martes, 27 de mayo de 2014

Massimo Vignelli, legendario icono del diseño

(1931-2014)
“El arte es útil, pero no utilitario. El diseño es utilitario, pero no siempre útil”.
(Massimo Vignelli).
Ha muerto uno de los grandes y respetados genios del mundo del diseño. Ha muerto el maestro Massimo Vignelli, símbolo de este arte y uno de los encargados de sistematizar y estandarizar las relaciones y comunicaciones de algunas de las mayores compañías internacionales que popularizó la imagen de grandes a firmas como Unimark International, IBM, United Colors of Benetton, Xerox, Steelcase, American Airlines, Ford o Bloomingdale, entre muchas otras. La inquietud de Vignelli por renovar los diseños a través de algo tan básico con el célebre sistema “unigrid” sustentado en una herramienta básica como la retícula (o maqueta), teorizó desde ese concepto tan rudimentario para llegar a postulados sobre la utilidad del diseño más allá de lo decorativo. Su corpus se instauró en la idea un mercado en la que predominara la calidad del diseño, definiendo la educación y desarrollo posterior, donde forma y contenido se perfilaran como un objetivo prioritario a la hora de manejar de un modo analítico la jerarquía que debe confabular el texto y la imagen bajo cuatro máximas: semántica, síntesis, dinamismo y pragmatismo.
Inseparable de su media naranja creativa y sentimental, su mujer Lella, Vignelli fundaría en los 70 su propia compañía Vignelli Associates, con la que reglamentó e impulsó buena parte de la ideología que hoy sustentan las directrices del éxito en la comunicación corporativa y el ‘branding’ de las grandes multinacionales. Su prolífica obra dentro de este contexto, le ha llevado a ser una figura legendaria y referencial en otros campos como el ‘packaging’, el diseño de joyas y mobiliario o la señalética, donde siempre se le recordará por ser el creador del mapa del metro de Nueva York, pasando a formar parte de la historia de este campo junto a nombres como los de Harry Beck o George Salomon. Vignelli siempre se mostró en contra de los estudios de mercado, que sobrepuso una actitud más cercana al cliente más allá de la mercadotecnia, concebida ésta como un desafío para encontrar las necesidades del público antes que llegar a lo que quieren. Para él, la atemporalidad del diseño debía ser lo importante. Se ha ido pues, una pieza insustituible en el universo del diseño.
A continuación tenéis una extraordinaria entrevista a Vignelli por parte de la gran Debbie Millman, otra institución en el mundo del diseño.
Su canon, de lectura inexcusable, puede descargarse de forma gratuita aquí.

domingo, 25 de mayo de 2014

Spielberg y la sutileza de los 'oners'

Un ‘oner’ o ‘long take’, dentro del argot cinematográfico angloparlante, es lo que se viene conociendo como un plano secuencia. Es decir, ese plano único filmado con continuidad y sin cortes en el que la cámara se desplaza en función de la acción hasta la finalización del mismo. Se requiere una coordinación específica para que todo salga de forma correcta y con éxito. Evidentemente hay muchos ejemplos que han pasado a la historia por la complejidad dinámica que suscitan la fascinación por este tipo de planos. Muchos son perceptibles, otros, más sutiles e invisibles al ojo del público. Son estos últimos los que requieren una destreza especial para pasar desapercibidos.

Tony Zhouha ha explicado y recogido esta técnica contemplada en la carrera de Steven Spielberg, dejando claro que el director es un verdadero artesano que domina la narrativa fílmica con un control de admirable capacidad que define la grandeza de su condición de cineasta rerevolucionario. Spielberg filma estos planos secuencia de una forma intangible, haciendo que estos ‘oners’ se diluyan en su naturaleza de dosificación detallista, sin sobrecargarlos ni abusar de su duración, para que así fluyan de un modo inadvertido, contribuyendo con esta dinámica a auténticas lecciones de filmación. Zhou muestra en estos vídeos hasta qué punto el dominio de Spielberg a lo largo de su carrera determinan con carácter paradigmático la excelencia en este tipo de complejos planos.

