jueves, 12 de diciembre de 2013

Review 'Bienvenidos al fin del Mundo (The World's End)', de Edgar Wright

Completando “La Milla de oro”
Edgar Wright cierra su “Trilogía Cornetto” con una magnífica reflexión no tanto sobre la inmadurez y la crisis de los 40 como de la cínica crítica a las nuevas tecnologías que parecen haber sometido la identidad genuina del hombre moderno.
Los 90 marcaron una época donde los sueños de toda una generación se vieron alentados por un contexto cultural y musical que resucitó la inextinguible idea de un futuro de éxitos imposibles de arrebatar, alimentada por la cadencia de aventuras nocturnas donde la cerveza y las borracheras hasta caer al suelo esgrimían el patrón de diversión sin fin que parecían no tener ni límites. Ese es el prólogo de ‘Bienvenidos al Fin del Mundo’, donde la idealización de una noche memorable y épica esconde el grandioso concepto de “La Milla de Oro”, basada en un objetivo único: acabar un mapa con doce pubs en el que beber doce pintas ubicadas en Newton Haven, célebre por ser la primera aldea del Reino Unido en tener una rotonda de tráfico. Aquella gesta heroica incompleta es el designio vital con subfondo de como desagravio personal con su propio pasado de Gary King (Simon Pegg), un alcohólico que se aferra desesperadamente a sus fantasías adolescentes. Mientras, los amigos que le acompañaron entonces han alcanzado ese grado de respetabilidad que se va asumiendo con la madurez. Su director, Edgar Wright y el propio Pegg en el guión inician esta aventura de una forma atrozmente perversa, con una voz en off y un ‘flashback’ de aquellos autodenominados “cinco mosqueteros” para presentar al antihéroe de la función en el presente narrando esta historia en una charla compartida dentro de un programa Alcohólicos Anónimos.
Por encima de todo, a los creadores de esta mezcla de fantasía paródica y aventura épica, les interesa arrancar su historia proponiendo a un personaje cuya idealización de la adolescencia le ha convertido en un perdedor grotesco absorbido por la nostalgia. Con ello, ‘Bienvenidos al fin del mundo’ proyecta su interés en esa colisión frontal de King con sus antiguos socios de borracheras, Steven (Paddy Considine), Peter (Eddie Marsan), Oliver (Martin Freeman) y Andy (Nick Frost), cuando éstos acceden a recuperar las sensaciones juveniles de una buena cogorza, de sentir los progresivos efectos de la dipsomanía recobrando el espíritu de aquellos tiempos que no volverán. No sólo sirve para que el conflicto de este imposible ‘heroes’ quest’ evidencie a un personaje que fluctúa entre la inmadurez ‘peterpanesca’ en pleno desfase con la aceptación de ése paso definitivo sin vuelta atrás de los demás, que le miran con cierta distancia y lástima, si no que puntúa el desencanto que surge cuando ese impulso nostálgico no funciona, cuando la necesidad de volver al lugar de la juventud provoca la desilusión inherente y el regreso a casa sea todo menos triunfal
¿Qué es lo que sucede entonces? Algo que determina ese universo de Wright en esa “Trilogía Cornetto” con la que cierra esta su cuarta película: la irrupción de un elemento descomedido e imprevisto que altera la función y los términos de lo inicialmente planteado, un giro radical de ciencia ficción que sirve de ruptura y arco de desarrollo dentro de la trama y que no es más que un ‘mgguffin’ dentro del caos que va a provocar este vuelco aparentemente paródico hacia el género de la ciencia ficción. Como en ‘Zombies Party (Shaun of Dead)’, donde los zombies no tenían un peso específico más que la hostilidad que hacía moverse a los personajes en un progreso emocional y constructivo dentro de los parámetros de la comedia romántica, aquí también se reformulan los esfuerzos personales de ese hombre que actúa como un niño grande para crecer y aprender el valor de responsabilidad como una cuestión más literal, volatilizando así lo sobrenatural. Wright articula de este modo una particular sátira genérica que se atomiza ambiciosamente entre los estigmas conspiratorios y sustitutivos de las conocidas obras de John Wyndham, Ira Levin o Jack Finney con el cine más propio de John Carpenter o Joe Dante, al son de la música ‘britpop’ y ese aroma de finales de los 80 que se infiltra a todo el conjunto, para escarbar en la verdadera crítica que circunda la cinta.
Y no, como pueda parecer, no se trata ni mucho menos de la crisis de los cuarenta, de la evolución hacia la aceptación de las obligaciones de un personaje que va creciendo según va estando más y más mamado, sino que alude, primero, a un llamado ‘starbucking’ al que ha llevado la capitalización del espíritu idiosincrásico de ese pueblo en el que los pubs han perdido su carácter inconfundible para sucumbir a las cadenas ‘mainstream’, haciendo de ellos meras réplicas idénticas entre sí. Una crítica que es también extensible a otras esferas que Wright y Pegg no sortean en su manifiesto contra la uniformidad corporativa y social a la que el mundo desarrollado está sometido. Y, segundo, y siguiendo este patrón, interpela a la manipulación a la que somete a la sociedad la tecnología actual, que ha logrado establecer una monotonía de acción colectiva y transformar los hábitos ciudadanos llevándolos a un nivel homogéneo de absorción y control por esta tecnificada tendencia. ‘Bienvenidos al fin del mundo’ advierte sobre los riesgos de transformación del hombre moderno en autómata, en un escenario que responde a la eliminación del albedrío metaforizado en una invasión alienígena de robots a golpe de ‘gag’, ‘slapstick’ surrealista y salpicones de ‘gore’ azulado.
King, nuestro antihéroe infantilizado y beodo, esté anclado en el pasado y rehúye de todo ese tipo de modernización, porque para él lo importante es preconizar su extravagante obsesión por cumplir su propósito final de beberse hasta la última cerveza del último pub del mapa, que, obviamente, lleva el nombre que da título al filme: The World’s End (el fin del mundo). Wright no ansía rehacer un recuerdo identificable por el espectador, tanto como proponer una alternativa constructiva que sirva de catarsis a esa experiencia y formular así una apasionante glorificación a lo genuino de las personas, atribuyendo al protagonista la importancia de su legado imaginado, asumiendo que es más importante ser fiel a uno mismo que vivir a base de engaños que complazcan la autosatisfacción. Como el ‘Loaded’ de Primal Scream que sirve de banda sonora, el hecho de superar cuestiones de responsabilidad, amistad y la propia nostalgia no es reconocer que ha pasado más tiempo que el que se está obligado a admitir, si no ese “queremos ser libres” que suena en boca de King y que concibe un cine de cine de evasión y reflexivo. Estamos ante una reconstituyente mezcla de espectáculo, humor inspirado en la ‘nutball comedy’ y detalles de pesimismo realista que terminan conectando con el público gracias a su ambición desprejuiciada y su inagotable inteligencia hasta la última de las pintas de cerveza de esta sugerente comedia apocalíptica.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2013

