lunes, 28 de diciembre de 2015

Especial Navidad: 'Los Goonies (The Goonies)', de Richard Donner (1985)

Los Goonies nunca dicen “muerto”
“Jamás traicionaré a mis amigos del muelle de Goon. Estaremos siempre unidos hasta el fin del mundo, a través del cielo o el infierno y de cualquier guerra nuclear. Amigos como nosotros estaremos siempre unidos. En cualquier ciudad, en cualquier país, en cualquier bosque o en el culo del mundo. Porque estoy orgulloso de ser un Goonie”.
Durante años, treinta concretamente, cuando alguien se refiere a ‘Los Goonies’ se establece un vínculo emblemático que despierta un sentimiento a medio camino entre la inocencia de aquel cine esgrimido como como verdadero motor del espectáculo y los valores que reivindican la grandeza de la vida y la aventura. Con tres décadas a sus espaldas, el filme dirigido por Richard Donner sigue atesorando cualidades de clásico y una superlativa calidad atemporal, como el viaje a lo analógico, determinado a un tiempo pasado que siempre parece (y en realidad fue) mucho mejor. Si existe una película generacional que marcara de una forma inconfundible la forja de toda una infancia y adolescencia durante la década de los 80, ésta es, sin duda alguna, ‘Los Goonies’, que formalizó y abanderó uno de los cúlmenes comerciales como productor de Steven Spielberg.
Por eso, cualquier referencia a la esencia de aquel filme tan importante devuelve el recuerdo y una sensación de nostalgia que trasfigura al adulto que la descubrió entonces en un niño que recupera la vocación aventurera de la búsqueda del tesoro de Willy “El tuerto”. Un referente de cine familiar que formuló una ecuación perfecta a la hora de vincular afinidades e inquietudes a través de la infalibilidad de sus aventuras, la fantasía y la diversión en aquel entorno pesquero de Astoria, Oregón, donde se desarrollaban las hazañas de este grupo de chavales que impusieron la máxima del valor de la amistad como elemento de progresión de toda una inolvidable hazaña cinematográfica.
El clásico por excelencia del género adolescente va más allá que de los arquetipos y clichés y se plantea y percibe desde su inicio, asentada en la memoria colectiva, como un estado de ánimo que franquea distintos estratos; desde una desapacible y aburrida tarde de lluvia, el hallazgo de un desván olvidado, un mapa del tesoro y el desafío de lograr una gesta imposible para que el mundo adulto que les espera a la vuelta de la esquina no sea tan voraz e injusto como se les propone.
En un sentido de innegable lucidez, se trata de una certificación cinematográfica de la hazaña infantil sobre el misterio que rodea barcos piratas y tesoros enterrados como reflejo el enfrentamiento a la madurez que impone la post-adolescencia y que, de paso, delimita un forma concreta de hacer y ver películas, circunscrito a la fascinación por el descubrimiento de lo extraordinario. La puerta de entrada a esa era nostálgica de una cinematografía perdida que ya no volverá vino apadrinada por un Spielberg cuyo lenguaje y edictos imponían un código propio, enérgico y emotivo como experiencia excepcional en itinerarios que responden a un ‘know-how‘ reconocible entre espectador y productor, planteados en un escenario de escapismo e incredulidad con un objetivo concreto: atraer a públicos de todas las edades.
Si algo enfatizó el éxito de ‘Los Goonies’ fue la eliminación de los límites entre las películas dirigidas hacia niños y el público adulto, en una mágica fusión que orbitaba cruzando muy distintos elementos comerciales, globalizando un sentimiento de empatía universal en el que el propio cine se presenta como un epítome de artefactos filmográficos con los que jugar de forma lúdica. De este modo, aquellas películas pergeñaron un cúmulo de virtudes donde el hipertexto maridaba diversos componentes genéricos como el cine de acción, piratas, comedia, fantasía ‘teenager’ y toda la raigambre de implicaciones, referencias y significados de un universo soñador como vía existencial del cine comercial que dejó huella en los fastos del ‘box office’ de aquellos añorados y emergentes años.
En busca del tesoro, de un guionista y un director
‘Los Goonies’ insufla la esencia del sentido vital de la aventura por descubrir, sin renunciar a un una desesperación forzada por la necesidad que suscita un curioso reto que implica una serie de pruebas y obstáculos que un grupo de jóvenes deben superar para salvar su hábitat e introducirse así en una vivencia extraordinaria. Todo ello, bajo la perspectiva de ese mundo maliciosamente sentimental instituido por Spielberg y que Donner tan bien supo transcribir en imágenes desde una fantasía conceptual infantil que respeta tanto el género que se olvida de los cánones impuestos para abordarlo ajeno a cualquier tipo de infravaloración posterior. Cualquiera que hoy niegue los valores y grandeza de este filme, estará desestimando la importancia y alcance como fenómeno colectivo que la ha encumbrado hasta el clásico de culto que es y representa.
La historia se basa el deseo expreso de Spielberg de constituir un fragmento de la esencia de su labor iniciática como productor durante los primeros años de los 80. Se empezó titulando ‘The Goon Kids’ y la labor como desarrollador del guión cayó en manos de Chris Columbus, con el que el “Rey Midas” ya trabajaba con más proyectos simultáneos que devinieron en grandes éxitos financieros como ‘El secreto de la pirámide’ o ‘Gremlins’. El entonces el joven Columbus afianzaba con su estilo una modulación de la emotividad despojada de falsedad o benevolencia, haciendo que la integridad de sus guiones no se vieran coartados con la corrección política de aquéllos años sin declinar la condición familiar de sus historias. Desde su rodaje, mucho se habló de la elección de Richard Donner como director. Tras convertirse en un veterano realizador de series de éxito (‘Dimensión desconocida’, ‘Superagente 86’, ‘El agente de la CIPOL’, ‘La isla de Gilligan’, Perry Manson’, ‘El fugitivo’, ‘Ironside’, ‘Canon’, ‘Las calles de San Francisco’ o ‘Kojak’), sus primeros pasos cinematográficos le estabilizaron como un valor seguro. ‘La profecía’, ‘Superman’ o ‘Lady Halcón’ convencieron a Spielberg como una excelente opción para su pequeño capricho de carácter infantil.
Donner era un experto cineasta a la hora de desenvolverse con inteligencia en cualquier faceta del cine de acción, sabiendo manejar tempos y un conciso montaje para conferir a la historia una vertiginosidad más que eficaz. ‘Los Goonies’ asigna una pauta firme a la hora de proporcionar una cuidada línea de diligencia y entretenimiento dentro de una narración que se solapa de forma recurrente a la sensibilidad dinámica de Spielberg y Columbus dentro de la película. Pese a que Donner no le entusiasmaba dirigir a un grupo de chavales adolescentes y que la historia se alejaba de sus pretensiones como cineasta, aceptó el desafío.
Su destreza en el manejo y equilibrio entre comedia y acción, evidencia su ulterior estilo a la hora demostrar de forma visual la identidad fílmica en ese catálogo de estereotipos que formulan los personajes con un propósito de identificación con el público a través de la cadencia en la que se estructura. Donner sabe manejar los límites del cine adolescente, pero se permite transgredir con gran facilidad a otros géneros que inspira todo el caldo de cultivo que configura un conjunto equilibrado y coherente sin concesiones al puerilidad infantil.
La historia es bien conocida por todos. Ubicada en Astoria, Oregón, una pequeña ciudad portuaria en la desembocadura del río Columbia, a dos horas de Portland, un grupo de chavales que se hacen llamar Los Goonies encuentran en un desván lo que parece ser el mapa de un tesoro articulado en torno a una leyenda local acerca de un pirata medieval llamado Willy “El Tuerto”. Tal hallazgo se configura como la única salida para conseguir salvar el barrio en el que viven este grupo de amigos, donde un promotor inmobiliario está a punto de hacer efectivo un desahucio para derruir los edificios y construir un exclusivo club de golf. Si hay una cosa que funciona a la perfección dentro de la película y que permite entender el éxito es la complicidad inmediata que se establece entre público y personajes, esgrimida con una recurrente sutileza. Bastan un par de imágenes o una frase para describir las diversas personalidades y características de los miembros del grupo.
