martes, 16 de diciembre de 2014

'Centauros del Desierto (The Searchers)', el icono del 'western' de John Ford

Considerada como una de las mejores películas de la historia del Séptimo Arte, ‘Centauros del Desierto’ es, por derecho propio, una de esas piezas que agotan elogios y acaparan estudios, que permanece constante en nuestra memoria colectiva con su espléndida vivacidad y atemporalidad. Como se ha empeñado en reiterar en multitud de ocasiones se trata de un western por definición pura, el género americano que incluye en sus fastos obras indelebles.
El filme de John Ford puede ser considerado a estas alturas como "el western que se sitúa por encima de todos" (al igual que el rótulo que decoraba uno de sus carteles más memorables). Nos encontramos ante una obra terminante, de complejísima y consumada construcción, de la cual pocas cosas se pueden decir ya, debido a los exhaustivos análisis que se han extraído, interpretando cada secuencia y giro hasta el delirio. Esta película del Oeste representa la afirmación del arte, la emoción y el espectáculo como jamás nadie ha sabido exhibir en una pantalla de cine. Por eso, la constante revisión de la obra de Ford es una nueva oportunidad de engrandecer la más descriptiva cinta fordiana. En algún momento de la historia, Ford reflexionaba sobre ella comentando que era “simplemente la tragedia de un hombre solitario. De un hombre que regresó de la Guerra de Secesión, probablemente se fue a México y volvió a casa convertido en un bandido que luchó para Juárez o Maximiliano, sabiendo que nunca hubiera podido ser realmente el miembro de su familia que hubiera querido...”. Este es el arranque, el prólogo, la sinopsis de la historia, el comienzo del rumbo que sigue una trama de dimensiones ciclópeas para perpetuar un sentido narrativo inusual y arriesgadamente envolvente.
La historia de Ethan (John Wayne), un tipo solitario obsesionado durante años con rescatar a su sobrina Debbie (Natalie Wood), raptada de pequeña por los indios cuando éstos asesinaron a toda su familia, trata sobre la búsqueda de los vínculos familiares que quedaron rotos en el mismo instante en que el Jefe Cicatriz los asesinó y se llevó a la pequeña. Pero lo hermoso de este clásico es todo el armazón de relaciones, analogías, parentescos, traiciones y simbología que alcanza un nivel de acopio excepcional en la larga carrera de Ford, destruyendo e redescubriendo a la vez, de forma soberbia, todas las bases de la narración clásica.
Desde el apoteósico comienzo con la llegada del hijo pródigo, del héroe atormentado a casa de su hermana Laura (Vera Miles) observamos hasta dónde puede llegar la amargura y el desencanto de un hombre, víctima de un existencialismo que marca uno de los personajes más logrados en la ‘época dorada’ del Hollywood más añorado, tal vez resultado del contraste revisionista con respecto a la película desde una óptica de escepticismo, de madurez en la perspectiva de Ford. Un aspecto éste excepcional con respecto al personaje de un John Wayne que marcará una disposición elegíaca en la posterior tradición de los (anti)héroes de la obra de uno de los genios más alabados de la historia del cine. Acumulando la línea narrativa de falsos aforismos (fugaces, efímeros, a veces incompletos) para que el espectador saque su propia conclusión, de forma interpelativa (¿cómo olvidar el célebre plano que abre y cierra la película?) para que entremos, como privilegiados asistentes, de un modo directo en la narración para captar el sentido total de los personajes y luego, al final, devolvernos a nuestra realidad.
Todo el viaje que realiza Ethan no se limita a ese rastreo en busca de su sobrina por todo el vasto Oeste, que bien podía ser la metáfora de la búsqueda homérica de su propia identidad, de autoexploración interior sumido en la soledad del territorio que le rodea y le cerca a la vez. También lo es para evidenciar la insociabilidad de un personaje oscuro, privado de hogar, con dificultad para amar. En este ámbito, la lectura que se extrae en su relación con su acompañante de viaje, el repudiado sobrino Martin (Jeffrey Hunter), otro ser herido debido a su mestizaje y el rechazo que sufre por parte de Ethan es la clave fundamental de ‘Centauros...’. Ya que Martin es una especie de sustento de la familia que quiere cerrar un círculo abierto para sentirse integrado en una comunidad a la que ya no pertenece nadie, a una familia que no tendría la oportunidad de sobrevivir como tal.
Narrativamente ‘Centauros del desierto’ (ahora mismo recuerdo las ridiculeces que soltó el bocazas de Amenábar sobre esta película en sus comienzos, dignas del más deficiente inculto cinéfilo) es uno de los escasos ejemplos de perfección, un modelo de majestuosidad, de excelencia. El uso reiterado de la célebre elipsis característica del filme da como consecuencia que el relato camine accesible hacia la magnificencia de un argumento épico, de naturaleza trágica y búsqueda moral, encontrando además un origen estructural de películas con personaje en búsqueda obsesiva y catártica, forzado a un destino de soledad y marginación (Paul Schrader fue durante años el paradigma más clarividente de esta connotación –sobre todo con su particular y duro homenaje en ‘Hardcore’).
A todo esto contribuye, conjuntamente, la espléndida utilización del tiempo, un tremolante tratamiento del paso de los seis años transcurridos en la búsqueda de Debbie, marcando con pequeños matices las personalidades de ambos protagonistas. Y también lo es el hecho de la nueva disposición con la que Ford incorpora la leyenda del sueño americano, nunca enjuiciado con una conducta tan distinta a las expuestas hasta aquel momento. Un personaje, Ethan, que alude a la idea de un itinerario hacia una esperanza que se torna en la pesadilla de sus propios temores, una pesadilla de la que no puede salir y en la que América idiosincrásica del ‘western’ está engañada por ella misma.
Remarcada con una percepción estética realmente maravillosa, un concepto de la luz revolucionario y una precisión y encuadres usados en torno a un uso dramático en el que las sombras y la captación del espacio son tan rotundas, encontramos un contenido emocional que evoca el más hermoso de los expresionismos. Un clásico que mantiene intacta su frescura y contundencia. ‘Centauros...’ es una obra (por definición y calidad) imprescindible, necesaria para entender la evolución del cine, de la imagen y de este arte que engloba sueños y realidad. Por eso, cada vez que se ve esta cinta de culto cinéfago se desentierran nuevos matices, nuevos motivos de reflexión que se hacen inagotables en la esencia de la perfección de aquello épico, pero a la vez sencillo y perentorio.
‘Centauros del Desierto’ es la aproximación más definitoria de lo inalcanzable trazado por la mirada privilegiada de un cineasta prodigioso y supone una de sus obras más carismáticas que, con su narración y a pesar del paso de los años, sigue respondiendo de forma sutil y directa a preguntas y necesidades muy concretas. Indiscutiblemente, una película que marcó con letras de oro su propia leyenda en un arte que pocas veces encontró tan de cerca la corrección.