lunes, 9 de diciembre de 2013

Review 'La vida de Adèle (La vie d'Adèle)', de Abdellatif Kechiche

Una relación “à fleur de peau”
Abdellatif Kechiche regala un explícito viaje iniciático que desglosa un cine transgresor con identidad más allá de lo puramente artístico, explorando la belleza y el erotismo y profundizando en un estrato mucho más fundamental: la vida y el amor.
La ganadora de la Palma de oro Cannes 2013, con aquel jurado presidido por Steven Spielberg y que aunó, por primera vez en años, el aplauso tanto de crítica como de público, tenía varios inconvenientes que jugaban en su contra. Primero, sus controvertidas escenas de sexo explícito que imponían una calificación moral bastante severa. Un elemento éste adverso en los objetivos comerciales de todo filme. A ello le acompañaba la duración, casi tres horas para adaptar en imagen la novela gráfica de Julie Maroh ‘Le bleu est une couleur chaude’ (título que adoptado el mercado americano: ‘El azul es un color cálido’). Sin embargo, ‘La vida de Adèle’ ha prevalecido frente a cualquier obstáculo, brillando bajo el fulgor de la abrumadora invasión de una intimidad que va de lo físico a lo más profundo, explorando lo emocional, la sensualidad, la sexualidad y el naturalismo, donde no hay espacio para el glamour o el morbo, sin efectos ni cortes de montaje que entorpezcan ni un ápice su alejamiento del artificio.
La película de Abdellatif Kechiche contempla la evolución de Adèle, una adolescente que representa la inocencia e inconformismo de esta compleja edad, que se abre a la ambigüedad cuando conoce a Emma, una estudiante de bellas artes, poniendo en duda su sexualidad y dejándose cautivar por un espíritu que rompe sus cánones para iniciar un placentero y exótico periplo vital en el que encontrará su verdadera identidad y el amor de su vida. Desde la adolescencia hasta la realización personal, este viaje de iniciación y aprendizaje va subrayando con pequeñas pinceladas otros factores que rodean a la pareja de jóvenes amantes. A través de los ojos de esta adolescente inquieta, Kechiche no escatima en retratar con su cámara flotante y cercana, instantes que proponen inquietudes, sufrimientos e inseguridades, aportando con trazo agresivo ese ahondamiento en la veracidad al abrigo de una historia convencional que hurga con desinhibición en un retrato donde los primeros planos de los rostros de estas dos mujeres (cómo duermen, cómo comen, cómo se miran o reaccionan) es más significativo que la sensación deslumbrante de lo físico, de la exploración carnal o la lívida fogosidad inicial para combinar sensaciones descritas con maestría en ambos personajes, como la consumación de su primer encuentro, fagocitando ese despunte enérgico que transmite la esencia del deseo en una relación apasionada.
No obstante, la grandeza que logra relativizar el sexo como parte natural de toda relación y su pasión va instaurando la verdadera entidad del filme, hacia otros estratos mucho más fundamentales; como la diferencia de clases; Adèle pertenece a la clase obrera y Emma proviene de una raigambre elitista. Así, mientras los de ésta última asumen la condición sexual de su hija y comen ostras felices, los de Adèle, conservadores y humildes, comen espaguetis a la boloñesa y viven en el engaño, describiendo con todo lujo de detalles lo que resulta todo un regalo para los sentidos. O, sobre todo, la relación y el vínculo, la necesidad y un afianzamiento que se ve salpicado por los conflictos que sacuden a cualquier pareja, más allá de la homosexualidad, que se regulariza a lo universal con una inteligencia apabullante. De la puerilidad y necesidad fisiológica a la complejidad de la madurez, donde la explosión del acercamiento pasional deja paso a un submundo que concentra el verdadero sentido del amor, de la obligación y el compromiso.
Kechiche despliega el difícil dominio del formato panorámico para captar ese cúmulo de sensaciones, en una poética que tiene mucho de fruición antropológica, integrando un ambiente urbano y contemporáneo de la ciudad de Lille con la voluntad de proponer un acto ‘vouyerista’ con propósitos de implicación fuertemente sujetos hacia la verdad de unos personajes inolvidables, encaminando su narración hacia un ciclón de matices que suscitan esa empatía autoconsciente, involucrando al espectador hasta niveles pocas veces se llegan a experimentar dentro de una sala de cine. Y a esta identificación afectiva contribuyen de forma imprescindible Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux, dos actrices en estado puro, explotadas hasta el límite de su enorme talento, alejadas de formalismos o metodologías que superan la interpretación para llegar a la verosimilitud de sus personajes, viviendo en ellos y transmitiendo su intensa armonía de espontaneidad plena, incluso cuando hay que llorar desgarradoramente y el llanto real no escatima en lo menos estético del sufrimiento.
‘La vida de Adèle’ sintetiza una década constreñida a tres horas de pura narrativa intimista, donde el paso del tiempo define la legitimidad de cualquier amor, igual de sensual e imperecedero como catastrófico y frustrante, a la vez que destructivo, donde la necesidad se transforma en rutina y los errores en penitencias imposibles de aliviar. Es la metáfora de cómo ese color azul, salvaje y misterioso, va adoptando otras tonalidades según avanza la historia, disolviéndose en un cauce de emociones intensas y crudeza extraordinaria. Cine como elemento transgresor con identidad más allá de lo puramente artístico, de lo humano, como estudio del erotismo y la belleza, de la condición humana, el amor y sus consecuencias. No es la vida de Adéle lo que se narra aquí, es la vida misma como escenario común y reconocible capaz de agitar el alma y corazón.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2013

