lunes, 2 de febrero de 2009

XXIII Premios Goya: Más esfuerzo, mismo resultado

Otro año más, los premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, más conocidos como premios Goya alcanzaron su 23ª edición. La noche televisiva se cerró con 600.000 espectadores y tres puntos más de audiencia respecto a la edición anterior. Podría considerarse como un éxito, aunque tales números se configuran como los discursos de hipocresía, de bastante falsa modestia y de solapadas verdades que se escucharon en la noche de ayer. Aludiendo a la crisis económica, el cine español sigue argumentando, como eterno escudo, que está constantemente en crisis, como una reiteración que no responde a los números que se consiguen gracias a los filmes patrios estrenados. Sin embargo, el hecho de que ninguna película española estrenada en 2008 haya dejado su impronta entre las diez más vistas es un síntoma que debería hacer reflexionar.
Por supuesto, en la gala de los Goya este tema se pasó de puntillas porque, obviamente, no hay que deslucir la fiesta. Este año Carmen Machi, intentando alejarse de su encasillado personaje de ‘Aída’ sin poder evadirlo por completo, fue la maestra de ceremonias de una una noche que, en un concepto global, respondió a una sorpresiva actitud de solventar con divinidad este tipo de acontecimiento que suele caer en el ostracismo y, muchas veces, en el ridículo. Por supuesto, que hubo momentos de vergüenza ajena, pero es justo recompensar con algún adjetivo positivo alguna que otra parte del guión y reconocer (también con algún que otro borrón) la estupenda realización vista en el Palacio de Congresos de Madrid. El escenario, representado por unas enormes escaleras rojas, recibió el descenso de Machi recordando en la memoria al televisivo ‘Ahí te quiero ver’, conducido por la que ha sido y será la mejor anfitriona de este tipo de ‘saraos’: Rosa María Sardá. El inicio fue prometedor, aunque esa conexión con Maribel Verdú, para promover un ‘running gag’ sin gracia, sobró.
El guión, aludiendo a las películas nominadas y a las actrices con candidatura a mejor intérprete femenina, se benefició de varios golpes de humor sustentados en el juego de palabras o en la alusión del género de espías como favorito de los políticos presentes en la sala. Sin embargo, la pleitesía provinciana y populista hacia aquellos cineastas que han rodado en España, por encima del cine español de este año o la previsible y bochornosa reverencia a la figura de Benicio del Toro, fue mermando el buen comienzo de estos Goya, terminó por ofrecer una gran ración de “más de lo mismo”, que se unió a esa incursión metida con calzador de la victoria de Rafael Nadal en el Open de Australia, refiriéndose a ella como un filme de ‘acción’. Pese a la mejora, se necesita creer en el potencial de estos premios como espectáculo digno. Y esto, unido al progresivo decaimiento de la gala, deja claro que no es así.
Como hace algunas ediciones, el beso en la boca parece que vende. Por eso, Machi se respaldó del guión y pudo darse un buen morreo con Jose Coronado y Santi Millán, los primeros presentadores del premio a Jordi Dauder, que encauzó la noche de premios para ‘Camino’, la gran triunfadora de la velada. En su discurso, aludió a Javier Fesser y a la lucha contra los fundamentalimos que existen en España. Más allá de los palos verbales al Opus Dei que salpicarían el evento, la ramplonería discursiva hizo acto de presencia demasiado pronto. El Goya al mejor vestuario para Lala Huete por ‘El Greco’ trajo, por medio de un portavoz con problemas para leer correctamente, el primer manifiesto contra la piratería. Huete aseveraba mediante la temblorosa voz de su emisario que está en el paro porque hay mucha gente que se descarga cine a través del ordenador, y que éstos son los verdaderos culpables de la situación del séptimo arte español. La misma soflama de siempre, pero vía fax. No es porque se haga mal cine en este país, es porque la gente piratea. Uno no puede dejar de imaginarse a todos esos deleznables seres diabólicos y perniciosos que utilizan programas como Ares, Emule, Bittorrent, Azureus… ansiosos y vehementes por bajarse archivos audiovisuales como el ‘El Greco’, la película invisible de Yannis Smaragdis que, curiosamente, es de 2007 y gana premios como película de 2008. Lo siguiente fue una muestra de interacción con Benicio. A través de la utilización de la música para presentar dos tipos de situaciones contrapuestas con la misma frase, Carmen Machi dio la pauta de lo que iba a ser el resto de la gala: un sonrojante vasallaje de adulación al carisma del actor puertorriqueño, que incluso le robó protagonismo a la estrella española de la noche Penélope Cruz.
Roque Baños dejó el mejor discurso de la noche por su premio a la excelente partitura de ‘Los Crímenes de Oxford’ y, por primera vez, la cámara busca el rostro de un Alberto Iglesias que aplaudía desde la butaca y quedandose sin premio. Uno de los puntos positivos de esta edición ha sido la coherente decisión de añadir ‘sketchs’ de esos prodigios del humor que son los chicos de ‘Muchachada Nui’ abanderados por Joaquín Reyes. Sus vídeos fueron, de largo, lo más destacado dentro de la comicidad que se busca en los Goya, demostrando que su profesionalidad y talento están por encima de cualquier cosa. Incluso cuando entregaron el galardón al mejor cortometraje de ficción estuvieron a la altura con su ‘gag’ de ‘Los 4 fantásticos’. La entrega de premios por parte de actores, actrices, futuras promesas con Goya prematuro, presidentes de fútbol o directores fue bastante anodino.
El horrible peinado de la presidenta de la Academia Ángeles González-Sinde no restó intrascendencia a su galopante sosería, a su falta de carisma y a la letanía de otro discurso con el que empezó haciendo la pelota a los cargos políticos presentes en el acto, llevándolo por un cauce muy emotivo, recordando a Azcona y a Berlanga para señalar fechas de películas antológicas de estos dos maestros en las que tabién se hablaba de crisis… Sin embargo, pasó enseguida a la soflama sobre la piratería y los operadores, exigiendo poco menos que la cárcel para los que se descargan películas americanas de multinacionales a través de la red desde casa. Lo de siempre. Y todo leído con abrumante insulsez. Para qué se va a aprender lo que le han escrito los de la SGAE.
