jueves, 13 de marzo de 2008

El Titanic del aire

El Airbus A380 es uno de esos los desafíos más evidentes y ostentosos del hombre a la naturaleza, una demostración de poder respecto a los elementos. Es el avión de transporte de pasajeros más grande del mundo. Cuenta con la mayor cantidad de plazas de la historia de la aviación y llega a albergar hasta 600 pasajeros. 73 metros de largo, 79,75 metros de extensión y 24 metros de altura son los números de este gigante del aire que está catalogado dentro de la denominada DG VI (Design Group VI), la de mayor tamaño de cuantos operan en los aeropuertos.
Hasta hace bien poco, los secretos del Airbus A380 habían sido una incógnita para todo el mundo. Se llegó a afirmar que los diseñadores industriales que trabajaron en el avión llegaron a extremos de confidencialidad en los que sólo seis personas podían acceder a la información del proyecto en ordenadores sin posibilidad de extraer información, vigilados por modernas medidas de seguridad y obligados a guardar un silencio sepulcral incluso entre sus compañeros de trabajo.
Hoy, podemos darnos un garbeo por la cabina, desde todos los ángulos posibles, acercando al ojo humano ese intrincado cuadro de mandos del avión. Un viaje de 360º por este coloso aéreo que desafía todas las leyes físicas y humanas.

martes, 11 de marzo de 2008

Review 'Sweeney Todd'

Sangrienta ópera trágica
Tim Burton recupera su más reconocido pulso adaptando el musical de Sondheim bajo los oscuros designios de ese cine gótico personificado por personajes ‘outsiders’.
La última película de Tim Burton ha coincido con el estreno en cines con ‘Es un país para viejos’, ‘oscarizado’ filme de los hermanos Coen que ha recuperado, entre otras cosas, el remanente cultural contextuado en los áridos parajes sureños, revitalizando la excéntrica autoría de dos directores que han vuelto a la senda, a esos lugares comunes, de sus propias e intransferibles raíces. Es curioso que ‘Sweeney Todd’ represente para su autor un retorno similar a sus fundamentos más celebrados y reconocibles, a su exceso mágico, de personajes extravagantes e inadaptados, con los que Burton se ha rebelado siempre a las consignas impuestas por la maquinaria hollywoodiense. A lo largo de su carrera llena de altibajos, el “chico raro” de Holllywood ha defendido la reivindicación artesanal con un insólito afán por evocar subgéneros y transitar y mezclar diversas influencias genéricas como la literatura gótica, los cuentos de hadas, la fantasía, el terror o la animación.
Lo cierto es que sin establecer un título concreto, la oscura y lóbrega idiosincrasia ‘burtoniana’, dotada con el nervio de unas imágenes que sólo pueden emerger de una especial imaginería de reminiscencias clásicas, ha ido perdiendo fuerza y atracción de forma escandalosa en sus últimas películas, pese a seguir manteniendo una envidiable capacidad fabuladora en la utilización del aparato técnico como artefacto lúdico. Por eso, ‘Sweeney Todd’ es una declaración omnisciente de personalidad, de retentiva, de universo propio, de un estado de ánimo frente al cine, de corrupción y de artificio esgrimido con ímpetu ambicioso con el lenguaje cinematográfico.
Ya en los títulos de crédito podemos apreciar que este musical va a ser el más sangriento del autor, siguiendo la senda que va dejando un río de sangre, hemoglobina que recuerda al intenso rojo ficcional de oscuros universos clásicos, cuando la sangre exageraba su cromatismo como funesta alegoría. ‘Sweeney Todd’ es una adaptación del musical de Stephen Sondheim y Hugh Wheeler basado en un cuento decimonónico de Thomas Pecket Prest. El filme despoja a la original de matices autoreferenciales y crea una película afín a la visualidad gótica y lirismo estético de Burton, que saber conferir su empaque existencial y melodramático al tono de grotesco humor que respira bajo su nostálgica fábula trágica.
El argumento procede del folklore inglés, en el que un excelente barbero llamado Benjamin Barker vuelve a su Londres después de 15 años de cárcel por un juicio injusto, clamando venganza tras su exilio. Su esposa ha desaparecido y el juez que lo condenó para quedarse con su familia, es ahora el tutor de su hija. Convertido en el sádico Sweeney Todd, y en complicidad de la oscura Mr. Lovett, hace uso de sus navajas de afeitar para degollar a sus clientes y víctimas, en espera de la aparición del juez que arruinó su vida. A su vez, Lovett tritura los cadáveres y los usa como relleno para sus empanadas. Todd amplia así el catálogo de personajes extraños de Tim Burton, ‘outsiders’, desubicados y víctimas de una sociedad arbitraria y negligente que parece no aceptarles. Johnny Depp, en su sexta colaboración con Burton, vuelve a interpretar al iconográfico antihéroe predilecto del director de ‘Beetlejuice’, angustiado y sumido en un pesar de sombría redención.
Con acertada incisión en la ópera, en el musical de conciliación terrorífica con el Grand Guignol, devuelve la imagniería más reconocible, las señas de identidad de este oscuro e irregular creador de sombras, cuyo espíritu y perspectiva existencial se oponen a la expresión racionalista del clasicismo. En esta universal historia de venganza, Tim Burton vuelve a alejarse de cualquier rastro de de naturalismo, confiriendo a la cinta un pérfido éter malsano y decolorado a modo de tétrica leyenda que se alimenta constantemente de una arquitectura visual condicionada y agradecida a los excelentes escenarios de Dante Ferreti y Francesca Lo Schiavo, que operan dentro del filme con una atmósfera opresora, impregnada de irrealidad, pero a su vez transmitiendo la decadencia con la que perviven los personajes dentro de la historia. El Londres victoriano sirve de oscurecido proscenio para establecer esa estética de lo lúgubre, de mortuorio sentido del humor (el mecanismo con el que Todd ejecuta a sus víctimas y éstas caen al sótano de calderas), de delación contra la hipocresía social y de la justicia que obstaculiza el lógico albedrío y la individualidad. Sin olvidar el énfasis en la subjetividad y lo irracional de la cuidada combinación de luz y oscuridad de Dariusz Wolski, que mezcla a su vez ingenuidad (la que emerge en la historia de amor de Anthony Hope y Johanna o el joven Toby) y perversión (todos los demás).
‘Sweeney Todd’ se muestra al espectador como una película musical de terror impresionista, pero a su vez como un cautivador drama que no desierta en su idea de diseminar su fondo con un humor negro, evidente en su intencional exceso. El filme renuncia en todo momento a las complejas coreografías y al sentido del espectáculo porque no es un musical al uso, si no una ópera trágica y melancólica. Y hay que agradecerle a Burton que sus transiciones verbalizadas no entorpezcan los cortes musicales, melódicamente emocionantes, y no viceversa, como suele ser habitual en el cine de género.
El problema es que, pese al subrayado hipnotismo estético, se resiente de algunos personajes que resultan demasiado básicos, como es el caso del Juez Turpin (un villano que desperdicia las posibilidades de un actor como Alan Rickman) o las de los personajes de Jayne Wisener y Jamie Campbell Bower, que no alcanzan una entidad satisfactoria para que alcance un nivel que vaya más allá de los convencionalismos de su autor, lo que convierte a ‘Sweeney Todd’ en un importante y destacado ejercicio de estilo, cierto es, pero que echa de menos una rotundidad mayor a la hora de jugar sus cartas.
Eso sí, devuelve al mejor Tim Burton, al cineasta capaz de fusionar esplendor gótico y sátira moderna con una lujosa y delicada composición musical. Un apartado éste, el musical, en el que hay que destacar con cierta apreciación el esfuerzo interpretativo de Johnny Depp, Helena Bonham-Carter y el jovencísimo Ed Sanders, que logran resolver con loable brillantez el marrón, dada la lógica dificultad del trance. Sin olvidar esa breve pero entusiasta aparición de Sacha Baron Cohen, en uno de los números musicales más relevantes y divertidos de la película.
Ascética e introvertida, como no podía ser de otro modo, no falta ese pesimismo existencial que identifica los retratos con el sello de Burton. Una obra de terror posmoderno, ambigua y trágica, donde el oscurantismo operístico es llevado a una historia de locura y mentiras, de rabia y venganza en el que todo se encamina hacia la tragedia, hacia un raudal de sangre dibujada con belleza y colorido, como contraposición a la opacidad de su ornamental estructura narrativa y visual. En cualquier caso, estamos ante un espectáculo fascinante y estremecedor, totalmente alejado de lo previsible y lo convencional, como en gran parte de la filmografía de un creador de crepúsculos que parece, por el momento, haber regresado a su extravagante genialidad sin coartadas.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2008