viernes, 12 de diciembre de 2014

George Carlin y la gran paradoja

La gran paradoja, el contrasentido de nuestro tiempo, es que tenemos edificios más altos, pero nuestro rumbo es más bajo. Tenemos autopistas más grandes, pero puntos de vista más pequeños. Gastamos más y tenemos menos. Compramos más, pero disfrutamos menos. Tenemos casas más grandes, pero familias más pequeñas, más comodidades, pero menos tiempo. Tenemos más estudios, pero menos raciocinio. Más conocimiento, pero menos crítica, más expertos, por lo tanto más problemas, más medicamentos que de nada valen porque tenemos menos salud. Bebemos mucho, fumamos mucho, somos imprudentes, nos reímos poco, conducimos muy rápido, nos enfadamos mucho, nos levantamos muy tarde y muy cansados, leemos poco, vemos mucha televisión y pensamos menos. Hemos multiplicado nuestras posesiones, pero reducido nuestros valores. Hablamos mucho, amamos poco y odiamos más y habitualmente.
Hemos aprendido como ir viviendo, pero no a vivir. Hemos agregado años a nuestra vida, pero no vida a los años. Hemos ido hasta la luna y hemos vuelto, pero tenemos problemas para cruzar la calle y conocer al vecino. Hemos conquistado el espacio exterior, pero no así nuestro espacio interno. Hemos hecho cosas tan grandes, pero no cosas mejores. Hemos limpiado el aire, pero contaminado nuestras almas. Hemos conquistado el átomo, pero no nuestros prejuicios. Escribimos más, pero aprendemos menos. Planeamos más, pero cumplimos menos. Aprendimos a tener prisa, no a esperar. Hemos construido ordenadores que almacenan más información para producir más copias, desarrollando en el camino tecnologías de transmisión, pero nos comunicamos cada vez menos.
Estos son los tiempos de la comida rápida y la digestión lenta, grandes hombres de pequeño carácter, excesivas ganancias y mínimas relaciones. Son los días de dos sueldos, con más divorcios, casas lujosas con familias disfuncionales. Son los días de los viajes rápidos, pañales y hasta moral desechable, relaciones de una noche, cuerpos obesos y pastillas que lo hacen todo; desde aliviar, alegrar, tranquilizar y matar. Es una época donde hay tanto en la despensa y poco en el almacén. Un tiempo donde la tecnología puede enviar un mail y donde tú puedes decidir si quieres compartirlo o simplemente borrarlo.
Recuerda, utiliza más tiempo con los seres a los que quieres, porque no estarán junto a ti para siempre. Recuerda decir algo amable a quien te mira desde abajo, porque pronto crecerán y dejarán de estar a tu lado. Recuerda darle un abrazo a tu gente más cercana, porque será el único tesoro que puedas darle desde el corazón y no cuesta dinero. Recuerda decir “te quiero” a tu pareja y a las personas que quieres. Y sobre todo dilo en serio. Un beso y un abrazo pueden aliviar el dolor cuando vienen desde dentro. Recuerda sujetar las manos y compartir los momentos, porque algún día esa persona no estará aquí. Dale tiempo al amor, date tiempo para hablar. Y date tiempo para compartir tus pensamientos. Y recuerda siempre: la vida no se mide por la cantidad de veces que respiramos, sino por las veces que nos quedamos sin aliento.
(George Carlin).