Pasado el sofoco y la pavura presidencial, uno de los momentos más conmovedores de la noche fue el Goya de Honor a Jesús Franco, al tío Jess, un hombre de cine curtido en mil batallas, controvertido agitador de conciencias y transgresor que ha hecho de su filmografía un catálogo de rarezas, de grandes y pequeñas películas, de joyas ‘freak’, de arte underground, pero siempre honesto consigo mismo y con su particular arte. Casi llora al comenzar su discurso y acordarse de Juan Antonio Bardem y recitó uno de los discursos más bonitos de los últimos años, donde no faltó el recuerdo a la Filmoteca de París, a su inseparable y descocada Lina Romay y a toda la chavalada que intenta hacer cortometrajes. Fue extraño que Santiago Segura le presentara y Pedro Temboury, su más fiel discípulo, le entregara el cabezón con sigilo mientras el recinto se rendía con una ovación al gran Jess. Y fue cuando, con insultante actitud y desdén, Verónica Echegui era pillada 'in fraganti' comiéndose el morro con el pavo de turno, haciendo caso omiso y perdiendo el respeto a un director con 200 películas. La Juani sacó su poca clase, a su ‘poligonera’ sin vergüenza, en el momento más álgido de la noche, mancillando la ofrenda a uno de los grandes del cine español.
Los Goya iban cayendo para ‘Camino’, mientras que José Luis Cuerda subía a por el único premio para ‘Los Girasoles ciegos’, más por recordar la memoria de Azcona que por merecimiento. Fue el momento de ‘El truco del manco’ y Juan Manuel Montilla, “El Langui”, que subió de forma casi consecutiva; primero a por el Goya a la mejor canción y después a por el de mejor actor revelación. Las pasó putas con tanta escalera, pero demostró que cualquier barrera se puede superar con esfuerzo y espíritu de superación. Fue la gran ganadora de la noche junto a Camino. El debut de Santiago Zannou también se llevó el de mejor director novel y dejó a Nacho Vigalondo con las manos vacías por el riesgo de su primera película ‘Los Cronocrímenes’. Zannou hizo pleno a las tres candidaturas.
Para entonces las lágrimas de Nerea Camacho por su Goya como mejor intérprete revelación se contrastaron con la cabronada de los señores que retransmitieron la gala, que cercenaron sin pudor los discursos de los chicos de ‘Héroes. No hacen falta alas para volar’ y ‘El lince perdido’. Se conoce que para los de TVE la animación y los documentales no son importantes. Fue entonces cuando todo se entorpeció, cuando Benicio del Toro aparecía en pantalla cada dos o tres minutos, cuando José Corbacho tomó protagonismo e hizo que las buenas sensaciones se tornaran en bochorno, cuando a los de realización se les empezó a ir la mano, cuando Pilar Bardem y Jesús Bonilla aterieron el ambiente con un número grotesco y cuando un ‘sketch’ de Muchachada dejaba la metáfora perfecta de las producciones españolas sobre una mesa de cristal en el transcurso de una conversación entre un joven director interpretado por Carlos Areces y un productor al que daba vida Raúl Cimas. La autoparodia de Manuela Velasco con una puesta en escena de ‘[REC]’ tampoco fue mejor. Sólo Penélope Cruz, que ganó el de mejor actriz de reparto, le dio un poco de ‘glamour’ a la noche acordándose, además, de Azcona y Fernán-Gómez.
Quedaba poco para el final y el pescado estaba vendido. Javier Fesser subió a por su Goya como mejor guión original y no se olvidó de darle otro palo al Opus Dei, recordando que en el transcurso de la escritura del guión encontró decenas de testimonios de gente maravillosa atrapada injustamente en la institución creada por Escrivá de Balaguer, ni de recordar a Alexia González-Barros, ni a su equipo o a su familia. Una enorme Concha Velasco y el multimedia productor Enrique Cerezo tampoco ayudaron a levantar el declive. Fue entonces cuando ese momento que se venía gestando desde el inicio llegó; Benicio del Toro salió a por su premio por ‘Ché, el argentino’ y su discurso se adecuó conforme al signo de decadencia de la gala. Reconoció no haber visto ninguna película española de las nominadas, empezó a divagar dando muestras que no es que se hubiera preparado algo para quedar bien, sino que el Goya parece que también le daba un poco igual. Agradeció educadamente a los nominados, a la Academia y a Sean Penn, que no pudo escuchar el lamentable chiste de Machi sobre su última película dirigida por Gus Van Sant y con Harvey Keitel desagraviado. A Benicio se le vio, según rumores, con la mente más puesta en la entrepierna de Ana de Armas que en otra cosa.
Aitana Sánchez Gijón le dio el Goya a Fesser como mejor director para, segundos después, conocer sobre el escenario que ‘Camino’ era, justamente, señalada como la mejor película española de 2008. González-Sinde quiso ser aún más protagonista y salió a dar el premio más importante de la noche. Lo hizo con cambio de vestido, pero no de peinado satánico. Y otorgó a Luis Manso y Jaume Roures el Goya a la Mejor Película. Manso agradeció siguiendo las pautas de lo previsible, por su parte, Jaume Roures, dueño y señor de Mediapro, empezó un discurso aludiendo a Penélope Cruz, que una vez le dio un Goya y… no sé qué más, porque la ceremonia estaba clausurada y debía acabar ya. ‘Camino’ había ganado 6 Goya, ‘El truco del manco’ era la sorpresa y otro año más, la gala deja la misma sensación de “quiero y no puedo”. Aunque hay que reconocer que, al menos en esta 23ª edición, se puesto un poco más de empeño.
LO MEJOR
- Roque Baños, siempre.
- Carmen Elías, estaba radiante. A su edad, es un ejemplo de distinción, de belleza y de talento.
- Los chicos de Muchachada Nui.
- La emoción sincera de Nerea Camacho al recoger su Goya como mejor actriz revelación. Eso sí, su traje más que de alta costura era una putada.
- El tío “Jess” y Lina Romay.
- La elegancia y sigilo con el que Penélope siguió la gala pese a quedar en un segundo plano, gracias a la monopolización televisiva de Benicio del Toro. Es una de las grandes.
- María Botto, toda ella(s).
- El discurso de la salmantina Isabel de Ocampo al recoger su Goya al mejor corto de ficción animando a esos jóvenes talentos que luchan por sacar adelante sus proyectos y que se caen con una facilidad terrible.
LO PEOR
- Ese vídeo de Maribel para explicarnos que estaba acabando una obra de teatro y luego iba.
- Muchos momentos de patético ridículo, explicados perfectamente en la amena retransmisión de Chico Santamano.
- El instante ‘James Bond’ con Fernando Guillén-Cuervo bajando las escaleras en plan ‘star’ por el papelón que hace en ‘Quantum of Solace’.
- El vaivén de modelos y vestidos dentro, fuera, en medio de la gala…
- Los cortes de realizacióna algunos de los premios. Indignante.
- Ángeles González-Sinde.
- La sobriedad de Santiago Segura, que estuvo muy serio y conciso a la hora de presentar a Jesús Franco.
- Que realización enfocara a Chus Gutiérrez en el momento en que Fesser ponía a parir al Opus ¿acaso pertenece a esta tela de araña religiosa?
- El traje de Paz Vega, a medio camino entre una cebolla y un algodón de azúcar. La peor forma de disimular su embarazo.
- Que Álex de la Iglesia no se llevara ni el premio a la mejor dirección ni el de guión adaptado junto a Jorge Guerricaechevarría, que ya va siendo hora de reconocerle como uno de los mejores guionistas de este país.

