viernes, 27 de diciembre de 2013

Especial Navidad: ‘Jungla de Cristal (Die Hard)’, de John McTiernan

El gran clásico del cine de acción
Veinticinco años después de su estreno y a estas alturas, ya nadie cuestiona ‘Jungla de Cristal’, de John McTiernan, como un referente modélico. Es, posiblemente, si no la mejor película de acción de todos los tiempos, una de las más destacadas. Cuando se presentó al gran público, el cine de género apostaba por una fórmula que establecía sus estrategias comerciales en ensalzar la testosterona hipertrofiada y musculosa de inexpugnables héroes armados hasta los dientes que celebraba el individualismo sin ley bajo proclamas ideologías y políticas que rozaban la parodia críptica de un discurso que, más allá de la metáfora, aludía a la implacable posición mundial hegemónica de Estados Unidos. Eran los tiempos en que Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger popularizaron esa fisicidad de músculo marcado, iconos heroicos motivados, al menos con carices metafóricos, por la sed de venganza debido a las iniquidades que los estadounidenses habían sufrido una década antes. Aquel héroe estoico, sin miedo, impasible e indestructible determinaría el cine de acción y fundaría el término ‘actioner’, tan taquillero de aquella década de los 80.
Un joven Joel Silver ya era un consolidado productor dentro de un torbellino de cintas de acción como ‘Límite: 48 horas’ y ‘Calles de fuego’, ambas de Walter Hill, ‘Commando’, de Mark L. Lester (uno de los ejemplos seminales del ‘actioner’). Junto a Lawrence Gordon, con quien produjo algunos de estos títulos, a los que habría que añadir ‘Depredador’, del propio McTiernan, apostaron por virar los derroteros del cine de acción comercial encauzándolos hacia otros propósitos que sellaron su inicio con la exitosa ‘Arma letal’, de Richard Donner, cinta que abriría esa nueva vertiente que se buscaba dentro del género. ‘Jungla de Cristal’ llegaba como guión firmado por Jeb Stuart y Steven E. de Souza, basado en una novela ‘Nothing Lasts Forever’, de Roderick Thorp, con un detective llamado Joe Leland, al que interpretó en 1968 Frank Sinatra en ‘El detective (The detective)’, de Gordon Douglas. Leland pasaría a llamarse John McClane, la ubicación acontecería en un enorme rascacielos en construcción donde desarrollar una trama policiaca de aventuras adrenalíticas. El mencionado McTiernan, después del crédito y la recaudación de ‘Depredador’, junto Schwarzenegger, sería el responsable de dirigir la película. El cineasta neoyorquino puso una condición inflexible: la estrella de la función tenía que ser Bruce Willis.
Por entonces, era una estrella televisiva gracias a ‘Luz de luna (Moonlighting)’, desplegando una innegable química con Cybill Shepherd y había rodado un par de producciones en Hollywood a las órdenes de Blake Edwards: ‘Asesinato en Beverly Hills (Sunset)’, junto a James Gardner y ‘Cita a ciegas (Blind Date)’, compartiendo cartel con Kim Bassinger. McTiernan argumentó como requisito que McClane debía ser interpretado por una estrella cuya combinación de habilidades cómicas y potencial físico más normalizado que en los habituales héroes de acción. Willis rodaba durante el día la popular serie de televisión y por las noches se exprimía en un rodaje de dureza y complejidad como era el de ‘Jungla de Cristal’. Otro riesgo, el antagonista, el villano de la función que compartía protagonismo con Willis, era un gran desconocido para la gran pantalla. Alan Rickman, respetado actor teatral, no había interpretado ningún rol para el cine.
La idea de esta reconversión del héroe se trazaba en su tratamiento antitéico, en la presentación de un policía corriente, vulnerable y falible, con arreglo a la humanización de sus rasgos para empatizar con un modelo de espectador acostumbrado a otro modelo inquebrantable. ‘Jungla de Cristal’ sintetizaba los códigos de aquellos ‘actioner’, pero presentando a un personaje cínico no muy interesado en subsanar ninguna misión de riesgo, ni enfrentarse a una gran coalición maligna ni a un enemigo concreto. De hecho, más allá que evitar a unos asaltantes que no estaba en los planes, el protagonista se ve envuelto berenjenal cuando intenta hacer las paces con la parienta se encuentra con esta situación imprevista. McClane es un antihéroe abandonado a la suerte de una la situación le sobrepasa.
Supone otra visión muy demostrativa de la relación del ser humano y su contexto más próximo, algo que caracterizó la obra más productiva de McTiernan en su apogeo hollywoodiense, abordando la capacidad de sus héroes para desafiar y pervertir lo establecido. Su gusto por la referencia a los clásicos, no hace muy difícil imaginar que si ‘Jungla de Cristal’ se hubiera rodado en los 50, probablemente habría estado protagonizada por James Stewart y dirigida por Alfred Hitchcock. Lo tenía todo para dinamitar la percepción del cine acción. Funcionó relativamente bien en taquilla, pero la crítica le dio la espalda vertiendo líneas y textos generalizadamente bastante negativos ¿La razón? Se trataba de una película de acción comercial que no dudaron en tachar como “manipuladora y artificiosa”, “violentamente inverosímil” o “filme mediocre poblado por personajes bidimensionales”. La evolución histórica, por el contrario, ha hecho que la película de McTiernan haya encontrado su sitio en los fastos cinematográficos siendo considerada una de las mejores muestras de cine de acción realizadas jamás.
Reformulando los códigos genéricos
John McClane es un policía de Nueva York que viaja a Los Ángeles en Nochebuena para embarcarse en cruzada personal que consiste recuperar su familia y asumir el nuevo puesto triunfal de su mujer, que ha logrado destacar en una multinacional japonesa ubicada en el edificio Nakatomi (nada menos que el Fox Plaza, en Century City). Su llegada coincide lamentablemente con un grupo de supuestos terroristas alemanes compuesto por doce integrantes que asaltan el edificio con el objetivo de apoderarse de los 640 millones de dólares en bonos negociables que alberga la caja fuerte de la compañía. El policía consigue escapar armado con su pistola, iniciando una confrontación donde prevalece el bienestar de los rehenes y su propia supervivencia. Obviamente, la irrupción del filme no supuso una revolución argumental, pero ‘Jungla de cristal’ era diferente a todo lo visto. Por varias razones; primero, porque lograba una perfecta deconstrucción de los estilemas naturales del cine de acción, componiendo un mosaico de secuencias dispuestas como un mecanismo estructural perfecto y subvertiendo los estereotipos para infiltrarles una buena dosis de sarcasmo y jugar así con sus diálogos irónicos y matemáticos giros de guión.
El impecable planteamiento y el pulso de los tiempos habilita que el ‘in crescendo’ vaya propiciando que la violencia enmarcada dentro del contexto moral de la acción implique al policía neoyorquino hacia una posición de superviviencia dentro de la anarquía encontrada en una realidad donde maniobrar con todos tipos de armas, explosivos y detonadores. La descripción de ese espacio vital que representa el gigantesco rascacielos Nakatomi Plaza que les acoge se traduce en imágenes que se tornan igual de amenazantes como familiares, con las subidas y bajadas por el ascensor, obligándonos a arrastrarnos por los conductos del aire acondicionado, descubriendo su esqueleto interior. McTiernan inspira a través de su cámara esa atmósfera opresiva de lo desconocido, circunscribiendo toda la trama a un solo espacio y su inmediata periferia. El primoroso uso del ‘scope’ fructifica además en un derroche de fantasía y talento fílmico bajo los preceptos de un estilo que no traiciona el cine comercial, llevando sus propósitos a unos términos visuales y de coreografías mucho más complejas. Tanto la inflexión de las anteriores fórmulas como el reflexivo estudio de los condicionantes, ceñidos a la funcionalidad narrativa activa, termina no sólo por evidenciar que ‘Jungla de Cristal’ es cine de autor, sino que testimonia una ofrenda a los grandes clásicos, respetando hasta el extremo el lenguaje cinematográfico, pero a la vez transgrediéndolo constantemente.