martes, 3 de diciembre de 2013

El universal fenómeno de la pareidolia

Probablemente no os suene mucho el término pareidolia, pero seguro que lo habéis experimentado o percibido más de una vez. Se trata, simplemente, de esa ilusión óptica y psicológica por la cual distinguimos formas concretas o rostros en objetos donde en realidad no existen. Exacto, aquel juego infantil a descubrir formas en las nubes es el ejemplo más clásico a la hora de ejemplificar ese fenómeno por el cual el cerebro predice y asocia morfologías familiares. Algo parecido a la apofenia, otra vertiente de esta vinculación de sucesos perceptivos conexionados donde no los hay. En la imagen superior bien podríamos advertir cómo un sofisticado helicóptero está engullendo sin piedad a los soldados marines.
Una manifestación cuya popularidad hace que lo liguemos a algún ejemplo personal ¿Quién no ha visto un rostro animado en un lavabo, en algún tipo de utillaje o en alguna otra conformación física o natural que recuerda a algo? Hay célebres ejemplos de este tipo de manifestaciones conocidas por todos; desde las caras de Bélmez (Franco incluido), el pequeño pueblo de la Moraleda, en Jaén, famoso por manchas de humedad que parecen rostros, como aquella superficie escarpada de Marte que dio a origen a numerosas teorías sobre la vida en el Planeta rojo, gente que ve en uno de sus Cheetos, en una fajita mexicana o anos caninos la figura de Cristo, manchas de café, wáteres o relojes con formas que recuerdan a caras divertidas, flores y elementos naturales que evocan órganos sexuales, Elvis Presley o Fidel Castro en una tostada o hasta el Síndone o Santo Sudario pertenece a esta categoría de este reconocimiento alucinatorio y polifórmico.
En Internet hay multitud de páginas dedicadas a la pareidolia. Aquí, por ejemplo, tenéis la sección de REDDIT, un grupo de Flickr o incluso una cuenta de Twitter delimitados únicamente a todo esto.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

