sábado, 19 de marzo de 2011

Objetos de película

Utensilios, objetos inanimados, animales o elementos iconográficos que representan o sugieren el título de una célebre película. Un amplio catálogo de formas y siluetas que proponen una sugerencia para poner a prueba la capacidad cinéfila con un juego que siga las mismas directrices que el famoso 'Ahorcado'.
Eso sí, los títulos en inglés.

jueves, 17 de marzo de 2011

Feliz St. Patrick's Day

Hoy, como cada 17 de marzo, se celebra en todo el mundo el día de Lá ’le Pádraig or Lá Fhéile Pádraig, el ‘St. Patrick’s Day’, vamos, la festividad de San Patricio. Es la ceremonia donde rememora la figura del Patrón de Irlanda, del Santo que logró explicar la Santísima Trinidad por medio de un trébol, definiendo la católica hipóstasis como una misma unidad pero con tres elementos distintos. Pero si por algo se caracteriza este día es por la gran fiesta que se despliega en Dublín (siendo también célebre el desfile de la Quinta Avenida de Nueva York). Es el día donde el color verde impone su preeminencia y los Leprechauns, los tréboles identificativos de la nación irlandesa y las tabernas son el centro de reunión para la población con espíritu irlandés.
Desde 1995, el 17 de marzo es el día oficial en el que preconizar el sentimiento irlandés por todo el mundo. La fiesta, los desfiles, la cerveza ‘stout’ y la algarabía se entremezclan con el folklore y tradiciones ancestrales. En comunión con el Gran Céili, el Skyfest de Docklands sobre el río Liffey, el carnaval callejero en el corazón del Dublín Georgiano y la parranda de la Verde Erin.
Feliz día de San Patricio a todos y no olvidéis que es una jornada para brindar, beneficiándose de este evento, con unas buenas Guinness.

martes, 15 de marzo de 2011

¿Ha comenzado el Fin del Mundo?

La revolución árabe, la crisis mundial, el déficit democrático, la transformación de la geopolítica mundial y sobre todo el trágico tsunami de Japón evidencian que algo no va bien. Acontecimientos que marcan la reflexión sobre el nuevo orden de la situación mundial, alterada por el escepticismo de un futuro que se cierne sobre nosotros de forma fortuita. Las terribles imágenes vistas durante estos días amenazan con no ser las últimas. Como ya sucediera en 2004 en Tailandia o en los terremotos de Haití o Chile, estos hechos vienen determinando una funcionalidad anormal de la Tierra que altera el orden de las cosas. O evidencia que el curso natural de los acontecimientos impone otra lógica a la esperada. La transformación del planeta tiene que llegar antes o después, la mutación de la geografía planetaria y de aquellos que lo habitan cada vez está más cerca. Sin hacer cábalas sobre el calendario maya y su disposición a que esto se acabe tal y como lo conocemos en diciembre de 2012 o de teorías milenaristas, fiebre apocalíptica o evidentes cambios climáticos, la reflexión sobre lo que nos depara el destino es una incógnita vinculada al capricho del azar. O no. La naturaleza parece estar cansada de los abusos del hombre y reacciona. Una de muchas teorías.
De repente, todo es imprevisible. Hay quien incluso apunta a que esto responde a un colapso del sistema capitalista por la hegemonía de las materias primas, donde tiene tanta relevancia la crisis de Libia y la subida del precio del petróleo que apuntan a que, en realidad, la catástrofe de Japón no es más que una conspiración ideada y controlada para que suba el coste de la tecnología y se equiparen los precios del crudo con la transferencia tecnológica. El objetivo; salvaguardar el sistema capitalista. Un conjunto de reflexiones y escepticismos que se tornan dramáticos y exagerados por su esencia apocalíptica, de irrefrenable evolución hacia la destrucción. La dudosa cuestión sería ¿estamos preparados para un salto evolutivo? Iremos percibiendo si esto es así, porque algo está a punto de suceder algo en un periodo a corto o medio plazo. Muy posiblemente no sea el Fin del Mundo. Pero lo cierto es que, partir de este momento, podemos esperar cualquier cosa; cataclismos, guerras nucleares, invasiones extraterrestres, segundas venidas intangibles. Aunque sea más probable que el descontento, la crisis que genera odio y el aciago panorama que comienza a debilitar las sociedades sea el factor determinante que cerciore el alcance del acontecer más allá que cualquier especulación profética. Lo que está visto es que la consumación de aquello que se cierne sobre el mundo se grabará en directo y se narrará al instante. Lo hemos comprobado estos días. Es lo único que debemos tener presente. De forma que vamos a sentarnos ver qué ocurre.