La labor de McTiernan es fundamental en toda esa culminación constructiva y de composición, que se define por la intensidad paulatina que albergan sus secuencias. La exposición y la puesta en escena, en conjunción con la coreografía visual, acaban por transmitir el desasosiego de la acción, reservando los muy pocos instantes de calma para subir el nivel dramático y codificar así los puntos de vista con la inteligente utilización de los ángulos de cámara. Una de las claves que impone un factor diferencial de ‘Jungla de Cristal’ es la limitación de información para lograr la convulsión y el interés del espectador, sin recurrir al efectismo o el fuego artificial sin sentido. Con esto, lo que se obtiene es sobredimensionar el vértice más abstracto del papel del protagonista contra una situación imprevista y que esas fantásticas ‘set pieces’ estén escrupulosamente engarzadas con dilación, sin dar respiro entre ellas, con un énfasis de adrenalina que va construyendo un clímax fraguado en la épica, solapando la percepción de la acción proporcionada al espectador de un modo fragmentado.
Otro de los paradigmas geométricos que dan un sentido contextual a la excelencia de sus elementos es la escrupulosa dimensión con la que se dibujan unos personajes aparentemente perfilados, establecidos con una economía en la que no exigen subrayados para entender todas sus aristas. Bastan dos o tres pinceladas para diseñar con pequeños rasgos las diversas personalidades que desfilan por esta fábula. Desde ese chófer de limusina llamado Argyle (De’voreaux White), parlanchín y enrollado, que escucha a Run- DMC mientras el edificio Nakatomi es tomado por los delincuentes, el jefe de la esposa de McClane, Joseph Yoshinobu Takagi (James Shigeta), recto mandamás ejecutivo que ejerce de patrón hasta que es interrogado por la banda criminal, el perfecto lameculos de éste o Harry Ellis (Hart Bochner), un cocainómano pusilánime y que enfila sus intereses hacia la esposa del policía, Holly Gennaro (Bonnie Bedelia), descrita como una mujer de fuerte carácter, con capacidad de liderazgo y valedora de sus compañeros de trabajo incluso circunstancias extremas.
También los personajes del exterior, encabezados por las fuerzas del orden público, no exigen de aparente hondura pare concretar sus caracteres; el periodista Richard Thornburg (William Atherton) es un carroñero periodista de malas artes y sin escrúpulos, el jefe de policía Dwayne T. Robinson (Paul Gleason) un arrogante personaje incapaz de llevar la situación con cierta coherencia o Big Johnson (Robert Davi), un desalmado agente especial del FBI que todavía resucita el espíritu de Saigon cuando se pone en marcha para intentar tomar el edificio y desbaratar los planes de los asaltantes. Pero, sobre todo destaca la figura de Al Powell (Reginald VelJohnson), un orondo policía con un trauma profesional que pasa a ser el confidente y aliado de McClane, sirviendo como informador de la situación en el exterior. Entre ellos se establece una relación de necesidad que se va convirtiendo, paulatinamente, en una férrea amistad mediante un por ‘walkie talkie’ interceptado. Ambos representan esa actitud contestaría ante la ineficacia policial.
Héroes y villanos
Como ya se apuntaba más arriba, durante la década de los 80, la figura del villano se englobó dentro de una representación fraguada en la distancia irónica y estereotipada, con una vocación crítica que arrastró toda la Guerra Fría y la demonización del enemigo ruso. En ‘Jungla de Cristal’, de entrada, los villanos proceden de Alemania del Este, incorporando además una calibración innovadora, subiendo un nivel más el espectro de los villanos secundarios. Su signo se establece en la sofisticación y en la inteligencia, alcanzando el nivel del héroe, humanizando sus movimientos. Con ello, la banda criminal estaba compuesta por técnicos especialistas, expertos electrónicos, ingenieros especializados en explosivos… Theo (Clarence Gilyard Jr.), por ejemplo, es un ‘hacker’ encargado de abrir la combinación de siete claves de la caja fuerte son ejemplos de un tipo de villano que alteraba los teoremas del malvado monopolizado durante aquellos tiempos, Karl (Alexander Godunov), la otra cara de la moneda, el único de ellos que se muestra como un tipo sanguinario y peligroso, de instinto animal. Pero si ‘Jungla de Cristal’ ofrece una perspectiva global que revoluciona el género es, fundamentalmente, por el villano de cine de acción más poderoso de cuantos hayan poblado el género: Hans Gruber (Alan Rickman). Un tipo extremadamente culto, que cita clásicos como Diodoro Sículo para criticar el colonialismo japonés y viste trajes lujosos. Es encantador y fascinante. Tanto es así, que Gruber bien podría ser el verdadero protagonista de la función. Y McClane sería su antagonista. No es teoría propia, si no que pertenece al co-guionista Steven E. de Souza, ya que transcribe sus intenciones delictivas con un poder intelectual que va más allá de ese acto terrorista que esconde como objetivo el robo de altos vuelos.
La maldad tiene un gusto exquisito y un poder de seducción fuera de toda regla: “…podríamos estar hablando de industrialización y de moda masculina todo el día, pero el deber me llama…” declama en uno de los instantes del filme. Y es ésa personalidad y su choque con la de McClane, dos perfiles fuertemente contrastados, la que convoca los secretos del preciso lucimiento de una cinta como ‘Jungla de Cristal’. Podría decirse que tanto McClane como Gruber y sus secuaces provienen de un mundo ajeno a esa empresa multinacional que opera desde el Nakatomi y que ambos son fuerzas potencialmente disruptivas en la noche de Navidad de la corporación, lo que les une y a la vez les distancia. Ese intercambio dialéctico entre Gruber y McClane, su interacción por radio especulando sobre sus personalidades son la substancia que determina la grandeza del filme. Mientras uno sabe todo acerca del otro, el villano desconoce la identidad de McClane. “Sabe mi nombre, pero ¿quién es usted? ¿Otro americano que vio demasiadas películas de niño. Otro huérfano de una cultura en declive que se cree John Wayne, Rambo, El equipo A (Marshall Dillon, en su versión original)?”, exclama Gruber.
Una de las estrategias de guión más celebradas es esa lenta prórroga de la confrontación cara a cara de los protagonistas, abordando todo tipo de sutilidades en la delineación de los caracteres, que eclosiona cuando se encuentran inesperadamente. Cuando busca los detonadores y es interceptado por McClane, Gruber reacciona haciéndose pasar por un rehén que acaba de escapar, ganándose la confianza del policía, que le ofrece un cigarrillo y le entrega su pistola para defenderse. Sin embargo, éste ya sabe de antemano quién es. Un encuentro que establece esa colisión entre la intuición e instinto de supervivencia que especifica la voluntad de conseguir un objetivo como es el de salir con vida contra la del otro, mucho más banal, como es el de continuar con el plan de substraer el dinero de la fortaleza desde la sofisticación y la severidad. La estrategia argumental respalda en esta pugna a McClane, que siempre va un paso por delante de todos de los villanos (e incluso del espectador). En su énfasis por salir de esta encerrona, primero intentando llamar la atención de las fuerzas del orden público para, comprobando la ineptitud de éstas, ir improvisando un plan para acabar con la situación desde dentro, como fabricar una bomba de C4 con un monitor de ordenador atado a una silla de oficina si así puede parar una sangría, el policía irá avanzando en su obcecación por salir con vida y respaldar la seguridad de los rehenes.