domingo, 9 de marzo de 2008

"El Chiki Chiki" a Eurovisión

Que el actor y humorista David Fernández, con su peculiar personaje Rodolfo Chikilicuatre, vaya a representar a España en el próximo festival de Eurovisión simboliza dos cosas; primero, que en este país todavía sigue funcionando el humor y soltura con la que se resta trascendencia a los temas que se considera “serios”. Segundo, que este certamen en imparable decadencia, rancio y trasnochado, deprimente y lamentable, podrá tener ese apropiado festival de ‘freakies’, que desfilarán por el escenario de Belgrado que se celebrará el próximo 24 de mayo. Además del cachondeo del personaje creado en el programa de Buenafuente, podremos ver el desafío musical de ese pavo de gomaespuma que representará a Irlanda o al abuelo rapero de Croacia. Y eso, contra todo pronóstico, será un aliciente de audiencia aparentemente imprevisto, pues el seguimiento y votación popular de este invento televisivo promete unas risas y un alcance mediático mucho mayor que si hubiera ganado cualquiera de los finalistas de la gala de ayer.
El meme viral de Chikilicuatre constituye un extraño símbolo de los nuevos tiempos que deben renovar este festival; el ‘show’ en clave de humor, el espectáculo que deja a un lado las cuestiones musicales de importancia que ya no tienen cabida en este concurso deslucido por los años. Reconozcamos que hace tiempo Eurovisión no tiene interés y da igual lanzar a otro “triunfito” o simulacro más. Por lo menos, pasémoslo bien. Cuando Fernández acabe este absurdo trayecto, colgará su guitarra de juguete y la broma acabará. Algo que no sucedería con otro aspirante con ínfulas de magnitud musical y sueños discográficos.

sábado, 8 de marzo de 2008

Review '4 meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile)'