sábado, 24 de mayo de 2014

Detroit y la cruel imagen de la crisis

Si os hablo del Pontiac Silverdome a pocos os sonará a qué me refiero. Pues bien, se trata del estadio de fútbol americano que en su construcción supuso el más grande del área metropolitana de Detroit. Se inauguró en 1975 y sirvió de campo local del quipo de la liga profesional de Futbol americano (NFL) Detroit Lions. Así fue de 1975 hasta 2010, pasando por una remodelación en 2006. En este entorno, los Lions vivieron los mejores y, sobre todo, los peores momentos de su historia deportiva. A lo largo de su vida, el Silverdome acaparó todo tipo de eventos multitudinarios debido a su condición de gran recinto deportivo y multiusos, algo muy extendido en los campos compartidos de las grandes ligas americanas; en 1979 y 2010 se celebró allí el NBA All-Star Game o la XVI Super Bowl en enero de 1982, así como las fases finales de la Midwest Regionals de la NCAA en los años 1988 y 1991. Incluso mantuvo el récord de afluencia de público en la celebración del World Wrestling Federation's (WWF), WrestleMania III, de 1987 con 93.173 personas jaleando a los luchadores, registro que se superó en 2010 con la celebración del All-Star de Dallas en 2010 (108.713 espectadores). También los Detroit Pistons de los Bad Boys capitaneados por Isiah Thomas vivieron páginas históricas en este recinto. Como en 1994, donde fue sede del Mundial de fútbol que se disputó en USA. También ha sido ubicación de imponentes y recordados conciertos como los ofrecidos por The Who, Bruce Springsteen, Madonna, Pink Floyd o Metallica, entre muchos otros. Tal era su importancia dentro de este tipo de recintos, que el Papa Juan Pablo II celebró una misa multitudinaria en 1987.
Sin embargo, hoy en día todo eso forma parte del pasado y ahora se vende por 600.000 dólares. Como un reflejo de la realidad que se vive en la sociedad occidental con el colapso económico que vive el mundo gracias al declive del capitalismo, el Silverdome ahora es un recordatorio de los tiempos más oscuros de una ciudad que ha sido azotada más que ningún otro por la crisis financiera. Detroit, otrora una fuente de riqueza gracias al sector automovilístico, se ha convertido en la España de los Estados Unidos, una ciudad que ya no recuerda los tiempos de opulencia y que ha pasado a ser invadida por los escombros, abandonando lugares de prestigio que no han soportado la falta de medios. Algo parecido a la impronta del Michigan Theater, un majestuoso teatro de estilo renacentista que en la actualidad se utiliza como un parking público. Sí, amigos, un auditorio de indiscutible belleza arquitectónica usada como aparcamiento de coches. Irónicamente este teatro fue construido en el lugar donde se fundó el primer taller de automóviles de Henry Ford.
Es un paradigma perfecto de la conversión que vive la sociedad actual, la tristeza que empapa a una de las regiones a las que ha azotado la crisis mostrando su rostro más cruel.

