jueves, 3 de noviembre de 2005

Rememorando injusticias

Ayer por la noche, a estas horas más o menos, Eduard Punset, ese cultivado y erudito presentador, antes eurodiputado, se cuestionaba junto a Robert M. Sapolsky, profesor de neurología de la Universidad de Stanford, sobre los agentes causantes del estrés, los mecanismos de placer y de recompensa y las consecuencias que tienen en nuestra vida.
En un brillante ensimismamiento reflexivo, nuestro Punset, con la acentuación catalana tan arreciada que le identifica, le contaba a Sapolsky que el ganador de un Oscar en los Premios de la Academia de Hollywood vive casi cuatro años más que los demás nominados. Ante esto e inmediatamente, me vino a la memoria cómo Sean Penn, muy hipócrita al fingir su postizo semblante de niño arrepentido, le robaba injustamente ese lapso de tiempo indicado a Bill Murray cuando se llevó el asexuado galardón como mejor actor por ‘Mistic River’.
Tras esto, seguí las cavilaciones en forma de complejas preguntas realizadas por Punset para inquirir en las claves de la existencia dentro de un ámbito multidisciplinar y la búsqueda de cuestiones que verifiquen que la genética y el entorno o los individuos modifican la propia biología del ser humano, sin dejar de pensar en la cara de decepción que puso Murray en los Oscar del año pasado.

miércoles, 2 de noviembre de 2005

Contra el VHS

El reproductor de vídeo, nuestro mejor amigo en los años 80, aquél aparato que tanto nos dio y del que fagocitamos mucha de la cultura fílmica que poseemos, ya no es provechoso. Nuestro condiscípulo preceptor en esto del tema audiovisual ha pasado de moda. Es una pena que el soporte electromagnético haya sido eliminado de repente de la memoria colectiva con la abrumante llegada del novedoso y asequible DVD.
Y la verdad es que cuando recapacito y caigo en la cuenta de que tengo más de 500 cintas de VHS con películas que irán perdiendo calidad paulatinamente me siento muy estúpido en mi mostrenca afición coleccionista. Por instantes, el vídeo parece ser un electrodoméstico anacrónico. Pero le tengo aprecio.
Algunos anomales se han levantado en venganza contra esta nostálgica máquina amiga. Y este es un claro ejemplo de una delirante monomanía o un desequilibrio ‘freak’ devenido en salvaje destrucción de un pobre e indefenso vídeo VHS.
Si alguien prueba a destrozar su reproductor de vídeo así, que nos lo cuente.