'Le Samouraï', el silencio de la muerte

“La profunda soledad del samurai sólo es comparable a la de un tigre en la jungla”.
(El Bushido)
Alain Delon da vida al hermético y frío asesino a sueldo Jeff Costello, un hombre marcado por el código de honor japonés Bushido, estricta cédula ética por el que se regían los samuráis. ‘Le Samouraï (El Silencio de un Hombre)’ es una excelente pieza del cine negro francés, donde la calidad de los diálogos y su uso taxativo amparan una cuota de interés magistral. Jean-Pierre Melville, sugestionado en su fascinación por el cine estadounidense logró aunar la perspectiva determinada en los géneros cinematográficos yanquis con esa aura de alarde de los grandes cineastas europeos. ‘Le Samouraï’ es la demarcación que separa la excelencia de cintas como ‘Bob, Le Falmbeur’, ‘El Confidente’, ‘El Guardaespaldas’ o ‘Hasta el último aliento’ de la grandiosidad de su obra maestra ‘Círculo Rojo’, con la que ‘Le Samouraï’ tiene tantos paralelismos. Es la invención elaborada de unos cánones frecuentes, de depurada estilización que componen su trayecto hacia un estilo propio y sugerente, con matices de un alcance fílmico mayúsculo.
‘Le Samouraï’ es un catálogo de los ideales artísticos de un genio como Melville, de su impronta definida en la caracterización de personajes habituales en su carrera. Jeff Costello es la representación idealista del antihéroe ‘melvilliano’, un personaje desmotivado, sin causas ni objetivos, frío y ascético, silencioso, amparado en una soledad emplazada en habitaciones claustrofóbicas, representando un entorno que denota el único espacio de libertad real ante un mundo perseguidor y amenazante, espacios abiertos donde acecha el peligro. Los taciturnos héroes de Melville, que encuentran en Costello su procedente enseña, siguen un código moral invulnerable convertido en un protocolo de decisiones que sólo tienen un camino establecido por el propio personaje. En este caso, un Costello que sabe desafiar con carácter ritual a la sacralización de una muerte que asume y afronta con el honor del código ético aplicado por su profesión.
Melville juega con un atractivo distanciamiento del espectador con respecto a Costello, pero sin dejar en todo momento de acercarle a la cotidianidad (el simple sigilo con el que se mueve, un apartamento semivacío, un pájaro enjaulado al que dar de comer, la meticulosidad con la que se prepara antes de salir de casa…), un detallismo plagado de silencios, de miradas que expresan mucho más que las pocas líneas de diálogo que se escuchan a lo largo del filme. Es, en último término, la impasible crónica de un suicido de un hombre traicionado que no tiene otra alternativa que la de aceptar una ética especial dentro de una situación que acaba por dominarle, al que se le escapa de las manos cualquier resquicio de esperanza o salvación. Su sacrifico es la única alternativa, mostrada como un gesto de honesta heroicidad que parte de una razón única, la fidelidad a unos principios, a una conducta cimentada en un compromiso que no admite el arrepentimiento.
El filme de Melville es una película que no duda tampoco en acoger toda la iconografía e iconos del cine negro, con esa tendencia narrativa a la mentira, traición y manipulación por parte de sus personajes, donde las delaciones se suceden constantemente; el contratista (Jacques Leroy) vende a Costello, los gángsteres manipulan a Valèrie (Cathy Rosier), ésta traiciona a Costello y el asesino a sueldo lograr adulterar las sospechas del inspector de policía (François Périer) en relación a Jane Lagrange (Nathalie Delon), que se convierte en la única coartada del asesino. Tampoco faltan persecuciones, tiroteos, intriga criminal y esa dualidad divergente que hace que los asesinos parezcan héroes y los policías sean los malvados hostigadores, así como los elementos de vestuario y personaje característico del cine negro más clásico.
‘Le Samouraï’ es una película de mentiras y traición como única vía de supervivencia, donde la intimidad tiene tanta importancia y la estilización fotográfica de Henri Decaë ahonda sin tregua en la personalidad de los roles, utilizando colores apagados y fríos que se transforman, como casi todo en esta cinta, en parte de una puesta en escena opresiva e inquietante. Un juego de espejos, de imágenes irradiadas que lo único que dejan claro es la impenetrabilidad de los rostros y sus actitudes, así como la impermeabilidad que poseen sus personajes, ambiguos, como su propia condición y moralidad. Melville se valió para ello de descripciones lentas, sin apenas diálogos, deteniéndose en los hechos y su mecanismo y sosteniendo la acción en los hieráticos gestos de Costello. Es la peculiar búsqueda por parte del cineasta de esa gran tragedia que siempre quiso reflejar en un cine desbordado, en muchas de sus ocasiones, en la más rotunda brillantez.
La obra maestra de Melville se ha mantenido como uno de los títulos más importantes del género dentro de la historia del cine y es una película capital a la que le han rendido homenaje cineastas como Godard, Scorsese, Tarantino, Jarmusch o John Woo.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Trailer de ‘Nymphomaniac’ o la controversia de un estratega