En su estreno, ‘Jungla de Cristal’ se percibió como un libelo contestatario al sistema sociopolítico estadounidense de la época, al dejar entrever un ensañamiento hacia las autoridades, proclamando la ineptitud de la policía de Los Ángeles, presentada como un sistema de simples funcionarios irrelevantes e ineficaces (desde la telefonista de la policía hasta el más alto mandatario de los policías), así como una fuerza de élite como el FBI, capaz de llevar su obcecación a dispensar a los terroristas el “milagro” que necesitan para abrir la caja fuerte, siempre en contraposición al talante perspicaz de los asaltantes bávaros. Sin emarbgo, el verdadero argumento del filme no se trata tanto de un hombre que se enfrenta a unos ladrones ‘hi-tec’ o un tergiversado ‘shoot- em-up’ de cuidada pretensión cualitativa, si no que se trata de un viaje interno de un hombre cuya última pretensión es salvar su matrimonio. El filme de McTiernan descubre su verdadero magnitud cuando emerge a la superficie el fondo dramático que sustenta los condicionantes de un McClane del que afloran sus dobleces al decaer física y psicológicamente, una vez que se destroza las plantas de los pies al intentar escapar de los asaltantes.
Es cuando el público observa en todas sus dimensiones la ansiedad y miedo del policía, la deliberación intrínseca entre el abandono o seguir luchando para revertir el caos moral y social impuesto por los propios villanos. El héroe cínico ya no tiene más ganas de seguir jugando ni de reír y es significativo que esto suceda en el mismo instante en el que reconoce su egoísmo a la hora de afrontar el triunfo profesional de su mujer, que ha aceptado un traslado de ciudad para evolucionar en su carrera de ejecutiva mientras él ha hecho todo lo posible por seguir ejerciendo como policía de Nueva York. Precisamente, cuando se extrae los trozos de vidrio de sus pies ensangrentados, expresa ese mencionado doble dolor, emocional como físico: “me ha oído decir te quiero miles de veces, pero nunca me ha oído decirle perdona”, le dice a Powell.
El espectáculo transformado en arte
‘Jungla de Cristal’ está trufado de pequeños detalles que habilitan un vasto submundo referencial. Desde sus primeros instantes, se establecen pautas para ser descubiertas en nuevos visionados, como esa mirada de la azafata del inicio o la chica de culo perfecto que salta a abrazarse a su novio. Sendos instantes hacen percibir que McClane sea un mujeriego, a lo que ayudan otras dos mínimas secuencias, como que repare en un pictorial de una revista erótica que cuelga de la pared o al escuchar los disparos intimidatorios en la planta donde se celebra la fiesta se dice a sí mismo “piensa, piensa…”, observando a través de la ventana a una bella señorita en ropa interior. También hay esparcidas unas cuentas frases que evidencian que McClane odia la costa californiana. Todo ello requiere la complicidad del espectador, despojado de su simple condición de observador; desde la anticipación tecnológica de una pantalla táctil para buscar el nombre de Holly McClane para comprobar que utiliza su nombre de soltera, pasando por cómo Karl le entrega un billete a Theo que hace suponer que habían hecho una apuesta sobre si Takagi diría o no las claves de la caja fuerte. Más evidente es el primordial hecho de que vaya McClane esté descalzo y expuesto a que en otra secuencia los terroristas disparen a los cristales de una oficina para malherir sus pies responda al prólogo, en el que un pasajero del avión le aconseja caminar sin calcetines por la moqueta juntando los dedos de los pies: “Lo encuentra idiota, pero créame, llevo nueve años haciéndolo”, le aconseja.
Toda la película está salpicada de momentos de sutil humor y costumbrismo que no hacen sino acrecentar su excelencia, como cuando casi, de forma consecutiva, uno de los hombres del grupo de asalto se pincha con un zarzal y uno de los miembros de la banda, Uli (Al Leong), en el fragor de este mismo instante, no puede evitar mangar un Crunch del mostrador en el que se apoya. Así como esa reacción al ver volar con un bazooka una tanqueta de asalto policial: “Ay, qué pena… ¡Que se quema el cochecito!”, grita divertido uno de ellos. De entre un buen puñado de frases memorables, destaca una que pasará a los anales de la historia. Se trata de la expresión: “Yippee ki-yay, hijo de puta”, utilizada por los cowboys en el Siglo XIX como alegre saludo antes de la fiesta.
Más allá del cine de evasión y netamente comercial, ‘Jungla de Cristal’ rubrica su importancia con el inagotable uso del espectáculo sin renunciar a una extraña cualidad de película navideña, tutelada con un ritmo ajustado a la cada tempo de la narración, suministrada bajo una clarividencia impensable en una cinta de acción de aquélla época y que, hoy en día, podría emplearse como representación distintiva y ejemplarizante de lo que es una película de género modélica. No hay que olvidar la preponderante utilización del sonido: es valiosísimo en toda su dimensión, destacando, entre muchas otras, esa escena en la que, desde la posición de McClane a varios metros donde Gruber está a punto de acabar con la vida de Takagi, el espectador sólo entiende a medias debido a la distancia el diálogo entre ellos. También en el ámbito fotográfico predomina la intencionalidad imperfecta y plagada de ‘lens flares’, contraluces o enfatización de siluetas en el mejor trabajo de Jan de Bont en su carrera, así como los fugaces cortes multiángulo que instaura una ruptura para disponer de forma excepcional al público en el fuego cruzado y los golpes visuales del montaje de John F. Link y Frank J. Urioste o la subversiva banda sonora de Michael Kamen, que aunque en ciertos intervalos suene como un facsímil de ‘Arma letal’, es capaz de incluir los acordes de ‘Cantando bajo la lluvia’ en la irrupción de los terroristas en el Nakatomi o reiterar constantemente y de forma sutil el cuarto movimiento de la Sinfonía nº 9 de Beethoven (el ‘Himno de la alegría’) cuando se trata de personificar a través de la partitura la condición de héroe trágico a Gruber.
En definitiva, la cinta de McTiernan es una obra maestra a la que el paso de los años no sólo ha respetado, sino que ha expandido la contundencia de lo políticamente incorrecto, sempiterna en su superioridad cuyos valores genéricos siguen codificándose en la temáticas universal que profesa. Inauguró un género propio, que podría definirse como un ‘blockbuster’ post-clásico, reabsorbiendo referencias y clichés para destruirlos y erigir un nuevo modo de entender el cine de acción. ‘Jungla de Cristal’ es, hoy en día, la más influyente de cuantas irrumpieron al final de una década en la cual el cine de acción obtuvo sus mejores y más recordados éxitos. Una auténtica experiencia que reaviva su magnitud en cada nuevo visionado.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2013