Monster's Ball: Emotiva oda al dolor

El lóbrego sentimiento del amor que duele
La soledad y el sufrimiento al que conlleva el estado de ánimo afligido e inconsolable son un recurso inevitablemente enraizado a lo largo de la tradición del melodrama. ‘Monster’s ball’ abrazó este estado en un drama racial en el que los protagonistas son presentados como animales heridos, personas que soportan el desconsuelo de un carácter problemático y una vida rodeada de miseria que acaban encontrando el desahogo en el amor instintivo. Marc Forster proviene del ámbito menos ‘glamouroso’ de la industria norteamericana, del espíritu rebelde e independiente que tanto empieza a escasear en Hollywood. Sus anteriores cintas, ‘Loungers’ y ‘Everything put togheter’, tenían en común con esta admirable película el albedrío que muchas veces da el realizar cine con escaso capital. Por ello ‘Monster’s ball’ determina la grandeza casual de las pequeñas producciones que, sin dinero y rodada pocos días, reúnen en su interior un alma fílmica, la legítima grandeza del cine.
Esta pequeña joya, con un paso más discreto por las salas hace ya tres años, cuenta la historia de Leticia, una mujer afroamericana que, después de ver cómo su marido es ejecutado en la silla eléctrica, tiene que enfrentarse a una orden de desahucio y al mantenimiento de su hijo obeso. En su camino se encontrará con Hank , un lánguido funcionario de prisiones amargado por la tradición racista de su familia y el suicidio de su hijo. Con estos ingredientes, los guionistas Millo Addica y Will Rokos hilvanaron una hermosa historia despojada de cualquier fondo moralista o intencionalmente sensiblero para escarbar con crudeza en los sentimientos más profundos de sus desolados personajes. ‘Monster’s ball’ indaga, casi de forma suicida y sin rémoras melodramáticas, en el sentimiento de culpa, en el dolor que no se exterioriza y en la redención vital de unas vidas marcadas por la tragedia y la necesidad.
El aislamiento emocional de la pareja protagonista es la constante de una obra de culto que interpela en las más lóbregas y equívocas emociones que determinan nuestros actos y marcan, sin quererlo, nuestro destino. Mediante un meritorio y rotundo guión en el que cada retazo se muestra directamente, sin recurrir a circunloquios narrativos ni caer en ningún instante en la fatalidad de sus subtramas, Forster sublima con su diáfana mirada el drama humano, siguiendo los patrones de Addica y Rokos a la hora de afrontar la difícil fragmentación descarnada de la evolución argumental, centrándose en la reacción instintiva ante la vida, en la providencia inesperada, en las segundas oportunidades que dejan aflorar la emoción interna, el alma desnuda de seres que padecen las trágicas muertes que les rodean. ‘Monster’s ball’ no es la típica historia de amor de encuentros románticos y afectos sentimentaloides, sino que se embarca en un arduo romance de una pareja angustiada y abatida que intenta olvidar el pesimismo de su existencia dejándose llevar por el momento, por la reacción, conscientes ambos de su enorme vulnerabilidad. Bajo los designios del melodrama sosegado y gradual, la obra de Forster está apuntillada por hermosos momentos de esperanza desalentadora, de una evolución emocional aplastante, sólo moderada por una inhabitual y espinosa distancia.
Otro de los ejes que sustentan el interés de esta nueva ejemplificación de cine ‘indie’ es la dura temática que sobrelleva el racismo generacional, utilizado como punto de apoyo para expresar el odio traumático, aquel que hace débil al personaje de Hank y carcome su propia familia, abanderado por un padre déspota y fanático y un hijo débil y asustadizo. Será el drama el que rompa las barreras raciales entre Hank y Leticia, encontrándose en el momento más amargo de sus vidas, cuando toquen fondo y opten por abordar su existencia de un modo básico, sin ningún tipo de condicionamiento. Siguiendo el drama, con agrura y honestidad, ‘Monster’s ball’ es una película que punza el sentimiento de un espectador entregado a la contundente fábula de pérdida y liberación, de una carestía sentimental en la que sobresale la brutal y comentada secuencia de sexo desalentado y redentor que esconde, bajo su justificación, la verdadera clave de la película. Un desconsolador viaje al corazón de la América Sureña, llena de arcaísmos raciales mostrados en esta estupenda obra mediante un recorrido por la burocracia carcelaria, deteniéndose en la náusea del corredor de la muerte (atroz ese plano en el que el encargado de probar las correas de la silla es también negro).
La grandeza de una película como ‘Monster’s ball’ reside, pues, en su impresionante profundización sentimental, que busca siempre una sinceridad atroz y sin lugar para el idealismo. Porque el film de Forster supone una progresión interior, una resurrección sentimental narrada virtuosamente, en la que cada mirada, cada pequeño gesto, sin caer jamás en el exceso, dejan poder observar como pocas veces en una gran pantalla la amargura y el pesar. Lo más destacado, sin duda alguna, lo que hace que la película conmueva e inquiete, son las asombrosas creaciones interpretativas de todos sus protagonistas. No sólo la soberbia labor llevada a cabo por una Halle Berry que dejó para el recuerdo una de sus más intensas y meritorias interpretaciones, sino por las meticulosas composiciones de los excelentes Billy Bob Thornton, Peter Boyle y Heath Ledger. Sincera, dura y distante, pero a la vez enternecedora, ‘Monster’s ball’ supuso una hermosa oda al amor, encontrando su hondura en una complejidad pocas veces vista en una película que contiene, en su secuencia final, uno de los momentos más emotivos de la historia del cine. Un hermoso final en el que las palabras sobran y el silencio se vuelve tan trascendental como su simple maestría.