domingo, 13 de marzo de 2011

Nostalgia en vena: 20 años del primer anillo de los Chicago Bulls

La nostalgia aflora cuando uno ve vídeos como este, cuando contempla que el tiempo pasa inexorable y deja como legado el recuerdo adolescente de una época irrepetible, del entusiasmo idealizado de un deporte que llenó aquellas tardes después de las clases de EGB. Más allá de datos históricos y de memoria numérica sobre aquel primer anillo de los Chicago Bulls en 1991, se impone la reflexión sobre el paso del tiempo. Al fin y al cabo, este tipo de evocaciones se atesoran con cariño de forma individualizada sobre acontecimientos comunes. Han pasado dos décadas, veinte años. Eran los primeros años de devoción por la NBA y el génesis del mitológico equipo de nuestros sueños, aquel comandado por Michael Jordan y Scottie Pippen, el inicio de una de las dinastías deportivas más grandes que ha dado el deporte de la canasta.
Fue la temporada en la que los Bulls exorcizaron sus debilidades de una vez por todas. Lograrían 61 victorias en la fase regular para acabar imponiéndose con una contundencia absoluta a los grandes enemigos de Conferencia, los “Bad Boys”, los Detroit Pistons. La victoria por 4-0 en la final de conferencia les pondría directamente ante el desafío definitivo: los Ángeles Lakers de “Magic” Johnson. Los fulminaron en 5 partidos (4-1) e hicieron plausible la ruptura con la potestad de aquellos años 80 dominados por los Celtics de K.C. Jones, el equipo angelino dirigido entonces por Pat Riley y en menor medida, los Detroit de Chuck Dally y anteriormente los 76ers de Billy Cunningham. Desde que el equipo de Phil Jackson obtuvo su primer título nada sería lo mismo.
Lo de anoche en el United Center de Chicago fue la recuperación, por unos instantes, de aquélla magia perdida, con algunos de los miembros de aquel equipo que hizo que mi adolescencia estuviera plena de ídolos que merecían la pena. Con los números retirados de Jerry Sloan, Bob Love, Jordan y Pippen abanderando el homenaje y ante uno de esos rivales a los que, precisamente, los Bulls han relegado a eterno secundario en las crónicas de aquellas últimas finales del quinto y sexto anillo, los Utah Jazz, la memoria y la melancolía volvieron a apoderarse no sólo de la gente que presenció la velada, sino de todos los aficionados que vivimos aquella gesta y que revivimos por unos instantes todo un vendaval de sensaciones. Todos están viejos y mayores. No parecen ellos. Es el tiempo que deja su seña de identidad. La misma que nos devuelve la sensación de rapidez con la que pasan los años. Jim Durham, la voz que tantos años anunció el quinteto de los Bulls, hizo de maestro de ceremonias. Dennis Hopson, Cliff Levingston, Scott Williams, Will Perdue, Craig Hodges, Horace Grant, Stacey King, B.J. Armstrong, John Paxon y por último, los dos héroes de la afición y de muchos de nosotros, Scottie y el eterno número 23, Michael Jordan, dejaron la impronta de una leyenda irrepetible.
Durante unos instantes, volvimos a revivir el primer éxito del equipo de Chicago. Todavía quedan por venir más reconocimientos al que ha sido uno de los mejores equipos de la Historia. “Gracias por permanecer con nosotros de nuevo en los años 90”, dijo Pippen. Jordan recordó la memoria de Johnny “Red” Kerr, jugador y entrenador de los Bulls durante los 60 que falleció en 2009. “Espero que esta noche recuerde a todos nuestros fans lo especial que aquello fue porque fue nuestro primer título”, decía Paxson horas antes del evento. No cabe duda que muchos de nosotros llevaremos por siempre aquella madrugada del 12 de junio de 1991 como una de las más emocionantes que tuvimos el privilegio de vivir en directo. Michael Jordan dejó claro que el actual equipo de los Bulls, donde Derrick Rose va camino de alzarse con un merecido MVP, no tendrá que esperar los mismos años que Jordan para conseguir un anillo “No, no creo tarde siete años en ganar”. Los Bulls actualmente se están destapando como una de las mejores franquicias con opciones reales de pensar en un título a corto plazo. Los fans del equipo lo estamos deseando. Sin embargo, no será lo mismo. Por eso, la ofrenda de anoche fue tan emotiva.