Sean Astin, Jeff Cohen, Corey Feldman, Jonathan Ke Quan y John Brolin personificando a aquellos inolvidables personajes que siguen presentes en el imaginario colectivo; el chico con ortodoncia y problemas de asma Mikey Walsh, el fantasioso e inocente Lawrence Cohen “Gordi”, el cínico y parlanchín Clark Devereaux “Bocazas”, un asiático inventor de todo tipo de ‘gadgets’ Data y un atlético y modélico hermano mayor Brand... Y cómo olvidar a la chica guapa de turno Andy Carmichael (Kerri Green) y su amiga intelectual Steinbrenner (Martha Plimpton) o a ese icono del cine de la época llamado Sloth (John Matuszak) y a los siniestros y a la vez entrañables componentes de la familia Fratelli, Jake (Robert Davi), Francis (Joe Pantoliano) y Mama (la recordada Anne Ramsey). El entusiasmo de un elenco formado prácticamente por un grupo de amigos pre-adolescentes, la fantástica química que desprenden en pantalla y la inercia emocional resultante que sustentan la acción en manos de Donner transmiten de forma equitativa un contagioso sentido del humor que se zambulle sin limitaciones en el sentido más absoluto de la maravilla de acción siempre directa y cuidada, tan característica en la iconografía del cine de los 80 y establecida en el oficio de un director de corrección irreprochable.
La leyenda de Willy “el tuerto”
Dentro de ese viaje heroico que constituye el periplo hacia la salvación de su entorno y de la manutención de su día a día, la figura del pirata Willie “el Tuerto” posee un sortilegio especial y definitorio dentro de las aventuras de ‘Los Goonies’, como una especie de prolongación de nuestros deseos aventureros que envuelven cierto aire de inocencia perdida. El antiguo mapa español que la pandilla encuentra en el desván de los Walsh se nutre del espíritu de Exquemelin o Defoe o de las hazañas y fábulas retratadas por Robert L. Stevenson, Emilio Salgari o Julio Verne, entre muchos otros. De hecho, el Jolly Roger, la bandera negra grabada con una calavera y dos fémures cruzados significó parte del logotipo con el que abre el filme de Donner.
Rescatado del Siglo XVII, William B. Pordobel habría sido un bufón desterrado de la corte española al que le faltaba un ojo que perdió en una lucha a espada. Willie se convertiría con el paso de los años en un ingenioso hidalgo de mar convertido en bucanero sin escrúpulos que siguió la ley del más fuerte viajando en grandes galeones y saqueando todo lo que encontraba a su paso. Según la tradición, siguió la estela de grandes figuras de la piratería como Barbanegra, Anne Bonny, Francis Drake, John Hawkins, Piet Hein, Henry Morgan o Jack Rackham, que ante la amenaza de confiscación de toda su fortuna por parte de la corte hispana, escondió su barco llamado El Infierno en una cueva muy lejana, donde rutas subterráneas e inaccesibles hicieran prácticamente imposible su acceso. Por si fuera poco, levantó una serie de trampas mortales en las cavernas de los alrededores para asegurar que nadie le robara sus múltiples tesoros. La épica medieval confiere esa concepción esotérica a un tesoro casi mítico dentro del género de aventuras que presenta a su vez un personaje invisible pero trascendental en el devenir de la aventura “goonie”: Chester Copperpot (a quien pone rostro Keenan Wynn), un arqueólogo cuya desaparición en la década de los 30 se vinculó a la búsqueda del tesoro de Willy. Un rol simbólico, cuyo esqueleto descompuesto y su cartera con un cromo de béisbol de Lou Gehrig es ya todo un símbolo dentro de la mitología del filme.
La importancia de la galera medieval es crucial dentro de la historia, también lo fue dentro del rodaje. Una réplica de modelo del navío construido para ‘El halcón del mar’ (1940), de Michael Curtiz, con Errol Flynn como corsario inglés Geoffrey Thorpe, fue el decorado más costoso y espectacular de la cinta. Dentro de la historiografía anecdótica del filme, se insiste en que a los actores se les prohibió la entrada al plató del barco en ningún momento del proceso constructivo del enorme ‘set’. El propósito por parte de Donner estaba claro: captar la reacción de los rostros de los chicos al descubrir por primera vez el navío de Willie “El tuerto”, de la misma forma que Ana Torrent descubría boquiabierta al ‘Franskenstein’ de James Whale en la película de Víctor Erice ‘El espíritu de la colmena’.
La mirada inocente a través de un niño es algo que sustenta la idea fundacional de Spielberg como argumentista y Columbus como guionista, la de la búsqueda del sentido de la diversión y la sorpresa, la actualización de la cueva en ‘Las aventuras de Tom Sawyer’, de Mark Twain, la inspiración de búsqueda de un tesoro con las referencias ya mencionadas, el “monstruo” de buen corazón que remite al Quasimodo de Victor Hugo con la figura facial de ‘El jorobado de Notre Dame’, de William Dieterleo en esa relación espiritual que se va estableciendo entre Mickey y el pirata Willy “El Tuerto” que no es otra cosa que una reminiscencia que la que se producía entre Jim Hawkins y Long John Silver en ‘La isla del Tesoro’, de Robert Louis Stevenson…
Un “oscuro” cine infantil contracorriente
‘Los Goonies’ se rodó en riguroso orden cronológico, lo que facilitó que los jóvenes actores fueran descubriendo, con grandes dosis de libertad a la hora de improvisar, las aventuras que afectaban a sus personajes, manteniendo durante los cinco meses de rodaje la constate espontaneidad real que se confiere de sus imágenes. Spielberg estaba impulsando su productora Amblin con el apoyo de Frank Marshall y Kathleen Kennedy, que se tradujo no sólo en una autonomía de producción para el cineasta, si no en la oportunidad de abrir casi un nuevo subgénero dentro del cine comercial de la época. Sus historias basadas en la acción, la experiencia infantil, la fantasía, la aventura y la ciencia ficción reiteraba una exploración obsesiva de la vida de los barrios suburbiales, donde el protagonismo de niños y jóvenes con problemas familiares o afectivos veían alterada su vida con la irrupción de un elemento fantástico capaz de cambiar por completo su destino. Todo ello encajaba con esta historia cuyo guión cayó en manos de un jovencísimo Chris Columbus, que en dos años se convertiría en uno de los guionistas más prometedores de Hollywood. Con veintiséis años y una película comprada por parte de un gran estudio, ‘Rebeldes temerarios’ (1984), firmó tres películas para la Amblin de Spielberg: ‘Gremlins’ (1984) y ‘El secreto de la pirámide’ y ‘Los Goonies’ (1985).
La personalidad de Columbus tenía un efecto añadido que beneficiaba los propósitos de este tipo de películas; además de controlar todas las facetas del cine familiar, le caracterizaba un estilo subversivo a la hora de salpicar sus historias con una oscuridad contestataria al fácil carácter edulcorado con el que se podían haber planteado aquellas producciones comerciales. Si algo no se le puede achacar a ‘Los Goonies’ es que en ningún instante cae en la moralina dentro de la aventura. Con una ráfaga de anécdotas, diálogos y palabras malsonantes que hoy en día quedan muy lejos del estándar "PG" (que sugiere la compañía de un adulto para los menores de 13 años) impuesto por Hollywood, Spielberg apostó en aquellos tiempos (luego, la cosa cambiaría) por tratar al espectador infantil de un modo inteligente, encauzando su historia con la personalidad necesaria sin traicionar al estilo del sello que proporcionó algunas de las proyecciones de nuestros sueños infantiles más recordadas por todos.
Obviamente, eran otros tiempos y esa vulgaridad incorporada a algunos diálogos bajo una estela descubierta de golpes de humor ingeniosos era el paradigma de un cine juvenil planteado sobre un espejo de la realidad despojado de meliflua pretensión. Columbus, además de generar un perfecta montaña rusa de situaciones a modo de ‘truffle shuffle’ (el “supermeneo” de Gordi), delimitó un propósito muy concreto al encender el entusiasmo del espíritu infantil creado para el deleite por el genuino entretenimiento. La confección de sorpresas y enigmas, ese estrato de plataformas de videojuegos tan de la época, la resolución de puzles como un engranaje de Rube Goldberg (y que tiene su visualización en el instante en que Mikey y “Bocazas” abren la puerta del jardín a Gordi) no estaba reñida con un espíritu contestatario que expuso una inusitada libertad indiferente a la circunspección insubordinada a cualquier tipo de responsabilidad que no esté inmersa en los parámetros de la diversión familiar del sello Amblin.