Si hay algo que domina el director danés Lars Von Trier es la controversia. A veces se le va de las manos en esa pose de visceral provocador que forma parte de la directriz de artista autoerigido profundo experimentador de la estética y los argumentos fílmicos en todas y cada una de sus concepciones, como cuando en el festival de Cannes, durante la rueda de prensa de ‘Melancolía’ tuvo la feliz idea de expresar su simpatía por el mismísimo Hitler, algo que le crucificó en el prestigioso certamen que tanto ha impulsado su carrera. En su condición de sedicioso, arrogante y rupturista, Von Trier se ha creado ese mito de cineasta contracorriente y lo ha demostrado en su último filme, ‘Nymphomaniac’, del que se lleva escribiendo incluso antes de rodarse.
Altercados con parte del casting (Charlotte Gainsbourg, una de sus habituales, ha confesado no querer volver a trabajar jamás con Von Trier), incómodas escenas de sexo explícito, exhaustivas jornadas de trabajo exprimidas con afán tiránico por el creador del movimiento Dogma o la negación por parte de éste a rebajar ni el tono excesivo ni la larguísima duración del montaje final. Al director el hecho de que su película se pueda quedar sin distribución parece que se la suda. Todo apariencia, obviamente. También pensaba lo mismo de ‘Dogville’ y terminó recortándola para una exhibición comercial que, en este caso, delimita la rentabilidad a esa opulencia de sexo que promete este peculiar individuo cinematográfico, tan dado a llevar al límite sus obsesiones, sin importar crudeza y realismo. Algo que no es nuevo en su condición de alterador.
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Este fin de semana se ha lanzado el primer tráiler oficial y parece que su actitud contestataria va en serio. En poco menos de dos minutos se vislumbran las intenciones de Von Trier, con un drama saturado por esa explicitud tentadora con rostros como Gainsbourg, Uma Thurman, Stacy Martin, Shia LaBeouf, Jamie Bell, Christian Slater, Stellan Skarsgard o Willem Dafoe. Ahora sólo falta saber si para su exhibición la cinta de más de cinco horas de duración se dividirá en dos partes y si serán mutiladas de la superabundancia carnal o si finalmente el público podrá ver en pantalla grande (se supone que el 25 de diciembre en España) esa versión final que el cineasta se ha propuesto no tocar. El baremo de la transgresión, no obstante, se ciñe a la repercusión que ha tenido en la red. Apenas unas horas después de lanzarse, Youtube lo censuró acogiéndose a su pacata política de material sexual. Después, al parecer, dejaron que el avance corriera como la pólvora. De nuevo, y como en el creador de ‘Anticristo’ es ya casi un estereotipo, la polémica está servida.

martes, 19 de noviembre de 2013

Syd Field, el gurú del guión

(1935-2013)
"Un guión es una historia contada en imágenes: un guión trabaja con imágenes visuales, con detalles externos, con un hombre que cruza una calle concurrida, un coche que dobla la esquina, la puerta de un ascensor que se abre, una mujer que se abre paso a empujones entre la multitud. En un guión usted cuenta su historia en imágenes.
... en el diálogo y la descripción: Un guión es una historia contada en palabras e imágenes; los personajes comunican determinados hechos e información al espectador; el diálogo comenta la acción, en ocasiones es la acción, y siempre hace avanzar la historia. Cuando escribe una escena o secuencia, está describiendo lo que dice y hace el personaje, los incidentes y acontecimientos que componen la historia. Cuando escribe un guión, está describiendo lo que ocurre; ésa es la razón de que los guiones se escriban en presente. El espectador ve lo que ve la cámara, una descripción de la acción situada...
... en el contexto de la estructura dramática: Su guión tiene una estructura bien definida: un principio, un medio y un fin, aunque esté narrada en “flashback”, como ‘Annie Hall’. Su historia empieza aquí y termina allí; va del punto A al punto Z. La estructura es un contexto porque “sostiene” todo. Recuerde que el contexto puede compararse a un vaso. Si toma un vaso vacío y mira en su interior, verá un espacio. Ese espacio acoge el contenido: leche, agua, cerveza, limonada o lo que sea. El contexto siempre sostiene el contenido, del mismo modo que la estructura sustenta su historia.
…Y la estructura dramática se define como “una progresión lineal de incidentes, episodios y acontecimientos relacionados entre sí que conducen a una resolución dramática”. ¿Por qué es tan importante la estructura? Porque es una herramienta que lo ayuda a dar a su historia una forma dramática. Es un punto de partida en todo proceso de la escritura".
Syd Field - 'The Screenwriter's Workbook' (1984).