jueves, 22 de mayo de 2014

Review 'Upstream color (Upstream color)', de Shane Carruth

Larvas, humanos, cerdos y orquídeas
Pese al desarrollo críptico e incómodo de sus planteamientos, la segunda obra de Carruth es una radiografía de las infecciones de la sociedad actual y de la necesidad de romper la cadena que acabe con el adocenamiento impuesto.
Parece ser que a Shane Carruth le va eso de poner al público en una tesitura donde lo experimental viene a ser una estimulación recíproca cuyo propósito es el ‘looping’ argumental y visual que obstruye voluntariamente la accesibilidad hacia sus trabajos, haciendo de éstos auténticos criptogramas para que sea el espectador quien vaya componiendo un puzle engarzado con información desprocesada y multilineal. Ya demostró ese punto de complejidad en su debut, ‘Primer’, elíptico ejercicio de ‘low cost’, donde manejó con destreza una múltiple ecuación de paradojas temporales que más que formular una cavilación sobre los viajes tiempo y sus consecuencias, se centraba en la reflexión sobre el modo de recuperar el mismo, con un lenguaje técnico que dividió a los que la consideran un ejemplar modelo de producción con resultados óptimos y aquéllos que no entraron en su provocación artística. Carruth impuso entonces una personalidad visceral, de cierto hermetismo intrincado y desconcierto fragmentario.
Su segunda obra, siguiendo los parámetros del entorno independiente, ‘Upstream color’, no abandona esa actitud desafiante con respecto al espectador. Carruth articula aquí a un juego de identidades, de desarrollo críptico dentro un argumento de naturaleza tan enigmática como confusa, estructurada en cuatro universos bien distintos; el de un ladrón (Thiago Martins) que trafica con una sustancia alucinógena procedente de unos parásitos que anidan en una especie muy concreta de orquídeas azules. Cuando la localiza, se dedica a suministrarla en forma de droga a la gente con la intención de desplumarles económicamente. Por otra parte, aparece un ser enigmático llamado The Sampler, que graba sonidos para componer música y extirpa las larvas del cuerpo de los afectados para transferirlas a una piara de lechones que resultan ser los análogos a esta gente y  así poder saber qué sucede en cada momento de sus vidas a través de los cerdos. Todo ello confluirá mediante Kris (Amy Seimetz), una de estas afectadas enfrascada en una historia de amor que surge de forma intuitiva tras una mutación parasitaria que unifica a dos de estos seres humanos movidos, tal vez inconscientemente, a articular una fábula contagiada por las dudas del trauma por el que han pasado y les ha unido, dando como consecuencia que ambos persigan conocer una oscura realidad de codependencia.
El cineasta no se conforma con sugerir una simbiosis de vínculos entre el hombre, animales, gusanos y el mundo, sino que impone un fuerte carácter polisémico en la comprensión de los mecanismos e interacciones que trenzan ese incómodo cruce de historias. Desde esa larva que controla el comportamiento ajeno, al ladrón que logra hacer de Kris una autómata y crear una cadena de infección microorgánica a través del libro de ‘Walden’, de Henry David Thoreau, que suscribe la liberación de las esclavitudes de la sociedad industrial y regreso a la naturaleza para despertar el animal interior del ser humano, pasando por Jeff (Shane Carruth), un adicto al trabajo encerrado en la inopia de una rutina gris que no atiende a cuestionamientos existenciales. Pero sobre todo, ese extravagante personaje llamado de The Sampler (Andrew Sensenig), que se acerca a las experiencias emocionales a personas a las que controla de un modo transversal con el conducto psíquico que suponen los cerdos de su corral, como una especie de voyeur que se aprovecha de los estados de ánimo para componer su música. Carruth parece recrear con ello una recurrente y teológica tesis de cómo los hombres llegan a ejercer de Dios a través del poder (el mencionado The sampler) o por medio del dinero (el ladrón), algo que va unido a los grandes estamentos que controlan el mundo occidental. Ese yugo que rodea a la sociedad sólo podrá ser destruido, y a su vez la cadena que perpetúa esta extraña jerarquía de posesión, con un colectivo que le haga frente.
Como si todo esto no fuera suficiente para enredar la madeja, ‘Upstream color’ recaba en las entrañas de esta experiencia desconcertante con la conexión medular que supone la relación que se establece entre Kris y Jeff, que empieza a desequilibrar la cadena de control, como un error de este macabro círculo experimental. A través de ellos empieza a abrirse el camino hacia las respuestas cuando comienzan a intercambiar recuerdos, a confundirlos y ella siente que está embarazada cuando en realidad ha sido su análogo porcino la que procrea y habilita con el sacrificio de las crías que se abra la sucesión de este proceso insano.
El poder representativo de estos cerdos desposeídos de su personalidad puede ser entendido como una metáfora de hacia dónde se encamina la propia sociedad regida por la industrialización o el derrumbe del capitalismo, en otra parábola que ejemplariza mediante la esclavitud emocional de otros seres hasta qué punto el ser humano está dominado, con nuevos modelos de sometimiento. La lucha de estos dos personajes confundidos que a través del agua, los sonidos y el color, van reconstruyendo sus recuerdos y la memoria común hacen que se acabe con la extorsión, adocenamiento y coacción impuesta.
Sin perder de vista a Thoreau, Carruth crea un mundo a medio camino entre el esteticismo poético y sensorial de Malik, la percepción onírica y surreal de Lynch o la procelosa relación entre lo psíquico y lo orgánico de Cronenberg para emitir una lóbrega entelequia sobre la desposesión de todo lo material para comenzar una vida plena, con gente conectada a través de estos traumas que, al romper esa pirámide cíclica que elimina al germen (el microorganismo) que transmite la infección, libera la limitación del ser humano y le devuelve a un entorno natural en la que recuperar su autonomía, en un ejemplo de capacidad de adaptación del hombre y de la naturaleza.
A pesar de lo que aparenta, ‘Upstream color’ no es tan críptica como puede llegar a parecer en un principio. En cierta medida, todos esos dobles juegos del ciclo de vida del parásito dentro de la alienación mental y en un contexto terrenal responden a un mundo de experimentaciones que va más allá de cábalas logísticas acerca de las múltiples teorías que se pueden extraer de esta incómoda visión de un inframundo sociobilógo. Como si el propio Carruth estuviera jugando con el espectador de la misma forma que The Sampler hace con los protagonistas.
La película establece unas formalidades drásticas sin quebrantar una esencia basada en esa fuerza retrospectiva que mezcla música y un cuidado extremo por el sonido y la sonoridad del ruido distorsionador de la realidad, que se acentúa con un montaje asociativo para reforzar los propósitos de esa atmósfera hipnótica. Habrá espectadores que contemplen el proceso sin comprender, incluso rechazando de pleno la propuesta, pero es innegable la fuerza para evocar percepciones visuales del director, con una estudiada abstracción planificada en la búsqueda de la belleza visual de cada plano, de cada sutil movimiento. Puede que la omnipresencia de ese autor total (dirección, producción, guión, montaje, banda sonora e interpretación) deje cierta atribución de una actitud demasiado consciente de todo su engranaje y de las ínfulas trascendentales de encontrar un poder filosófico artificioso y místico, pero Carruth deja patente su calidad como director, con signos de identidad provocadoramente líricos que potencian el ámbito trascendental de esta reflexión atávica sobre el lugar que ocupamos en el mundo.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2014