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Diez años de textos abismales (XI): El maletín de los Coen (05/03/2008)

Si uno vuelve a ver ‘Fargo’ (después de muchos años, como ha sido mi caso) podrá encontrar alguna pequeña analogía entre esta gran obra de los hermanos Ethan y Joel Coen y su última y ‘oscarizada’ cinta ‘No Country for Old Men’. Más allá de sutilezas argumentales, de preponderancia del paisaje y demás, hay un tema que hermana a ambos filmes. Se trata de ese obsesionante maletín lleno de dinero. Un elemento que planea casi como dispositivo cardinal del final de ‘Fargo’, así como lo es en el comienzo de ‘No Country…’.
En ‘Fargo’, la broma macabra es un acierto de guión absolutamente magistral. Cuando Carl Showalter (Steve Buscemi) acaba de asesinar al heroico abuelete Wade Gustafson (Harve Presnell), no sabe que los 80.000 dólares prometidos por secuestrar a la mujer de Jerry Lundegaard (William H. Macy) por orden de éste se han convertido en un millón de dólares. Tampoco que horas después, su socio, el brutal Gaear Grimsrud (Peter Stormare) acabará con su vida por no querer compartir el coche que se les proporcionó Lundegaard para cometer el secuestro. Antes, movido por la codicia, ha enterrado todo el dinero bajo la nieve en un acto de imbecilidad e inepta ingeniosidad que ya ha venido mostrando a lo largo del filme. Como le sucede a Jerry Lundegaard (William H. Macy), cabeza pensante del enredo, en su despropósito para obtener una gran suma de dinero y montar así un aparcamiento como negocio de futuro. Es el efecto de la miseria humana perfectamente definida en estos caracteres por los Coen.
En ‘No Country…’, Llewelyn Moss (Josh Brolin) encuentra dos millones de dólares al descubrir la dantesca vendetta entre dos bandas de narcotraficantes mexicanos. Su acto de estupidez viene dado por el remordimiento al no dar de beber a un moribundo en el lugar de los hechos. Una decisión que conlleva directamente al descontrol del azar y del destino. Es la consecuencia de la inopia que también personifica Showalter, Lundegaard o Grimsrud.
Lo que pocos recordarán es que se trata de un maletín idéntico, exacto, con la misma simetría en la colocación de su contenido. Será también el mismo que entregará vacía el mísero millonario de ‘El Gran Lebowski’, en un acto mucho más ruin y codicioso que la de estos pobres diablos. Son personajes, en definitiva, que, a través de esos fajos perfectamente ordenados en bloques de 10.000, personifican la teoría del caos de René Thom, donde los factores equivalentes a los fenómenos naturales discontinuos no pueden ser descritos ni calculados.
Por supuesto, no es lo único que las equipara. Tanto Lundegaard, como sus antagonistas Showalter y Grimsrud, se mueven por el dinero en diferentes esferas de ambición y mezquindad, como en ‘No Country…’, la mayoría de los personajes; desde el orgulloso Llewelyn Moss, pasando por los mexicanos, Carson Wells (Woody Harrelson) hasta llegar al mefistofélico Anton Chigurh (Javier Bardem) se determinan por ese apego a un dinero que no es suyo. Todos, de alguna forma, están hermanados, malditos, infectados por la avaricia que esconden los maletines de los Coen.
Por último, una última reflexión a modo de pregunta acerca del lado utilitario de la ley que contrarresta el oscuro e imperfecto mundo de incoherencia y violencia que sacude las tranquilas vidas de la embarazadísima agente Marge Gunderson (Frances McDormand) y Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones): ¿Acaso no son equidistantes los sueños y anticlímax final del viejo sheriff desencantado con el mundo moderno que ese pesimista plano final de Marge entrando en la cama con su aburrido marido que pone de manifiesto un futuro gris para su futuro bebé? En cualquier caso, los dos expresan claramente no entender porqué se precipitan los acontecimientos de una manera tan irracional. Sin embargo, a pesar del mazazo al idealismo de esas autoridades que, hasta ese momento han seguido las reglas a rajatabla, Marge puede preguntárselo a la cara a Grimsrud, mientras que Bell ni siquiera logra capturar a Chigurh. Los tiempos han cambiado. Y los Coen, como ellos, se han vuelto aún más sombríos en su pesimismo.
En otro momento habrá que entrar de lleno en esas digresiones argumentales que no conllevan a nada en la historia, maravillosos sinsentidos a los que este duplo han conferido una genialidad fuera de toda lógica. En ‘Fargo’, definidos en la secuencia en la que un ex compañero de Universidad de Marge, Steve Park (Mike Yanagita), acomete con nostalgia a la agente con una triste historia que levante su lástima para seducirla torpemente sin éxito.