Sólo así es posible que en un momento de la película se juegue con la traducción de “Bocazas” a Rosalita (Rosanna en la versión patria), la nueva asistente hispana (italiana en el doblaje español) de los Walsh, inventando una retahíla de atrocidades que emergen de forma sarcástica en esa inventada y libre traslación que hace referencia a todo tipo de drogas e instrumentos de tortura sexual. Tampoco faltan chistes gráficos y fálicos con un facsímil de una escultura del renacimiento y durante el desarrollo de la historia no escatiman en mostrar cadáveres congelados, intenciones de tortura infantil desde un prisma amenazante nada complaciente de la aventura, siempre al filo de lo insorteable de la función, que se disfraza de cine familiar representado por personajes estrafalarios llenos de personalidad y diálogos inteligentes. Al fin y al cabo, la adolescencia era y sigue siendo una época de rebeldía donde la transgresión de las normas impone un camino de autoconocimiento.
El vigente drama de fondo
‘Los Goonies’ además de sostener una hermosa fábula sobre los valores de compañerismo y la amistad, donde el carácter simbólico de la fugacidad de la infancia amplía su sentido a la aventura como una negativa a crecer, es también un choque frontal con la realidad más cruel. No hay que olvidar que la película de Donner comienza con un miedo compartido y asumido por unos chavales que temen la desubicación y su separación para el resto de sus vidas. La tragedia del desplazamiento de poblaciones locales con rentas modestas a favor de proyectos mastodónticos que no responden al interés general no es algo actual. Lamentablemente, es un drama cuyo ciclo jamás se cierra. Vista hoy en día, ‘Los Goonies’ actualiza su subtrama de fondo con más fuerza que nunca. La posibilidad de paralizar un desahucio como utopía infantil suponía un tema bastante oscuro e inaudito dentro de aquel universo suburbial donde las bicicletas circulaban libremente por las tranquilas carreteras de los barrios residenciales de los 80.
La infancia marca la pauta y el trasfondo iniciático en el que los traumas deben ser superados se insinúa aquí en un impacto vital convertido en el rostro de un especulador inmobiliario de compraventa de terrenos residenciales para convertir una pequeña ciudad portuaria en un inmenso club de golf que suponía el arranque perfecto para aferrarse al inmovilismo de unas raíces que han creado unos vínculos a punto de romperse para siempre.
Los niños crecen de repente con conceptos que ni siquiera entienden: “¿qué son esos papeles?”, pegunta Mikey, “asuntos de papá” le responde su hermano mayor. “Están deseando que llegue mañana para hipotecar todos los… cómo se llame” esgrime Data sin tenerlo muy claro. “Ojalá que cuando tiren nuestra casa se les caiga encima”, dice Brand. “Y que les pille las pelotas”, finaliza el pequeño de los Walsh, impotente ante lo que se les viene encima. El plano de Mikey mirando cómo los agentes inmobiliarios hacen planes sobre los muelles de Goon y echando un último vistazo al lugar que le ha visto crecer y deberá abandonar en breve impone la crudeza de base, el forzado desalojo de las esperanzas de aquellos ciudadanos de clase media que se ven ante un verdadero villano como es la injusticia hipotecaria que hace de la adversidad una imposición y lastre vital. Una motivación tan contundente, que la aventura posterior sólo hace que reforzarse en esa idea.
De ahí, que cuando los protagonistas encuentran un pozo de los deseos lleno de monedas y crean en un primer momento que se trata del tesoro que no encontró Chester Copperpot, todos comienzan a llenar sus bolsillos. Pero Stef les recrimina su acción, asegurando que cada moneda simboliza un deseo de todas las que han lanzado su moneda al pozo. “Bocazas” coge una al azar y confiesa que ésa precisamente era su deseo y no se ha cumplido, así que por eso se las queda todas. Sus absortos compañeros de aventuras miran cómo ambos hostilizan en una pugna que se detiene con la aparición de Troy (Steven Antin - que alcanzaría posteriormente fama televisiva al dar vida al detective Savino en ‘Policías de Nueva York’-), que les abre la posibilidad de renunciar a su peligrosa búsqueda del tesoro de Jack “El tuerto” por salvaguardar sus vidas al instante. La pregunta que se sugiere es: ¿a qué precio?
En ese instante es cuando Mikey les abre los ojos para porfiar en su afán por salvar Goondock con uno de los monólogos más entrañables y evocados de nuestra generación: “La próxima vez que veáis el cielo, será el de otra ciudad. La próxima vez que hagáis un examen, será en otro colegio. Nuestros padres quieren lo mejor para nosotros, pero ahora tienen que hacer lo que les conviene a ellos. Porque es su momento. Su momento… Allí afuera. Y aquí abajo está el nuestro. Nuestro momento está aquí. Y todo esto acabará en el instante en que subamos al cubo de Troy”. En los instantes de crisis no hay que perder la ilusión y bajar los brazos no es una opción como base fundamental para continuar erguido ante los obstáculos.
De hecho, en ‘Los Goonies’ se da por hecho que los malos de la función son los Fratelli, esa familia de criminales organizados por la cabeza pensante de la familia, un remedo de Ma Barker, que les ha inculcado el egoísmo y la ambición destinadas al fracaso en un entorno disfuncional y amenazante que no deja de ser una caricatura del maleante perseguidor del héroe. La inocencia con la que están construidos los hermanos Fratelli y su madre castradora es tan evidente que el mismo apellido viene a significar lo mismo su idioma de origen (hermanos). El verdadero antagonista es el mencionado Troy Perkins. En una esfera más importante que su padre o la familia de delincuentes italianos. Él es el verdadero malvado de esta película.
Porque Troy es la representación del niño rico malcriado que mira con desprecio a los que viven por debajo de su estatus, que conduce un descapotable rojo y se aprovecha al máximo de las oportunidades ofrecidas por su cómoda posición en la vida. Es tan mezquino e inútil que cuando un imprevisto se cruza en su camino, como estar sentado en el wáter del club de tenis leyendo un número de ‘Guns & Ammo’ y se invierte la presión de las cañerías disparándole hacia arriba, no puede más que gritar llorando a su padre. Los Goonies tiene una significación contraria. Ese cubo del pozo sería la aceptación de la supeditación a esta calaña de gente y la negación supone la lucha por los sueños. Por cuando Andy, una niña pija que entiende los valores del grupo de amigos, acepta seguir pugnando por el sueño de conseguir el tesoro Troy grita de esa forma tan desgarradora. Alguien de su posición privilegiada se ha pasado al enemigo, a los pobres y gente de bien. En eso, ‘Los Goonies’ confirieron una educación sentimental basada en la dignidad de las personas, más allá de la ficción y de la acción que empapa la película.
Un clásico de culto y una cinta generacional
Como la magdalena de Proust, ‘Los Goonies’ lleva consigo una carga emocional relacionada con el pasado, con un contexto muy concreto que se hace demasiado basto en la memoria y que ofrece una perspectiva definitoria de una etapa muy concreta de nuestra vida que incluso se vuelve incómoda cuando trata de valorarse con una perspectiva adulta que pueda acabar por usurpar el espíritu de los personajes y de la esencia misma de la película. Hoy en día, aquel espectador que vio la película producida por Spielberg con la edad adecuada, en un tiempo determinante ante sus aspiraciones comerciales, no puede dejar de recordarla como la gran película de aventuras que cambió nuestras vidas y capturó los corazones de millones de personas que siguen evocando a los Fratelli, las grutas subterráneas, el esqueleto de Cooperpot, el “resabalasuelas”, “las pinzas del peligro” o los “rayos cegadores”, el tesoro escondido y aquel monstruo digno de ser amado como algo tan íntimo como mítico.