viernes, 15 de noviembre de 2013

Especial 'COMMUNITY': Una ‘sitcom’ contracorriente

Cuando uno se enfrenta a una serie como ‘Community’ sin ninguna orientación o admonición previa, accede a ella algo descolocado, sin una disposición muy definida acerca del universo en el que se va a meter. De entrada, parece la enésima recreación cómica de ambientes universitarios con la salvedad de que los estudiantes son ya adultos con problemas que encuentran en este entorno una nueva oportunidad de redención. La trama nos sitúa en la Greendale Community College, bajo un modelo de programa académico americano de un par de años para alumnos de cualquier edad que obedecen a unos requisitos mínimos para poder acceder a la Universidad o como plataforma para obtener un empleo. Pero la Greendale no es un centro de estudios cualquiera. Es un recinto bastante singular que erige una estatua al actor Luis Gúzman como padrino del centro y que adopta una mascota impopular e indefinida que simboliza el caos deforme tan representativo del ambiente que se respira en esta apasionante serie.
Tampoco sus protagonista parecen especialmente atractivos al gran público, presentados en un grupo de estudio de clases de español que forman un variopinto catálogo de roles adecuados a estereotipos asumidos como frecuentes dentro de cualquier otra ‘sitcom’ ; Jeff Winger (Joel McHale), un altivo y narcisista abogado inhabilitado por no tener un título universitario, que en seguida se fija en la explosiva Britta Perry (Gillian Jacobs), una guapa y rubia antigua activista con espíritu de hippie que ha terminado por acomodarse en la sociedad capitalista que antes aborrecía. El detonante parte de ahí, uniendo a la brigada protagónica a Annie Edison (Alison Brie), una judía perfeccionista y neurótica que llega recién salida de un centro de rehabilitación por su adicción a los fármacos, Shirley Bennett (Yvette Nicole Brown), una ama de casa ultracatólica, divorciada y acomplejada y Pierce Hawthorne, un rico y viejo racista heredero de una célebre empresa de toallitas que ejerce de gruñón bastardo cuyo personaje antipatiza voluntariamente con misantropía el siempre controvertido Chevy Chase. El círculo se cierra con el duopolio compuesto por Troy Barnes (Donald Glover), una ex estrella afroamericana del fútbol americano universitario algo inmaduro y que fingió una lesión para no aguantar la presión de este tipo de estrellas deportivas y Abed Nadir (Danny Pudi) obsesivo ‘geek’ absorbido por una filia casi autista por el cine y la televisión que gusta de transgredir habitualmente la “cuarta pared”, convirtiéndose muchas veces en los ojos y la perspectiva del espectador, consciente de que es un personaje de ‘sitcom’ atrapado en una serie.
Con estos mimbres, ‘Community’ no sorprende en su arranque, es cierto, pero capítulo a capítulo, comienza a corregir sus propios defectos ávidamente, haciendo de sus personajes el pilar de su considerable fortaleza y eficacia en una constante conjugación narrativa que apuesta por la confusión y la obsesión, abordando temáticas con heterogeneidad estilística de recurrente sorpresa. Así, desde su primera temporada, la serie proporciona una variación inmejorable, con tramas de sofisticada elaboración, amparadas en unos guiones que transgreden lo temerario, coqueteando siempre con el surrealismo. En suma, avanza oscilando entre extremos intrínsecos a la comedia desconcertante, los convencionalismos de la ‘sitcom’ y referencias varias, aludiendo a la irrealidad, al ‘metagag’ dentro de la propia narración o en innumerables ocasiones citas y guiños a la cultura pop.
El desconcierto de una creación libre y radical
Su creador Dan Harmon ya había experimentado las sensaciones del éxito con este tipo de contingencias humorísticas en creaciones como esa insólita ‘Water and Power’, dentro de ‘Sarah Silverman’ y como co-autor de la cinta de animación ‘Monster House’. ‘Community’ no nace bajo la comodidad de otra ‘sitcom’ cualquiera. Auspiciada por la NBC, que siempre ha estado volcada con ‘The Office’ y ‘30 Rock’, ha pasado por todo tipo y problemas por su vida catódica (cambios de horarios, cancelaciones de temporadas sin terminar, pugnas irreconciliables entre Chevy Chase y Harmon, incertidumbres varias…), incluida esa comprometida pugna de audiencia en horario de máxima audiencia, casi un reto suicida, con una de las comedias más exitosas de los últimos años: ‘The Big Bang Theory’. Y, a pesar de todo, logró salir indemne. En gran parte, porque su progresión responde a la externalización de la “nada” al “todo” producida por esa versatilidad con la que se esgrime la ruptura con cualquier código determinado, a modo de sinécdoque, siguiendo pautas retorcidas y complejas, doblegando sus argumentos a puntos de inflexión inesperados.
¿El resultado? El deslumbramiento que refuerza esta dinámica por la conmoción de un público que asume con dificultad los subtextos transformados en catalizadores de la esencia de toda serie de culto. ‘Community’ está poblada de personajes imperfectos movidos casi siempre por el egoísmo y los intereses, que van aprendiendo a convivir como una nueva familia, aprendiendo a conocerse y a soportarse, equilibrando sus polifórmicas personalidades dentro de los márgenes de la amistad y la cercanía, lo que da origen a una alienación colectiva que acaba dando como derivación una pequeña secta donde se rehúsan nuevos miembros, ya sea el Señor Chang (Ken Jeong), que pasa de ser el peor profesor de español del mundo, a acosador maníaco, guarda de seguridad y pérfido villano hasta incluso el mismísimo Jack Black, uno de los cameos más recordados de la serie.
Esa tipología de divergencia supone, desde sus primeros coletazos de rebeldía contra las normas, una de las señas de identidad en ese carrusel de aventuras y mezcla de géneros que se suceden a lo largo de sus episodios. Por ello, no es extraño que, a lo largo de sus (hasta el momento) cuatro temporadas, la tensión romántica de un triángulo constituido por Jeff, Annie y Britta se diluya en un musical o en un episodio de Halloween de naturaleza zombie o que la amistad sin fin de Troy y Abed traspase el cosmos dimensional. Algunos capítulos se toman la libertad de convertir a los personajes en muñecos de plastilina para narrar una pieza de animación ‘stop motion’ de tintes alcaloides e incluso uno de los mejores (quizás mi favorito), donde los personajes se computerizan en un juego de arcade de 16 bits. La obsesión por el ‘paint ball’, bien sea para homenajear la perspectiva ‘third-person shooter’, como recrear un ‘spaghetti western’ dentro de los contornos de Greendale, es otra de los periódicos reclamos de una serie en la que tampoco faltan bunkers fabricados con sábanas con todos sus protagonistas en pijama, una misteriosa y secreta hueste que representan los reparadores de aire acondicionado comandada por John Goodman, sin olvidar al mono con tendencias cleptómanas que vive en los conductos de ventilación del centro.
Parece que los límites no existen en esos patrones que codifican el estatuto imaginario de este tipo de comedias para llevarlo un paso allá, jugando con la sátira y el humor inteligente en los que cualquier personaje es capaz de fracturar las decisiones del resto del elenco con frases que se escapan a la lógica, chistes sin sentido o la propia invención de series dentro de la misma serie, de alusiones directas o indirectas a clásicos, parodias a otras conocidas ‘sitcoms’ o películas de culto (desde ‘Friends’ a ‘Cougar Town’, la sempiterna ‘Star Wars’ o ‘Uno de los nuestros’ –inolvidable el episodio ‘Contemporary American Poultry’-).
‘Community’ manifiesta la libre y radical demostración de una creación engrandecida hacia la autoreferencia, implantando saludos propios, señas de identidad particulares y reiteradas (como ese “Troy y Abed en la mañana…”) o series dentro de la propia serie, como ese guiño de ‘Doctor Who’ que es ‘Inspector Espacio-tiempo’, condimentado con elementos absurdos que se apuntalan como inexcusables ‘running gags’ en la figura del decano Pelton (Jim Rash) y su obsesiva filia por el disfraz y por la ensoñación de caer en brazos de Jeff Wiger. Pequeños retazos que dan forma al ritmo y el caos que se va fraguando según avanza una serie, para acabar de transformarse en una experiencia imprevisible, en una locura de originalidad entendida como una ráfaga de talento inacabable.
Sin embargo, no todas las temporadas implican estos epítetos entusiastas, ya que sucedió lo peor que le puede acaecer a una serie tan arriesgada y personal como esta. Sony Pictures TV despidió a Harmon y la cuarta temporada quedó bastante deslucida y decepcionante por la marcha de éste, que es reconocido como el emblema estilístico, dejando un declive a nivel de guión y tramas que concluyó con una paradoja espacio-temporal bastante anodina en la graduación de Winger y la despedida de todos los personajes. El final de la serie no satisfizo ni a Harmon (que lo hizo saber a través de un postcad) a sus millones de fans irredentos.
Una nueva oportunidad para decir adiós
Pero como en toda historia hay un final feliz, en la última ‘Comic-Con’ se anunció una nueva temporada, la quinta, de nuevo con su progenitor original a las riendas. La NBC ha fechado su estreno para el 2 de enero de 2014. “Será algo completamente nuevo. Tenemos que restablecer estos personajes después de la cuarta temporada, volver a lo básico, a lo emocional y, desde ahí, seguir jugando con el riesgo para lograr la más divertida de todas las temporadas”, manifestó Harmon en San Diego el pasado junio. ‘Community’ tiene, por tanto, otro juego que ofrecer, para consolidar esa naturaleza contracorriente y formatear sus líneas argumentales hacia unos guiones profundamente meditados que podrían definirse como verdaderos milagros dentro de la ingeniería argumental de la ‘sitcom’ moderna.
Atrevida, divertida, inteligente y muy consciente de su propia lucidez, los “Siete de Greendale” volverán al campus para seguir descubriendo todo tipo de inseguridades y hacer ver que son personajes que quieren ser otro personaje que no son y no la persona que representan en realidad. Un mundo bizarro arrollador que transforma una sala de estudio oscura, solitaria y aterradora en un páramo de adopción sentimental, estableciendo en la disfuncionalidad una segunda familia recurrente que explora como pocas la aceptación de la imperfección como modo de vida. ‘Community’ es un ‘must-see’ ineludible. Una de las mejores ‘sitcoms’ que han desfilado por la parrilla americana tan volcada en ofrecer productos de primera calidad.