lunes, 8 de diciembre de 2014

'Cuenta Conmigo': Lugares de rodaje antes y ahora

Pocas películas han sabido transmitir la importancia nostálgica que supone el paso de la infancia a la adolescencia como ‘Cuenta Conmigo’, de Rob Reiner, un profundo estudio a la desmitificación de la muerte a través de la vida y la experiencia hacia la madurez. La cinta de culto es una mirada al universo infantil que pervive en la memoria perdida, que resucita los miedos, las dudas y los recuerdos de una etapa imposible de olvidar. Basada en el relato de Stephen King, ‘The Body’, se convirtió de inmediato en un vehículo de identificación sobre una edad concreta desde una mirada que concita un poso entrañable hacia el viaje iniciático desde el enriquecimiento vital metaforizado en una vía de tren que conlleva pruebas y desafíos hacia un objetivo de tenebrosa fascinación como es un cadáver de un adolescente desaparecido. Un relato con voz propia sobre la amistad infantil que mantiene la pureza incondicional del respeto compartido por Gordie Lachance, Chris Chambers, Teddy Duchamp y Vern Tessio, esos cuatro chavales con los que siempre compartiremos la empatía y añoranza de una película capaz de abarcar el interés de tantas generaciones. “Nunca he vuelto a tener amigos como los que tuve a los 12 años. Dios mío, ¿alguien los tiene?”, decía la voz en Off de Richard Dreyfuss. Palabras llenas de sentido y verdad.
Aquel pueblo imaginario se llamaba Castle Rock y exprimía el ambiente suburbial de una pequeña población de los años 50. En realidad se rodó casi en su totalidad en el estado de Oregón, concretamente en Brownsville, Cottage Grove, Junction City y Veneta. La página ‘Then and Now Movie Locations’ supone un agradecido hallazgo que rememora el pasado y el presente de localizaciones de películas míticas con un lujoso detallismo sobre la ubicación exacta y que definen el paso de los años en el contexto de filmación. Una web que depara recuerdos imborrables sobre algunos lugares que muchos tenemos muy presentes.
‘Cuenta Conmigo’ en Then And Now Movie Locations.

domingo, 7 de diciembre de 2014

El tiempo

Hablemos del tiempo... ¿El tiempo pasa? ¿Transcurre? ¿Sucede? El tiempo también se invierte. Pero invertir, en términos económicos, se relaciona con el ahorro. Entonces si ahorramos tiempo ¿Al final no estamos empleándolo en otra cosa? Por ejemplo, cuando dices “voy a ahorrar tiempo”. Bien, normalmente ése periplo en el que has economizado la acumulación de minutos u horas está destinada a perderse en otra cosa, aunque sea más satisfactoria. Cuando el tiempo es malo, sueles quedarte en casa, aprovechando para leer u organizar tareas pendientes. Sin embargo, cuando el tiempo es bueno, sales al parque a pasear, a dar una vuelta, a disfrutar del sol y que te dé el aire. También aprovechas para tomarte una jarra de cerveza fría en una terraza mientras ves pasear a gente cuyo tiempo es compartido en una comunión idealizada y colectiva. Y pides otra. Y te preguntas si en realidad estás fructificando en algo el tiempo libre y la percepción de rendimiento del mismo es la adecuada. Y pides otra, dudando si el consumo temporal está mal gestionado o no, porque sonríes y todo parece darte igual. Y pides otra. Y otra más. Porque ya todo te da igual. Y pides otra, porque sabes que es cuestión de tiempo que pidas unas cuantas más y acabas cambiando de establecimiento y te pasas a las copas, uno de esos gin-tonics modernos y llenos de abusrdas especias, extrañas hojas y cáscaras de frutas, porque todavía no es muy tarde. Y cambias de opinión. Ya estás animado. Total… ¿Por qué no bajar al centro?
Y todo se empieza a diluir entre miradas con mujeres que te observan con desdén, sumido en efluvios noctámbulos y conversaciones con algún conocido. Pierdes el metro por no haber calculado bien el tiempo. Te retas a ti mismo, corrompido por la noche. Te acercas a otro bar y pierdes la cuenta de cuántas llevas y de la hora. Cuando sales es de día y llueve. Vuelves a casa. Y miras el reloj para comprobar que el valor disponible de tu tiempo ha disminuido de un modo atroz. Aunque lo dudas, porque tu estado de ánimo no está para reflexionar. Sin embargo, el día siguiente se cristaliza en un punzante dolor de cabeza que dilapida los planes de todo un día, entre remedios caseros y la aceptación del trance post-dipsomanicaco. La indiferencia por la meteorología se aplica al detrimento proporcional de recuperación y la duración de ésta. Y así pasan las horas. Y a la mañana siguiente, te encaminas a tu trabajo dispuesto a vender tu tiempo con el propósito de poder recuperar parte de esa inversión y así volver a perderlo dependiendo de si llueve o hace sol, como un hábito. Y así, de forma cíclica.