martes, 24 de diciembre de 2013

NAVIDAD ABISMAL 2013: el año en el que nos robaron hasta la ilusión

Ay… la Navidad, ese tiempo de contradicciones y reencuentros ¿Qué tiene la Navidad para confabular lo mejor y lo peor de cada persona, de cada situación y de cualquier festividad aceptada como representativa de esta sociedad que nos arrastra a celebrar cada año todo tipo de parafernalias? En estas líneas abismales, llevo años manifestando que no hay que desnaturalizar la Navidad, ni arremeter contra ella. Simplemente disfrutarla o esperar a que los días pasen como uno bien pueda, de la mejor forma, tramitando su tiempo con el objetivo de divertirse. Lo cierto es que toda esa alegría entre el conflicto atávico que se produce en el cambio de estación, de celebración y fiesta para preconizar unas fiestas absorbidas por el consumismo y la estética llamativa han cambiado. Hubo un tiempo en que la Navidad tenía sentido y se disponía como un lapso vacacional en el que ingerir sin freno opulentas cenas y comidas con compañeros, amigos y familiares. Suponía un paréntesis para abandonar los malos augurios y reponer la energía a base de comer y beber en Nochebuena y continuar con más brío en Nochevieja, engarzando Año Nuevo con pitanzas y cogorzas de toda índole. Era bonito y entrañable.
Sin embargo, ya nada es lo mismo. Lo de meterle buenos viajes al hígado y al colesterol ha pasado a mejor vida. Ahora las luces son unas ‘led’ baratas que ni siquiera son capaces de irradiar el espíritu de las pascuas de antaño, se afrontan sin la misma capacidad de figuración o fingimiento, agotados por que la trascendencia de una vida que nos pisotea más allá de lo testimonial. Incluso las ridículas cestas con embutido del barato, champán sin marca y turrón del duro han desaparecido. Nos corroe una sensación de vacío imperante que mitiga la interpretación de estar debajo del muérdago, silencia los villancicos y las panderetas suenan con un sonido oxidado. Ahora la botella de anís y el cuchillo ya no nos sugiere la graciosa tradición de hacerlos sonar, sino que podríamos arrojarla y utilizar el cuchillo para clavarlo con saña en el cuello de algunos de los hijos de puta que han provocado esta situación. Son los tiempos que corren. Tiempos putrefactos donde desde el poder se dicta una ley retrógrada sobre el aborto que desprecia los derechos fundamentales basándose en el fanatismo religioso de una infecta secta, sube la luz destrozando aún más las economías familiares más débiles o prepara un anteproyecto de ley orgánica de seguridad ciudadana para implantar adecuadamente lo que viene su objetivo desde hace años: una dictadura totalitaria.
Estas despreciables personalidades públicas (vengan del partido que partido que vengan –sindicatos incluidos-), aquellos que viven en puestos intocables de privilegios y corruptelas, brindarán con champán exquisito, comerán marisco recién capturado, seguirán fomentando el despilfarro generalizado con una risa cínica mientras eluden hacer memoria sobre las continuas caídas y desplomes del consumo, las bajadas de producción, los descensos de las importaciones y exportaciones, la emigración y la falta de puestos de trabajo, el menosprecio por la educación y la cultura, la privatización de la sanidad, los recortes… Ellos sí que saben disfrutar de la Navidad ¡Oh sí! Y encima lo hacen a costa de los demás. Imagináoslos por un momento riendo, abriendo exorbitantes regalos en su lujoso hoga, mientras muchas familias pasan hambre y han recortado su gasto hasta el límite de lo grotescamente exiguo.
Queridos amigos, nos ha tocado vivir nuestra particular pesadilla ‘dickensiana’ con unos Ebenezer Scrooge sin piedad a los que, lamentablemente no se les aparecerá tres siniestros fantasmas, porque ya se les apareció la Virgen hace tiempo, en el momento en el que entraron a desvalijar el país hace varias décadas, repartiéndose el pastel en cada legislatura. El champán, el marisco, el despilfarro generalizado y la sonrisa cínica sólo están reservadas para unos pocos villanos que, cuales sanguijuelas que son y pese a la crisis, siguen montando cenas de partidos en saraos, departiendo sobre lo que se van a seguir descojonando al torturar al que menos tiene con más impuestos, arrebatándole derechos, mientras siguen su vida de haraganería instaurados en una clase alta que no les pertenece.
Pero al fin y al cabo, es Navidad… Hay que disfrutar mientras se pueda e intentar olvidar por unos días que estamos siendo desposeídos de nuestra voz y de nuestra libertad. Recordad que el año pasado nos vendieron el Fin del Mundo, cuando lo cierto es que llevamos años viviéndolo con toda clase de patadas en la boca. Y llegamos a ese punto tristemente tragicómico en el que nos vemos con un vaso de plástico vacío y sin champán, un collar de espumillón desgastado y un viejo matasuegras en la boca que casi no funciona, pidiendo deseos imposibles que transitan hacia un bienestar social que se depaupera minuto tras minuto en una Navidad cuyo espíritu laico fundacional es el mismo que nos emancipó en las teocracias basadas en el temor supersticioso al castigo, a lo sacro como coartada, que ha decretado desde siempre que el derecho a la felicidad viene impuesto. Nos dijeron que todo iría a mejor. Obviamente, nos engañaron. Y lo hicieron a la vez que toda esa mugre que desfila con trajes y sonrisas cínicas en el Congreso de los Diputados, en los Ministerios, en las Diputaciones, en los Ayuntamientos... consolidaba su estatus. Somos las bolas rotas que se han caído del árbol, los Bob Cratchit de esas fiestas terroríficas que, al menos, nos sirven para lamentarnos junto a los nuestros. Al menos hasta que nos dejen. Eso es la Navidad. Así que disfrutemos mientras podamos. Que poco nos queda.
FELIZ NAVIDAD 2013, amigos del Abismo.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Comparativa: '¡Qué bello es vivir!', de Frank Capra y 'Plácido', de Luis G. Berlanga