El dramático trance del terror
Cristian Mungiu lanza una dura mirada a la historia y al pasado en forma de purga contra los tabúes de un país mutilado de libertad durante el comunismo de Ceaucescu.
Cuando en el mes de junio del pasado año este estremecedor relato procedente de Rumania, obra de bajísimo presupuesto sobre la memoria histórica y el espinoso tema del aborto clandestino, mereció la Palma de Oro en el Festival de Cannes, toda la crítica y parte del público no dudó en señalarla como una de las mejores películas del año. El filme es un duro viaje, muy cerca en su metodología y espíritu al docudrama, a uno de los períodos más negros de la historia de Rumanía, mediante la adaptación a la gran pantalla de algunas de las leyendas urbanas más conocidas y difundidas durante los interminables años que se prorrogó el régimen dictatorial comunista de Nicolae Ceaucescu a finales de los 80.
Cristian Mungiu aborda para ello las vidas de Gabita y Otilia, dos estudiantes que subsisten como pueden en una residencia de habitaciones entre compra y venta de mercadeo negro. Gabita (Laura Vasiliu), es una mujer débil, mentirosa y acobardada, que necesita del ímpetu y el desafío a los obstáculos de Otilia (una magnífica Anamaria Marinca), para llevar a cabo la interrupción embarazo no deseado de su mejor amiga. Ambos son personajes sumidos en el miedo de lo que acontece, pero también están condicionadas por las circunstancias, por las decisiones que marcarán para siempre sus vidas y por el temor a ser descubiertos en una pugna a la sociedad, al sistema, que confronta la pusilanimidad de una con el denuedo de la otra. No es la única contraposición de la película, pues ésta se nutre de los enfrentamientos con la realidad desde estas dos perspectivas; la carencia de esperanza por una libertad perdida con la dura realidad de un mercado negro donde todo se vende y se compra con el conformismo de la discreta vulgaridad vital, los comentarios triviales e intrascendentes de la cena familiar del novio de Otilia con el rostro perdido de una mujer que ha sufrido la peor y más traumática experiencia de su vida. También en el aspecto técnico, donde se percibe en esa diversidad de cámara en mano con el estatismo de sus estudiados planos secuencia. Filmado con pulso nervioso, consiguiendo la opresión pesadillesca confundida con el drama, con la realidad amenazante que amenaza a Otilia, dejando un claro ejercicio de estilo suntuoso.
Un relato testimonial sobre la era comunista en Rumania mostrada desde la desnudez de dobleces en su parte técnica, rechazando incluso partes de la naturaleza cinematográfica como pueda ser la iluminación, la música, la planificación en busca de un conseguido tono inflexible, donde prevalezca la contundente mirada directa del espectador. Si bien es cierto que a ratos, ese tono de crudeza insinuante funciona perfectamente, sobre todo, en un primer tramo de brutal coherencia e incómoda aprehensión de los acontecimientos, allí donde las dos chicas, acorraladas, terminan cediendo a la espiral degradación acuciadas por la situación desfavorable, también lo es la tendencia de Mungiu hacia el lamentablemente y fácil recurso del morbo cuando, con toda su explicitud, muestra el lastre vital en forma de feto humano sin vida, renunciando a la conceptualización analítica del filme y cediendo, en último término, al impacto y a la búsqueda de significaciones que van más allá de lo mostrado. Un hecho que desvirtúa por completo el énfasis de docudrama de ‘4 meses, 3 semanas, 2 días’.
Aún así, el filme logra desprenderse en todo momento de juicios morales y plantea su historia como una realidad de inestable crudeza, siempre al amparo de su afinidad por el lento discurrir de las dudas, de las sospechas sobre todo lo que rodea a una verdad que acaba por romperse, pero también a la vez encomiásticas decisiones que se toman. La dura obra de Mungiu es una mirada a la historia en forma de purga contra los tabúes de un país mutilado de libertad durante el comunismo, pero lo es también para advertir sobre aquellas situaciones políticas de muchos países a los que la voluntad les es negada desde los gobiernos, en el pasado o en el presente.
Eso sí, además de su citada mención a ésa traición a la elipsis, al realizador rumano también se le puede recriminar ese ajado y falible plano final en el que la protagonista mira a cámara haciendo al espectador partícipe de lo que ha vivido tiene la extraña percepción de ‘déjà vu’ premeditado, visto en demasiadas ocasiones como para que tenga la fuerza necesaria que Mungiu ha querido como broche final a un filme que indaga sin temor en la certera experiencia de resistencia a través de personajes reales, veraces y antagónicos.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2008