sábado, 31 de enero de 2009

Review 'Siete Almas (Seven Pounds)'

Triste paradigma del descomedimiento sentimentaloide
Gabriele Muccino y Will Smith pretenden repetir el éxito de su anterior película con un drama inoperante en el cual las emociones y sus mecanismos carecen de cualquier atisbo de autenticidad
A Gabriele Muccino le sonó la flauta con ‘En busca de la felicidad’, su debut en el cine ‘mainstream’ en Estados Unidos. Primero, una ‘major’ como Columbia Pictures estaba detrás del proyecto y, sobre todo, contó con el protagonismo de Will Smith, el actor más rentable en la actualidad de las superproducciones. Ambos salieron beneficiados de la aventura; Muccino ha podido seguir desarrollando su carrera americana y Smith fue nominado como mejor actor y reconocido por la crítica más exigente como un sólido intérprete con capacidad dramática. En aquel melodrama, Muccino supo redirigir los elementos trágicos del ‘tear jerker’, ese subgénero exclusivamente ejecutado para hacer llorar al público, además de enfocar la dimensión social del drama hacia el subrayado del “sueño americano” de los 80 como designio primitivo de éxito al narrar la vida y esfuerzos de un hombre con la obligación de escalar socialmente para salvaguardar el bienestar de su hijo pequeño. La trama, llevada con inteligencia, recababa en ése sentimiento paternal y en la autosuperación de un hombre atrapado en una situación límite con el fin de conquistar el corazón del público.
Crecidos ante las expectativas, la unión de actor y director era inminente. ‘Siete almas’ no incurre en ningún tipo de implicación socio-política, ni acude a una historia identificativa entre padres e hijos con problemas. Aquí, la película se centra en un mártir social que renuncia a su propia felicidad para sustentar la esperanza de terceros, un tipo traumatizado por un acontecimiento que no le deja dormir y que ha decidido que no vale la pena seguir viviendo, pero sí luchando por hacer posible que otros logren la felicidad… antes de llevar a cabo su propio suicidio (no se trata de un colosal ‘spoiler’, ya que la película arranca con este trágico instante). Con estos elementos, Muccino y Will Smith, apoyados en un guión bastante flojo de Grant Nieporte, intentan de nuevo la jugada de su anterior trabajo en común.
Una tragedia en forma de melodramón, superación humana, altruismo, amor al prójimo y barreras emocionales por superar. Lo que no han calibrado con exactitud es que para que un melodrama funcione se debe encontrar la complicidad del espectador, una identificación del sufrimiento y la aceptación del drama. Un hecho bien explotado en ‘En busca de la felicidad’, pero que aquí, en cuanto a intenciones y a connotaciones humanas y humanistas, carece de significado.
Pasada media hora de película, el argumento de ‘Siete Almas’ parece diluido en su propia indolencia, ya que apenas se sabe muy bien de qué diablos trata la historia de este hombre con tendencias suicidas, ni a qué se dedica el filantrópico y misterioso Ben Thomas, cuyas acciones tienen un efecto beneficioso para sus objetivos y una causa pretérita y tortuosa. El problema es que las motivaciones y el enigma están faltas de empaque, fundamentalmente porque a Muccino parece alucinarle el juego de tiempos con ‘flashbacks’ redundantes e innecesarios, manteniendo la intriga y envolviéndola en una especie de halo misterioso improcedente. De ahí que Ben Thomas siga a gente, atosigue a personas con extraños procedimientos para saber si son buenas personas o no y decidir con ello si merecen tratamiento preferencial de la agencia oficial de recaudación de impuestos de los Estados Unidos (sic). Un dato éste que sólo conocemos cuando entra en la vida de este reservado fulano un ángel de ébano llamado Emily Posa, joven que necesita un trasplante de corazón y que debe mucha pasta al estado debido al triste amontonamiento de facturas médicas que acopia.
Para entonces, ya nada funciona. Will Smith se muestra tan perdido dentro como fuera de su papel, gesticulando con muecas de angustia que rebasan el histrionismo trágico, sin emocionar ni hacer creíble tanta afectación emocional que persigue el filme. El drama está emponzoñado desde su comienzo por la búsqueda de la lágrima fácil, del sobrecogimiento del público, porque ‘Siete Almas’ adolece de una concesión al melodrama de emociones, donde la efusión es artificial y es vendida como una especie de sentimentalismo de ocasión y oportunista, sin rubro dramático. Por eso, esas cicatrices emocionales de las que habla carecen de autenticidad, desdoblando la historia, por si ello no fuera suficiente, en un infortunado drama de vidas cruzadas para dar título al filme.
Asistimos así a un desfile de enfermos e impedidos, hospitales y zonas residenciales, mujeres maltratadas, transplantes, donaciones, desesperación y muerte. La voluntad de sus imágenes es llegar a la hipersensibilidad humana, sin embargo, el hinchazón emocional con el que el cineasta italiano expone los enlaces de sus subtramas hacen de esta tragedia un simple y triste paradigma del descomedimiento, casi de pornografía sentimentaloide.
En esta aburrida loa a la redención, a la abnegación vital que deviene en el sentimiento de culpa de un hombre a la deriva y sus acciones de buen samaritano, tampoco funciona como relato moral y ejemplarizante, por mucho que veamos a Smith procurar hacernos creer que el altruismo de Ben es inspirador. Y es un problema, porque es la intención última del director y del protagonista de ‘Soy leyenda’. Además, sin perder nunca de vista el enfoque mesiánico y aparentemente complejo de la evolución de la historia. A cambio, el público se encuentra con un artificioso dramón de conmoción hiperbolizada, muy neoerista y desolador, que se muestra manipulador y que no atiende a la sutileza cuando se trata de su simplista sentido a la hora de tratar la vida, la muerte y el dolor humano.
Llegados aquí, el único punto positivo de ‘Siete Almas’ es Rosario Dawnson, no porque se esfuerce en resultar creíble en su papel de enferma terminal que acaba enamorada de Ben Thomas casi como subterfugio a su terrible mal y soledad nunca explicada, ni por sus sencillas réplicas a Smith, sino al encanto innato y el carisma de una actriz que sabe llenar de emoción la pantalla con su mirada. En conclusión, que a Muccino sólo le ha faltado meterle el dedo en el ojo a los espectadores para lograr arrancar esas codiciadas lágrimas. Y ni por esas.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009