miércoles, 21 de mayo de 2014

El arte clásico, adelgazado digitalmente

A estas alturas, todos nos hemos acostumbrado a ver bombardeadas nuestras retinas con campañas publicitarias que venden un ideal de belleza social adulterado, que aplaude los arreglos virtuales para renegar de la naturalidad de los cuerpos. El retoque digital es una obsesión para los mercados de la moda, que transmite una falsa idea y encubre la veracidad de lo que se vende. Con ello ha provocado una aspiración impuesta que deriva en la tiranía de los tiempos modernos del culto al cuerpo, causante de todo tipo de desórdenes alimenticios o traumas provocados por la obsesión por la delgadez, mucho más allá de la comida sana y regulada. Esa viciada retórica visual con la que se intenta persuadir a la sociedad hacia unos modelos de belleza impuestos, hacia ese apestoso tono ‘light’ o ‘wellness’ que parece imponerse en las revistas de salud y de moda, han dinamitado las tradiciones estéticas occidentales de forma irreversible.
No siempre las mujeres de portada han parecido necesitadas de un buen bocata de panceta. Los iconos de belleza han seguido, sobre todo en la historia del arte, unos cánones bien diferentes, sin exigir esa tendencia a la demacración física. Siglos atrás, los desnudos mostraban una aceptación mucha más cercana a la realidad saludable de la época. La editora fotográfica Lauren Wade reflexiona, no sin cierto sarcasmo, acerca de cómo hubiera afectado estas técnicas de falseamiento de los cuerpos por técnicas de retoque digital en ocho grandes obras clásicas del arte clásico; sustituyendo las curvas creadas por Boticelli, Degras, Ingres, Goya o Gauguin para evidenciar ese efecto tan ilegítimo como espurio.
Aquí el trabajo de Wade para TakePart.com.

lunes, 19 de mayo de 2014

El cubo de Rubik, icono generacional

Cuando el profesor de arquitectura húngaro Erno Rubik inventó su célebre cubo en 1974 no sabía que su eclosión de ventas durante la década siguiente haría de él uno de los elementos más identificables para muchas generaciones posteriores que aceptaron el desafío tridimensional y geométrico de resolverlo. La nostalgia ha sido el principal componente del cumplimiento de estas cuatro décadas como uno de los pasatiempos por el que tiempo parece no pasar. Fagocitados por una era tecnológica y del 2.0 casi totalitaria, es sorprendente que sus seis caras compuestas por nueve cubos más pequeños continúe siendo un clásico y el juguete más vendido del mundo, con más de 350 millones de unidades.
En todos estos años, la locura por resolver el cubo con la mayor rapidez posible mediante todo tipo de sistema de memorización y algoritmos existentes ha marcado la evolución que va más allá del simple pasatiempo, viendo en las figuras de Tomas Rokicki y Jessica Fridrich dos de los estudiosos que hacieron frente a la complejidad de movimientos para componer un patrón de resolución desde cualquier movimiento inicial y solventar el reto en poco más de una veintena de movimientos y apurando los segundos hasta lo inimaginable. El holandés Mats Valk estableció el récord de rapidez en 5,55 segundos, el que más cubos ha logrado armar en menos tiempo Marcin Kowalczyk (41 cubos resueltos de 41 intentados) y Erik Limeback el que mayor número de cubos solventados e un solo día: 5800 cubos. Entre otros muchos y rocambolescas mejores marcas.
Para el resto de los mortales, hoy es un día que señala una aniversario de un juguete convertido en un icono que remite a una época tan identificable como fueron los 80. Tanto es así que, a modo personal, este elemento de ocio (y también decorativo por aquéllos que no fueron capaces de resolverlo) tiene su pequeña aparición en mi último cortometraje ‘3665’, que trata, precisamente, sobre la importancia de los recuerdos.