La Navidad desde un punto de vista aparentemente divergente
‘¡Qué bello es vivir!’ y ‘Plácido’ son las dos películas navideñas más representativas de dos mundos tan disímiles como el americano y el español.
En unas fechas como las que vivimos estos días, es inevitable tratar el cine navideño. A lo largo de la historia del Séptimo Arte se han desarrollado cierto tipo de películas ambientadas en Navidad; unas, de predisposición hacia los buenos sentimientos, otras, de tristeza o cinismo, según convenga. Todas ellas acondicionadas a un contexto visual en el que no faltan las guirnaldas, lucecitas, el árbol, Papá Noel, la Nochebuena, la ilusión y la familia. Elementos utilizados para diversos fines argumentales en cualquiera de los géneros que ofrece la cinematografía.
Impregnados por una globalización norteamericana que impone iconos y prescribe conductas y directrices en cualquier campo, en los últimos años se ha puesto de moda acudir como representación fílmica navideña a la gran película de Frank Capra ‘¡Qué bello es vivir!’, inspirada en un cuento de Philip van Doren, cinta que los norteamericanos (y más de medio mundo) revisita anualmente para asistir a un recorrido por la vida de un buen hombre, altruista sin límites, llamado George Bailey. Si bien es cierto que Capra dio al cine las más preciosas y amables proclamaciones de buenos propósitos, con trabajos de una hondura y emoción que, más allá de cualquier crítica sobre su posible repleción edulcorante, representan cine irrepetible, también lo es la necesidad de reivindicar la película española navideña más importante de todos los tiempos, esa obra maestra del cine ‘azconaiano’ como es ‘Plácido’, admirable celuloide que, con el paso de los años, está empezando a encontrar su importancia en un zócalo genérico navideño donde las producciones americanas parecen querer decir que esto de la Navidad es cosa de yanquis.
‘¡Qué bello es vivir!’ acopia en su metraje unos valores humanos y espirituales donde la amistad, el amor, la generosidad y la solidaridad empapan un cine de corte fantástico, fabulesco y moral. La situación de Estados Unidos de aquéllos tiempos hace pensar que el mensaje subvertido de la historia de los Bailey era una excusa para lanzar una crítica al ‘New Deal’ de Roosevelt, ya que tras el aparente simplismo con que está contada esta tierna historia, podemos apreciar la oscuridad fantástica de un Capra que transcribe sus verdaderas intenciones bajo el más puro cuento de Dickens para hablar entre líneas de una filosofía individualista, de un hombre cuya generosidad ha convertido su vida en un fracaso luchando por el bienestar colectivo.
Por su parte, Luis García Berlanga, apoyado en un prodigioso guión de Rafael Azcona, apuesta por una historia adherida a la realidad de una etapa donde la hipocresía es el arma caritativa que diferencia los estratos sociales del momento y que no son muy diferentes a los que se vislumbran hoy en la sociedad española. Berlanga purga aquí cualquier atisbo de trasfondo amable, conciliador, que había caracterizado su cine hasta el momento, para dedicarse a recrear (en palabras de Román Gubert) “un sainete con cianuro”. En ‘Plácido’ no hay espacio para la bondad, ni para camuflar los buenos sentimientos en una oda a la misericordia navideña. Todo es una proclamación de la falsedad de estas fechas. La represiva sociedad clasista de la época está reflejada en un entorno cotidiano y localista, que tuvo por título ‘Siente un pobre en su mesa’. Una campaña real que sirve para abrir los ojos a un microcosmos social que obligaba a los ricos a tener un acto de buena fe con los más desfavorecidos. El ejercicio de caridad, a diferencia de en ‘¡Qué bello es vivir!’, está forzado e impuesto, como acto exigido de cara a la galería, que esgrime un vendaval de apariencia que arrastra al pobre Plácido, un pobre hombre al que utilizan con su recién adquirido motocarro que paga no sin esfuerzo letra a letra.
En ambas películas está muy arraigada una ambivalencia capciosa. Capra defendía unas ideas y aportaba sus argumentos para demostrar sus tesis políticas y Berlanga ofreció en su mejor etapa una hábil manera de camuflarse con ficticios sainetes costumbristas en los que se podía apreciar una subversiva crítica a la sociedad del momento. Ambos realizadores confluyen en el prototipo de obras inofensivas y amables, pero en el fondo suponen sendos ejercicios de funambulista para hablar de otros problemas sociales mucho más importantes.
En esa combinación de intereses es donde se ensamblan las personalidades de George Bailey y Plácido, dos hombres equiparables que sirven de beneficio para la comunidad que les rodea, ya que ambos representan a antihéroes anónimos inmersos en historias de progresión cuyo sacrificio es utilizado con el propósito de un bien común. A pesar de ello, la película de Capra se antoja como una ilusión alegórica, utópica e irreal, excesivamente moralizada para un ‘happy end’ que en ‘Plácido’ consiste en irse a casa con la familia a comer lo que bien se pueda. Si Capra sofistica su pueblo, su doble juego de pasado y presente alternativo en el que el conformismo natural de la comunidad, tampoco varía mucho la vida de un George Bailey que hubiera nacido en Bedford Falls o en el siniestro Pottersville, Berlanga borda un tono coral de la narración donde no falta la ironía, la mala hostia, la presencia de la muerte y su preferencia por las clases medias.
La abismal diferencia entre ambas visiones de la Navidad está en que mientras en ‘¡Qué bello es vivir!’ utiliza la festividad como entorno de comprensión y expiación de los errores, ‘Plácido’ la delimita, con su rechazo a lo fantástico y ornamental, a una realidad fiel y rigurosa confinada a la incomunicabilidad aterradora del español medio de los 60. Un aspecto que concuerda con la segunda parte de la cinta de Capra, convertida en una aparatosa pesadilla de corte expresionista y de impacto humano. Compostura que, en manos de Berlanga, no puede por menos que convertirse en una comedia negra llena de cínico sarcasmo.
Dos películas que nada tienen que ver entre sí, pero que merecen un visionado en estas fechas como comprobación de todas las aristas posibles del periodo navideño.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Lotería de Navidad, una ilusión apagada

La Navidad trae consigo cada año uno de esos tradicionales acontecimientos que desentierran, en cierta medida, una apagada palpitación que dé sentido a esta celebración. Me refiero a la imposible ilusión que genera la lotería de Navidad. El grado de implicación suele ser alto. No es un sorteo cualquiera, nos decimos. Esa letanía de compra individual, billetes porcentuales con familiares y amigos, participaciones, etc… marcan ese deseo lejano de que toque algo. Fantaseamos con la fortuna que hiciera que mañana cambiaran las cosas y respirar ante la agonía de vivir en un país dirigido de forma tan despreciativa y degradante como es nuestro caso. Sería, al menos, un alivio, una luz tranquilidad, de fugaz utopía que suele, casi siempre, desvanecerse a la hora de comprobar si nos ha tocado el Gordo o alguno de los premios subsiguientes.
No importa que la compra de números de este sorteo especial haya encadenado cinco años de caída en picado en sus ventas, ni que el anuncio dirigido por Pablo Bergés parezca una pesadillesca función de terror que haga añorar los tiempos del deslumbrante dispendio visual y de calidad con aquel mítico calvo. La cuestión es mantener un poco de ilusión. Y es complejo, porque en estos tiempos dictatoriales que nos ha tocado vivir, a uno hasta han conseguido arrebatarle la esperanza. Por si fuera poco, por primera vez en la historia, también han aprovechado para robarle a cada agraciado un 20% de su billete premiado y, de paso, ponerlo más enrevesado, en vez de ochenta y cinco mil números, este año hay cien mil bolas en el bombo de números. Todo sea por llenar las arcas del estado con más dinero sustraído al ciudadano.
El hecho es que hay que tener un número por aquello de “qué pasa si hubiera tocado”. En nuestro caso era muy fácil elegirlo. Obviamente, la elección de un boleto concreto complica más la jugada a la hora de resultar premiado entre las escasas opciones que existen. No obstante, este año lo teníamos muy fácil. Llevamos dos años y medio conviviendo diariamente con un número insertado en nuestra retina, por lo que no hubo duda en la elección: jugamos, como era de esperar, al 3665.
Tocará seguro. Tocará seguro guardar el billete de recuerdo, por lo que el número lleva implícito. Y nada más. Sin embargo, mañana seguiremos el sorteo desde el escepticismo. Pero hasta el instante del desengaño, guardemos un mínimo retazo de ilusión. Si es que podemos y nos dejan.
Suerte a todos.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Las 45 imágenes más impactantes de 2013