jueves, 14 de noviembre de 2013

55 ZINEBI: Una doble sensación

Hay una doble experiencia que contribuye a una extraña sensación de singularidad dentro de este nuevo viaje a Bilbao, ciudad de la que me siento parte y donde estoy como en casa. Por una parte, ayer volví a presentar ‘El límite’, mi anterior cortometraje cuyo estreno se produjo hace una década. Debo reconocer que pese a lo tortuoso de aquel viaje hasta que vio la luz (muy similar a lo que ha sucedido con ‘3665’) hoy en día parece lejano y se habla con cariño de él, aunque uno no sepa bien que decir respecto a un trabajo que se pierde en la memoria. Anoche, dentro del mítico Evidence Café Teatro, en su habitual Cineclub de los miércoles, el evento llevaba por título ‘Sesión Pre-Zinebi’, con el pase del mencionado cortometraje de antaño y ‘The Baskles’, un divertido y muy vasco mokumentary creado por un grupo de inquietos artistas capitaneados por Adrián Agrelo. Fue una velada distendida y el ambiente familiar, con amigos y conocidos compartiendo un instante de nostalgia y un soplo de aire fresco con las aventuras ficticias de ese grupo euskaldun que aparecieron en Bilbao antes que los ‘Beatles’. Durante la proyección del trabajo propio, pude revivir experiencias a través de los recuerdos y no pude evitar pensar cuánto tiempo había pasado desde entonces hasta hoy. Pero sobre todo en qué poca suerte hemos tenido a la hora de rellenar el vacío con más proyectos.
Por otra parte, ‘3665’ está dentro de la sección dentro de la sección oficial del Festival Internacional de Cine Documental y Cortometraje de Bilbao (ZINEBI), que se proyectará mañana viernes como integrante de las propuestas de los Cortos Vascos para esta edición 2013, una tradición que inaugura desde hace años un certamen que cumple ya los 55 años. Y eso es un privilegio. Un lujazo. Y, de repente, la nostalgia de ayer, se ha convertido en la ilusión de estos días, en los que experimento, por primera vez, el trato dispensado como si fuera un cineasta, hotel incluido, ruedas de prensa de por medio, fragmentos de un pequeño sueño vivido desde una perspectiva a la que, obviamente, estoy desacostumbrado. Esta tarde-noche, en el eminente Teatro Arriaga, junto a la Ría, se verá por primera vez en Bizkaia este nuevo corto que ha tenido gran parte de su gestación aquí, compartiendo pantalla junto a distinguidos trabajos de reconocidos autores de la tierra; ‘Democracia’, de Borja Cobeaga, ‘Cólera’, de Aritz Moreno, ‘Sonic Trash’, de Jesús Pueyo o ‘Loco con ballesta’, de Kepa Sojo, el corto documental ‘Zela Trovke’, de Asier Altuna y las cintas de animación ‘Hotzanak, for Your Own Safety’, de Izibene Oñederra y ‘Sangre de unicornio’, de Alberto Vázquez.
Disfrutemos de la experiencia y hagamos que la celebración por estar aquí derive en una copiosa arbitrariedad que traiga consigo alguna que otra ronda etílica y tarambanera como consecuencia de la delirante felicidad de haber visto proyectado ‘3665’ en el Arriaga. Todo un sueño cumplido. Es lo que toca.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Eduardo Salles y el cinismo ilustrado