Athletic 2013.2014: Una temporada de ensueño

Consumó el Athletic la mejor temporada de los últimos años. Concretamente, la más brillante desde que hace dieciocho años fuera subcampeón de liga. El mismo tiempo que el equipo zurigorri no regresaba a la máxima competición continental. Se han cumplido unos objetivos que, a principio de campaña, nadie esperaba y que se han ido fraguando en la solidez de un equipo que ha exhibido un nivel de rendimiento lustrado por el esfuerzo y la cohesión que ha cristalizado el técnico de Viandar de la Vera Ernesto Valverde, auténtico artífice de la armonía y el equilibrio que este equipo venía necesitando tras una temporada en la que el Athletic había vivido el agridulce devenir de un entrenador tan personal y carismático como Marcelo Bielsa.
Este Athletic ha emergido como un bloque consistente, capaz de hacer fluir un fútbol de garra, vistoso y natural, de presión, recuperación y movimiento de balón inteligente, sustentado en unos criterios de determinación y confianza que se han materializado sobre todo en este nuevo talismán que es el inexorable San Mamés, que ha pasado a ser un fortín en el que el equipo local sólo ha dejado escapar seis puntos, feudo en el cual se le ha dado la vuelta al marcador hasta en cinco ocasiones y se han granjeado unos números que el club no vivía desde la temporada 1986-1987. Sería un error individualizar este gran logro, porque la consecución de esta cuarta plaza deriva de un funcionamiento general y una revitalización del colectivo y de la complicidad de todos los jugadores que han capacitado con su trabajo una línea ascendente con la precisión de un reloj suizo hasta completar una segunda vuelta de ensueño; cediendo sólo dos derrotas en campo propio y una única en campo ajeno.
Ha demostrado ser un equipo de una solvencia férrea y la precisión de un concepto futbolístico con el que los leones han sabido identificarse con la convicción de interiorizar la creencia en sí mismos, de superar paulatinamente cada reto que se ha puesto por delante del camino. Un Athletic caracterizado por la visceralidad de no someter su fútbol a un dictado previsible, sino abordando cada partido con el esfuerzo máximo de unos luchadores aunados en esa caballería clásica que venía haciendo falta para recuperar la raigambre athleticzale y la esencia de un equipo que, después de aquella primera temporada con Bielsa, parecía haberse difuminado en la incertidumbre.
El resultado: 70 puntos, récord del equipo (las últimas dos ligas se ganaron con menos puntos) y la mejor marca de un cuarto clasificado en la liga de tres puntos, igualando la del Real Madrid de la temporada 2003-2004. Tal dulce resurrección ha logrado relegar los fantasmas de aquel “bienio negro” en la que el equipo se salvó en una dramática última jornada contra el Levante de la 2006-2007. Forma parte del pasado. Ahora, el Athletic se ha reencontrado con su carácter, con la naturaleza de un equipo que hoy se codea de nuevo con los más grandes. Esta temporada será difícil de olvidar, puesto que el trabajo y el débito por el escudo, otra vez en esa inquebrantable alianza entre jugadores y afición, han contribuido a reavivar la grandeza de este club mítico y especial.
A partir de este momento, la ilusión porque esta idea siga prevaleciendo transformada en logros abre las expectativas de un próximo curso en el que el Athletic deberá trabajar duro por mantener el bloque e intentar conjugar esfuerzos para que ciertas piezas no descoloquen la composición del equipo ganador y asumir el desgaste de las tres competiciones que están por venir.
Para ello, presidente y junta tienen un verano de negociaciones que solidifiquen la madurez que todos pronostican en un año lleno de ilusión y desafíos. El primero de ellos, superar el complicado escollo de la previa de Champions en agosto para poder estar finalmente en el bombo de los elegidos. Después, seguir manteniendo su afán de mejora en un duro trayecto, entendiendo como se ha hecho siempre que esta institución va más allá de lo deportivo, conjugado con una voluntad en el terreno de juego que nace directamente del corazón de un símbolo: el Athletic. Este equipo del "Txingurri" (sin olvidar los cimientos asentados por Caparrós y “El loco” Bielsa) ha vuelto a poner sobre la mesa que más que un club de fútbol, es una forma de vida y un sentimiento colectivo. Y llegados al final de una temporada mágica, es hora de disfrutar y celebrar lo conseguido.
AUPA ATHLETIC!