Como cada año, así como si fuera una tradición que complementa a todo ese fárrago de raigambre navideña, uno de los hábitos más frecuentes cuando llega el fin de año es hacer balances y epítomes que dejen para la memoria aquello más destacado de los 365 días que están a punto de decir adiós. Hace tiempo que hemos sustituido el “lo mejor de…” por algo más preciso y apropiado como “lo más impactante”. Algo que, a buen seguro, expone mucho más el ánimo de la trágica situación global del mundo que esa visión alegre y calmada que a los bastardos que la han provocado pretenden vendernos.
Lo más señalado en cuanto a imágenes de este año viene a traernos otro de esos instantes que difícilmente podremos olvidar, representado una sociedad transformada en un caos por la mutación democrática que vulnera el bienestar de los más débiles en favor de los poderosos, de la carencia de libertades, de la paulatina dictadura silenciosa que impera en el mundo o bien por las tremendas sacudidas naturales que engendran catástrofes capaces de transgredir el límite de lo lógico. Lágrimas y dolor contrastados con otras fotografías de esperanza, de humanidad o de proezas. También las de la antagónica sensación que despiertan aquellas que reflejan el hambre o la guerra, significadas en varias de ellas, con esa puntual donde los fanáticos católicos alzan sus lujosos ‘smartphones’ y ‘tablets’ para venerar al nuevo Pontífice. Imágenes de protestas enfrentadas a intransigencias, otras muchas que recogen sueños y anhelos, realidades, desesperaciones o heroicidades. Eso, al fin y al cabo, metaforizan a la perfección el mundo que nos ha tocado vivir.
Y como año, y siguiendo la tradición se reúnen, en una pequeña colección, las 45 fotografías más impactantes de la revista on-line BuzzFedd, con la intención de aglomerar algunos de esos momentos que han marcado la dureza y el impacto de un año que es mejor ir olvidando.

martes, 17 de diciembre de 2013

Las falsas judías en bote de CINESITE VFX

Las estrategias publicitarias buscan como objetivo dar con una afinidad comercial respecto al comprador, establecer un ‘feedback’ que atraiga la atención del destinatario. En algunos casos, como el que nos ocupa, incluso son capaces de afrontar un cambio y desarrollar una especie de metapublicidad; es decir vender un producto desde otro que la empresa no oferta. El anuncio de Haynes Baked Beans, a priori con la presentación de la marca de unas alubias en bote, no es más que un señuelo para desarrollar una idea que despliegue las virtudes de lo que, en realidad, quiere ofrecer: los efectos especiales de la compañía británica de postproducción Cinesite VFX. Obviamente es impresionante, divertido y uno de los mejores ‘spots’ del año y formula, además, de forma implícita, algunos replanteamientos publicitarios. O, simplemente, una llamada a los anunciantes que se gastan millonarias cifras de escándalo la noche de la Superbowl.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Estreno salmantino de '3665' en Van Dyck, una noche para el recuerdo

Voy a intentar escribir una crónica de un estreno utilizando un método algo discordante. Más ajustado al contexto de la historia que hemos pretendido contar en el cortometraje. Los que habéis visto ‘3665’ sabéis que es un trabajo que apela, además de al amor inabarcable al cine y a varios géneros clásicos que han conformado mi visión como realizador, a la inamovible nostalgia que provoca el pasado. Ese pretérito concebido como pequeño páramo individual donde se amontan los recuerdos en forma de retazos de felicidad, de tristeza, de dudas y de melancolía. En cierta medida, todos echamos de menos algún instante concreto que nos viene a la memoria durante lapsos de reflexión sobre la vida. Por eso, el estreno de ayer recuperó un extraño sentimiento de retroceso temporal que fue capaz de avivar aquella memoria cinéfila que he vivido desde mi infancia, en un contexto tan cercano como si de mi propia casa se tratara. En cierto modo, esa reivindicación de todo aquello que ya no volverá y que se concierta como piedra angular dentro de la historia que narro en el corto, fue capaz de resucitar mis ilusiones fílmicas cuando soñaba en la oscuridad de una butaca frente a la pantalla grande.
Mi aprendizaje vital se dio en el colegio, cierto. También parte fundamental a través de lo que me inculcaron mis padres y lo poco que ido aprendiendo en esta vida que cada día se transforma en un complejo marasmo de preocupaciones. En la Facultad, por el contrario, me enseñaron, básicamente, a perder el tiempo y mirar con cierto nihilismo varios aspectos de todo lo que me rodea. Por eso, ayer añoré las salas donde aprendí a vivir; el Coliseum, Cine España, los Multicines Salamanca, el gran Teatro Bretón, Teatro Liceo, el Taramona o el de mi barrio, los cines Llorente… Todas ellas ya no existen. Se han extraviado en el tiempo para siempre, dejando en su estela algunos de los intervalos más felices de mi vida como espectador apasionado y vehemente. Siempre he confesado que donde más he aprendido ha sido, sin lugar a dudas, en una sala de cine. En la lista de los citados cines tristemente derruidos que convocan el sentimiento común a la hora de rememorar capítulos cinéfilos faltan los Cines Van Dyck. Y faltan porque son, precisamente, los únicos que resisten pétreos al paso del tiempo. El tiemplo donde tuvo ayer lugar la presentación salmantina de ‘3665’.
Recuerdo cada película desde que era un niño que he visto en estos cines, creciendo a través de las historias que han ido acompañándome desde entonces. Entre sus paredes he experimentado todo tipo de emociones, de dudas, de intrigas, de odios, de miedos o de amores… Al fin y al cabo, eso es el cine. Y la empresa creada por el gran Juan Heras lleva treinta y cuatro años consolidados como unos cines capaces de resistir todas las crisis en el sector que estén por venir, ajustándose a los tiempos e innovando con cada decisión que se toma en una familia que ha vivido por y para el cine. En breve, será el único complejo de salas que perviva en esta ciudad en declive. Y ellos siguen con la ilusión de seguir apostando por la calidad.
Por eso, estrenar ayer ‘3665’ en Van Dyck, despertó en mí esa doble emoción; por un lado la de que mis padres, todos mis amigos, ex compañeros del colegio, de la facultad, de trabajo, conocidos y familiares pudieran ver en Salamanca este pequeño trabajo rodado en una ciudad que está perdiendo la arraigada tradición cinéfila. Una fiesta compartida que, como siempre en estos casos, supone una de las complacencias y parte jubilosa de todo estreno. El de ayer fue un auténtico lujo. Por el otro, ver nuestro cortometraje en una de las pantallas donde he contemplado obras memorables de maestros inmortales. De ahí, que anoche supusiera un acontecimiento tan especial. Además, tanto Raúl Prieto, como el resto del elenco artístico (Marta Benito, Ángel González Fraile, Chema Guevara, David Maes y Néstor Gómez) y parte del equipo técnico, no faltaron a la cita. Lo que hizo incluso más especial esta premiere. Hasta tuve la suerte de que dos de mis mejores amigos y productores del cortometraje, Asier Guerricaechebarría y Joseba Gorordo, se unieran a la fiesta recién llegados de Bilbao. Una velada corta, pero intensa que contó con toda la gente de Salamanca a la que aprecio, respeto y admiro. Nueve años después de aquel estreno de ‘El límite’ en la Filmoteca de Castilla y León, tocó disfrutar otra de esas noches maravillosas e inolvidables.
Si tuviera que enumerar algún día en el que he sido feliz, empezaría apuntando la noche de ayer.
Gracias a todos los que compartisteis esta cita e hicisteis que un sueño se hiciera realidad.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Review 'Bienvenidos al fin del Mundo (The World's End)', de Edgar Wright

