y sexuales, para echar un vistazo a algunos patrones sociales que imperan hoy en día dentro de un tema cada vez menos controvertido como es el sexo que se apoyan, con gran acierto humorístico, en unos secundarios excepcionales. Su éxito está en saber romper esquemas, en saber convertir esos diálogos lúbricos en comedia con absoluta facilidad, accediendo con ello a la identificación respecto el espectador por la empatía y el preciso dibujo que han sabido hacer de cada personaje. La serie, detrás de la cual se encuentran Felipe J. Luna y Cristóbal Garrido, impone una extraordinaria capacidad de síntesis, un ritmo de montaje virtuoso, guiones inteligentes y un humor multigenérico en el que cabe desde la discreción hilarante hasta la zafiedad de brocha gorda.
‘Con pelos en la lengua’ ironiza con un acercamiento sólido y entrañable hacia cuestionamientos emocionales y íntimos de toda índole llevados con estilo primoroso, con definición de trascendencia y desprejuicio. Ningún episodio traspasa los tres minutos, lo que facilita la algazara visual y narrativa, sin apenas tiempo para asimilar lo que ha sucedido. En pocas palabras: es una serie que se hace corta. Pero es su gran virtud. Las pequeñas dosis de ‘Con pelos…’ la hacen tan llamativa y adictiva. Hoy acaba la primera temporada de esta apuesta que ha golpeado con fuerza dentro de esas series que cada día proliferan en Internet y que ha sabido ser diferente, insólita y con la vocación de compromiso respecto a su temática volcada sin coacciones y fresca desvergüenza. Y seguro que sólo es el principio.
- PRIMERA TEMPORADA disponible en su web oficial.

lunes, 9 de marzo de 2009

Stanley Kubrick: Una década sin el Gran Genio

Este pasado fin de semana se cumplió el aniversario de la primera década de la muerte de Stanley Kubrick. Diez años sin el genio obsesivo y perfeccionista, el oscuro poeta de talento inabordable y elevación fílmica superlativa.
Uno de los valores congénitos que caracterizaron su filmografía fue, por encima de cualquier profundidad estilística, su independencia de los grandes estudios, su ilimitada megalomanía y una actitud casi insultante hacia la catalogación de un cine que el director supo forjar hacia la ruptura de todo esquema tradicional, sometiendo los cánones habidos y haber a las reglas de su propia imaginación. Desmitificador de iconos sociales y humanos, creador de universos, Kubrick, visionario con capacidad de cine de autor, hizo de cada trabajo una obra de completa clarividencia, en cualquiera de los terrenos en que se divida. Un perfeccionista que logró convertir todos sus proyectos en tesis cinematográficas. Cada plano, cada encuadre, cada luz… está examinada hasta la extenuación, hasta acercarse de forma verosímil a la sublimidad, donde el paralelismo análogo entre imagen mental y ocular pudiera ser posible. Stanley Kubrick fue, ante todo, un creador y pionero de nuevas formas, un ingeniero de imágenes, un idealista capaz de controlar cualquier aspecto de la producción por minúsculo que éste fuera con tal de lograr un objetivo tan poco loable como es la perfección. Una perseguida perfección que, aunque obsesiva, le valió el reconocimiento unánime gracias a sus extraordinarios códigos de representación formal.
Kubrick se convirtió así en un cineasta que supo realzar la inmensidad del cine hasta llevarla a un barroquismo que parecía extinguido, con una riqueza expresiva jamás alcanzada en la representación de la ambición, la violencia, el fracaso, el miedo, la catarsis y la avidez humana, jugando abundantemente con las convenciones de todos los géneros que filmó, graduando en cada película sus certeras sugerencias y explicitudes, metáforas y realidades. Las preocupaciones estéticas de Kubrick se puntualizaban en su gusto por reflejar el arte como un medio de transmisión de valores éticos, en una filmografía con personajes sumidos en una confrontación moral que, pese a su dificultad de identificación, desplegaban una sorprendente afinidad respecto al público. El cine de Kubrick se sustentó en unas poderosas imágenes vinculadas a la liturgia clásica, contrapuesta a su vocación de revolucionario estético, de explorador de las nuevas técnicas y primeros pasos del futuro cinematográfico. Para el Gran Maestro, la obsesión de sus creaciones provenía de una ambición por visualizar las oscilaciones del pensamiento y de lo onírico, mostrando para ello una sucesión de fragmentos interconectados tanto a la vida y a la realidad como a un estado de trascendencia. Como en ‘2001, una odisea del Espacio’, épica cinta centrada en la historia de la Humanidad, desde el nacimiento de la Prehistoria hasta un futuro confuso que presenta un ejemplar y bucólico retorno a los orígenes representado en la transmutación de Bowman, primero en un valetudinario viejo para, después, pasar a ser un feto nacido del Padre Muerto que regresa al cosmos infinito…
Con sólo trece títulos a sus espaldas Stanley Kubrick es, hoy en día, uno de los caracteres más emblemáticos e iconográficos que se puedan encontrar en la Historia de Cine. Considerado como un genio de enloquecida personalidad, su obra se ha establecido como prototipo de un cine insuperable, dando a su trayectoria una densidad mayor que la de cualquier director que se haya puesto detrás de una cámara. Diez años después, el Mito sigue vivo en la memoria y el Cine sigue echando de menos al hombre que logró una imposible magnificencia en la necesaria fusión de técnica, estética y las posibilidades conceptuales del Séptimo Arte.