martes, 1 de noviembre de 2005

El Regreso

"El Athletic no ganará nada hasta que yo lo entrene. Ahora igual ponen en el banquillo a una vieja gloria sin idea de nada que a un extranjero que viene a llevárselo. Pero yo conozco el Athletic, yo conozco la esencia del jugador de este equipo. Sólo yo puedo volver a hacerle campeón".
Javier Clemente (1995)

lunes, 31 de octubre de 2005

Noche de Halloween

Como el año pasado ya conté en esta misma fosa aséptica cual era el origen de la noche de Halloween y su genealogía pagana enraizada en la creencia nigromántica y significación, acomodada a la actualidad con su conceptual nepotismo hacia la mercantilización, este año pincháis el enlace y os ponéis al corriente sobre la palabra Halloween, que provine del arcaico ‘All-hallow even’ y de toda la raigambre fabulesca de los colonos ingleses e irlandeses al incorporar sus tradiciones con la festividad del día de la brujas y el día de Difuntos.
Halloween es una moda más, como muchas otras, que sirve como inmejorable excusa para salir de fiesta, para lanzarse sin prejuicios al desaforado jolgorio dipsómano.
Y eso es lo que voy a hacer yo hoy. Así que seguid mi ejemplo y, disfrazados o no, salid a gritar aquello de “Truco o trato” ¿O era “Susto o caramelo”? ¿Qué tal si mejor utilizamos “Susto o muerte”?
En fin, voy a divertirme, amigos del Abismo. Pero entretanto no dejéis de visitar esta página dedicada a los mejores diseños de las típicas Calabazas de Halloween. Merece la pena.

Entrevista al fulano del Abismo

La redacción de Sincolumna ha tenido a bien publicar una entrevista que le han hecho al enloquecido creador de 'Un mundo desde el Abismo' (que resulta que soy yo) detallando algunos aspectos de la ‘blogoesfera’ en general y del Abismo en particular, atestiguando laxas impresiones sobre este creciente cosmos de desvarío, información, entretenimiento y feísmo cultural. Divago torpemente, procurando teorizar, dejando claro que no sé muy bien de qué va el tema este de los blogs. En realidad yo sólo quiero divertirme escribiendo. Y es lo que hago diariamente.
Los ‘weblogs’ han abierto, en gran medida, una nueva etapa en la comunicación con gran variedad de temática adecuada al lector donde todos pueden elegir qué leer y dónde. Y para eso se crean cada día miles de ellos y otros fenecen con la misma rapidez.
Veamos hasta cuándo dura éste.
Ah, sí. La entrevista, aquí.

Habemus Infanta

3,540 kilos y 47 centímetros de Borbón.
Se llama Leonor.
Ha venido al mundo a las 1:46 horas.
Lugar: Clínica Ruber Internacional.
El parto ha sido inducido a través de cesárea (que cualquiera nace el Día de los Difuntos).

domingo, 30 de octubre de 2005

Apatía de un lluvioso domingo

Es un domingo lluvioso, apagado, desabrido, aburrido e insustancial. Ideal para tumbarse a ver la televisión hasta que el sofá mimetice una desvalida forma corpórea.
La posibilidad de escribir uno de estos textos que se dan en llamar post que incluya una sesuda reflexión sobre el ser y la nada es totalmente nula. Y menos hacer alarde de incompetencia pretendiendo deliberar sobre el acto de pensar y el de existir.
Podría escribir una crítica de cine, tantear algún tema de actualidad, redactar algo sobre música o cómics, resucitar alguna vieja sección del Abismo perdida en mi memoria y en el Fondo (a punto de ver su versión 2.0), especular con teorías cinéfilas, artísticas o de cualquier otra índole. También colocar imágenes paradójicas e impactantes, estudiar por qué no he vuelto a editar ningún ‘videopost’, buscar frases más o menos humorísticas o narrar mi vida cotidiana, tan insípida como tantas otras que pueblan la ‘blogoesfera’.
Pero no. No me apetece.
Dejémonos de letárgicos efectos introspectivos y dediquémonos a disfrutar un poco este apático domingo echando un vistazo a algo que merezca la pena, aunque sea con intenciones prosaicas ¿No?