viernes, 5 de diciembre de 2014

30 años del estreno español de 'Cazafantasmas'

Exactamente hoy hace tres décadas se estrenaba en nuestro país una película destinada a revivir la memoria colectiva por su trascendencia en una época de nostalgia que prevalece latente en una generación que perpetúa su fidelidad a las filias que erigieron los iconos socioculturales de los años 80. Se trata, como no podía ser de otra forma, de ‘Cazafantasmas (Ghostbusters)’, de Ivan Reitman, un título de culto que resucita esa pasión común por el cine comercial de aquellos tiempos y que sitúa al espectador de entonces en un marco melancólico y evocador. Esto no es más que un recordatorio conmemorativo. Habrás más. Mucho más. Esa emoción común e intocable tendrá una merecida extensión en este blog. Como viene siendo habitual cada Navidad, ‘Un Mundo desde el Abismo’ dedicará un extenso dossier a una película clásica de esta índole.
Si el año pasado le tocó el turno a ‘Jungla de Cristal’, este año lo será para esta producción que supuso un paradigma imprescindible de la comedia y el cine de ciencia ficción ochentera. En él, tendremos la oportunidad de profundizar en su génesis, su rodaje, en sus curiosidades con un estudio de campo como viene siendo habitual en esta modalidad de textos. No os perdáis este viaje analítico a las aventuras de los doctores Peter Venkman, Raymond Stantz y Egon Spengler acompañados de irrepetibles personajes como Winston Zeddmore, Dana Barrett, Janine Melnitz, el pequeño Louis Tully, Gozer la “gozeriana”, las dos bestias Vinz Clortho y Zuul, el fantasma Slimer y, por supuesto, el Hombre de los Marshmallow…
Estad atentos a este blog, porque será un regalo para todos aquellos que se quieran dar un festival de nostalgia con una película que sobrevive inmune a las modas en la memoria colectiva.
Who ya gonna call…

jueves, 4 de diciembre de 2014

Keele Christmas Tree Farm: un concurso de lanzamiento de árboles de Navidad

Se abre la veda de post y textos navideños, al cúmulo de efusión consumista desnortada por la época de alegría estética de guirnaldas e iluminación hipnótica, de calles iluminadas, de fiestas intempestivas, de cenas de empresa (quien trabaje, claro), de cogorzas semanales aprovechando la coyuntura y de esa máxima que casi obliga a la gente a esforzarse por exhibir una impostada actitud fraternal y tradicional. Es lo que exige estas entrañables fiestas.
Y qué mejor forma de dar el pistoletazo de salida con el concurso de lanzamiento de árboles de Navidad que se ha celebrado en Staffordshire, Inglaterra. Como lo leéis, una competición cuyas reglas son muy elementales; los participantes tienen que lanzar un pino tradicional que pese alrededor de 20 kilos y mida más de 1,80 m. en dos modalidades de prueba; una, la de establecer la mejor marca de altura proyectando el abeto hacia arriba para procurar rebasar un listón y otra, la típica de longitud que consiste en arrojarlo cuanto más lejos mejor. La suma de estas dos categorías otorgan el título de ganador, que este año ha sido un ex infante de la marina de 26 años de edad llamado Owen Davis, con una distancia de 27 metros de largo y una altura de 6,7 metros de altura, proclamándose el mejor lanzador de árboles de Navidad del Reino Unido. Davis, que actualmente está estudiando medicina, se llevó a casa un trofeo, 100 libras, y una botella de champán. Ahí es nada.
La cita, bajo la denominación Keele Christmas Tree Farm, congregó a varios concursantes y a más de mil quinientas personas que no se perdieron este acontecimiento en sus dos jornadas de competición. Su organizador es un joven de 19 años llamado Charlie Reynolds y la recaudación total del evento está destinada con fines benéficos para la asociación militar Help for Heroes, dedicada a ayudar a los soldados británicos discapacitados y con problemas. Por cierto, que esta tradición es algo bastante común en Alemania y parece que se está extendiendo a todo el mundo. En breve (y si no, al tiempo) a buen seguro que la tendremos por estos lares, porque… ¿qué hay más navideño que lanzar con fuerza un pino a tomar por culo?
Aquí podéis ver unas fotos del evento.

Homenajes cinéfilos

'El quimérico inquilino (Le locataire)', de Roman Polanski (1976).
'Magical Girl', de Carlos Vermut (2014).