jueves, 5 de marzo de 2009

Negativa a los vigilantes cinematográficos

Ayer decidí no ir a ver la adaptación cinematográfica de ‘Watchmen’. Dedicarle tiempo a una ‘review’ sobre el filme de Zack Snyder sería mucho pedir. Obviamente, tampoco voy a prejuzgarla, ni a valorarla, ni a sacar conclusiones de ningún tipo. Muestro todo mi respeto al dineral que se ha gastado la Warner y los valores artísticos que ésta pueda tener, así como el entretenimiento desprejuiciado que pueda albergar. Tampoco encuentro razones para argumentar esta determinación negativa. Únicamente no me apetece ver cómo y qué han hecho los guionistas David Hayter y Alex Tse con ese grupo de superhéroes que han sido extirpados de su aséptica heroicidad y sumergidos en la sórdida realidad de un pasado alternativo y ficcional donde Estados Unidos está a punto de entrar en una guerra nuclear con la Unión Soviética, ni cómo se las habrá ingeniado el otrora imaginativo director de ‘Amanecer de los muertos’ para otorgarle al filme la reconocible simetría concepción llena de simbolismos, o qué tal quedará en imágenes la pugna nuclear resuelta con una paradoja temporal, si es tan feroz la crítica a la sociedad occidental o si han sabido reflejar el escenario retrofuturista con trasfondo político.
El universo de El Comediante, el Dr. Manhattan, Búho Nocturno, Laurel Juspeczyk, Rorschach u Ozimandias sigue siendo más atractivo en las páginas del cómic creado por Alan Moore y Dave Gibbons. Sus personalidades deben tener el proceso deconstructivo de las páginas del cómic, en su desmitificación y formalización, devenidas dentro de una planificación y disposición concretas e inalterables. Una de las grandes obras maestras de la cultura contemporánea debe seguir siendo un referente dentro de su medio, no en un contexto ajeno, donde adulterar su sentido hacia unos límites comerciales innecesarios.
¿Qué sentido tiene ver ‘Watchmen’ cuando se puede volver a leer?
Acepto argumentos para un hipotético cambio de opinión.

¡A LA FINAL!

Y creímos… vaya si creímos.
Las grandes gestas vienen dadas, en ocasiones, por una cuestión de fe y de evocación histórica. San Mamés volvió a ser testigo de otra proeza futbolística, de otra de esas epopeyas que el Athletic de Bilbao casi había olvidado. La tradición devolvió al equipo rojiblanco a la final de la Copa del Rey, a su competición más carismática e identificativa. Un partido de garra y empuje, jugado con la convicción de los campeones, anulando al contrario, con la certeza de esa final que pertenece al equipo de Joaquín Caparrós. El orgullo pudo más que los pobres estatismos tácticos de un rival que no apareció ni siquiera en ráfagas. El león se comió a un lobo tratado con respeto, sin subestimar la posibilidad del sufrimiento en ningún instante, pero sabedores de que, a medida que pasaba el tiempo, la final estaba más cerca. Después de los tres goles de Javi Martínez, esa fuerza de la naturaleza llamada Fernando Llorente y el vital Toquero, el júbilo se desató en La Catedral y el césped fue invadido por los aficionados, casi con total seguridad la mejor afición del fútbol español, embargados por la euforia y el sentimiento unánime de pasión por un equipo humilde que espera una inigualable ocasión para volver a hacer historia el próximo día 13 de mayo, seguida por ése enjambre rojiblanco al que Valencia ya se le empieza a quedar pequeña. El ‘mainstream’ monopolista del fútbol en España es para los que ganan títulos con dinero y mercenarios que defienden los colores de un equipo a golpe de talón. La verdadera gloria está reservada para los que la disfrutan desde la honestidad de una tradición legendaria.
Ayer fue una noche antológica. Pero sólo debe ser el preámbulo de la gran fiesta.
¡¡AUPA ATHLETIC!! y Eskarrik Asko.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Hervidero rojiblanco