miércoles, 28 de enero de 2009

El humor cabrón de 'Putokrio'

“Vendría a ser como una patada en los cojones bien dada”. Esta frase, escogida al azar entre muchas de la cultura popular y que ejerce verbalmente una impresión algo desagradable pero contundente sería la mejor forma de explicar cómo se las gasta el entrañable Jorge Riera en su nueva creación ‘Putokrio’, basado en uno cómic de culto homónimo (autodefinido como kriomix) y hasta el momento uno de sus más reconocidos trabajos en su carrera. Este valenciano, recordado por aportaciones en las añoradas como ‘Kabuki’, ‘Red Infernal’ o ‘La Página Mutante’ y que fue depurando sus bases de provocación mutante, estilo directo y insurgente sentido del humor en cortos como ‘Amanaun, el niño salvaje’ y ‘Charlie busca’, ha vuelto. Y lo hace más salvaje y lapidario que nunca.
La serie de Riera, que verá la luz a través de la web de Adult Swim a partir del próximo mes, es una arriesgada apuesta de animación para adultos y será emitida por la cadena TNT que, a buen seguro, no dejará indiferente a nadie. Fundamentalmente, porque ‘Putokrio’, la serie, es uno de los productos más radicalmente transgresores que se hayan visto en muchísimo tiempo. Inscrita en la radicalidad de su concepción más provocativa (incluso ofensiva, podría decirse), la serie recorre algunas de las obsesiones personales de un creador que asume valiente la vena más macarra y políticamente incorrecta de su mimesis caricaturesca. ‘Putokrio’, que se beneficia del talento y del arte de La Camorra en su diseño y animación, forma parte de la galería de esos perdedores de desquiciada disfuncionalidad que sirven como canalización explícita de una sociedad que no sabe reconocer sus falencias y errores, lo que hace que se incapacite la opción de aceptar realmente qué es lo que hay y cómo funcionan las cosas.
El contenido, macabro, tosco y tremendamente pesimista, juega con un humor que al espectador le será difícil aceptar y que confundirá, lejos del verdadero sentido de esta imposible ‘mezcla-fusión’ de animación de humor cabrón y serial de terror que representa el mundo postadolescente. La primera sensación con la que se percibe la sordidez del universo enfermo de Riera será desacertada. No hay que dejarse engañar, puesto que en su microcosmos abunda una humanidad entrañable fácilmente expuesta al malentendido debido a su corte oscuro, un tanto incómodo, que escarba en la miseria y el lado más oscuro que anida en todos nosotros. ‘Putkrio’ ejerce así un extraño hipnotismo por la deformación moral, que busca la polémica, cierto es, pero como apertura a la reflexión irónica que, mediante su mala hostia hiriente, lo único que pretende es hostigar los fantasmas de la hipocresía bienquista.
‘Putokrio’ se distancia de la noción que tenemos hoy en día por ‘animación adulta’, aquélla en la para hacer reír y quedar bien, se nutre de la asepsia. Lo tópico no tiene cabida en todo esto. Aquí el espíritu es análogo al humor mínimamente desobediente y gamberro que estamos acostumbrados cuando vemos cualquier célebre serie de animación. Estamos ante un acontecimiento obsceno y apasionado, que encuentra además un incentivo en la narrativa incomparable y personal creada por Riera a base de fotomontajes de un lirismo estético abrumador, acertando en su ascético blanco y negro para lograr definir el humor descrito con la misma hostilidad con la que juega con los tabúes. Riera retoza con la misantropía y se aleja del narcisismo de lo alegre, de lo colorista y del optimismo que se viene utilizando para otorgar el humor adulto de cierto empaque (en el fondo falsedad) que tanto parece gustar a todo tipo de público.
‘Putokrio’ camina por otro lado. Viene de cara, directo con sus intenciones de asumir su propia naturaleza, sabiendo enardecer a quienes seguro juzgarán con una superioridad simulada e hipócrita y aplaudida por aquellos que sepan ver la grandeza de este ‘freak show’ irrepetible. Andrés Gertrudix pone el ‘OFF’ de Putokrio, acompañado por las voces de los genuinos e inimitables Venga Monjas y con la inserción de la música de Miguel Ruiz, pionero del ‘techno’ experimental español y conocido como Orfeón Gagarin. ‘Putokrio’ llega para levantar ampollas, para hacer reír a su manera y para demostrar que en España también hay humoristas radicales que saben jugar a dejar en ridículo a aquellos que se consideran adalides del desacato a los buenos modos y hacer algo temerario, con dos cojones.
Una serie que poco tiene que ver con la ideología de la cadena en la que se emite, que encuentra en series como ‘Aqua Teen Hunger Force’, ‘Robot Chicken’ o ‘Harvey Birdman’ el modelo de ese humor transgresor que no es tal. ‘Putkrio’ va más allá. Sigan su pista porque no dejará impasible a ni uno de sus espectadores.