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Las pinturas hiperrealistas de un artista adolescente

Aunque esta imagen de Morgan Freeman pueda parecer una foto a máxima resolución se trata de un dibujo hiperrealista llevado a cabo por un chaval británico de dieciocho achos llamado Jack Ede. Esta reproducción cuida hasta el más mínimo detalle del rostro del veterano actor, llegando a confundir la percepción con un gran control técnico que este muchacho basa en uso de grafito, lápices de colores y goma de borrar para la mezcla, llegando a adquirir una artesanía realmente lograda.
Ede dejó la escuela para dedicarse a tiempo completo a su pasión de dibujar con esta técnica y fue un dibujo de Harry Styles lo que le lanzó a la popularidad de internet debido a que se convirtió en un viral. A causa de esta notoriedad, comenzó a publicar a través de Instagram los pasos de la progresión con el de Freeman, el que invirtió ciento cuarenta horas. El resultado es más que sorprendente. El joven artista también ha recreado con esta técnica a celebridades como Bryan Cranston, Robin Williams o Kevin Space.
Podéis ver algo de su obra aquí.

martes, 2 de diciembre de 2014

Diez años de textos abismales (X): 'La semilla del Diablo (Rosemary's baby)', de Roman Polanski (29/09/2005)

La oscura leyenda del gran clásico del terror
La obra maestra de Polanski se estrenó dejando una macabra y difícil leyenda negra que marcaría para siempre el Hollywood más conservador.
En los tiempos que corren, el cine de terror, como género moderno, se podría considerar como un mero pretexto para implantar desarrollados efectos especiales o tratar de dar sustos efectistas por medio de malversados sobresaltos sonoros o visuales camuflados en ostentosos maquillajes sangrantes antes que dirigirse hacia una evolución formal basada en las buenas historias. Los actuales productos prefabricados reinciden en argumentos y estética en busca de un público que fagocita este tipo de productos es incapaz de satisfacer sus ansias de miedo. El cine de terror ‘mainstream’ ha llegado a su fin, entre otras cosas, porque se ha eliminado el rigor de lo filmado y la verdad de lo contado.
Una retahíla de naturalismo y nula adjetivación visual que mantenía los necesarios puntos de vista emocionales y sus flexiones temporales fueron la clave del éxito de una película clásica, de una cinta de terror que cambió la forma de ver el género en el año 1968. ‘Rosemary’s Baby’ puede y debe considerarse como una de las películas más carismáticas e influyentes ya no sólo del género de terror, sino también del cine desde su perspectiva histórica, que hace añorar más que nunca los planteamientos de historias como esta ‘cult movie’ del pequeño director polaco Roman Polanski. El hecho de que la ambigüedad subversiva de la cinta desde su inicio hasta su desenlace se pierda sólo con su título españolizado, ‘La semilla del diablo', constituye una muestra paradigmática de la ineptitud de muchos de los distribuidores españoles de la época a la hora de traducir los títulos originales y que en este caso trivializó de forma indiscriminada este gran trabajo de exquisita factura. Aún así, en nuestro país tuvo un reconocido éxito y supuso el trabajo con más renombre de la tambaleante carrera del director europeo con tendencias otrora desorientadamente pedófilas. Por ello este clásico merece una conmemoración por todo lo alto después de casi cuatro décadas, consolidada como una de las obras de terror más ejemplares que haya ofrecido el cine.
Los comienzos de una epopeya aterradora
Marcado en gran medida por una macabra leyenda que se gestó antes, durante y después de un áspero rodaje gracias al cual surgió una obra maestra del séptimo arte. Un exhaustivo trabajo lleno de piedras en el camino que acabó consumándose como la precursora de todo el llamado ‘cine satánico’ y el desatado fervor a una temática que incluso hoy parece estar de moda. Una obstinación que en nuestros días constituye un género propio. ‘Rosemary´s baby’ dejó para la historia una leyenda plagada de anécdotas, tensiones y subfábulas (reales o capciosas) valederas para alimentar una enferma necesidad de morbo diabólico en el mundo de Hollywood hasta la llegada, diez años después de la que es otro de los títulos fundamentales del cine de terror; ‘El exorcista’, de William Friedkin.
‘Rosemary’s baby’ llegó en un momento, llamémoslo histórico, en el que toda clase de sectas, espiritismo, parapsicología y ocultismo estaban de moda. Una tenebrosa simpatía por el Diablo que se mezclaba, además, con todo tipo de drogas alucinógenas en un periodo en el que magia, vudú y satanismo veían la luz al amparo de la libertad de la época y como celebración prematura de una ‘Nueva Era’, que trajo consigo a los liberales ‘hippies’, las nuevas creencias y el culto por lo sobrenatural. Todo este jaleo peliculero comenzó cuando Bob Evans, en aquella época el jefe de estudio dentro del organigrama de la Paramount, ofreció al joven Polanski, afincado por entonces en Estados Unidos, dos proyectos para dirigir. Uno narraba una historia de unos esquiadores de altas cumbres (con mucha nieve, por supuesto), el otro, una