Ha llegado la hora de no ceder ante las agoreras expectativas deportivas marcadas por un resultado en contra, ni ante las estadísticas, ni ante jugadores de Mali que se crecen por momentos…
Ha llegado la hora de recuperar la unanimidad emocional que congrega una bandera, una ciudad, un campo ancestral de gestas heroicas, el sentimiento histórico de un equipo extraordinario y único en un mundo futbolístico tan mercantilista, sin implicación por el escudo que defiende.
Ha llegado la hora de la esperanza, de la resurrección de aquel soberano invencible que fue destronado de su competición predilecta, donde se escribieron las hazañas deportivas más rememoradas por la afición.
Veinticinco años después…
Ha llegado la hora… de creer.
¡AUPA ATHLETIC!

lunes, 2 de marzo de 2009

Review 'El luchador (The Wrestler)'

La épica batalla de los perdedores
Darren Aronofsky ofrece una tierna mirada de depuración estilística hacia la autodestrucción de un luchador en busca de redención al que da vida un colosal Mickey Rourke.
La cosa va de luchas. La de Randy “The Ram” Robinson, un luchador de ‘wrestling’ que un día fue un ídolo para el público que sigue con fervor este espectáculo tan yanqui que es el ‘pressing catch’, mezcla la adoración al cuerpo humano moldeado a base de esteroides y gimnasio, la lucha pactada (a veces grotesca) y la función circense y vulgar. En síntesis; deporte y teatro. Los ejemplares títulos de crédito de ‘El Luchador’ dan la pauta de un prólogo sin necesidad de imágenes que vayan más allá de los recortes de periódico que acapararon la prensa en el pasado para destacar la grandeza de este enérgico gladiador que un día fue el más grande. Sin embargo, los tiempos cambian y Randy ahora sobrevive peleando en pequeños ‘shows’ y ganándose la vida haciendo horas extras en un supermercado.
Es la historia de un hombre que sólo conoce una forma de vida, una pasión y que se convertido en un recuerdo difuminado. Desde ese momento, ‘El luchador’ no expone un guión innovador o volcado en sorpresas. Es otro de esos viajes a la América Profunda para vivir una vida despojada de encanto, de un perdedor que busca subsanar los errores del pasado y la redención. Esta redundancia temática no afecta al devenir de la película, ya que no engañan a nadie en el desarrollo de un drama que aglutina grandes dosis de honestidad e ingenuidad a la hora de manejar los tópicos y el arquetipo.
Poco tiene que sorprender que una película como esta venga firmada por un cineasta contracorriente como Darren Aronofsky, autor de títulos como ‘Requiem por un sueño’ y ‘La fuente de la vida’, puesto que ‘El luchador’ no deja de contener ese riesgo al mostrarse como una cinta verdaderamente independiente, sin casi recursos económicos, que sacude la mirada del espectador con su humilde empeño por contar una historia desprovista de la artificiosidad barroca y psicodélicamente visual que muchas veces se ha achacado al autor. Aronofsky evita la concesión a la opulencia estética y adecua los medios formales al discurso, con depuración estilística, respondiendo a las exigencias de la historia que se narra, pero no abandona su interés por los personajes a los que la cultura norteamericana ha abandonado a su suerte, que simbolizan la derrota ante un sueño americano dado de bruces con la frustración y los sueños rotos. Es conmovedor la mirada con la que el director recrea a ese luchador con heridas físicas y afectivas, alejándose de la indulgencia y el melodrama.
Para Aronofsky el respeto por su personaje se cimienta en la minuciosidad con la que sigue, cámara en mano, a “The Ram”, con un sentido quirúrgico, cercano al documental, buscando siempre la concesión final a su dignidad como persona, más allá del cuerpo machacado por los años y su súplica de redención. ‘El luchador’ ofrece un recital de verdad, de traslúcida contrición, de devoción por cada plano y secuencia por que la que transita esta diáfana fábula sobre el fracaso.