‘Los Goonies’ posee algo que pocas películas tienen en su interior, un elemento cohesionador básico y cultural que evidencia el porqué de su importancia como disertación de filosofía juvenil: no importan sus estereotipos, los miedos compartidos, los lugares comunes que interactúan de forma común en nuestra memoria… la infancia perdida y la juventud de una legión de seguidores que desentierran el afán de superar el desafío que nunca logró Chester Copperpot convierten al adepto defensor de este filme en un “goonie” que pervivirá como parte de un paradigma generacional más allá del paso del tiempo.
Un edicto melancólico que no oculta su deuda con el cine promulgado por Spielberg y que sufraga esa imposible asignación a los que aman la imperfección de un cine que ya no se hace. ‘Los Goonies’ forma parte de nuestras vidas, como también Sloth (John Matuszak) y su “cara como hecha un lío”, que dio a entender cómo dos seres rechazados pueden hermanar su alma desde el entendimiento mutuo, de cómo un ser deforme puede robarle el corazón a un niño entrado en kilos. Tampoco cómo llegada la hora del interrogatorio a Gordi ante los Fratelli, que le obligan a contar todo desde el “el principio” exhorta una de las más estrafalarias y memorables confesiones que se recuerden en el cine moderno. Las referencias de ese vuelo en bicicleta de Brand en homenaje a ‘E.T. El extraterrestre’ y el logo de Amblin, Mikey saliendo a recoger un quinqué evitando por milímetros ser aplastado por una piedra como ofrenda a Indiana Jones, el Sheriff evidenciando que las mentiras fantasiosas de Gordi cuando éste, reclamando su ayuda, alude a esas “aquélla broma de los bichos que se multiplicaban cuando se les echaba agua encima” no puede evitar pensar en ‘Gremlins’ o el significativo cuidado con el que definieron una época concreta; desde la canción de Cyndi Lauper ‘The Goonies 'R' Good Enough’, pasando por las revistas Mad que aparecen en instantes puntuales de la cinta o el videojuego Cliff Hanger del inicio. Por si fuera poco, el diseño de producción es expansivo y ha soportado de forma excepcional el paso de tiempo, así como la mirada sombría y espeluznante de la fotografía de Nick McLean o la magistral e inmortal banda sonora de Dave Grusin.
Por mucho que sus actuales propietarios no quieran, la casa Cannon Beach ubicada en la 368 -38th Street de Astoria, desde la que se aprecia Haystack Rock y los verdes parajes de Ecola State Park, o la cárcel de Clatsop County de donde se fugan los Fratelli seguirá siendo un lugar de peregrinación por tantos y tantos adeptos al filme y, auspiciado por la propia comunidad portuaria, que decretó el 7 de mayo como "Día Oficial de los Goonies" desde 2010. Tal vez no sea una película perfecta o que, con cierta perspectiva, haya sido fruto de un recuerdo atesorado en nuestra memoria como algo único. Y en cierto modo lo sea. Porque es una película que nos pertenece a una generación que es capaz de eliminar la presunción acerca de aquello que dice acerca de la nostalgia como algo poderoso y embaucador para ejercer un cambio de percepción sobre aquello que añoramos. Por eso, el filme de Donner es tan valioso y tan colectivo para cierto sector de la población mundial. De ahí que a nuestros ojos sea película excepcional, inalterable y atemporal. De ahí, que ‘Los Goonies’ sea nuestra película.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2015

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Review 'Star Wars: el despertar de la Fuerza (Star Wars: the Force awakens)', de J.J. Abrams

Continuismo reverencial
J.J. Abrams resucita el universo galáctico de Lucas en una majestuosa cinta que sirve de puente vinculante, muy próximo al ‘remake’, a una nueva generación de personajes que resetean el producto para encaminarlo hacia un nuevo y esperado horizonte argumental.
Sin el logo y la fanfarria de 20th Century Fox, pero sí con el de LucasFilms Ltd. y esas inmortales letras azules sobre fondo negro con el lema “Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana….” (Nunca entenderé el porqué de los cuatro puntos suspensivos), es muy fácil incitar al espectador a rescatar de su memoria sensaciones cinematográficas que hoy en día son difíciles de conseguir. La compra de la factoría de George Lucas por parte de Walt Disney Company hacía presagiar dos cosas; primero, que se darían prisa por revivir la saga galáctica con nuevos títulos. Segundo, que el emporio quedaba en buenas manos, las de Kathleen Kennedy, como presidente y productora ejecutiva de esta nueva andadura de ‘Star Wars’. El hecho de que el director elegido, J.J. Abrams, heredero directo del espíritu comercial y cinematográfico de Lucas y, sobre todo, de Steven Spielberg, tuviera la última palabra en el montaje final, también ofrecía esperanzas ante un producto con cierta dignidad y calidad en la resurrección de uno de los fenómenos más taquilleros de la historia del Cine.
Tras innumerables conjeturas e interpretaciones, ‘Star Wars: el despertar de la Fuerza’ se ubica tres décadas después de ‘El Retorno del Jedi’, estableciendo un cosmos continuista al contexto y situación de aquélla primera trilogía. Luke Skywalker (Mark Hamill) ha desaparecido en algún lugar de la Galaxia. El Imperio ha desaparecido, pero en su lugar ha tomado importancia la Primera Orden, que amenaza los edictos de equidad y justicia de la República resurgente que ahora opera bajo el nombre de Resistencia. La búsqueda del Jedi es el detonante del filme, cuyo paradero es escondido en un pequeño androide biesférico a través de un mapa estelar que será la clave en la aventura especial.
Más allá de aquellas reediciones, nuevos montajes o incluso la precuela antojadiza de Lucas, el carácter serial de los mimbres que fundamentaron el éxito de la saga se mantienen dentro de esta nueva aventura galáctica, sin caer en la desmitificación que impone los avances tecnológicos del cine actual y recurriendo a un sentido clásico donde los efectos especiales están al servicio de la historia y no viceversa. A partir de ésa idea, Abrams confecciona un filme que posterga los matices transformadores de los episodios I, II y III para ceñirse a los preceptos de esa especie de credo secular que impusieron los tres primeros filmes a finales de los 70 y principios de los 80. Tanto es así, que lo primero que se percibe dentro de esta ambiciosa aventura es un acentuado sentido extensivo, más próximo al ‘remake’, velado en su estructura argumental del primigenio filme de 1977 que dio inicio al negocio, que a una ruptura y renovación del mito ‘Star Wars’.
Se repite e invierte la ambigüedad moral, las relaciones paternofiliales, la pugna entre el bien y el mal y el sentido de justicia contra las fuerzas opresoras de carácter autocrático. Los elementos arcaicos y conocidos por todos se reemplazan por otros más modernos pero igual de reconocibles; el sobrino de un granjero de humedad aquí pasa a ser Rey (Daisy Ridley), una recolectora de chatarra que, como el joven Skywalker, está destinada a descubrir La Fuerza. El planeta Jakku es un duplicado de Tatooine, el mercenario cínico que era Han Solo, pasa a ser el Stormtrooper disidente FN-2187 o Finn (John Boyega). No falta BB-8, un droide que reformula a R2-D2, destinado a satisfacer las ventas del ‘merchandaising’ y dentro de la trama un rol capital al poseer información vital en su interior. El oscuro Darth Vader encuentra su facsímil en un heredero ‘sith’ llamado Kylo Ren (Adam Driver), al que le vincula algo más que la simple sucesión y que se somete a la doctrina del Líder Supremo Snoke (Andy Serkis), lo que venía siendo una versión moderna del siniestro Emperador. Tampoco falta un nuevo Yoda, aquí metamorfoseado en Maz Kanata (Lupita Nyong'o), una vieja pirata espacial a la que los protagonistas encuentran en una réplica exacta del tugurio que era Mos Eisely y que se encuentra en Takodana, una copia del planeta Yavin.