miércoles, 5 de marzo de 2008

Los maletines de los Coen

Si uno vuelve a ver ‘Fargo’ (después de muchos años, como ha sido mi caso) podrá encontrar alguna pequeña analogía entre esta gran obra de los hermanos Ethan y Joel Coen y su última y ‘oscarizada’ cinta ‘No Country for Old Men’. Más allá de sutilezas argumentales, de preponderancia del paisaje y demás, hay un tema que hermana a ambos filmes. Se trata de ese obsesionante maletín lleno de dinero. Un elemento que planea casi como dispositivo cardinal del final de ‘Fargo’, así como lo es en el comienzo de ‘No Country…’.
En ‘Fargo’, la broma macabra es un acierto de guión absolutamente magistral. Cuando Carl Showalter (Steve Buscemi) acaba de asesinar al heroico abuelete Wade Gustafson (Harve Presnell), no sabe que los 80.000 dólares prometidos por secuestrar a la mujer de Jerry Lundegaard (William H. Macy) por orden de éste se han convertido en un millón de dólares. Tampoco que horas después, su socio, el brutal Gaear Grimsrud (Peter Stormare) acabará con su vida por no querer compartir el coche que se les proporcionó Lundegaard para cometer el secuestro. Antes, movido por la codicia, ha enterrado todo el dinero bajo la nieve en un acto de imbecilidad e inepta ingeniosidad que ya ha venido mostrando a lo largo del filme. Como le sucede a Jerry Lundegaard (William H. Macy), cabeza pensante del enredo, en su despropósito para obtener una gran suma de dinero y montar así un aparcamiento como negocio de futuro. Es el efecto de la miseria humana perfectamente definida en estos caracteres por los Coen.
En ‘No Country…’, Llewelyn Moss (Josh Brolin) encuentra dos millones de dólares al descubrir la dantesca vendetta entre dos bandas de narcotraficantes mexicanos. Su acto de estupidez viene dado por el remordimiento al no dar de beber a un moribundo en el lugar de los hechos. Una decisión que conlleva directamente al descontrol del azar y del destino. Es la consecuencia de la inopia que también personifica Showalter, Lundegaard o Grimsrud.
Lo que pocos recordarán es que se trata de un maletín idéntico, exacto, con la misma simetría en la colocación de su contenido. Será también la misma que entregará vacía el mísero millonario de ‘El Gran Lebowski’, en un acto mucho más ruin y codicioso que la de estos pobres diablos. Son personajes, en definitiva, que, a través de esos fajos perfectamente ordenados en bloques de 10.000, personifican la teoría del caos de René Thom, donde los factores equivalentes a los fenómenos naturales discontinuos no pueden ser descritos ni calculados.
Por supuesto, no es lo único que las equipara. Tanto Lundegaard, como sus antagonistas Showalter y Grimsrud, se mueven por el dinero en diferentes esferas de ambición y mezquindad, como en ‘No Country…’, la mayoría de los personajes; desde el orgulloso Llewelyn Moss, pasando por los mexicanos, Carson Wells (Woody Harrelson) hasta llegar al mefistofélico Anton Chigurh (Javier Bardem) se determinan por ese apego a un dinero que no es suyo. Todos, de alguna forma, están hermanados, malditos, infectados por la avaricia que esconden los maletines de los Coen.
Por último, una última reflexión a modo de pregunta acerca del lado utilitario de la ley que contrarresta el oscuro e imperfecto mundo de incoherencia y violencia que sacude las tranquilas vidas de la embarazadísima agente Marge Gunderson (Frances McDormand) y Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones): ¿Acaso no son equidistantes los sueños y anticlímax final del viejo sheriff desencantado con el mundo moderno que ese pesimista plano final de Marge entrando en la cama con su aburrido marido que pone de manifiesto un futuro gris para su futuro bebé? En cualquier caso, los dos expresan claramente no entender porqué se precipitan los acontecimientos de una manera tan irracional. Sin embargo, a pesar del mazazo al idealismo de esas autoridades que, hasta ese momento han seguido las reglas a rajatabla, Marge puede preguntárselo a la cara a Grimsrud, mientras que Bell ni siquiera logra capturar a Chigurh. Los tiempos han cambiado. Y los Coen, como ellos, se han vuelto aún más sombríos en su pesimismo.
En otro momento habrá que entrar de lleno en esas digresiones argumentales que no conllevan a nada en la historia, maravillosos sinsentidos a los que este duplo han conferido una genialidad fuera de toda lógica. En ‘Fargo’, definidos en la secuencia en la que un ex compañero de Universidad de Marge, Steve Park (Mike Yanagita), acomete con nostalgia a la agente con una triste historia que levante su lástima para seducirla torpemente sin éxito.

lunes, 3 de marzo de 2008

Política, elecciones y aburrimiento

aburrimiento.
(De aburrir).
1. m. Cansancio, fastidio, tedio, originados generalmente por disgustos o molestias, o por no contar con algo que distraiga y divierta.
Al contrario de las teorías sobre el aburrimiento de Brodsky o Baudrillard en sus discursos en defensa del tedio, de esa supuesta necesidad de afrontar el hastío como experiencia vital, la política actual es uno de los temas más ridículos y soporíferos que puedan hacer perder el tiempo al ser humano. Consume la energía en un constante estado de desinterés con esa repugnante retórica altisonante y vacía. Observar y escuchar las soflamas de los políticos, esos integrantes del circo moderno, provoca la sensación de estar viendo una y otra vez una horrible película de serie Z sin calidad, con el mismo discurso, en una rueda de repeticiones que descuartiza el ánimo de la voluntad. Carcome el alma, agota la inteligencia e induce a ciertas dosis de imbecilidad. Es la hora de las elecciones y también de manifestar, envuelta en formal discurso de términos biensonantes, la vacuidad de propuestas; desde fatuos principios, promesas perdidas, insultos sin razón, juramentos que esconden un oscurantismo incompetente que actúan como elemento tracista en la sociedad. Eso es la política actual, la que ha pervertido los conceptos democráticos del génesis gubernativo y denigrado la lucha de un bien común que, desde su nacimiento, ha quedado oscurecida por la ambición y la hipocresía. Un circo con payasos que no hacen gracia, discapacitados para un humor que no vaya más allá del ridículo público.
Aburrimiento proviene del latín: ab- prefijo «sin», horrere «horror», como la verdadera esencia de los discursos que hemos tenido oportunidad de escuchar estos días. Nuestra política, como todas en este mundo, es la existencia desprovista de sentido.

jueves, 28 de febrero de 2008

Review 'Pozos de Ambición (There Will Be Blood)'