de terror inusual y arriesgada bajo el título ‘Rosemary’s baby’, cuyos derechos estaban en manos del mítico genio del ‘grand guignol’ cinematográfico William Castle, productor que ha pasado a la historia por ser uno de los reyes del cine de terror de serie B de todos los tiempos por la utilizazación de sus célebres ‘gimnicks’ (estrategias comerciales para asustar al espectador dentro de las salas). En realidad, la historia estaba basada en una novela de Ira Levin, conocido novelista neoyorquino de origen judío por la que Polanski se sintió atraído desde un primer momento, fundamentalmente porque trataba el tema luciferino desde una perspectiva cercana a la visión de Nietszche sobre la religión llevada a una percepción puramente mesiánica. En el fondo una ácida y espléndida crítica social y religiosa.
La historia arrancaba con un joven matrimonio feliz recién casado (Guy y Rosemary Woodhouse) instalándose en su nuevo apartamento, en el que acabarán haciendo amistad con dos vecinos vejestorios y petardos (Minnie y Roman Castevet). Pero bajo su amable aspecto, éstos resultan ser apóstoles del Maligno en busca de una muchacha fértil que sirva como vientre de alquiler para el mismísimo Anticristo. El proyecto cautivó tanto al Polanski, que pidió escribir él mismo el guión prometiendo respetar en todo momento el espíritu y la dureza de una novela, que antes de transformarse en celuloide era ya un éxito de ventas. El elegido fue Polanski, en gran medida por tratarse de un director europeo con cierto prestigio en círculos reducidos gracias a películas como ‘El cuchillo en el agua’ o la posterior gamberrada cómico-terrorífica ‘El baile de los vampiros’.
El hecho de que Polanski fuera europeo, agnóstico y un tanto liberal suponía que pudiese manejar la historia de Rosemary sin tantos prejuicios como un cineasta norteamericano, o al menos así lo vio Bob Evans, que manifestó “sólo hay que ver qué gran trabajo ha hecho Roman con ‘Repulsión’ para comprobar que es el director idóneo para dirigir esta revolucionaria cinta de terror”. No hay que olvidar la adhesión que ha tenido (y tiene) el pequeño cineasta polaco por historias casi siempre encaminadas hacia temas tan abruptos como el asesinato (‘El cuchillo bajo el agua’), la obsesión (‘Repulsión’), el sexo (‘Lunas de hiel’, con ese bombón de mujer que tiene, Emmanuelle Segnier), la venganza o la muerte (‘La muerte y la doncella’) y en, último término, sus fantasmas más personales (‘El Pianista’).
Con un presupuesto inicial cercano a los dos millones de dólares, la película se rodó casi por completo en los estudios de la Paramount en Hollywood, donde el diseñador de producción Richard Sylbert (con ayuda del decorador Joel Schiller) reprodujo el apartamento de la joven pareja, los siniestros corredores interiores o el macabro recinto donde se realiza la bacanal del aquelarre. Además de algunos planos exteriores como los del edificio Dakota, la arriesgada secuencia de Rosemary por la Quinta Avenida o el supuesto suicidio de Terry, la hija adoptiva de los Castevet. Con un equipo técnico al gusto de Polanski, sólo faltaba la elección de los actores. Una labor mucho más dificultosa de lo que en un principio se creyó. Cuando todos esperaban que fuera la preciosa esposa de Polanski Sharon Tate la que protagonizara ‘La semilla del diablo’, el director europeo contrató a Mia Farrow para el papel de Rosemary. Por aquel entonces, Mia era ya una prometedora actriz gracias al conocido culebrón televisivo pre-Dinastía ‘Peyton Place’.
Desde un primer momento, la actriz contó con el total apoyo de Polanski, encantado con la frágil mujer de rostro aniñado. Menos fácil lo tuvo con el actor encargado de dar vida a Guy Woodhouse. Aunque se pensó en el ‘dandy’ Warren Beatty, Jack Nicholson o Robert Redford (la elección principal del director y que estuvo a punto de protagonizarla, pero al final ambos no se pusieron de acuerdo), el afortunado que se llevó el gato al agua fue el actor John Cassavetes, conocido en pequeños circuitos por ser director de culto de películas independientes que hoy en día suponen un paradigma de la independencia fílmica. Tras largos y tortuosos meses de rodaje y rebasando el presupuesto previsto hasta llegar hasta los casi tres millones de dólares, ‘Rosemary’s baby’ se estrenaría el 12 de junio de 1968, obteniendo un inesperado éxito de público y crítica que pilló por sorpresa hasta sus mismos productores. Una película de culto que lanzó a la fama a Polanski y a los componentes del equipo artístico (la espléndida secundaria Ruth Gordon –como la cotilla Minnie Castevet- ganó el Oscar de la Academia).
La leyenda negra