miércoles, 14 de mayo de 2014

Una década sin 'Frasier'

Este pasado lunes se cumplían diez años de la finalización de una ‘sitcom’ que estaba destinada a convertirse en un clásico inmortal, pasando a formar parte de las elegidas en el pináculo de las comedias de situación a perpetuar dentro de los fastos televisivos. ‘Frasier’ fue una apuesta arriesgada. Cierto es que ya era un personaje conocido dentro de otro mito catódico como fue ‘Cheers’, pero el hecho convertir esa condición de secundario en protagonista y sustento de un ‘spin-off’ a un psiquiatra intelectual y fanfarrón pomposo no era algo fácil. La NBC apostó por una serie circunscrita alejamiento de su propia genealogía, rechazando el prototipo para blandir su mejor arma en una calculada y metódica racionalidad que recurría al sarcasmo inteligente y relamido con unos diálogos de progresión lapidaria.
La serie retrata a Frasier Crane (Kelsey Grammer), un entrañable urbanita acomodado de mediana edad depositario de una nulidad exacerbada en cuestiones existenciales y familiares, que regresa a Seattle, su ciudad natal, después de haber vivido ciertas experiencias traumáticas en Boston. Allí, se reencontrará con un espejo deformado de sus defectos, su hermano Niles (David Hyde Pierce) y su padre Martin (John Mahoney), un policía retirado tras recibir un disparo que le ha dejado cojo para el resto de su vida. A ellos se les unirán Daphne Moon (Jane Leeves), la fisioterapeuta de Manchester que atiende éste último y Roz (Peri Gilpin), la amiga y productora del programa radiofónico de consultas que Frasier dirige en la cadena local KACL.
Con esos ingredientes, David Lee, David Angell y Peter Casey crearon una idiosincrasia inconfundible, dándole la vuelta a lo establecido con un giro en los planteamientos de comicidad sobre la clase alta, tamizada con la sofisticación sutil que exponía personajes excéntricos y pretenciosos que vinculaban su personalidad al estatus, contrapuestos a otros caracteres más agrestes y mundanos con el objetivo de conformar un contrapunto ideal de colisión humorístico. Lo académico contra la experiencia de la vida o la mezquindad de lo complejo enfrentado a lo placentero de la sencillez se evidenciaba en las reflexiones que suscitaban dudas y comportamientos estudiados hasta el más mínimo detalle. Entre pretensiones y cappuccinos, controversias acerca de Freud y Jung, literatura clásica, ópera, catas de vinos y restaurantes de postín, ‘Frasier’ reiteraba la incapacidad de sus habitantes por resolver problemas vitales y disfrutar de las pequeñas cosas, en un enredo donde la neurosis, el narcisismo y el elitismo social en el que las apariencias son preeminentes se afinaba hacia una accesibilidad dirigida a cualquier tipo de público.
El riesgo se tradujo en un empuje sustancialmente más divertido, motivado por la falta de respeto de los estamentos estructurales de cualquier ‘sitcom’, no buscando la identificación con el público, de tal modo que ese clasismo aristócrato de abigarrada gramática y modales exquisitos se satirizaron hasta vulgarizar los conflictos hasta un extremo mucho más cercano de lo que en principio podría aparentar, afrontando la banalidad y la metáfora profunda con idéntica jerarquía. Con ello, ‘Frasier’ fue urdiendo variantes que tuvieron como tema soterrado el punto débil de los tres Cranes; la incapacidad de encontrar a una mujer que satisficiera sus exigencias.
Durante todas las temporadas, Frasier se mostró un patán seductor, víctima de sus complejos y miedos psicoanalistas, incapaz de olvidar a Diana (Shelley Long) o su ex mujer Lilith (Bebe Neuwirth) y tropezando una y otra vez con su ineptitud en esta parcela idealizada. Niles, por su parte, atado a una castradora esposa Maris (que se convirtió en un ‘gag’ recurrente al no aparecer su rostro en toda la serie), vinculó su afecto romántico a Daphne e incluso Martin, el más coherente de los Crane, tampoco acabó por abandonar su condición de viudo con personajes interpretados por Wendie Malick y Marsha Mason. Al fin y al cabo, los trazados del guión de la serie venían a incidir en problemas universales con un ‘timing’ cómico invulnerable, por mucha opulencia y refinamiento que rodeara a sus personajes. Un padre y un hijo que se ven obligados a convivir a su pesar, un hermano infeliz e insatisfecho con su vida, un perro que juega a interminables desafíos de miradas y personajes satélites llenos de complejos defectos que no hacen más que confrontar sus antológicas personalidades.