lunes, 26 de enero de 2009

Review 'Mi nombre es Harvey Milk (Milk)'

Trova moral a la libertad y a la heterogeneidad
Un Gus Van Sant domesticado y ortodoxo aprovecha el inminente cambio de gobierno para abogar por las libertades sociales con un ‘biopic’ hagiográfico de Harvey Milk, una figura generacional y fenómeno mediático del colectivo ‘gay’ norteamericano.
Gus Vant Sant ha tenido una racha de trabajos con los que se ha granjeado la condescendencia de cierto sector crítico y un grupúsculo de público escogido con cintas independientes como ‘Elephant’, ‘Gerry’, ‘Last Days’ (y la inédita ‘Paranoid Park’). En ellas, el director de ‘Drugstore cowboy’ arremetió contra el formulismo cinematográfico y experimentó con el cine para intentar rebasar los límites, en una suerte de ensayos empíricos transformados en severo cine minimalista. Van Sant ha jugado en todas ellas con el ejercicio que busca la depuración del lenguaje clásico, en viajes que se sostienen dentro de la ‘no-acción’ como metáfora de la exploración de la identidad, de la pérdida de valores indicativos del desconcierto. Su narración fragmentada y la importancia del concepto cinematográfico de carga y pesadez estética bajo movimientos sin criterio han hecho que la contemplativa y arrogante cámara de Van Sant haya ganado tantos adeptos como refractarios.
Sin embargo, no hay que olvidar que Van Sant, asumiendo su caricatura autoparódica a modo de cameo en ‘Jay y Bob el Silencioso contraatacan’, de Kevin Smith, aboga por el trabajo de mercenario del arte fílmico con trabajos como el impresentable ‘remake’ de ‘Psicosis’ y, en menor medida, ‘El indomable Will Hunting’ o ‘Descubriendo a Forrester’. ‘Mi nombre es Harvey Milk’ respondería a ésta última categoría. El Van Sant dócil y domesticado retoma su ortodoxia a la hora de ponerse frente a un encargo de corte comercial, en una cinta manufacturada con dos intenciones; el testimonio interpretativo de Sean Penn para lucirse con un papel adecuado a las exigencias de los Oscar y la vivificación de un icono postergado en la memoria política y social, un hombre visionario, figura generacional y fenómeno mediático del colectivo ‘gay’ en Estados Unidos que, además, aprovecha el inminente cambio de gobierno para abogar por las libertades sociales.
Así, Van Sant, con este nuevo filme, se beneficia al reivindicar su homosexualidad con un ‘biopic’ de cierto calado nacional y regresar al cine ‘mainstream’ junto a un actor de la talla de un Penn deseoso de otra estatuilla de la Academia que acompañe a aquélla que tan injustamente arrebató a Bill Murray en la 76ª gala de los Premios de la Academia.
La historia es de esas que se acercan con facilidad a la hagiografía y a la glorificación de un personaje expuesto como un mártir, la de Harvey Milk, un político ‘made himself’ que fue construyendo una ideología adaptada a las necesidades del pueblo a través de sus propias reivindicaciones, abanderando la lucha por los derechos de los gays y lesbianas, haciendo de él un rostro reconocible poniendo voz a las movilizaciones contestatarias de una época clave en la contracultura americana y que le llevaría a convertirse en adalid de las libertades públicas dentro de la política municipal. La fábula de lucha moral por la libertad y los logros de Milk dentro de los entornos conservadores del barrio The Castro, en San Francisco, posterior centro de la comunidad gay estadounidense, son narradas por el propio Milk en una grabadora, sabedor de que a su vida no le quedan más que unos días, recopilando su lucha política y reivindicando el aliento de una generación que fue clave en la democracia y en la ruptura con la intolerancia. Gus van Sant tiene muy claro desde su inicio la forma que dar a este manifiesto panegírico. Y lo hace apoyándose en el docudrama, diseminando la película con falsas entrevistas y documentos visuales de la época, que le dan a este nuevo paso dentro del cine comercial, un cierto toque, en su espíritu y condición, de telefilme de sobremesa, sin personalidad suficiente para poder catequizar sobre los temas fundamentales sobre los que gira este drama político.
Es una lástima que ni Van Sant ni su guionista, Dustin Lance Black, no hayan enfatizado en un discurso que podría haber sido más provocadora y biliosa. Se conforman con afirmarse en la trova moral a la libertad y a la manumisión de ideologías, en el empeño obstinado por la defensa de las libertades civiles y alzar la voz en contra de la intolerancia. Lo que limita toda la recuperación del icono gay a una simple proclama de lo políticamente correcto.
Pero no hay que llevarse a engaño. La cinta no carece de autenticidad y visceralidad. Todo lo contrario. Es tan fiel al momento y a sus personajes, siguiendo a rajatabla los designios y entresijos políticos, que acaba por caer en la sucesión de actos históricos con cierta enumeración y en la prolongación realista de los monótonos diálogos sobre objetivos políticos. ‘Mi nombre es Harvey Milk’ se concentra en los actos y consecuciones del personaje, más que indagar en su vida personal, en sus inquietudes y personalidad. De ahí que todos y cada uno de los secundarios que van uniéndose a la diatriba política de Milk no aporten más que la eventual presencia, a excepción de los personajes de Josh Brolin, como rival político conservador de Milk y de James Franco, como Scott Smith, primer amante de éste.
No hay rastro de emoción en las relaciones homosexuales de Milk (por no hablar de la espantosa aportación de Diego Luna), ni una identificación por parte del público con el protagonista. Y lo peor de todo es que tampoco la hay en el desarrollo político de sus intenciones de congregación más allá de su condición sexual, de su férrea creencia en la unidad de los barrios como vehículo para su anecdótico logro como miembro del San Francisco Board of Supervisors, la legislatura de la ciudad y el condado, gracias a una idea tan simple como la de prometer limpiar de mierdas de perro el distrito del que era candidato. O también en esa letárgica lucha dialéctica con John Briggs, antagonista a la candidatura que formula la Propuesta 6 mediante la cual las escuelas de California deberían despedir a los profesores homosexuales de la zona.
Con todo esto, ‘Mi nombre es Harvey Milk’ no es más que otro ‘biopic’ bastante oportunista, con pocas intenciones cinematográficas, que no llega a ser un descalabro gracias a varios factores que comienzan en la estupenda recreación de una época convulsa como son los 70 y un espacio concreto como el San Francisco explorado. También, obviamente, la destacada composición de Sean Penn, en un papel escogido para su mayor gloria, que no deja de ser funcional, pero a su vez concentrando cada gesto en una medida grandeza actoral. Además, nunca había sonreído tanto en una pantalla de cine. Sin olvidar a un James Franco colosal y un Josh Brolin en la cima de su carrera.
‘Mi nombre es Harvey Milk’ aboga por el cambio de rumbo de aquellas vidas sumidas en una rutina asfixiante, que es el diálogo que se retoma del inicio de la cinta, aquél en el que Milk, con su recién conocido amante, confiesa haber llegado a los 40 sin haber hecho nada en su vida. No es óbice para que, años después, fuera elevado a los altares que aquellos ciudadanos alentados por la obtención de la paz y aceptación y dispensar un servicial homenaje a todos los mártires que son y han sido capaces de luchar por los derechos civiles de cualquier tiempo y condición. Incluso se permite adoptar un ‘happy end’ de esperanza y ejemplaridad, disimulando los virulentos acontecimientos que tuvieron lugar en la llamada ‘White Night riots’ (o ‘Noche Blanca’) por un hermoso plano popular de dolor, lágrimas y velas. ‘Mi nombre es Harvey Milk’ es un pregón formulista de reivindicación política que se deja llevar por las grandes palabras de su protagonista. Pero poco más.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009