viernes, 28 de octubre de 2005

Una verídica y fría experiencia

Os voy a contar una historia. Una historia real y escalofriante, como la vida misma. Sucedió en septiembre de 2001, en el transcurso de la 49ª edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. En una sesión matinal, de esas que acumulan bostezos, lágrimas de sueño y legañas. Entre sopor y letargo, se atisbaban divertidos rostros de desaliento en aquellos críticos que no están acostumbrados a estos madrugones de Zabaltegi, poco curtidos en estas proyecciones y sólo habituados a dos películas al día y a copiosas comilonas e ingente ingestión de diversos licores.
Comienza la película. Todos estamos avisados y sabemos, por la anterior filmografía del director, que se trata de un filme escabroso y difícil. Tan gélido en su brutal trama, que muchos de nosotros está incluso a disgusto, sin saber muy bien dónde mirar, ni qué hacer con las manos. Sin encontrar una postura acomodaticia a la situación. Implacable, el director de la cinta lanza complejos cuestionamientos rigurosamente morales, explicitando la clave de la película en una de las más impías elipsis visuales que no dejan, sin embargo, lugar a dudas de lo que está pasando en la escena: la descripción sexual de una enferma mentalidad recluida en la insatisfacción, el sometimiento y la soledad. Desde una perspectiva casi entomológica de una persona escindida a múltiples niveles que cercena su vagina como necesidad lenitiva de sus disfunciones sentimentales y como una muestra de dolor inexpresado. Por supuesto, se trata de ‘La pianista’, de Michael Haneke.
En esa secuencia de cisura vaginal, de espeluznante realismo, de emocional bramido argumental, cuando todos en la sala del Teatro Principal estábamos con la sangre coagulada por la frialdad del momento, las luces se encienden de repente. Algo ha pasado. No sabemos muy bien qué. Cuando una ex-amiga lanza una escalofriante posibilidad de amenaza contra nuestra seguridad, RSP y yo nos acojonamos. Es muy extraño e inusual que en Donosti se detenga una proyección. Cuando nos dirigimos al pasillo para abandonar la sala, observamos la razón de la suspensión del filme. Un hombre entrado en kilos, con espesa barba, yace en el suelo con el rostro pálido, sin poder respirar. Esteve Riambau, que por lo visto tiene conocimientos médicos, intenta reanimar al sujeto. En ése instante, las puertas del cine se abren y entran dos miembros del Samur. El hombre parece reaccionar y se levanta por su propio pie, dejando ver un semblante cadavérico que aterrorizaba por su dificultad para respirar. Insiste en que se encuentra bien. Se ha desmayado. O ése es el diagnóstico que determina uno de los críticos más prolíficos y antipático del orbe cinematográfico-periodístico.
Todos nos miramos estupefactos y volvemos a sentarnos con la sensación de aturdimiento y efímero miedo en el cuerpo. Michael Haneke consiguió que una persona se desmayase. Un crítico de cine, un profesional del medio acostumbrado a ver de todo en una pantalla de cine, cayó fulminado por esta secuencia explícita. ‘La pianista’, a pesar de su imprecisión visual y su gélido contenido argumental, había logrado tumbar a un curtido hombre por la exactitud narrativa y la reflexión implícita que provoca esta enfermiza obra de culto.
La represión, la contención sentimental y la subordinación materna son elementos que Haneke subvierte basándose en la novela de Elfriede Jelineck con una tormentosa y doliente experiencia sensorial con la historia de una madura profesora de piano y sus extrañas relaciones con un joven estudiante de música y su posesiva madre. Una disfunción malsana en la expresión de las emociones de una mujer que se deja llevar en el difícil tránsito hacia la automutilación, el deseo reprimido, la endogamia incestuosa y el sadomasoquismo físico y psíquico. Dura, brusca y cortante, ‘La pianista’ no elude una mirada directa al tema que plantea. Una experiencia perturbadora que impone una de las mejores interpretaciones de los últimos años por parte de la siempre intensa y poderosa Isabelle Huppert en su alegórico personaje de mujer golpeada por la incomprensión y la ignominia de la sumisión. Una película que aquellos que ven no pueden olvidar. Y menos, el hombre de la barba que se desplomó con esa secuencia que permanece indeleble en la retina colectiva.