El poder, la codicia y sus instrumentos
Arriesgadísima cinta que conjuga locura, visceralidad y bucólica lírica en la cruel reconstrucción de un arcaico relato sobre el épico levantamiento de un país.
La carrera de Paul Thomas Anderson es la representación envidiable que cualquier autor con ciertas exigencias artísticas querría para sí a la hora de confeccionar sus arriesgadas obras con sello propio. Uno de esos pocos cineastas que tiene estipulado, por contrato, la definición de todos y cada uno de los aspectos finales de su película, incluida el montaje final, es este autor de obras como ‘Magnolia’ o ‘Punch Drunk Love’. Tal vez por ello, el cine de Anderson, en su interesantísima progresión cinematográfica que consta de sólo de cinco películas, ha podido conjugar una libertad absoluta en sus guiones, albedrío narrativo, metraje con infinidad de recursos técnicos y una puesta en escena a la altura de las primorosas exigencias de un director detallista y clarividente, acostumbrado a retratar caóticas fábulas acerca de las relaciones familiares y el destino.
‘Pozos de Ambición’ es su obra más arriesgada hasta el momento. Se podría decir que también la más personal. Siguiendo la tradición épica de las raíces de los Estados Unidos, el filme se centra de lleno en una época de convulsos cambios históricos, como lo fue el periodo histórico de la segunda revolución industrial, cuando lo artesanal sucumbió ante la llegada de gran producción fabril, que afectó no sólo a los procedimientos de producción o las artilugios de trabajo, sino que también provocó la mutación de todas las fuerzas productivas, afectando la distribución de la sociedad y recrudeció los enfrentamientos sociales. Con estos conceptos, el director adapta muy libremente la novela ‘Petróleo’, de Upton Sinclair, con la odisea de Daniel Plainview, un minero aspirante a empresario que no ve obstáculos hacia el ambicioso designio de convertirse en el magnate del petróleo más poderoso del país, en una pugna donde su principal enemigo será el anacronismo religioso conducido por el líder espiritual instalado en Little Boston, la zona donde el petróleo está todavía por extraer.
En los áridos contornos californianos, en los albores de ésa nueva era económica, Plainview verá crecer su imperio y su poder, utilizando medios industriales amparados en la rectitud, la ambición, la codicia o la impiedad, en la personalidad de personaje que, a lo largo del filme, no evolucionará en su ideología por la consecución de un sueño de mecenazgo petrolífero. Presentado como un antihéroe para el que no existe ningún tipo de redención, este personaje es mostrado en todo momento como un cabrón sin entrañas, llevado por la sed de supremacía e individualismo delirante, que termina vendiendo su alma y desprendiéndose de cualquier retazo de humanidad posible. La riqueza y el poder conllevan a un retiro misantrópico, de odio irracional hacia el mundo, donde la única vía de escape se encuentra en una botella de güisqui que alberga el sueño que finalmente acabará por absorber su vida.
Una espiral de locura que llega a provocar auténtico miedo. Porque, más allá del drama, de la odisea de megalomanía que esconde el cineasta y su historia sobre los pioneros que forjaron una nación, ‘Pozos de ambición’ es una película de terror que manipula con destreza el desasosiego, los sonidos, sus ecos de tragedia y el olor de la sangre mezclándose con el petróleo, así como el calor asfixiante, las miradas de Plainview y sus maniqueas acciones. Esa extenuante atmósfera surge a partir de las notas que alberga la destacable partitura de John Greenwood y en la espléndida y metafórica fotografía de Robert Elswitt en un cinta que, si bien en varios instantes se hace excesivamente fría e insensible, a cambio propone una apasionante complejidad y densidad que va haciendo mella en el lento devenir de los acontecimientos, desmitificando genéricamente la bucólica lírica de los arcaicos relatos sobre la construcción de un sueño y de un país.
Anderson disecciona la época con un destreza visual y una maestría compositiva que no hacen sino confirmar su talento, su sobresaliente posición en el cine actual, con una personalidad fuera de toda duda, sin economizar la obsesiva meticulosidad con la acomoda los encuadres y los movimientos de cámara que consolidan un virtuosismo formal más equilibrado que en sus obras precedentes. La historia parece ir respirando por sí sola, ajena a las pautas clásicas de un guión que no necesita de coartadas narrativas para impactar al espectador.
Va fluyendo por sí misma, dentro de una dimensión experimental, organizada fundamentalmente en la edificación de una narrativa cinematográfica estribada en los compases intrínsecos del filme, que van transformando la épica en tragedia, de forma impasible y sin complicaciones, sin espacio para la avidez autoindulgente que se podría haber esperado de Anderson. Por eso, sabedor de lo complejo de la empresa, no duda en utilizar brutales elipsis temporales, desafiando y poniendo en juego los códigos clásicos y modernos, rompiendo el clímax con un tercer acto que responde a una espiral de enajenación y alcoholismo, de histérica alienación, que termina por recluir a Plainview en su propio delirio dentro de una mansión victoriana.
Escudriña así lo más profundo y recóndito de la Historia del Cine, componiendo una sinfonía de brutal pretensión artística, impregnando su arriesgada propuesta con elementos reconocibles en las raíces de las obras maestras del cine épico americano. De obras que, anteriormente, también narraron cuentos morales de grandes hombres en lucha contra la adversidad y el destino. Las sincronías y disoluciones de sus planos, la correlación entre imagen, sonido y música, la planificación que contamina (y a la vez armoniza) sus equilibradas oscilaciones, aportan una contextura en la obsesiva búsqueda de la pureza cinematográfica.
La rigidez y contundencia con la que Anderson muestra hasta qué punto la riqueza proveniente de los pozos va fraguándose en las desgracias propias y ajenas, en los accidentes provocados por el peligro de extraer crudo en terrenos inexplorados, dan buena cuenta hasta qué punto la violencia se muestra desde un falso comedimiento que va degradándose con el paso del tiempo, dejando aflorar la vena más cruenta y feroz del odio acumulado, de la ira y el rencor personal hacia los demás y hacia uno mismo, de la ambición disfrazada en el triunfo, en el Sueño Americano por encima de la humanidad. Una reflexión, ésta última (y menudo ladrillo), que tiene su apoteosis en ése final desarraigado que responde a la acumulación de momentos cumbres, de enorme potencia cinética, creando una mitología que limita, circunscribe y reduce su fuerza a su propia e infinita magnitud, a su libertad absoluta.
El filme va más allá en sus planteamientos críticos, en su furibunda invectiva a la mezquindad del ser humano, que no duda en exhortar un hostil discurso sobre la función de la manipulación religiosa, la misma que juega con la ignorancia del pueblo, el interés y el miedo individual en el que Dios es otro elemento más que sirve de excusa para lograr fines económicos, metas terrenales que está por encima de cualquier espiritualidad. Poder y religión, en pugna metafísica, términos destinados a colisionar de forma violenta, otra vez en un desenlace en el ya no cabe lugar las ambivalencias, allí donde la sangre negra se transformará en la sangre real dentro de una atmósfera audazmente intensa y oscura, como el fondo humano de los personajes que vertebran el filme. Es comprensible, no obstante, que un amplio sector del público no haya comulgado con este opúsculo sobre la tragedia y la crueldad, con esa megalomanía con ápices bíblicos de tono alegórico y simbolista, de discurso deletéreo y, por momentos, apocalíptico.
Una película de controvertida lucidez, sobrecogedora e inquietante, cruel y desgarradora, donde no existen cortadas en el mensaje, carece de moralina y de cualquier pretensión de adoctrinar. La exégesis es la simple sucesión de lo que acontece, contado desde un punto de vista hipnótico, con esencia formal de cine clásico que rebosa efluvio de epopeya, donde es absolutamente ineludible destacar el recital interpretativo que aporta la grandiosa, enérgica y desalmada interpretación de un Daniel Day-Lewis nacido para interpretar este rol, que tuvo su precedente en Bill “Carnicero” Cutting de ‘Gangs of New York’, de Martin Scorsese, al que da réplica un esforzado joven valor como Paul Dano. Una perdurable muestra de ambición sin límites que encierra un estilo narrativo de visceralidad depredadora en su visión árida y críptica del apogeo económico americano.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2008