jueves, 22 de enero de 2009

Los Oscar '08 son sólo de Pe

Era inevitable. Los Oscar tendrán un nombre y se acabó; Pe, o Pene o Penélope Cruz es el único titular que ha acaparado los medios de comunicación con el conocimiento de las candidaturas a las 81ª edición de los premios de la Academy of Motion Picture Arts and Sciences. Que ‘Revolutionary Road’ se haya quedado fuera de la carrera como mejor película o que la que se asume (sobre el papel) como una de las películas más flojas de David Fincher en los últimos años, ‘El curioso caso de Benjamin Button’, haya sido recompensada con 13 nominaciones son dos notas indiferentes.
Lo importante es que Pe ha sido nominada otra vez, como secundaria esta (la otra fue como protagonista por ‘Volver’). También queda en la sombra el hecho de que ‘Slumdog Millionaire’, dirigida por Danny Boyle, con 11 candidaturas, sea la gran favorita y filme revelación de este año que comienza. También que ‘WALL•E’ opte a mejor película de animación, guión, mejor banda sonora (Thomas Newman) y canción, que en éste último apartado haya quedado fuera Bruce Springsteen por su tema en ‘The Wrestler’, que Brad Pitt haya sido nominado por primera vez en su vida como actor protagonista, que ‘Mi nombre es Harvey Milk’ tenga 8 candidaturas o que, como era de esperar, Heath Ledger pueda ganar un Oscar póstumo (si no lo gana con más merecimiento
Robert Downey Jr. por ‘Tropic Thunder’) tiene importancia.
¿Para qué incidir en todo esto? Si Pe está nominada. Esa es la noticia que tendremos que sobrellevar siempre que se aluda, de aquí hasta el 22 de febrero, a la dorada estatuilla y su gala, que este año se prevé como una de las más sosas y previsibles de los últimos tiempos. Esperemos que Mickey Rourke y un milagro salven esta afirmación.