jueves, 27 de octubre de 2005

Review 'A History of Violence'

La piel del lobo
Cronenberg recurre a su habitual maestría para fraguar un sólido y abrumante diagnóstico sobre la violencia congénita al ser humano y sus consecuencias
David Cronenberg nos propone con ‘Una historia de violencia’ una nueva experiencia extrema, de esas en las que tanto se prodiga el obsesivo autor de ‘Spider’, discurriendo mediante imágenes en su habitual universo que colecciona morbidez y desasosiego, abordando esta vez un espinoso tema como es la violencia. Cronenberg penetra en la insondable fisiología de la brutalidad inherente al ser humano y sus diferentes representaciones, descritas, como no podía ser de otro modo en este transgresivo realizador, audaz y controvertido, sin rehusar a la náusea implícita que ésta provoca bajo la falsa felicidad, retornando a viejas perturbaciones temáticas como la consaguinidad, el sexo, la ambigüedad o la ambivalencia.
Esta historia de violencia tiene como protagonista a Tom Stall (un destacado Viggo Mortensen), dueño de un restaurante que vive feliz junto a su familia en Millbrook, un pueblecito de clase ‘media baja’ situado en el estado de Indiana. Cuando Tom, en defensa propia, mata a dos criminales que intentan asaltar su bar sufre las consecuencias del examen público mediante de los medios de comunicación que le aclaman como a un héroe. Un hecho que provoca el tremebundo regreso de sus fantasmas del pasado personificado en el mafioso Carl Fogarty (sempiterno ‘robaplanos’ Ed Harris). Lo que parece una película que rompe la continuidad estilística y temática del autor canadiense, no es más que el cambio metalingüístico a la hora de indagar en las oscuras acequias morales que inundan cuestiones acerca de la identidad, la verdadera naturaleza y la obsesiva dualidad encubierta que perduran en el interior humano. Con un poder teologal de inabordable ingenio subversivo, ‘Una historia de violencia’ acomete un bucólico diagnóstico sobre esa furia que nos contamina, donde cualquier imagen idílica puede transformarse en una pesadilla, en una inapelable tragedia de enfermedad infecciosa, la que provoca la violencia de carácter atávico que necesita ser eliminada de raíz con más violencia.
Intensa y perspicaz obra, demuestra que Cronenberg es un director capaz de enfrentarse a su propia idiosincrasia, tomando un material ajeno para transformarlo por completo, sin renunciar por ello a sus obsesiones morbosas o a su brillante y sutil sentido del humor. Poco tiene que el guión de Josh Olson con el ‘cómic-book’ de John Wagner y Vince Locke, ya que Cronenberg destruye los preceptos ‘tebeísticos’ en su disertación sobre la gradual metamorfosis que conlleva a la conducta violenta. Tal vez sea esta la más naturalista de las películas del director, donde la reincidente mutación es más humana y abordable, acercando al público a lo brutal desde la normalidad, para desgranar una visión de la apariencia de lo establecido y revelar la turbación que engendra lo más recóndito del ser humano, con un metodismo tan enérgico como lo haya podido mostrar anteriormente en sus películas más célebres. ‘Una historia de violencia’ comienza desplazándose por un cauce aparentemente lánguido, donde nada es desapacible ni desconcertante, presentando a un Stall modélico, hombre rural que saluda cada mañana a todos sus vecinos y participa en tediosas charlas sobre ex novias, amante de su bella esposa Edie (turbadora y convincente Maria Bello) que concreta ocasionales juegos sexuales y padre ejemplar de dos hijos encantadores. Todo demasiado impávido, si no supiéramos que algo está a punto de pasar, palpitación promovida por un magistral prólogo. Cuando los criminales irrumpen en el restaurante de Stall y éste los elimina de forma implacable y brutal, la narración comienza a implicar un nivel emocional progresivo, que tiene como consecuencia un subyugante ritmo que se fragua en una excepcional intriga clásica y catártica de divergencias entre ambientes y personajes.