martes, 26 de febrero de 2008

Kimmel y el mítico 'I'm f*cking Ben Affleck'

Hace unos días, como todos habréis visto, Sarah Silverman, corrosiva humorista norteamericana donde las haya que no duda en humillar con sarcasmo a ciertas estrellas mediáticas estadounidenses como Britney Spears (que quiso agredirla físicamente) o Paris Hilton, realizó un vídeo en el que le confesaba a su novio Jimmy Kimmel (presentador estrella de un 'late night' muy actual y de calidad) que había un pequeño problema entre ambos, admitiéndole que se f***aba a Matt Damon. Un regalo de celebración del quinto año del programa de la ABC que dejó el que ha sido uno de los vídeos más divertidos visto últimamente.
Pues bien, por su parte, el gran Kimmel, en una jugada maestra, ha refutado el vídeo con otro, en forma de venganza, quitándole a Damon a su mejor amigo y confesando a que él se f*lla a Ben Affleck.
El resultado es uno de los clips más antológicos vistos en mucho tiempo en la televisión americana (atentos a su impresionante lista de célebres cameos).
Y es que con Damon, la parodia de Kimmel viene de lejos, ya que durante una temporada el presentador anunciaba al actor de la Saga Bourne al principio de cada programa. Cuando llegaba el momento de la entrevista, siempre se excusaba diciendo que no tenían tiempo para entrevistarle. Ambos llegaron al cúlmen de la parodia con otro ‘sktech’ memorable.
Hay que reconocer que tanto Damon como Affleck, además de talento y futuro, tienen un sentido del humor envidiable.