Una ‘sitcom’ excepcional
El hecho de adaptarlos a un contexto distinto (psiquiatras pijos y adinerados comportándose como auténticos cretinos con actitud infantil) y proyectar o sublimar cualquier tipo de cuestión social y sentimental sin sortear su materia evasiva, hizo de ‘Frasier’ una serie abierta a todo tipo de público. Fue el factor que determinó un éxito que arrasó durante sus 264 episodios ubicados en 11 temporadas. ‘Frasier’ acumuló un total de 37 premios Emmy (cinco de ellos de forma consecutiva a la mejor serie de comedia) y tres Globos de Oro, todo un récord en el azaroso universo de la pequeña pantalla, consecuciones que alzaron a esta imponderable serie a la prestigiosa gloria de los fastos de las 625 líneas.
Hasta el momento, Kelsey Grammer sigue siendo el actor que más tiempo ha acumulado interpretando el mismo rol, sólo superado por James Arness en ‘La ley del revólver’. A lo largo de sus once años de emisión más de 130 personajes del mundo del cine, de la música y la televisión pusieron voz a los radioyentes que llamaban al programa del doctor Crane y la noche de los jueves pasó a ser una cita obligatoria e ineludible para todos los amantes de la televisión inteligente, del genio sin fin, de la lucidez lúdica que en cada episodio definía su propia razón de ser: articular mediante el humor la sofisticación de sus personajes ‘snob’ con situaciones afines a cualquier espectador, desplegando mediante sus ‘gags’ y optimizados argumentos.
‘Frasier’ atesoró durante su existencia un sentido del humor inagotable que la convirtió en la auténtica esencia de su éxito para hacer de ella un clásico de la pequeña pantalla en Estados Unidos y en el resto del mundo. Una comedia que durante once años hizo que el 35 % de los estadounidenses no conocieran un mundo sin ‘Frasier’. Durante dos décadas el telespectador vivió junto a Grammer (desde su aparición en ‘Cheers’ al final de ‘Frasier’) y ahora se cumplen otros diez desde que esta mítica sitcom finalizara. A modo personal, uno de los momentos más emotivos que he vivido frente a un televisor fue cuando se produjo esa despedida con el episodio de una hora de duración titulado ‘Adiós Seattle’. Fue un momento aciago aquel que obligaba a despedirse Grammer, David Hyde Pierce, Jane Leeves, John Mahoney y Peri Gilpin. Así como del revoltoso y entrañable terrier Moose (o Eddie, como queráis). De algún modo, esta serie ha logrado lo que tan sólo alguna otra excepción (léase ‘Búscate la vida’ o ‘Seinfled’) había conseguido: formar parte de mi vida y sufragarme con su ironía y humor un apoyo inmensurable en varias etapas de mi vida. Incluso una prueba de guión de un episodio de esta serie escrito por mí me proporcionó mi primer trabajo como guionista de televisión. Fue muy efímero, pero inolvidable experiencia de la que algún día escribiré.
‘Frasier’ es, por tanto, una serie que alcanza el mito de la magnificencia, la prosapia de una fantasía imposible de igualar, la de las grandes series, aquéllas que permanecen vivas en la memoria colectiva, encomiadas por todo el que echa un vistazo atrás en el tiempo y recuerda con nostalgia un esplendor catódico insuperable. ‘Frasier’ ha sido una serie que puede presumir de haber ofrecido opulencia en su máxima expresión de la refinada ironía, de una particular elegancia sin perder su perfilada perspectiva de la cultura. Frasier y los suyos son algo más que simples personajes televisivos. Frasier y los suyos se convirtieron en aliados de la diversión, en miembros de nuestros mejores recuerdos, en compañeros acaudalados a los que nunca olvidaremos.