Crítica con la sociedad actual, ‘Una historia de violencia’ se centra también en dos conceptos de actualidad como son los ‘mass-media’ y el heroísmo en tiempos de Bush Jr. Por una parte, los medios de comunicación extraen lo peor de la sociedad, la inmundicia que se intenta ocultar y que todos llevamos dentro. Una necesidad social por generar modelos de conducta, sin saber que bajo el paradigmático virtuosismo, bajo la apariencia de la frágil rutina mostrada como una cotidianidad ataviada de felicidad familiar, donde el anonimato, la mezquindad y la impericia sirven como símbolo del buscado bienestar, se esconde un lobo bajo la piel de cordero. Cronenberg deja ver que cualquiera puede ser un asesino encubierto y que el heroísmo actual en Estados Unidos se puede construir perfectamente sobre el asesinato de dos ladrones por parte de un individuo que se protege, llegando a ser magnificado por la prensa, lo que hará que se destape una doble faceta del individuo, su ‘yo’ pasado, un criminal.
Y es que la trasgresión, la perversión, la abyección psicológica y la sexualidad sin tapujos giran en torno a la identidad constituida a partir del ámbito claustrofóbico de ese otro ‘yo’ localizado en la interioridad subjetiva. La metamorfosis es, en definitiva, una mutación de la subjetividad que se fracciona en el exterior. Una duplicidad inseparable que proviene aquí de los más bajos (y naturales) instintos humanos como son el sexo y la violencia, visualizada en la comentada secuencia de sexo entre el matrimonio Stall, con una morbosidad perversa, encerrando una violencia que es amago de violación y atracción a unos niveles psíquicos inexplorados, comenzando con iracundos golpes de odio y desprecio por parte de la pareja y acabando con una colérica cópula marital sobre las escaleras suscitada por un primitivo estímulo.
Concentrada toda la tensión en una impecable puesta en escena, meticulosa y precisa en los momentos de agresividad violenta, la visceralidad se va consolidando por una grafía de concisión ejemplar, permitiéndose aglutinar referencias al cine negro de los años 50, al espíritu del ‘western’, al drama sentimental e incluso a cintas de fondo ‘teenager’, ‘Una historia de violencia’ plantea al espectador que el hombre es violento por naturaleza, exhibiendo la violencia heredada o contagiada genéticamente, desde una visión ‘darwinista’ que es mostrada, con toda la frialdad del mundo, cuando Jack (Ashton Holmes, irrefutable descubrimiento interpretativo), el hijo adolescente de Stall, afectado por la situación de su padre, propina una paliza al matón del instituto, en otra hábil muestra de violencia real, brutal e instantánea, sin una recreación estética definida, impredecible y salvaje, como la vida misma.
Por último (y ¡Atención ‘spoilers’ –avisados quedáis-!), Cronenberg aborda un conflicto existencial a través de un personaje coaccionado por su pasado que ve cómo el espectro de sus actos pretéritos subvierten en sus renovados valores, sin cuestionarse por la moralidad de las cruentas acciones que en ella aparecen, porque llega un momento en que el espectador, consciente de la crudeza de lo que está viendo, respalda la actitud manipuladora e interesada de Stall, ya que, en último término, su objetivo prioritario no es alejarse de su pasado, si no mantener a salvo a su familia, delimitando su territorio y salvaguardando una progenie que ha conseguido postergar al criminal que fue en el pasado. De ahí que Stall se redima consumando el atroz acto que logre eliminar el único escollo que le une a su remota vida, devenido en otro tema recurrente en la carrera del director de ‘Inseparables’: aniquilar la consaguinidad, la muerte del hermano mayor (un histriónico y defectuoso William Hurt) que destruya por completo su vida anterior y acabar la tragedia con el difícil regreso al hogar, donde la familia adopta la consecuente asimilación, tomando conciencia de todos los pecados que se han cometido, de expiación y purgación, aprehendiendo la posibilidad del perdón constituido en un territorio común de justicia y olvido.
Miguel Á. Refoyo © 2005