Son tantos vasos vinculantes entre ambas películas que podría decirse que la película de Abrams es un ‘reboot’ que sirve de puente entre la trilogía de los 80 y ésta, que apenas hace referencia a la franquicia creada por Lucas a principios del milenio, sin referenciarla más allá de algún concepto visual o ese plano de uno de los siete planetas de la República observando su inminente final. Como si Abrams fuera consciente de los errores de una prolongación que incluía desperfectos como Jar-Jar Binks o la teoría maldita de los midiclorianos, entre muchas otras trabas. Aquí, todo gira en torno a los cimientos y fundamentos de la saga, con guiños al ‘Episodio III’, sin duda alguna, la mejor película de las precuelas. Pero hasta ahí llega esa compensación a la osadía de su creador por resurgir su negocio que muchos seguidores aún no le han perdonado a Lucas y que se merece más respeto del mostrado pasado el tiempo.
Entre lo clásico, lo legendario y la nostalgia
Si algo se ha acatado escrupulosamente en ‘Star Wars: el despertar de la Fuerza’ es la búsqueda de una línea que no traicionara en ningún instante los orígenes del universo cinematográfico de antaño para recurrir a un juego de concordancias entre lo clásico y esta nueva apertura a una nueva (o al menos, eso parece) infraestructura que replantease un sentido de fidelidad.
El propósito es articular una estrategia basada en reedificar prudentemente la demanda de los fans más prosélitos, pero alejada de cualquier coacción en base a narrar una fábula que apela a lo legendario, a la nostalgia y al niño que todos llevamos dentro, sabiéndolo sacarlo y ponerlo al frente de una conexión con la nueva era cinematográfica. En el momento en que entra en escena el Halcón Milenario y aparecen Han Solo y Chewbacca, se amplifica hasta extremos indecibles esa mediación tan evidente hacia la melancolía generacional, que revive de un modo casi extático la mitología compartida por tantas generaciones.
De ello, se aprovecha Abrams para confeccionar su nueva aventura espacial, añadiendo irónicamente un hecho que supone el mayor hallazgo del filme: los protagonistas, de una forma muy sutil, son presentados como auténticos ‘fans’ del paganismo instituido por Lucas, sugiriendo en voz baja acontecimientos pretéritos que todos conocemos y aludiendo con admiración a Han Solo, los Jedis o Luke Skywalker como leyendas fabulescas que entroncan los preceptos remotos para llegar a este reseteo que sustrae innumerables imágenes recurrentes como el antiguo casco de los pilotos rebeldes, el sable láser de Luke (y su posterior recuperación con la Fuerza en una secuencia con nieve), el ajedrez holográfico de Chewbacca en el Halcón Milenario, los cameos del almirante Ackbar o Nien Nunb y la fugaz aparición semienterrados en el desierto de sendos Destructores Estelares Imperiales o del icónico AT-AT, que se une al protagonismo que toman los ya míticos X-Wing o los Tie Fighters.
El guión de Lawrence Kasdan (fundamental en el éxito de esta película), Michael Arndt y el propio Abrams presentan legado que impone algunas distinciones que abordan evidentes significaciones reivindicativas y actualizadas más propias de los tiempos que corren, como que el protagonista sea de raza negra y supere cualquier inconveniente y empatizar como un héroe de forma instantánea o que el Jedi destinado a cambiar el signo de la historia sea una mujer valiente, fuerte y llena de recursos, abanderando con su interesante personaje la lucha en contra de un género que tradicionalmente ha sido demasiado caritativo e tendencioso con los personajes femeninos.
Normalizada esta teórica y subyacente sofisticación temática cabe destacar a Kylo Ren y su personalidad fanática que circunscribe la herencia reflectora de Darth Vader, vinculado a los mismos estigmas y aprensiones testamentarias, como el hecho de proceder de la estirpe de los Jedis catequizados al Lado Oscuro. Su presentación no puede ser más definitoria. Cuando se enfrenta a Lor San Tekka (Max Von Sydow, de nuevo un duplo antecedente, en este caso de Obi Wan Kenobi), un antiguo aliado de la Nueva República y de la Resistencia, concreta el origen del oscuro villano de esta trilogía: “La Primera Orden vino del Lado Oscuro. Tú No”, le dice, abriendo la intriga sobre el devenir del sucesor fanático de Vader.
En ese estrato, ‘Star Wars: el despertar de la Fuerza’ preserva y radicaliza los cánones imperiales predecesores y conforma una nueva cofradía tirana que vuelve a utilizar la demagogia política y los planes tecnológicamente sofisticados para, en este caso, promover una perceptible imagen de fascismo de primer orden adoptando un sorprendente enfoque encaminado a la limpieza étnica interplanetaria. La República democrática que, mediante el miedo y la amenaza de la guerra, delegaba en un imperio tiránico y quedó inscrito de forma simbólica y nostálgica en aquellos sables de luz considerados “un arma noble para tiempos más civilizados”, dejan paso a un discurso jalonado de una democracia orientada a una dictadura. Actualizando sus estigmas, Abrams y sus acólitos dejan entrever los riesgos de ciertos extremismos tan actuales.
La Estrella de la Muerte, símbolo de aquella idea imperialista de la intimidación como método de gobierno, ha corregido su índole a un nuevo emblema de terror como es la impresionante ‘Starkiller’, un malévolo sistema que ha aprovechado el vacío de poder dejado por el Imperio para erigir su espectro de terror directamente construido sobre un planeta, cuyo líder es supremo dictador con imagen de holograma del tamaño del monumento a Lincoln con la estirpe digital de Lord Voldemort que manipula al enmascarado Kylo Ren para completar la obra de Darth Vader. La presentación de esta Primera Orden, abiertamente fascista, se transfiere al círculo reconocible del nazismo, presentando al General Hux (Domhnall Gleeson) en un discurso devastador ante miles de tropas formadas escuchando un discurso que recuerda a los documentales sobre el Tercer Reich de Leni Riefenstahl y que van más allá de los antecesores Darth Maul o el Conde Dooku.
J.J. Abrams compone mediante una elegante coreografía un vademécum de nostalgia sintética llevada a contravenir a George Lucas y su revolución digital al optar por rodar en 35 mm para recrear una textura similar a la de la trilogía original, que encuentra en la fotografía de Dan Mindel una aliada para dotar de singular añoranza la visualidad perdida de aquel cine clásico de aventuras que busca encontrar y devolver el ingrediente crucial de las tres películas originales de la franquicia y que no es otro que la diversión. La ventaja es que el creador de ‘Lost’ sabe sortear las limitaciones de la propia naturaleza del folclore espacial y lo desarraiga de la fecundidad moderna y abusiva de efectos visuales generados por GCI, dando un toque retro y postmoderno que logra prevalecer la precisión por una apuesta dramática donde sus personajes arquetípicos desprenden una sentimental confrontación melodramática alimentada por las emociones que parecía extinguida en este tipo de cine.
Pese a que en la renovación del clásico de ciencia ficción puede parecer excesivo el recurso a lugares comunes y cierta tendencia a un voluble terreno nostálgico, es justo reconocer la armonía y el dinamismo de Abrams, que ofrece instantes que superan a cualquier momento precedente, como ese primer encuentro entre Han Solo y la general Leia Organa, que desprende una magistral sacudida emocional capaz de transmitir, mediante esa imagen de Harrison Ford y Carrie Fisher avejentados, una congoja generacional imposible de asumir en cualquier otra película. Otros ejemplos son ese duelo nocturno de espadas láser en la nieve que evoca las influencias del cine samuráis o frases calcadas y conocidas de anteriores cintas (“tengo un mal presentimiento, “que la fuerza te acompañe”…), que derivan en un honesto y hermoso divertimento que no olvida tampoco sus toques de humor e ironía como en el momento en que esos dos stormtroopers caminan por un pasillo y al escuchar la explosión de ira de Kylo Ren, dan media vuelta, disimulando para evitar problemas.
‘Star Wars: el despertar de la Fuerza’ contiene en su naturaleza un reciclado escapista que empuja a reflexionar sobre si en las sucesivas entregas se optará por esta reincidencia en la reordenación de los componentes básicos o se erigirá un comienzo hacia un progresivo catálogo de lugares inexplorados. Pese a sus defectos, que los tiene (y muchos), la apuesta de Abrams no decepciona en las expectativas y auspicia un magnífico sentido del espectáculo en esta suntuosa resurrección y reciclaje del espíritu inicial de George Lucas.