martes, 20 de enero de 2009

'Los Fabulosos Baker Boys': veinte años de la película de mi vida

Jack Baker está cansado, fuma compulsivamente y observa la vida con cinismo y recelo. A pesar de su talento innato, de su lucidez musical a las teclas de un piano, Jack odia al mundo, su trabajo y, en último término, se odia a sí mismo. Vive en un ático descuidado con su perro labrador Eddie y recibe las eventuales visitas de Nina, la vecina adolescente que no soporta cómo su madre intenta construir una familia acostándose con extraños en busca de un padre para ella. Ha llegado un punto en la existencia de Jack en que todo se ha vuelto insoportablemente monótono. Cada noche toca con su hermano Frank el mismo ‘show’ en hoteles y clubes de mala muerte donde apenas se aprecia la música de aquel dúo fraternal que otrora brillaran con cierto renombre en el pequeño circuito musical de Seattle, el contrapunto a la esencia del jazz americano. Lentamente, la estrella de los Fabulosos Baker Boys se ha ido apagando con los años. El bueno de Frank comienza presentando, 88 teclas más allá, a un Jack cada vez más arisco e irascible, contando la misma anécdota, la del gato de la familia Cecil que soportaba sus ensayos juveniles y al que quitaron alguna que otra vida. Han pasado 34 años desde entonces.
Jack no soporta aceptar la idea de lo que representa y lo que es. Sabe que es un fracasado que ha renunciado a su sueño de tocar jazz y que asume que su talento está desperdiciado. La única y miserable subsistencia económica depende de esas funciones noctívagas ante un público que hace caso omiso a sus números de piano. Se ha vuelto tan despreciativo y altanero que mira por encima a su propio hermano, creyéndose superior a él, menospreciando su labor como alma y administrador del dúo, responsable de su vida económica.
Jack comienza a asumir el hecho de que es un perdedor y está encerrado en una triste realidad que le da de comer. Es el reflejo de muchas vidas donde prima la supervivencia sobre un talento que, lamentablemente, deja de ser importante. Es lo que a Jack le ha convertido en un desertor de sus propias ambiciones personales, consumido por el mal humor.
Ha llegado un momento en la vida de Los Fabulosos Baker Boys en que el cambio se hace necesario. Mientras Frank intenta pensar en la forma de salvar la relación con su hermano y el futuro del dúo musical, Jack bebe whisky en Henry’s, un pequeño antro que reúne a jóvenes promesas del jazz, observándoles y recordando aquello por lo que un día suspiró y nunca ha podido llegar a ser. Los Baker Boys son un concepto carcomido y caduco. Ante esta deprimente situación, la redención llega en forma de vocalista que dé un soplo de aire nuevo, una voz que auxilie su decadencia y renueve el interés por el inconfundible mano a mano al piano. Susie Diamond es una joven aspirante a cantante que, dentro de su gremio, tampoco ha llegado a triunfar.
A pesar de sus dotes como cantante, de su atractivo innegable, su ‘glamour’ desaliñado y su dulzura no ha hecho más que unos pocos anuncios radiofónicos. Ello no es impedimento para que los Baker Boys vean en ella a la transitoria salvadora de la sociedad musical. De inmediato, junto a su nueva estrella, comienzan a remontar el vuelo. Ahora, los encargados del Sheraton y del Ambassador no tienen problemas de agenda para hacerles hueco. Es el momento del efímero éxito a baja escala. La coyuntura perfecta para recordar lo que una vez fue una ilusión, agotada en los últimos tiempos por la realidad que les rodea.
Sin embargo, lo que parece una pequeña garantía de comodidad, otra merecida época de crédito y actuaciones seguras, se va al traste cuando Jack se enamora de Susie. Esto, unido a un accidente de bicicleta del hijo pequeño de Frank en pleno bolo navideño cuando actuaban en uno de los hoteles más lujosos del estado supone no sólo el desencadenante del final de los Baker Boys, también el único resquicio que abre los ojos a Jack para enfrentarse a sus fantasmas y a él mismo. Un par de noches de pasión, música y sexo marcarán el paso ineludible para el término de una era. No sólo por la imposibilidad de una relación sin porvenir, sino por ése magistral enfrentamiento a Susie, que le hace ver hasta dónde ha llegado la miseria humana de un hombre extenuado por su autodestrucción. Hay dos instantes dentro del filme, cohercitivos y reprobativos, que tienen lugar en sendos callejones que dan como consecuencia el enfrentamiento con la cruel verdad del fracaso en toda su dimensión dramática.
Susie responde a las palabras de un Jack encolerizado. Para él, de nuevo engañándose, lo que ha pasado no es más una noche de sexo más con otra de las mujeres que pasan por su cama habitualmente. “Hemos jodido dos veces. Eso es todo. Cuando se seque el sudor seguirás sin saber una mierda de mí”, le argumenta. Pero su lamentable situación es tan evidente que a Susie no es muy difícil rebatirle. “Me pareciste un perdedor la primera vez que te vi. Pero eres peor. Eres un cobarde”. Ella sabe ver que Jack personifica una farsa, que su talento se ha vendido demasiado barato y que está tan vacío que no sabe ver que la vida se le está yendo de las manos. Además, mientras su hermano ha formado una familia y tiene una responsabilidad y una dignidad que sobrellevar en casa y sobre los escenarios, Jack no tiene nada. Frank también le recrimina su creciente adicción al alcohol como una única salida y el desprecio hacia los demás. Frank admira a Jack, pero no es suficiente para evitar que los Fabulosos Baker Boys lleguen a su triste final. Ha llegado la hora de asumir que los tiempos de estos dos hermanos forman parte del pasado.
‘Los fabulosos Baker Boys’ supone un hallazgo que va más allá del descubrimiento de una sensacional pequeña pieza de orfebrería cinematográfica. Ya desde su estreno, en 1989, la película de Steve Kloves (que contaba por entonces con 29 años) podía asumirse como lo que es hoy en día, una obra maestra cuyas divinidades se reactualizan en cada visionado. Una película de personajes taciturnos y miserables que malviven en un patético escenario de decepciones y sueños rotos. Noctámbulos buscando una evasiva. Una tragedia disfrazada de comedia, que se va tornando tan agridulce en sus reacciones, en sus movimientos sobre la soledad y el fracaso, que el romanticismo y causticidad se proponen como clásicas, con el fundamento de las grandes películas de los fastos del cine.
Es imposible olvidar a Michelle Pfeiffer cantar el ‘Makin’ Whoopee’, que en los años 20 popularizara Eddie Cantor, subida en el piano de cola de una sala de fiestas repleta de ricachones celebrando la Nochevieja. Imposible no caer rendido a sus sinuosas y frágiles formas, vestida de rojo carmesí, contoneándose y jugando con Jeff Bridges en uno de los números musicales más memorables y mejor rodados (en ‘travelling’ circular apoyado con certeros cenitales) de todos los tiempos. Nunca Jeff Bridges sonó tan melancólico en sus ácidas palabras, en su gesto cínico, de maltrato emocional y necesidades afectivas. Ni su hermano Beau Bridges a una altura tan inalcanzable como la ternura que desprende su personaje. Michelle Pfeiffer bordó el papel de su vida, uno de los roles destinados a marcar una carrera, asumido con riesgo a la hora de cantar y con una contundencia interpretativa que pocas veces se han vuelto a ver en una pantalla de cine.
Acompaña a esta historia de pequeñas miserias la música de un Dave Grusin en estado de gracia acompañado de Ernie Watts al saxo y Brian Boomberg al contrabajo o la selección musical donde prolifera el espíritu de Duke Ellington y la entidad de Benny Goodman. Nunca el optimista y alegre ‘You’re Sixteen’, de Robert y Richard Sherman sonó tan triste que en ese final ubicado en el garage de Frank, cuando Jack asegura que deja los Baker Boys porque está cansado de vivir una mentira. Es hora de reconocer los errores, pedir perdón y comenzar la partida como viejo zorro en sesiones nocturnas los martes y los jueves en Henry's. Mientras, Frank se ganará la vida dando clases a los niños pijos del barrio. Finalmente, Susie se reencuentra con Jack en un final que embarga con la triste mirada de azul de la Pfeiffer aludiendo a la imposibilidad de las segundas oportunidades.
Personalmente, cuando alguien me pregunta cuál es mi película favorita, entremezclada con los grandes clásicos intocables, siempre viene a la memoria esta pequeña joya de Steve Kloves producida por Sydney Pollack. ‘Los fabulosos Baker Boys’ es una de las películas que marcaron mi adolescencia, me insinuaron de cómo y de qué manera funciona la vida. Veinte años después de su estreno se ha convertido, sin perder un ápice de fascinación y magia, en una cinta imprescindible en mi estantería.