lunes, 25 de febrero de 2008

80ª Edición de los Oscar

Cualquier tiempo pasado…
La lluvia amenazó los primeros compases de lo que los yanquis llaman la “red carpet”, lo que venimos denominando desde hace años con el término menos glamoroso de “alfombra roja”. La huelga que había finalizado hace apenas dos semanas y que, por lo menos de cara al público, había dejado complacido al Sindicado de Guionistas (WGA), ha sido, en su trasfondo, la gran protagonista y enemiga de estos Oscar. No solamente por ser el primer tema recurrente en el discurso del maestro de ceremonias Jon Stewart, si no porque el breve periodo de tiempo, menos de dos semanas de preparación, ha dejado para la posteridad una de las galas más aburridas, apáticas y deslucidas que se recuerden en mucho tiempo. Las prisas y la aparente desgana han sido así las causantes de unos Oscar rácana en divertimento, de absoluta negligencia, falta de brillantez y escasez de instantes de espectáculo y el necesario ‘entertaiment’. La insipidez, la apatía y la somnolienta impasibilidad han marcado una de las más olvidables celebraciones hollywoodienses en su conmemoración de ocho décadas de premios, pese al elaborado vídeo inicial que hizo albergar esperanzas en los pacientes espectadores que han seguido el acontecimiento hasta altas horas de la madrugada.
El cómico Jon Stewart, que hace dos años dejó una sensacional impresión de vis cómica y resolución digna de aplauso para este tipo de eventos, apenas brilló más allá de su esperada eficiencia. No hubo ‘sketchs’ como en su debut, ni elaborados vídeos, ni improvisación. Comenzó con cierta ironía en un discurso en el que, como era de esperar, aludió al año electoral que concederá (según lo previsto) a Estados Unidos el primer presidente afroamericano de la historia o la primera mujer que consiga llegar a la Casa Blanca. Más allá de alguna ocurrencia sobre la marcha, de un guión bastante anodino con alusiones a la Guerra de Irak y alguna pullita a los republicanos, algo de espontaneidad (pero poca) y del recurrente ‘running gag’ sobre las embarazadas (Cate Blanchett, Jessica Alba y Nicole Kidman optaron a un premio imaginario en el que “the baby goes to…” fue a parar a Angelina Jolie), la presencia de Stewart pasó desapercibida. Sin pena ni gloria. La noche de ayer tenía como médula sustancial el recuerdo de las anteriores 79 ediciones, por lo que no se complicaron mucho y se apeló constantemente a la memoria viodeográfica, a esos momentos de magia vividos en el pasado por los mitos del celuloide que ganaron la preciada estatuilla dorada; momentos mágicos, anécdotas varias, emociones y sentimientos compartidos… Pero más allá de lo fugaz y entorpecido de todo, queda la impresión de que esos mismos guionistas que tanto han puesto en jaque a Hollywood no se han tomado con interés esta gala.
Después de comprobar lo guapa que está Jennifer Garner, de la alegría y el pertinente reconocimiento de Brad Bird y su ‘Ratatouille’ como mejor película animada, que Amy Adams es una de las actrices que más grima da en la actualidad, cantando a lo Mary Poppins, presentar a “The rock” con su nombre artístico respetable, Dwayne Johnson, y de superar los nervios, llegó el momento más esperado de la noche: Javier Bardem, apoteósico en su papel del asesino Anton Chigurgh, recibía de manos de Jennifer Hudson el obligado Oscar como mejor secundario del año. Y lo hizo poniendo los pelos de punta, con su exultante agradecimiento a su madre y a su familia, por esa exacerbación entusiasta a la profesión, a la raigambre familiar y a su país en una proclama que remató con un “va por los cómicos de España que llevaron la dignidad y el orgullo a nuestro oficio. Esto es para España”. El instante más emocionante vivido en estos lares en la Historia de los premios de manos de uno de sus más representativos embajadores nacionales. Bardem, sin mucho alarde y ajeno al glamour de Hollywood, ha logrado convertirse en uno de los mejores intérpretes del cine actual. Su papel en la cinta de los Coen es el mejor ejemplo y el Oscar su merecida consolidación.
Después de eso, la emoción se esfumó. Ni siquiera las sorpresas ofrecidas en las categorías de mejor actriz secundaria con la andrógina Tilda Swinton agradeciendo el premio por su rotunda actuación en ‘Michael Clayton’ a su representante (al que comparó con el Oscar) y a George Clooney, recordando divertida su errónea ‘Batman y Robin’ o la falsamente sorprendida Marion Cotillard por ‘La vida en rosa’ que, con tono remilgado y entre lágrimas sobreactuadas, dio “gracias a la vida, gracias al amor…” como en un verso de Violeta Parra, sirvieron para animar un poco el cotarro. Dante Ferretti y Francesca Lo Schiavo, con su marcado acento italiano, correspondieron su reconocimiento a la mejor dirección artística de 'Sweeney Todd' con unos “tankiu ebribudy” que sonaba a anuncios de pasta o de pizza. Después, la abeja de ‘Bee Movie’ tuvo su momento de gloria (ya que no figuró entre las candidatas a mejor filme animado), el presidente de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas, Sid Ganis, dejó un insípido vídeo de cómo se procede a seleccionar los candidatos y de qué forma se deciden los ganadores que sólo sabe, con absoluto secretismo, la empresa PriceWaterhouseCopeers. Por si fuera poco, el personal tuvo que soportar las actuaciones de las canciones nominadas; simplonas y melindrosas, pasteladas romanticonas del copón que poco ayudaron a levantar el ánimo, dejando a la platea con la sensación de aturdimiento en plan siesta y al espectador con la sensación de somnolencia perdida e irremediable.
El actor y guionista Seth Rogen y su alter ego en la película de culto ‘Superbad’, Jonah Hill, se montaron un numerito cómico para espolear los enflaquecidos ánimos del personal, refiriéndose en varias ocasiones a Halle Berry, en un reiterado lance cómico que incluso los integrantes de los departamentos de sonido de ‘El ultimátum de Bourne’ siguieron con gracia. La película de Greengrass se convirtió, casi de repente, en una de las grandes ganadoras de la noche, pues hicieron pleno de premios respecto a sus candidaturas (mejor montaje, edición de sonido y sonido). Jack Nicholson, que no se pierde uno de estos saraos, salió al escenario para decir con esa voz portentosa que posee “amo el cine”. Y tras un breve discurso, nos pudimos tragar otro vídeo manufacturado y sin mucho lucimiento de todas las 79 películas ganadoras del Oscar a la mejor película. Eso sí, bajo la batuta del maestro Bill Conti, reinterpretando algunos de los ‘scores’ más míticos de la Historia. Cuando parecía que nada podía ser más aburrido, se presentó una Nicole Kidman de porcelana y en ciernes de ser la nueva Cher para otorgar a Robert Boyle el Oscar Honorífico, un venerable anciano de 98 años con una admirable lucidez dedica un interminable discurso sobre la importancia de contar historias y al diseño de producción. Todos de pie, desganados, aplaudiendo y la realización enfocando a su familia en un palco, donde un niño gordo mostraba sin rubor estar un poco hasta los huevos de la gala. Como todos a esas horas.