Un artefacto con patrón clásico que articula su eficacia en un regodeo sobre el mito galáctico tan emocionante como visual. Un acercamiento a lo conocido, a la entidad del bien y el mal, la lucha por la justicia, el determinismo del viaje del héroe instituido como profecía y la verdadera índole de la Fuerza. Sea como fuere, esta nueva trilogía promete una estupenda prolongación de este nostálgico ‘space-opera’ que reúne en su primera puesta de largo los elementos necesarios para acaparar la concordia del espectador recién llegado y del fan de toda la vida con el legado de ‘Star Wars’, en el que no podía faltar la batuta musical de un genio histórico como es John Williams. Todo un logro que deja con ganas de más.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2015

viernes, 18 de diciembre de 2015

'Star Wars': ha llegado el momento

Durante el último año, ha prevalecido la importancia de un acontecimiento fílmico muy por encima de los demás. ‘Star Wars: el despertar de la fuerza’ emergió después de la compra en 2012 de Lucasfilms por parte de Disney por 3.125 millones de euros. Desde ese momento, era cuestión de tiempo una resurrección del mito galáctico y el universo creado por George Lucas. Tras designar como director al nuevo prodigio del espectáculo comercial J.J. ABrams, la maquinaria no hecho más que incentivar las expectativas del colectivo afín a la saga, en el que la mitomanía alcanza una dimensión pletórica y universal dentro de los contornos del cine fantástico. Desempolvar y reverdecer los estigmas de una de las sagas más taquilleras de la historia era un deber por parte de una factoría acostumbrada a exprimir sus gallinas de los huevos de oro hasta agotarlas.
De este modo, ha llegado el momento de volver a asistir al mayor acontecimiento cinematográfico de los últimos tiempos, a ese híbrido de géneros salpicado por el sci-fi, la aventura, la acción, el drama y el romance. Las generaciones que vivieron la revolución del cine de Ciencia-Ficción hace ahora treinta y ocho años dese la primera trilogía y una década desde su continuación están a punto de ver recompensado el deseo de otra ración estelar de apoteosis. Ha llegado la hora de dejar la doctrina, la estética llana, el dramatismo y una visión existencialista del cine defendido por resignados conceptos academicistas por otros más trascendentales como son la creación de sueños y la diversión basada en el grandioso espectáculo sólo al alcance de aquellos que siempre han visto en esta Saga una forma de cambio radical en las estructuras cinematográficas con la irrupción del ‘Episodio IV: La Guerra de las Galaxias’. Una generación que creció bajo el influjo de un mundo engendrado por Lucas, que ofrendaría al Séptimo Arte con un sentido drásticamente diferente, confiriendo a la noción de diversión que todos tenían hasta la fecha un aire distinto, combinando la fábula sociopolítica futurista con unos efectos especiales que se configurarían como el inicio de una conmoción digital que desde entonces (y gracias a la todopoderosa ILM) no ha parado de evolucionar.
Desde que Lucas estrenará en 1977 la primera (en realidad cuarta) entrega de esta legendaria odisea, no sólo le otorgó una nueva dimensión estética y conceptual al género, sino que irrumpió de tal manera en la iconografía cinematográfica colectiva que se convirtió en una auténtica y genuina seña de identidad generacional pasando a formar parte de la cultura popular internacional, adquiriendo adeptos allá por donde se estrenara la utopía galáctica. El fenómeno ‘Star Wars’ ha extendido durante décadas esa ensoñación contagiosa a multitud de generaciones posteriores que siempre han tenido como referente del cine de aventuras este universo espacial desde su infancia, extendiendo esa pasión de padres a hijos.
Bajo la oscuridad de un sueño planetario, tan sólo acompañado por el reflejo luminoso del proyector, millones de personas alucinaron con las aventuras del ingenuo Luke Skywalker, el mercenario Han Solo, su peludo amigo Chewbacca, la sensual Princesa Leia y los simpáticos droides Rd2-D2 y C3-Po. Los ‘fans’ y espectadores recuerdan aquella frase con letras azules sobreimpresionadas sobre fondo negro que servía como prólogo de la trilogía “Hace mucho tiempo. En una galaxia lejana, muy lejana...” como una de las máximas más representativas de su cultura visual, de una visión colectiva que marcó las vidas de sus espectadores para siempre. Una iconografía particular bajo la vasta sombra de su odisea en forma de trilogías que hoy puede analizarse como una auténtica gesta histórica dentro de la Historia del Cine.
Además de acrecentar su mitología sin cesar desde su apertura sin ver erosionada por el tiempo su trascendencia proverbial, la Saga ‘Star Wars’ ha creado auténticas efigies dentro del Séptimo Arte. Por eso no es de extrañar que el siniestro casco negro de Darth Vader (alegoría perfecta del Lado Oscuro de la Fuerza y que en esta séptima entrega cede su continuismo a nuevos villanos) posea un poder tan brutal equiparable al símbolo de Coca-Cola, los aros de los Juegos Olímpicos o la Estatua de la Libertad. Se trata de una experiencia al borde de la contemplación que siempre se ha vivido a través del cine y de un potente foco de marketing basado en todo tipo de muñecos, naves, gorras, camisetas, tazas... con motivos ‘starwarsianos’. Y es que, si por algo se caracterizó la millonaria Lucasfilms fue por incluir en el contrato con la Fox la disposición de los beneficios de explotación del ‘merchandaising’, término que cambió su sentido con la saga galáctica gracias a sus millonarios beneficios. Un mundo de rentabilidad que ha alimentado la nostalgia de los millones de seguidores de la Fuerza y del Reverso Tenebroso, confiriendo a la temática legendaria de Lucas una dimensión equiparable a toda una religión seguida por los más acérrimos defensores de la Saga más seguida del cine contemporáneo.
Desde el mismo instante en que todos los seguidores de la Trilogía Galáctica supieron que a través de Disney, la saga recobraba su espíritu contando con los personajes de las primeras entregas, se desató el fervor por estas fábulas iconográficas e inmortales. Ajena a la tipología de los ‘blockbusters’ actuales, Abrams pretende reflotar esa forma perdida de ver (y sentir) el cine, como si de contar un cuento se tratara. ‘Star Wars: el despertar de la fuerza’ aspira a lograr el mismo impacto visual de sus antecesoras que recuerde al punto de inflexión convertido en referente inevitable dentro del cine que supusieron, sobre todo, las tres primeras entregas. El folletín galáctico prolonga su vestigio con los héroes carismáticos envejecidos por el paso del tiempo, dejando el testigo a otros intérpretes que verán marcada su carrera con su participación en esta nueva etapa de ‘Star Wars’ en un film cuyo hermetismo ha conferido una enigmática esfera de comentarios y suposiciones sobre el devenir de un argumento mantenido en secreto hasta el día de hoy.
Ya ha llegado por tanto el espectáculo con mayúsculas, la diversión, la espectacularidad visual, la infancia perdida, la lucha entre el Imperio del Mal y los Jedis... Con esta tercera parte de la trilogía se acaba el renacimiento de una mitología que durante casi treinta años ha seguido constante en nuestra retina colectiva creciendo constantemente. Es la hora de desempolvar los viejos sueños infantiles, de dejarse llevar por la magia del cine, de asistir a una proyección con el designio de descubrir algo que todavía no se ha visto hasta el momento. Ubicada treinta años después de que se produjera la batalla de Endor, la galaxia se ha transformado en algo muy diferente. La Alianza Rebelde ahora se denomina ‘Resistencia’ que sigue en su lucha por la libertad y la justicia contra los soldados del Imperio Galáctico, ahora bajo las consignas de un lado oscuro llamado ‘Primera Orden’. Sin el Emperador y Darth Vader, el absolutismo de los sith en la galaxia sigue su siniestro curso en la historia. Por si fuera poco, los jedis están prácticamente extinguidos bajo la orden la ‘orden 66’, lo que ha convertido a esta raigambre en un mito y leyenda perdido.