sábado, 17 de enero de 2009

Logos en tiempos de crisis

Estamos en tiempo de crisis. Lo dicen constamente en las noticias. La gente ha puesto de moda esta palabra en sus más agoreras frases. Hay crisis inmobiliaria, crisis de materias primas y crisis financiera, lo que está causando una limitación del crédito. Estamos en esa fase que muchos dan en llamar desaceleración económica, provocada, en gran medida por esa palabra que cada día es más familiar: el ‘subprime’, que no es más que un préstamo, hipoteca o inversión de alto riesgo. Muchos lo equiparan a la crisis de ajuste del 1929. Otros hablan del colapso del sistema capitalista. Unos pocos apocalípticos ven en este trance la oportunidad perfecta de las grandes corporaciones para controlar el mundo.
Sea como fuere, en tiempos de crisis, lo mejor es tomárselo con humor y ejemplificar este difícil momento internacional con un rediseño adecuado a la crisis de los logos de algunas de las más importantes empresas del mundo, como propuso hace tiempo Business Pundit en esta parodia de actualización de imágenes corporativas.

jueves, 15 de enero de 2009

miércoles, 14 de enero de 2009

Review 'Australia (Australia)'

Autocomplacencia épica
Han pasado ya siete años desde que el cineasta Baz Luhrmann triunfara en todo el mundo gracias a su película estrella, ‘Moulin Rouge’, ejercicio visual de fastuosos propósitos a medio camino entre el pastiche posmoderno y el carácter antirealista de un cine musical carente de teatralidad y mucha pompa estética. ‘Australia’ supone el golpe de efecto del director australiano para su regreso triunfal al cine épico con grafía de descarada superproducción.
En este caso, Luhrmann es consciente de que su finalidad es una ostentosa ofrenda a los hitos cinematográficos del pasado, al cine clásico y espectacular de cineastas como David Lean. Y lo hace con una consabida historia ambientada en los albores de la II Guerra Mundial, la de una señorita refinada inglesa que hereda una enorme propiedad en el norte de Australia, donde vive una historia de amos junto a un rudo conductor de ganado que le prestará su ayuda más allá de los confines del mundo. Pese a que contiene toda la parafenalia fílmica y la megalomanía típica del cineasta y la falta de interés dentro de un guión lineal y sin sorpresas, el pulso narrativo y el sentido del espectáculo de Lurhmann hacen que ‘Australia’ avance a lo largo de sus casi tres horas con un ritmo diligente, aunque acuda con frecuencia al montaje y a la música para conseguir esa pretendido ceremonia ‘bigger than life’.
Al cineasta y sus tres coguionistas poco le importa el contenido político o histórico entre británicos y nativos o y su mística aborigen, puesto que lo único que parece satisfacerle es la plétora de cine manierista, modernizado por lo artificial de muchas de sus secuencias románticas, embellecidas por la postproducción o por la impostura en la que cae cuando en vez de cine con alma se tiende a la exhibición cinematográfica. ‘Australia’ está atiborrada de falsa grandiosidad escénica, en la que sobreabunda el melodrama, la autocomplacencia conceptual y la artificiosidad de un guión con falta de composición algo más profunda que la que pretende aportar el filme.
Ni siquiera la apagada voluntad de Nicole Kidman y Hugh Jackman hacen que la historia se asuma con seriedad y se intuya claramente como lo que es: como un capricho de su director, que está más ensimismado en llevar a cabo un personal ‘Lo que el viento se llevó’ patrio que un producto con algo de brillantez y honestidad, por mucha excentricidad y magnificencia que impere en el total de esta fallida cinta.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009

lunes, 12 de enero de 2009

66ª edición de los Globos de Oro

Existe cierto desprejuicio a la hora escribir acerca del posible Oscar al que puede optar la actriz española Penélope Cruz por su papel en ‘Vicky Cristina Barcelona’. Ayer, estaba nominada. Sin embargo, no ganó. Se ha venido dando una generalización de la prensa española especializada hacia la euforia. Se dejan llevar por el patriotismo exacerbado. Que el año pasado Javier Bardem se llevará el Premio de la Academia al mejor actor de reparto por ‘No es un país para viejos’ parece que da vía libre para pensar que Pe vaya a hacer lo mismo este año. Lo cierto es que Penélope está muy bien en la cinta de Woody Allen, pero un Oscar sería exagerar méritos. Eso sí, parece ser que Kate Winslet, la gran vencedora de los Globos de Oro al llevarse el de mejor actriz por ‘Revolutionary Road’ y como secundaria por ‘The reader’ (en la misma categoría que Pe), le ha arrebatado la condición de favorita a los Oscar a nuestra actriz más internacional. Es la enemiga. No es la mejor actriz del año ni se destaca el hecho de un doble triunfo en la noche de ayer. Es la antipática rival a batir de cara al próximo febrero. Así funciona la parcialidad pasional y la alegría.
Más allá de simplezas periodísticas, los Globos de Oro han dejado una sensación de cierto escepticismo de cara a los Oscar, puesto que sólo ha habido una película, ‘Slumdog Millionaire’, de Danny Boyle, que hay salido como gran triunfadora de estos premios denominados insistentemente por la prensa como “antesala de los Oscar”. Por lo demás, el Globo de Oro póstumo al mejor secundario de Heath Ledger por ‘El Caballero Oscuro’ hace presagiar el mismo signo laudatorio la noche del próximo 22 de febrero. También Mickey Rourke se ha llevado su reconocimiento por ‘The Wrestler’ dejando sin globito a Sean Penn por esa película creada para su lucimiento por Gus Van Sant ‘Milk’. En el apartado de televisión ‘Mad Men’ y ‘30 Rock’ han sido las triunfadoras.