“Penilopi Crus”, como la presentó Stewart, dejó claro que su inglés de Parla sigue sin ser su fuerte (más bien, una dicción horrorosa) en su entrega a Stefan Ruzowitzky, que logró el de Mejor Película Extranjera con ‘Los falsificadores’ que no olvidó en su discurso a mitos como Wilder, Zinnemann o Preminger, iconos de la Edad Dorada de Hollywood procedentes también de Austria. Cuando, por mi parte, ya estaba haciendo más de un viaje al frigorífico a por cerveza, John Travolta, con su pelo barnizado para camuflar la evidencia de que se le ve el cartón, como una imagen fondona de un Madelman, entregaba el premio a la mejor canción a ‘Falling slowly’, del filme ‘Once’ para dejar a Marketa Irglova con la palabra en la boca. Tras las continuas pausas comerciales, la pobre mujer pudo salir a agradecer su galardón. Después de que el director de fotografía Robert Elswit ganará el primer Oscar para ‘Pozos de ambición’, llegaron dos momentos destacables; el primero cuando una hermosa Hillary Swank presentó ése ‘In Memorian’ que recoge sentidamente la pérdida de los miembros más destacados de la familia de Hollywood. Y es que, además de lo recuerdos a los clásicos, parece que este año sólo se hubiera muerto Heath Ledger, porque la Academia postergó al olvido a gente como Brad Renfro o Roy Scheider, fallecidos hace poco. El segundo, vino cuando otro que nunca falla, Tom Hanks (que ya parece más Tom Hanks sin el espanto de pelo pre y post ‘El Código Da Vinci’), presentó las categorías de corto documental y película documental. Él es muy de eso. Sobre todo si quienes los presentan son marines americanos destacados en Irak. Es paradójico que después de la caña que se les ha metido en ciertas películas críticas como ‘Redacted’, ‘La batalla de Hadiza’ o ‘En el valle de Elah’, se produjera este momento absurdo. Pero lo es más que el documental ganador lo fuera ‘Taxi to the dark side’, que narra una historia sobre las torturas en Guantánamo por parte del ejército yanqui. Simplemente delirante.
La convulsiva Diablo Cody se llevó el Oscar por su primer guión original. ‘Juno’, la cinta pretendidamente ‘freak’ que va de ‘indie’ y “peli de culto” no se iba de vacío. Escandalosamente pueril en su agradecimiento y con un evidente gusto por lo hortera, Cody ni siquiera hizo caso a un Harrison Ford que apareció en el escenario bajo las notas de John Williams de ‘Indiana Jones’ en un instante destacado. En el último tramo de la noche, rezando para que la gala llegara a su fin, la espectacular Helen Mirren definió el trabajo de un actor con términos como “esfuerzo”, “compromiso”, “generosidad”, pero sorprendió a los hispanohablantes cuando de su elegante boca surgió el contundente “cojones”. Daniel Day-Lewis, favorito en todas las quinielas, subió inclinándose ante su Majestad Mirren y ofreció un sencillo y emotivo discurso en el que habló de padres e hijos, de su esposa Rebecca Miller y, por supuesto, de Paul T. Anderson, que aún no sabía su aciago destino en el palmarés final de este tipo de galas donde predomina lo superficial y frívolo.
Al final, cuando el reloj marcaba una hora cercana a las 6 de la mañana, lo único que mantenía un poco la emoción era saber si la balanza se inclinaría hacia el filme de Anderson o el de los Coen. Aunque esto suena a absoluta impostura, porque a punto de acabar el evento, todo el mundo sabía que Martin Scorsese pronunciaría el nombre de Ethan y Joel Coen como mejores directores por ‘No es un país para viejos’. Ethan dejó claro que lo suyo no son las gratitudes ni hablar en público. Su hermano, volvió a conmemorar la figura de Cormac McCarthy, todo un Pulitzer poco amigo de fiestas ni apariciones públicas, que aplaudía jubiloso desde su butaca. Con este penúltimo galardón, cuando un poderoso Denzel Washington (que se ha echado de menos como candidato a mejor intérprete) nombró la película ganadora del Oscar 2007, los Coen casi ni habían salido del escenario cuando volvieron junto a Scott Rudin a poner punto y final a una gala insustancial, en exceso sedante y carente del entretenimiento que se le exige a este acontecimiento cinematográfico por excelencia. ‘No es un país para viejos’ se alzó con cuatro premios; mejor película, director, guión adaptado y actor de reparto. Éste último el gran premio de la noche. Unos Oscar, en los que, echando un vistazo al Palmarés, ha sido uno de los menos americanos de la Historia, con premios repartidos a intérpretes, técnicos, compositores, montadores y demás integrantes del mundo de la farándula hollywoodiense de diversa nacionalidad.
LO MEJOR
- Javier Bardem, por su actitud, su casta ibérica y su discurso de agradecimiento. El más emocional y creíble de todos.
- Un año más, la elegancia, distinción y belleza de Helen Mirren.
- Ethan Coen y su divertido toque de humor para evitar tener que hablar más de la cuenta delante del micro.
- Harrison Ford.
- Sarah Polley, que pasó desapercibida, acompañando a Julie Christie en la alfombra roja. La veterana actriz recordaba, en su fisonomía y maquillaje, a Candice Bergen.
- La duración de la gala, que este año ha sido más concisa que en anteriores. Aunque no lo parezca.
- Jessica Alba.
- La elegancia de sugerentes presencias como las Hilary Swank, la citada Hellen Mirren, Jennifer Garner, Anne Hataway, Marion Cotillard, Ellen Page (aunque se haya pasado con el pote facial)…
- La Academy Press Photo Area, por permitirme, un año más, la acreditación que da acceso a las instantáneas más memorables de la noche.
LO PEOR
- La gala, en sí misma.
- El vestido verde de Saoirse Ronan (la adolescente de ‘Expiación’). Más que un vestido, una putada.
- Diablo Cody, enemistada con la normalidad, vestida de leopardo, con sus uñas negras, su espantoso tatuaje de carcelaria y provocando con su ‘look’ y personalidad fuertemente hortera.
- La extrema afectación de falsedad de Cameron Diaz en su posado para los fotógrafos y en su presentación de un clip en la gala.
- El peinado de Daniel Day-Lewis y el ‘pelo pintado’ de Travolta.
- No poder seguir este año la retransmisión de Canal +, con el juego que dan siempre. Lo único que pude ver fue a Javier Veiga con una copa de la mano, entonado, diciendo paridas y con el pelo graso. Este año lo seguí por la ABC, a través de Internet gracias a Flanagan007, componente ocasional del Foro de la Bestia. Mi eterno agradecimiento, amigo.
- El inglés de “Pe”.
- Raro, el aspecto excesivamente andrógino y terrorífico de Tilda Swinton.