Desde hace tiempo, este espacio le debe unas líneas a uno de esos hallazgos que transforman esta herramienta demoniaca que es Internet en un emisor capaz de concentrar talento, brillantez y cinismo cáustico. Se trata de Eduardo Salles. Muchos ya le conoceréis, pero otros todavía no habéis descubierto este ciclón de grandes ideas. Salles es un publicista, diseñador, dibujante, redactor y profesor de la Miami Ad School que lanza su mirada a esta sociedad actual, desgranada con mala hostia, desde un acertamiento sintomático del mundo en que vivimos y que vislumbra con humor negro, reconocible y multidisciplinar. El talento de este “procrastinator profesional”, como él mismo se define, contextualiza el absurdo que supone una realidad distorsionada bajo la agudeza de un autor dotado con el ingenio suficiente para que sus ilustraciones satíricas fluyan desde la inteligencia y la mordacidad.
A través de sus dibujos, invita a reflexionar sobre hasta qué punto ha llegado la cultura popular, escarbando con ahínco en los ‘mass media’, en los estereotipos, en la sobrevaloración de las redes sociales, la ausencia de inquietudes didácticas o las miserias que reflejan la vida moderna, incluidas, por supuestas, la religión y la política. Su estilo es más heterogéneo y experimental que reconocible, aunque el espíritu de sus mensajes deposita una metodología propia, de una honestidad palpable y a veces incómoda, como si aquello en lo que se fija con el fin de satirizar aconteciera dentro de un laboratorio social en el que analizar esa pérdida de dignidad a la hora de asumir las verdades del mundo. Es en ése punto, donde Salles encuentra la expresión de la materia en acción gráfica, en la grafía del humor percibido como la esencia de Antístenes en su filosofía moral surgida como protesta contra la democracia que nos ha tocado vivir, a partir de un prisma cabrón y contestatario que empatiza con el lector de forma fulminante.
‘El Espiritú de los Cínicos’ pasará a ser una cita obligada en vuestro tránsito internauta, una deleitable referencia con la que pasar el tiempo reflexionando sobre su productivo contenido humorístico. Su bitácora es una de las manifestaciones más contundentes y comprometidas que se pueden descubrir en la red. En Sudamérica, este tipo de aspecto ‘hipster’ y barba descuidada, ex Director Creativo de Nike, Kit Kat y Cruz Roja México, es un precoz genio consagrado del sarcasmo que demuestra que la creatividad está por encima del formato.
No dejéis de visitar su mítico blog y perdeos por un cúmulo de geniales ideas sin límites a la imaginación.

lunes, 11 de noviembre de 2013

De iPhones y carcasas

Tengo asumido que nunca voy a tener un iPhone. Ya no por falta de presupuesto, que podría ser la cuestión básica de esta decisión, sino porque nunca he comulgado con ese sectarismo que corroe el espíritu de la compañía de la manzana. Por mucho que ésta siga marcando la pautas y las tendencias dentro del vasto mercado de la telefonía móvil.
En el mundo de estos dispositivos es un caos que ha carcomido parte de nuestra vida, alineándonos en esa paradoja comunicativa denominada 2.0, cuánto más interconectados estamos más aislados del mundo pervivimos en esta vorágine digital.
Dentro del ecosistema Apple, se prolonga un submundo de ‘customización’, de personalización de objetos como símbolo de distinción identificativa y personal. Algo que me llama poderosamente la atención. El universo de las carcasas y fundas para móviles es todo un enigma con miles de alternativas. Por eso, si alguna vez tuviera un iPhone, sería con un la única y exclusiva condición de poder tener una carcasa Ear Shaped Case como la de la imagen superior.
Obviamente hallazgos como este son los que dan sentido a la telefonía móvil.