En este contexto, Abrams destapa el tarro de las esencias, sugiriendo de nuevo un retorno irónico a los mitos clásicos que devuelven esa transmisión generacional de la esencia jedi, del recuperado fenómeno con continuidad a medio plazo. Ha llegado el momento del inicio de una nueva perspectiva sobre la legendaria pasión galáctica. Todo el mundo está invitado a este nuevo viaje hacia lo desconocido. Ha llegado el momento, por tanto, de desempolvar la nostalgia y disfrutar de este nuevo acontecimiento bajo las imperecederas notas de John Williams.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Review 'A Very Murray Christmas', de Sofia Coppola

Nochebuena de karaoke y nostalgia
Sofia Coppola dirige un telefilme impregnado por su espíritu cinematográfico cuyo máximo valor es la glorificación del mito de Bill Murray.
España no es ajena a la tradición navideña de un programa especial protagonizado por Raphael, que durante los últimos años encuentra un lugar de privilegio en la programación destacada en Nochebuena. Durante el show, el cantante jiennense, acompañado de algunas famosas voces destacadas, recorre el repertorio de villancicos y canciones relacionadas con estas fechas. Pues bien, algo parecido, con otro tipo de empaque y relumbrón, parece encauzar este pequeño filme llamado ‘A Very Murray Christmas’.
Parece ilógico recurrir al símil, sin embargo, Sofia Coppola opta en este producto navideño para Netflix por una línea similar a algo que viene siendo ancestral en los shows de Navidad que en Estados Unidos tuvo a Bob Hope y Bing Crosby sus efigies navideñas por excelencias. La idea era sencilla: rodear a la celebridad de la canción de turno de amigos y estrellas imposibles junto a un piano y cantar villancicos como si de un karaoke se tratara. Y ése es el precepto que sigue un telefilme que no va más allá del ensalzamiento estelar de Bill Murray a través de una identificación del personaje/mito que representa, con su icónico rostro de cómico hastiado que recuerda, en esta faceta musical, a Nick “The Lounge Singer”, aquel rol desquiciado que interpretó en sus inicios dentro del ‘Saturday Night Live’.
Es imposible no acordarse de Bob Harris, el personaje al que dio vida Murray en ‘Lost in Translation’ a las órdenes de la hija de Francis, sublimando esa apatía cómica de un hombre solitario atrapado en un hotel bajo un existencialismo que aquí encuentra respuestas vitales a través de canciones navideñas. La historia se resume en la desesperación de Murray, atrapado en el Carlyle Hotel en el que iba a celebrar un ‘show navideño’ de vacaciones al cual no pueden asistir sus invitados por una fuerte tormenta de nieve que ha azotado Nueva York. Con ello, Murray despliega esa faceta de cómico melancólico, aquí con obligación de manifestarse en pantalla con ese aire de ‘Scrooged’ que responde a unos códigos de exigencia por parte del mitómano y del espectador y en el que el actor parece sentirse tan cómodo.
Más que una película, se trata de una reunión de amigos de Coppola y de Murray que se sacan un musical de la manga en un ambiente apagado representativo del Bemelmans Bar, en el que Amy Poehler y Julie White interpretan a dos persuasivas productoras, donde emerge y desaparece fugazmente Chris Rock, Jenny Lewis y Maya Rudolph exponen sus indudables dotes musicales y Rashida Jones y Jason Schwartzman tienen los únicos personajes perfilados y con trama de una pareja recién casada que se reconcilian al son de ‘I Saw the Light’, de Todd Rundgre para acabar cantando todos juntos ‘Fairytale of New York’, de The Pogues, que supone lo mejor de esta pequeña pieza para la televisión de moda.
El resultado es un artefacto de idolatría mucho más autocomplaciente que genuino, más impostado que improvisado, donde es innegable el buen rollo que pretende transmitir un puñado de canciones y villancicos con Paul Shaffer al piano y que mantiene cierta brillantez de carácter ‘snob’ (como todo el espíritu creativo que empapa la filmografía de la cineasta) hasta desplegar su encanto a ese final en el que George Clooney y Miley Cyrus explotan su vena cómica y musical. ‘A Very Murray Christmas’ es un encantador telefilme que se beneficia de su duración que no alcanza la hora y cuya eficacia se diluye en un patrón desigual e intencionalmente benévolo que mantiene su empuje íntegramente en la figura de un Bill Murray que identifica la Navidad como ningún otro actor en el mundo.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Salamanca tierra mía, sí. Pero... ¿de arte y sabiduría?

En general, Salamanca cultiva esa especie de tópico en forma de vanagloria sobre los componentes emblemáticos que representan la ciudad en su faceta de promoción al exterior; el valioso vestigio arquitectónico que inunda un casco antiguo fascinante, una ciudad volcada con la cultura y por supuesto, cómo olvidarlo, su emblemática universidad. A ello se añade su rica gastronomía ibérica o las fábulas y leyendas que se atribuyen a una urbe única en el mundo. A la población local se les llena la boca al hablar de las bondades que oferta la ciudad del Tormes.
Pero lejos de las creencias, Salamanca ha hecho muy poco o casi nada por evolucionar en cualquier aspecto lejos de este sello de promoción turístico. La realidad es que esta institución tan significativa dentro de la tradición cultura hispana ha perdido gran parte de su valor a pesar de que los tradicionalistas sigan haciendo hincapié en su importancia subrayándola como más antigua de España y la quinta más vetusta de Europa.
Salamanca abrigó durante años esa raigambre de fuente de conocimientos, arte, letras, ciencias, moral, derecho y códigos comunes a la que acompañaba esa otra faceta recreativa, sicalíptica y dipsómana ajena a los claustros. Lo tenía todo como escaparate al estudiante, proponiendo una faceta educativa sin parangón con un inigualable complemento de ocio a la ilustración que rodeaba esa celebridad solemne que ha alimentado durante siglos las costumbres formativas.
Estudiar en la Ciudad Dorada hoy en día es un mero reclamo comercial que pretende rescatar un falso vestigio de un nombre que parece una marca para atraer turistas y despistados. Su esplendor parece haberse perdido en una modernidad que ha fagocitado aquellos usos pedagógicos transformándolos en algo bien distinto. Hemos llegado una era donde aquel prisma de aprendizaje ha pasado a otro bien distinto, el de un estrato de decrecimiento general como distintivo de una vida social en el que la cultura es un aspecto cada vez menos importante.
La transcendencia que se le da en esta ciudad al contexto cultural deja ver un desolador páramo yermo más allá de la ciencia de la diversión y estrategias de captación alcohólica a precios populares por parte de la hostelería local, que es el foco en el que se sustenta ese demacrado impulso que atrae a unos cuantos estudiantes que siguen percibiendo cierta nostalgia romántica en el hecho de estudiar su carrera en las aulas charras o bien otros que se dejan llevar por esta motivación del descarrío.
El declive que ha provocado que el arte elevado se haya vulgarizado en otro más efímero y atropellado es el evidente síntoma del deterioro de formas y usos que se vienen ejerciendo desde los ideólogos instaurados en una idea infectada de tópicos de postal y referencias simbólicas de un tiempo pasado. Puede que sea algo generalizado en ciudades de esplendoroso sedimento histórico como el que aquí cohabita con sus gentes, o de la incapacidad y dejadez de una ciudad que desperdicia su potencial en el conservadurismo y la resignación, incapaz de reinventarse así misma o de ofrecer alguna alternativa de supervivencia para oriundos y emigrantes.
A ello hay que unir el lógico desarrollo de los nuevos tiempos instaurados dentro del consumismo y la autosatisfacción que deja imágenes como las que sirven de presentación de este texto, donde las librerías más antiguas de la ciudad desaparecen bajo el yugo dictatorial de las grandes compañías telefónicas o los negocios de toda la vida son absorbidos y devastados por el gigante globalizador y el franquiciado. Esto sucede en todas las ciudades, no sólo aquí. Es el signo imparable de nuestro tiempo. No obstante, sirve de metáfora perfecta para evidenciar la insuficiencia academicista y cultural que se percibe en sus calles. Aquel ambiente que caracterizó una ciudad incomparable ha perdido progresivamente su carácter distintivo. Eso o bien no han querido o no han sabido promulgarlo hacia un territorio actualizado sin perder su esencia. Más bien, se ha abogado por un contexto anclado en el pasado y sin posibilidad de transformarse en prácticamente ninguno de sus aspectos.