También es una turbadora radiografía del Wrestling de bajos fondos, despojado del ‘glamour’ y espectáculo que mueve gran tonelaje de dinero, del ‘show business’ que conocemos como WWE, aquél que subsiste una vez que acaba la gloria masificada. Aronofsky cuida al detalle esa obsesión de los luchadores por ofrecer un espectáculo realista, junto a los ambientes de gimnasio, de anabolizantes, de camaradería fraternal antes y después de los combates. No es difícil imaginar tantos y tantos luchadores como Randy, que perviven en un mundo tan autodestructivo como el que se plasma en pantalla. Desde ése punto de vista, no es extraño que el filme se empape por completo de la concisa melancolía que desprenden sus secuencias, de la dureza realista de todo el periplo vital de un viejo fracasado, pero sobre todo de esa nostalgia generacional que suena a golpe de música ‘heavy’ de los 80, cuando el ‘pressing catch’ se surtía del ensordecedor rugido de grupos como Accept, Scorpions, Firehouse, Slaughter o los Guns N’ Roses.
El paso de los años va arrancando lo que Randy simbolizó, plasmado con una grandeza inalcanzable en esas lágrimas ante su incapacidad por recuperar a su hija, a la que abandonó siendo una niña, en ese chaval que le abandona porque el juego en el que él es el protagonista ha quedado tremendamente envejecido ante las consolas de moda o la desangelada convención organizada en un local de la Legión Americana, donde las viejas glorias de la lucha libre firman autógrafos, se hacen fotos con sus ‘fans’ e intentan vender los VHS de sus mejores momentos para sacarse unos cuántos dólares. ‘El luchador’ destila humildad, suciedad urbana y realidad cuando habla de la autenticidad de las personas, de todo aquello que hace a Randy incapaz de rendirse y siga luchando por seguir siendo lo que siempre fue.
El contrapunto, en este mundo suburbano de ‘losers’, lo pone Cassidy (sublime Marisa Tomei), una sugerente ‘stripper’ madura que también empieza a plantearse el fin de sus días sobre el dudoso escenario. Es el único personaje que sabe ver la necesidad de afecto de un hombre a punto de derrumbarse, que se ve reflejada en él cuando es evidente que la madurez y los años han hecho de ella una persona totalmente diferente a la que un buen día soñó, cuando deja de resultar atractiva para los clientes más jóvenes. No es una historia de amor, sino de supervivencia, de seres que se necesitan como confidentes, como endebles apoyos morales para soportar la dureza con la que el destino va definiendo sus vidas.
Llegados a este punto de una apasionante crónica del fracaso y de los valores humanos de gente imperfecta, para “The Ram” el combate más importante ya no es contra sus rivales, ni por recuperar una fama que sabe perdida. La verdadera batalla se libra contra su propia soledad en un ‘ring’ tan poco idóneo como es la realidad.
Pero si algo en el filme aporta la humanidad y la excelsa dimensión dramática a la historia es la figura de Mickey Rourke. Mucho se ha hablado de su resurrección como actor, de su olvido, de su inactividad. Desde su debut, en 1980, no ha pasado ni un solo año sin que Rourke, dejando a un lado su vida sediciosa, sus combates pugilísticos y su deformación a causa del botox, haya participado en alguna que otra película. Nunca se fue, pero es cierto que este papel es su renacimiento como intérprete, su mejor y más aplaudida interpretación.
Y lo es porque Rourke desnuda su alma y vive a través de un personaje con el que le une cierta afinidad personal y profesional. Se muestra capaz de darlo todo con la cercanía de aquello que se narra, con esa caída de un mito que, aunque sea por un breve lapso de tiempo, reivindica su grandeza como actor mucho más allá de la rudeza con la que este monstruo actoral compone cada movimiento. Una actuación de probidad envidiable, de un calado dramático y contenido como pocas veces puede verse en una pantalla. Rourke exprime las aristas emocionales del gradullón para llenarlo de vida, de rebeldía ante la adversidad, de naturaleza humana a la hora de afrontar su desafío ante las segundas oportunidades. El inolvidable protagonista de ‘El corazón del ángel’ y ‘Manhattan Sur’ contagia su triste humanidad con una tierna mirada escondida bajo una presencia contundente.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009