Completando “La Milla de oro”
Edgar Wright cierra su “Trilogía Cornetto” con una magnífica reflexión no tanto sobre la inmadurez y la crisis de los 40 como de la cínica crítica a las nuevas tecnologías que parecen haber sometido la identidad genuina del hombre moderno.
Los 90 marcaron una época donde los sueños de toda una generación se vieron alentados por un contexto cultural y musical que resucitó la inextinguible idea de un futuro de éxitos imposibles de arrebatar, alimentada por la cadencia de aventuras nocturnas donde la cerveza y las borracheras hasta caer al suelo esgrimían el patrón de diversión sin fin que parecían no tener ni límites. Ese es el prólogo de ‘Bienvenidos al Fin del Mundo’, donde la idealización de una noche memorable y épica esconde el grandioso concepto de “La Milla de Oro”, basada en un objetivo único: acabar un mapa con doce pubs en el que beber doce pintas ubicadas en Newton Haven, célebre por ser la primera aldea del Reino Unido en tener una rotonda de tráfico. Aquella gesta heroica incompleta es el designio vital con subfondo de como desagravio personal con su propio pasado de Gary King (Simon Pegg), un alcohólico que se aferra desesperadamente a sus fantasías adolescentes. Mientras, los amigos que le acompañaron entonces han alcanzado ese grado de respetabilidad que se va asumiendo con la madurez. Su director, Edgar Wright y el propio Pegg en el guión inician esta aventura de una forma atrozmente perversa, con una voz en off y un ‘flashback’ de aquellos autodenominados “cinco mosqueteros” para presentar al antihéroe de la función en el presente narrando esta historia en una charla compartida dentro de un programa Alcohólicos Anónimos.
Por encima de todo, a los creadores de esta mezcla de fantasía paródica y aventura épica, les interesa arrancar su historia proponiendo a un personaje cuya idealización de la adolescencia le ha convertido en un perdedor grotesco absorbido por la nostalgia. Con ello, ‘Bienvenidos al fin del mundo’ proyecta su interés en esa colisión frontal de King con sus antiguos socios de borracheras, Steven (Paddy Considine), Peter (Eddie Marsan), Oliver (Martin Freeman) y Andy (Nick Frost), cuando éstos acceden a recuperar las sensaciones juveniles de una buena cogorza, de sentir los progresivos efectos de la dipsomanía recobrando el espíritu de aquellos tiempos que no volverán. No sólo sirve para que el conflicto de este imposible ‘heroes’ quest’ evidencie a un personaje que fluctúa entre la inmadurez ‘peterpanesca’ en pleno desfase con la aceptación de ése paso definitivo sin vuelta atrás de los demás, que le miran con cierta distancia y lástima, si no que puntúa el desencanto que surge cuando ese impulso nostálgico no funciona, cuando la necesidad de volver al lugar de la juventud provoca la desilusión inherente y el regreso a casa sea todo menos triunfal
¿Qué es lo que sucede entonces? Algo que determina ese universo de Wright en esa “Trilogía Cornetto” con la que cierra esta su cuarta película: la irrupción de un elemento descomedido e imprevisto que altera la función y los términos de lo inicialmente planteado, un giro radical de ciencia ficción que sirve de ruptura y arco de desarrollo dentro de la trama y que no es más que un ‘mgguffin’ dentro del caos que va a provocar este vuelco aparentemente paródico hacia el género de la ciencia ficción. Como en ‘Zombies Party (Shaun of Dead)’, donde los zombies no tenían un peso específico más que la hostilidad que hacía moverse a los personajes en un progreso emocional y constructivo dentro de los parámetros de la comedia romántica, aquí también se reformulan los esfuerzos personales de ese hombre que actúa como un niño grande para crecer y aprender el valor de responsabilidad como una cuestión más literal, volatilizando así lo sobrenatural. Wright articula de este modo una particular sátira genérica que se atomiza ambiciosamente entre los estigmas conspiratorios y sustitutivos de las conocidas obras de John Wyndham, Ira Levin o Jack Finney con el cine más propio de John Carpenter o Joe Dante, al son de la música ‘britpop’ y ese aroma de finales de los 80 que se infiltra a todo el conjunto, para escarbar en la verdadera crítica que circunda la cinta.
Y no, como pueda parecer, no se trata ni mucho menos de la crisis de los cuarenta, de la evolución hacia la aceptación de las obligaciones de un personaje que va creciendo según va estando más y más mamado, sino que alude, primero, a un llamado ‘starbucking’ al que ha llevado la capitalización del espíritu idiosincrásico de ese pueblo en el que los pubs han perdido su carácter inconfundible para sucumbir a las cadenas ‘mainstream’, haciendo de ellos meras réplicas idénticas entre sí. Una crítica que es también extensible a otras esferas que Wright y Pegg no sortean en su manifiesto contra la uniformidad corporativa y social a la que el mundo desarrollado está sometido. Y, segundo, y siguiendo este patrón, interpela a la manipulación a la que somete a la sociedad la tecnología actual, que ha logrado establecer una monotonía de acción colectiva y transformar los hábitos ciudadanos llevándolos a un nivel homogéneo de absorción y control por esta tecnificada tendencia. ‘Bienvenidos al fin del mundo’ advierte sobre los riesgos de transformación del hombre moderno en autómata, en un escenario que responde a la eliminación del albedrío metaforizado en una invasión alienígena de robots a golpe de ‘gag’, ‘slapstick’ surrealista y salpicones de ‘gore’ azulado.
King, nuestro antihéroe infantilizado y beodo, esté anclado en el pasado y rehúye de todo ese tipo de modernización, porque para él lo importante es preconizar su extravagante obsesión por cumplir su propósito final de beberse hasta la última cerveza del último pub del mapa, que, obviamente, lleva el nombre que da título al filme: The World’s End (el fin del mundo). Wright no ansía rehacer un recuerdo identificable por el espectador, tanto como proponer una alternativa constructiva que sirva de catarsis a esa experiencia y formular así una apasionante glorificación a lo genuino de las personas, atribuyendo al protagonista la importancia de su legado imaginado, asumiendo que es más importante ser fiel a uno mismo que vivir a base de engaños que complazcan la autosatisfacción. Como el ‘Loaded’ de Primal Scream que sirve de banda sonora, el hecho de superar cuestiones de responsabilidad, amistad y la propia nostalgia no es reconocer que ha pasado más tiempo que el que se está obligado a admitir, si no ese “queremos ser libres” que suena en boca de King y que concibe un cine de cine de evasión y reflexivo. Estamos ante una reconstituyente mezcla de espectáculo, humor inspirado en la ‘nutball comedy’ y detalles de pesimismo realista que terminan conectando con el público gracias a su ambición desprejuiciada y su inagotable inteligencia hasta la última de las pintas de cerveza de esta sugerente comedia apocalíptica.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2013