De este modo, Salamanca ha envejecido su población y ha generado una constante disminución de su miríada estudiantil al mismo tiempo que ha perdido industria y ha descapitalizado recursos y necesidades por falta de inversiones. Incluso en la única vía de subsistencia como es el turismo, que lleva años mostrándose como una ciudad decrépita y sin futuro que ha sumido sus nutrientes económicos en un confuso estado de alerta. Esta ciudad que enhechiza, Roma la Chica, la Atenas de Occidente, permanece en estos momentos muerta en vida.
No voy a negar que adoro como el que más esta ciudad y, en particular, vivir en mi barrio de toda la vida. He terminado por acostumbrarme a ese céfiro de desengaño y decepción que inspiran sus calles cuando paseo por ellas. Tampoco que mantiene un inextinguible poso mágico que atrae y cohesiona al salmantino y embelesa y cautiva al visitante. Salamanca no deja de ser una hermosa ciudad acogedora que formula una experiencia histórica como pocas existen en el mundo. Sin embargo, es además una ciudad monumental con un toque de ruralismo en torno a una universidad disminuida de prestigio y que no ofrece ningún aliciente laboral, ninguna oportunidad para el desarrollo y el crecimiento. Iba a ser verdad aquello de lo que lo que natura no da, Salamanca no lo otorga, ni siquiera para ella misma.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Chi Chi Love: el peluche de la apariencia

Dándole la merienda mi hijo de seis meses, descubro estupefacto en un canal infantil (concretamente Disney Jr.), bajo la estela del bombardeo comercial que antecede a la Navidad, un anuncio que me ha llamado poderosamente la atención. Nada más y nada menos que una gama de perros de juguetes llamados CHI CHI LOVE, la mascota ‘showstar’. Sí, amigos, un gran nombre como pseudónimo de una meretriz de prostíbulo de carretera o de cantante transexual de los 80, pero inadecuado para un perrete que haga las veces de mascota de peluche de los niños. Por un lado, está el concepto mismo del juguete como tal: un can que constituye esa imagen de altos patrimonios que invierten su fortuna en el cuidado y el derroche por el bienestar del animal de compañía; alimentarle con galletitas de carne de Kobe, van a la peluquería una vez por semana, reciben masajes, visten joyas y prendas de alta costura o viajan constantemente en bolsos de diseño de precio exorbitado. Ese tipo de perros que viven mejor que la mayoría de cualquier ser humano. Todos sabemos de qué va la cantinela.
Lo segundo, su precio. Es cierto que los modelos más asequibles están al alcance de cualquier bolsillo, sin embargo y como era de esperar, los Chi Chi Love estándar no tienen nada ver con los modelos a los que está destinado al objetivo de venta de la empresa (Simba Iberia), cuya finalidad es la captación de la mirada infantil más pudiente para la venta de todo tipo de complementos y accesorios para este peluche que bien podría ser un simulacro textil del perro de Paris Hilton. En tiempos de crisis, donde los ricos son cada más acaudalados y los pobres más numerosos y con menos recursos, no es mala idea transmitir esa paradigma de la burguesía del despilfarro, del consumo sin freno por encima del usufructo necesario.
Ése que la clase alta utiliza para mirar por encima al resto del mundo. El ideal del Chi Chi Love está claro: convertir desde la más tierna infancia a los niños y niñas en esclavos del consumismo, del alto ‘standing’ y el lujo, de la desigualdad económica y social a cualquier precio. Un perro de peluche que es el símbolo de cómo a un cierto sector de la sociedad le da por culo la promoción del desarrollo común en beneficio de los más desfavorecidos, el acceso a la educación, a la salud y a las oportunidades de participación o la seguridad colectiva y los derechos humanos.

lunes, 26 de octubre de 2015

Adiós a Maureen O'Hara, la eterna pelirroja irlandesa

Este pasado fin de semana iba para siempre una de las grandes actrices del Hollywood Dorado, una de las pocas (por no decir la última) que sobrevivían al desafío del tiempo. Maureen FitzSimons, conocida por el mundo como Maureen O'Hara, actriz de origen irlandés, fallecía el pasado sábado a los 95 años. Con una ilusión primigenia por ser soprano debido a una privilegiada voz, durante las décadas de los cuarenta y cincuenta, representó como ninguna la belleza de pelo rojizo que escondía un fuerte carácter que traspasaba la pantalla. Apodada “la reina del Technicolor” por el lustro que su figura y sus poderosos ojos verdes dieron a la nueva técnica cinematográfica, O’Hara fue labrándose su carrera en blanco y negro con cintas de éxito como ‘El jorobado de Notre Dame’, junto a Charles Laughton, ‘Qué verde era mi valle’, ‘El cisne negro’, ‘Esta tierra es mía’, ‘Milagro en la calle 34’, ‘Buffalo Bill’, ‘'Un secreto de mujer’, ‘Río Grande’, ‘Trípoli’ y cine escapista como ‘Los piratas del mar Caribe’, ‘Bagdad’ y ‘Simbad, el marino’.
Para la historia nos queda su obstinado y apasionado personaje Mary Kate Danaher, esa temperamental mujer que pone a prueba al boxeador interpretado por John Wayne que regresa a su casa en busca del sosiego lejos de su aventura americana. Con Wayne rodó cinco filmes, tres de ellos dirigido por el mítico John Ford, uno de sus grandes valedores. Un director que, según la actriz, mejor extrajo de ella su potencial interpretativo. “Sabía lo que quería de los actores. Era el más grande y el más humilde de todos los cineastas para los que trabajé. Sin duda, el mejor”.
En un documental sobre de 2010 sobre el cásico de Ford se refería a él como “Pappy”, un director duro y a veces excesivo en su nivel de exigencia, manifestando que en una época muy concreta de estrellato “prefería trabajar con el viejo hijo de puta que con cualquier otro”. Logró que cerraran la revista sensacionalista Confidencial por difamación en una época proclive al amarillismo en Hollywood. Se dejó ver en poco menos de una veintena de películas en la década de los cincuenta entre las que destaca su inquebrantable fuerza física en ‘Los hijos de los mosqueteros’ (donde aprendió a luchar con espadas y se negó a que utilizar dobles) y enhibió una asombrosa versatilidad que hizo que estuviera presente en una colección de títulos de diverso calado; ‘La isla de los corsarios’, ‘La pelirroja de Wyoming’, ‘Fuego sobre África’, ‘Lady Godiva’, ‘Escrito bajo el sol’ y ya en los sesenta además de la televisiva ‘Mrs. Miniver’ rodó a las órdenes de Sam Peckinpah ‘Compañeros mortales’ y se enfrentó a Walt Disney por el recorte de su personaje en montaje dentro de ‘Tú a Boston y yo a California’, así como títulos que seguían ensalzando su carácter obstinado e invulnerable, ‘Una dama entre vaqueros’, ‘Fiebre en la sangre’, ‘El gran Jack’ y alguna aparición televisiva en series y programas como ‘Who's Afraid of Mother Goose?’ o ‘Off to See the Wizard’.
Retirada del cine desde 1973, aceptó regresar a la gran pantalla en 1991 con la comedia ‘Tú, yo y mamá’, debido a la insistencia de Chris Columbus y porque John Candy le recordaba a Laughton. Su despedida de la interpretación se produjo con bajo las órdenes de Kevin Dowling en la catódica ‘El último baile’. En 2004 O'Hara recibió el premio de honor de la Academia Irlandesa de cine y televisión (IFTA) por su trayectoria artística, el mismo año en la que publicó su autobiografía ‘Ella misma (This himself)’.
El pasado noviembre recibió de manos de Clint Eastwood y Liam Nesson el Oscar honorífico a toda una carrera. En la memoria nos quedará esa arrebatadora pelirroja irlandesa que generó una de las frases más memorables de la historia de Hollywood en boca de John Wayne que dijo de la actriz: “He tenido muchos amigos y prefiero la compañía masculina, excepto con Maureen. Ella es un gran tipo”.