martes, 13 de mayo de 2014

H.G. Giger y el oscuro mundo biomecanoide

(1940-2014)
Nos ha dejado H. R. (Hans Rudolf) Giger, uno de los diseñadores más transgresores y visionarios que coronó el universo del arte con sus entes y organismos de carácter mecánico trenzados siempre con elementos orgánicos, en inolvidables híbridos de tecnología biomecánica. Su estudio de los cuerpos, alejado del arquetipo, se desarrolló dentro de surrealistas paisajes de materia onírica, en un oscuro mundo subconsciente, con influencias de Salvador Dalí (con el que mantuvo una excelente relación y complicidad) hasta los escenarios y morfologías de H.P. Lovecraft. La esencia ‘cyborg’ infundó las obsesiones por esa metamorfosis que siempre estuvo presente en los diseños del artista suizo.
La clave de su extensa y prolífica obra se traduce en una composición casi perfecta entre la técnica, la mecánica y el poder visual de sus criaturas, con cuerpos invadidos por prótesis, sometidos a una modelación tecnológica que eliminan, en cierta manera, el límite entre lo humano y la máquina, sin dejar de recurrir casi siempre a una visión libidinosa de carácter erótica, como si la técnica perdiera funcionalidad y alcanzara un estado a medio camino entre lo somático y lo inorgánico, con cierto tono de sucio materialismo.
Desde las portadas para discos; ‘Koo Koo’, de Debbie Harry, ‘Brain Salad Surgery’ de Emerson, Lake & Palmer, la controvertida ilustración de ‘Frankenchrist’, de los Dead Kennedys o ‘Hallucinations’ de Atrocity, su reconocimiento popular a gran escala llegaría de la mano de Dan O’Bannon y Ridley Scott y su terrorífica criatura extraterrestre con ‘Alien. El octavo pasajero’, que repetiría con David Fincher en ‘Alien III’ y ampliaría su trayectoria cinematográfica con películas de corte fantástico como ‘Poltergeist 2’, ‘Tokio: The Last Megalopolis’, ‘Species’ o ‘Prometheus’, de nuevo junto a Scott.
Sin embargo, su arte se extiende a lo largo de más de cuatro décadas donde la delectación tecnofílica de su autor marca esa fascinación por la cybercultura y los parajes post-apocalípticos. ‘Passagen’, ‘Necronomicon 1 & 2’, ‘Biomechanics’, ‘ARh+’, ‘Skizzen 1985’, ‘Icons’… y tantas otras obras vienen a decir que la intensidad del mundo de Giger reposa en la sustitución del cuerpo infectado por la tecnocracia de una ucronía corporal, con una intención profética de un futuro post-humano. Es como si Giger hubiera transcrito a imágenes la substancia de J.G. Ballard, en ese desgarro de la corporeidad por la hibridación de la ortopedia de estructura ‘high-tech’ para abrir la puerta a diversas interpretaciones.
Esa reconocible frialdad de una visión morfológica esculpida en acero, cristal líquido, elastómero, fuselajes, cables y exoesqueletos perpetran un estilo inconfundible, de promiscua atracción por la biomecánica hacia mecanismos erotizados que sugieren esas máquinas de un submundo industrial y apocalíptico. Desde su excepcional manejo del aerógrafo hasta sus diseños arquitectónicos o composición de imposibles medios de locomoción, Giger trasciende cualquier espacio simbólico llamado a desplegar una amplia perspectiva de ‘tecnosurrealismo’, donde lo mecánico alcanza un grado de divinidad y motivación sexual adulterada con la carne y el metal, en una mutación de cartografía ‘biomecanoide’. Es la forma en que Giger plasmó en sus obras maestras, con evidentes pretensiones insinuantes, su virtuosa reflexión acerca de evolución forzada a un merecido fracaso y su final extinción.

domingo, 11 de mayo de 2014

Francois Dourlen y la integración

El fotógrafo francés Francois Dourlen presenta una serie de curiosas fotografías realizadas con su iPhone en las que superpone instantes cinematográficos, televisivos o imágenes recurrentes e identificativas de la cultura popular para integrarlas dentro de la cotidianidad que le rodea. El efecto consiste en una unificación perfecta de ficción y realidad, cuidando todos los detalles de la perspectiva combinativa de estos dos factores.
Más de esta divertida técnica en su página de FaceBook y cuenta de Instagram.