Hasta aquí es la frecuente historia de cualquier producción hollywoodiense, la que muchos de los analistas de cine habitúan a narrar. Como la de cualquier producción ‘made in Hollywood’. Pero la cinta de Polanski no fue una producción nada habitual. La película estaba destinada a ser una tortura para todos, incluso años después de rodarse. Durante el rodaje las relaciones entre Cassavetes y Polanski fueron un calvario para los todo el equipo, con continuas peleas y enfrentamientos verbales debido fundamentalmente a la distinta visión que tenían ambos sobre la historia de Ira Levin. Cualquier declaración era buena para atacarse e insultarse. Polanski, detractor del cine de Cassavetes manifestó “lo mejor que sabe hacer es interpretarse a sí mismo y lo bueno de eso es que hace a su personaje demasiado antipático, como es él en la vida real”. Por su parte, Cassavetes definía a Polanski como “un cineasta genial pero una persona detestable”. El adalid del cine independiente también definía la historia como “la película sin violencia más violenta de la historia del cine. Algo aberrante”.
Con Mia Farrow tampoco hubo una historia armónica, ya que entre los dos tampoco había buena conexión. Se cuenta que el director empujó a la actriz al tráfico de Nueva York para rodar la escena en la que escapa enloquecida llevando el cinema verité a sus últimas consecuencias. Por otra parte, hubo más problemas. Esta vez, estribó en el divorcio a medio rodaje de la hija de Maureen O’Sullivan y John Farrow y “La voz” Frank Sinatra, que amenazó en varias ocasiones a la pobre Farrow, ya que llegaba tarde a casa todos los días por culpa de las largas jornadas de rodaje. Según cuentan, Sinatra se presentaba en el ‘set’ para llevarse a casa a su cónyuge, donde le proporcionaría varias de sus habituales palizas maritales. Todo se calmó cuando una feliz Mia Farrow firmó los papeles de su ruptura matrimonial días después.
En cuanto a Polanski, la maldición llegó ulteriormente. Al estreno de ‘Rosemary’s baby’ asistió Anton Szandor LaVey, amigo personal del cineasta polaco y conocido en los círculos más esotéricos hollywoodienses como "El Papa Negro" y célebre dirigente de la secta denominada ‘Hijos de Satán’. Una congregación que popularizó las historias más macabras y soterradas de muertes de superestrellas del Hollywood de los 60 y 70. LaVey supervisó todas las escenas de satanismo e hizo de consejero a Polanski. Incluso se le puede ver brevemente haciendo un ‘cameo’ en la pesadilla en la que el Diablo copula con Rosemary para engendrar a su hijo, rodeados de una multitud maléfica.
Mucho se ha hablado de la relación de Polanski con sectas y grupos de este ámbito. Pues bien, tan sólo un año después del estreno la hermosa actriz y esposa de Polanski Sharon Tate fue asesinada junto a unos amigos en su casa de Cielo Drive en California de la forma más cruel, despiadada y violenta que recuerda la historia negra de Hollywood. La orgía de sangre fue obra de Charlie “Tex” Watson, acompañado de Patricia Krenwinkel, Leslie Van Houten y Susan Atkins bajo las órdenes del líder Charles Manson (conocidos desde entonces como ‘The family’), unos desequilibrados satánicos que marcaron la trágica leyenda de Polanski. Para colmo de mal, el director sería acusado seis años después de abuso sexual de una menor de trece años llamada Samantha Gailey en la mansión Jack Nicholson en Mulholland Drive, emborrachando con champán y dándole y somnífero para después violarla. Un episodio éste que le ha mantenido apartado de los Estados Unidos hasta la fecha (ni siquiera pudo recoger su Oscar como mejor director por ‘El Pianista’).
La maldición no quedó ahí. El excelente y prometedor compositor de la aterradora música de la obra de culto (¿quién no recuerda la nana de cuna que abre y cierra el filme y que cantaba la propia Farrow?), Kryzstof Komeda, moriría depués de tener un extraño accidente cuando esquiaba, tan sólo cinco meses después de estrenarse la película. Además, el Edificio Bramford donde transcurre la acción no es otro que el célebre Dakota, popular inmueble por ser escenario de insólitos y tétricos sucesos tras sus paredes (más de una decena de personas se suicidaron en sus habitáculos). Artistas de vida tumultuosa como Judy Garland, Bela Lugosi, Leonard Bernstein o Lauren Bacall también sufrieron la inestabilidad cuando vivían en este edificio del que se dice que es uno de los vórtices de fuerzas maléficas reconocidos en todo el mundo. Si todo esto no fuera poco, el Dakota pasaría a la posteridad por ser la residencia de John Lennon, a cuyas puertas fue asesinado por Mark Chapman, un desequilibrado ‘fan’ queriendo un poco de protagonismo.
A pesar de todo esto ‘Rosemary’ baby’ continúa siendo una estremecedora película de terror psicológico que se ha hecho un hueco muy importante en el cine de terror y en los anales de la historia del séptimo arte. Una gesta imborrable sobre nuestros miedos, sobre la sociedad, la religión y sobre el horror más interno y psíquico que uno pueda imaginar. La fascinación de esta inolvidable película reside, por tanto, en ese poder de hipnotismo oculto en la sugerencia constante. Un filme con una oscura leyenda delante y detrás de las cámaras que quedará en la retina colectiva por su excelente calidad. ‘Rosemary’s baby’ es un filme cuyo elegante e intachable ambigüedad sigue siendo el mayor de sus aciertos, ya que la película jamás acaba de definir si efectivamente la protagonista se encuentra en lo cierto, o si estamos ante un caso de paranoia y obsesión provocada por la soledad de quien se siente desatendido, pues todo lo que vemos lo hacemos desde el punto de vista de la maravillosa y dulce Rosemary Housewood.