lunes, 9 de diciembre de 2013

Review 'La vida de Adèle (La vie d'Adèle)', de Abdellatif Kechiche

Una relación “à fleur de peau”
Abdellatif Kechiche regala un explícito viaje iniciático que desglosa un cine transgresor con identidad más allá de lo puramente artístico, explorando la belleza y el erotismo y profundizando en un estrato mucho más fundamental: la vida y el amor.
La ganadora de la Palma de oro Cannes 2013, con aquel jurado presidido por Steven Spielberg y que aunó, por primera vez en años, el aplauso tanto de crítica como de público, tenía varios inconvenientes que jugaban en su contra. Primero, sus controvertidas escenas de sexo explícito que imponían una calificación moral bastante severa. Un elemento éste adverso en los objetivos comerciales de todo filme. A ello le acompañaba la duración, casi tres horas para adaptar en imagen la novela gráfica de Julie Maroh ‘Le bleu est une couleur chaude’ (título que adoptado el mercado americano: ‘El azul es un color cálido’). Sin embargo, ‘La vida de Adèle’ ha prevalecido frente a cualquier obstáculo, brillando bajo el fulgor de la abrumadora invasión de una intimidad que va de lo físico a lo más profundo, explorando lo emocional, la sensualidad, la sexualidad y el naturalismo, donde no hay espacio para el glamour o el morbo, sin efectos ni cortes de montaje que entorpezcan ni un ápice su alejamiento del artificio.
La película de Abdellatif Kechiche contempla la evolución de Adèle, una adolescente que representa la inocencia e inconformismo de esta compleja edad, que se abre a la ambigüedad cuando conoce a Emma, una estudiante de bellas artes, poniendo en duda su sexualidad y dejándose cautivar por un espíritu que rompe sus cánones para iniciar un placentero y exótico periplo vital en el que encontrará su verdadera identidad y el amor de su vida. Desde la adolescencia hasta la realización personal, este viaje de iniciación y aprendizaje va subrayando con pequeñas pinceladas otros factores que rodean a la pareja de jóvenes amantes. A través de los ojos de esta adolescente inquieta, Kechiche no escatima en retratar con su cámara flotante y cercana, instantes que proponen inquietudes, sufrimientos e inseguridades, aportando con trazo agresivo ese ahondamiento en la veracidad al abrigo de una historia convencional que hurga con desinhibición en un retrato donde los primeros planos de los rostros de estas dos mujeres (cómo duermen, cómo comen, cómo se miran o reaccionan) es más significativo que la sensación deslumbrante de lo físico, de la exploración carnal o la lívida fogosidad inicial para combinar sensaciones descritas con maestría en ambos personajes, como la consumación de su primer encuentro, fagocitando ese despunte enérgico que transmite la esencia del deseo en una relación apasionada.
No obstante, la grandeza que logra relativizar el sexo como parte natural de toda relación y su pasión va instaurando la verdadera entidad del filme, hacia otros estratos mucho más fundamentales; como la diferencia de clases; Adèle pertenece a la clase obrera y Emma proviene de una raigambre elitista. Así, mientras los de ésta última asumen la condición sexual de su hija y comen ostras felices, los de Adèle, conservadores y humildes, comen espaguetis a la boloñesa y viven en el engaño, describiendo con todo lujo de detalles lo que resulta todo un regalo para los sentidos. O, sobre todo, la relación y el vínculo, la necesidad y un afianzamiento que se ve salpicado por los conflictos que sacuden a cualquier pareja, más allá de la homosexualidad, que se regulariza a lo universal con una inteligencia apabullante. De la puerilidad y necesidad fisiológica a la complejidad de la madurez, donde la explosión del acercamiento pasional deja paso a un submundo que concentra el verdadero sentido del amor, de la obligación y el compromiso.
Kechiche despliega el difícil dominio del formato panorámico para captar ese cúmulo de sensaciones, en una poética que tiene mucho de fruición antropológica, integrando un ambiente urbano y contemporáneo de la ciudad de Lille con la voluntad de proponer un acto ‘vouyerista’ con propósitos de implicación fuertemente sujetos hacia la verdad de unos personajes inolvidables, encaminando su narración hacia un ciclón de matices que suscitan esa empatía autoconsciente, involucrando al espectador hasta niveles pocas veces se llegan a experimentar dentro de una sala de cine. Y a esta identificación afectiva contribuyen de forma imprescindible Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux, dos actrices en estado puro, explotadas hasta el límite de su enorme talento, alejadas de formalismos o metodologías que superan la interpretación para llegar a la verosimilitud de sus personajes, viviendo en ellos y transmitiendo su intensa armonía de espontaneidad plena, incluso cuando hay que llorar desgarradoramente y el llanto real no escatima en lo menos estético del sufrimiento.
‘La vida de Adèle’ sintetiza una década constreñida a tres horas de pura narrativa intimista, donde el paso del tiempo define la legitimidad de cualquier amor, igual de sensual e imperecedero como catastrófico y frustrante, a la vez que destructivo, donde la necesidad se transforma en rutina y los errores en penitencias imposibles de aliviar. Es la metáfora de cómo ese color azul, salvaje y misterioso, va adoptando otras tonalidades según avanza la historia, disolviéndose en un cauce de emociones intensas y crudeza extraordinaria. Cine como elemento transgresor con identidad más allá de lo puramente artístico, de lo humano, como estudio del erotismo y la belleza, de la condición humana, el amor y sus consecuencias. No es la vida de Adéle lo que se narra aquí, es la vida misma como escenario común y reconocible capaz de agitar el alma y corazón.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2013

martes, 3 de diciembre de 2013

El universal fenómeno de la pareidolia

Probablemente no os suene mucho el término pareidolia, pero seguro que lo habéis experimentado o percibido más de una vez. Se trata, simplemente, de esa ilusión óptica y psicológica por la cual distinguimos formas concretas o rostros en objetos donde en realidad no existen. Exacto, aquel juego infantil a descubrir formas en las nubes es el ejemplo más clásico a la hora de ejemplificar ese fenómeno por el cual el cerebro predice y asocia morfologías familiares. Algo parecido a la apofenia, otra vertiente de esta vinculación de sucesos perceptivos conexionados donde no los hay. En la imagen superior bien podríamos advertir cómo un sofisticado helicóptero está engullendo sin piedad a los soldados marines.
Una manifestación cuya popularidad hace que lo liguemos a algún ejemplo personal ¿Quién no ha visto un rostro animado en un lavabo, en algún tipo de utillaje o en alguna otra conformación física o natural que recuerda a algo? Hay célebres ejemplos de este tipo de manifestaciones conocidas por todos; desde las caras de Bélmez (Franco incluido), el pequeño pueblo de la Moraleda, en Jaén, famoso por manchas de humedad que parecen rostros, como aquella superficie escarpada de Marte que dio a origen a numerosas teorías sobre la vida en el Planeta rojo, gente que ve en uno de sus Cheetos, en una fajita mexicana o anos caninos la figura de Cristo, manchas de café, wáteres o relojes con formas que recuerdan a caras divertidas, flores y elementos naturales que evocan órganos sexuales, Elvis Presley o Fidel Castro en una tostada o hasta el Síndone o Santo Sudario pertenece a esta categoría de este reconocimiento alucinatorio y polifórmico.
En Internet hay multitud de páginas dedicadas a la pareidolia. Aquí, por ejemplo, tenéis la sección de REDDIT, un grupo de Flickr o incluso una cuenta de Twitter delimitados únicamente a todo esto.