viernes, 11 de marzo de 2011

Review 'Los chicos están bien (The kids are all right)', de Lisa Cholodenko

Corrección política y estereotipos varios
Lisa Cholodenko traza un esbozo humanista de calado emocional y dramático donde los espacios tradicionalistas que se muestran heterogéneos y liberales terminan por abanderar todo aquello que supuestamente reprueba en su idealismo diferenciador.
Poco tiene de cine independiente, aunque se venda como tal, esta ‘Los chicos están bien’. Formulada como una propuesta alejada de cualquier condicionamiento estético o argumental, la cinta de Lisa Cholodenko asume su único riesgo presentando la familia tradicional con una aparente ruptura de los clichés establecidos, sin hacer hincapié en un agradable tono de normalización y acatamiento naturalista de las relaciones homosexuales entre dos mujeres felizmente casadas, que cenan en su porche y beben vino del caro con sus hijos adolescentes. En el décimo octavo cumpleaños de la hija mayor, ambos hermanos deciden averiguar quién fue el donante anónimo responsable de su fecundación. Con ello, se delinea un ambiente de concordia que es alterado con un elemento desestabilizador, donde sus pequeños problemas y conflictos dentro de un entorno familiar se ve salpicado por la irrupción en las vidas de todos de un biólogo, dueño una empresa de productos orgánicos, que pondrá a prueba la estabilidad de la modélica familia.
No hay separación entre la frontera de lo políticamente correcto y el nulo riesgo que acata. Desde su inicio, los estilemas del drama familiar convencional siguen un patrón de rupturas, traiciones, arrepentimientos y redenciones particulares entre sus personajes. Su subtexto crítico contra los modelos establecidos en seguida se caen por su propio peso, ya que acaban formalizándose en un híbrido acerca de las correcciones morales de cualquier cinta familiar al uso, de anticuados significados de fidelidad que derivan en un rollo progre, de concordia apaciguante donde la burguesía liberal no es más que otra apariencia. Vamos, que es un drama familiar al uso, salpicado con algunos (pocos) momentos de humor para caer en el estereotipo muy fácilmente.
De hecho, su enfoque se inclina hacia lo sospechosamente aceptado por los cánones sociales más rancios, en el momento en que las relaciones sexuales que se dejan ver son únicamente las heterosexuales, mientras que las homoparentales son descritas de forma velada y absurda. Lo que hace que la dimensión del discurso caiga en seguida por la sumisión hacia el formulismo de Hollywood, máxime, cuando demoniza la figura masculina a la que trata como una marioneta del guión según convenga para mover los hilos de su extenuada provocación de giros antojadizos.
Se nota, por otra parte, que Cholodenko respeta a sus personajes. Eso sí. Aunque no es suficiente. ‘Los chicos están bien’ es demasiado condescendiente con lo que se narra, trazando un esbozo humanista de calado emocional donde los espacios tradicionalistas se vuelven poco convincentes por la autoimposición de la realizadora de resultar intrépida e innovadora dentro de unos parámetros que reivindican todo lo contrario, donde reside o debería residir el sustrato dramático y lógico de la narración. En gran medida, porque termina por abanderar todo aquello que supuestamente reprueba en su idealismo diferenciador.
Así, la cinta de Cholodenko no es más que otra película conformista, estereotipada y conservadora que no va más allá de la reflexión sobre los celos y del daño de la infidelidad en una familia establecida. Por mucho que la directora introduzca a su discurso cierto tono de didactismo y compromiso ideológico con lo que cuenta. Tampoco ayuda la fría funcionalidad con la se transcribe en imágenes el guión, dotándola de un aire de telefilme de sobremesa con cierto ‘glamour’, pero despojada de personalidad, cayendo en la vulgaridad de imágenes con la que Cholodenko confecciona su falso discurso “buenrollista”.
La terna que acapara los elogios más merecidos del filme viene del equipo artístico. En especial, destaca la labor interpretativa compuesta por ésa capacidad camaleónica de Annette Bening, aquí una bebedora compulsiva, cabeza dominante y protectora de la familia con tendencia al control obsesivo para que su familia conserve una integridad e inocencia que, obviamente, se verá rota por los acontecimientos. A ella se une la fragilidad de porcelana de una sensual Julianne Moore hasta llegar al sosiego con el que Mark Ruffalo compone un personaje que sobredimensiona con aparente facilidad, aunque no sepa escarbar en el fondo del personaje, precisamente, porque un rol coartado desde el guión. ‘Los chicos están bien’ expone otra glorificación de una familia que, a pesar de las contrariedades y palos de la vida, afronta sus problemas y logra permanecer unida. Un filme que acaba por perder su significado con todo el vendaval ‘sentimentaloide’ que esconde una mirada tan moralizante como discutible con todo lo expuesto.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2011

miércoles, 9 de marzo de 2011

Michael Jordan y el béisbol: la anécdota del regreso

Se cuenta que en algún día del primer trimestre de 1994, Michael Jordan entró en el vestuario de los White Sox y vio que Gene Lamont, en aquel momento entrenador del equipo, había pegado en la pared la alineación para uno de los partidos de la MLB de aquella temporada. Jordan fue a ver si su número 45 y su nombre estaban en ella. No hubo suerte. Alguien se le acercó y le preguntó por esta situación: “¿Cuánto tiempo hacía que te quedabas fuera?”. El entonces ex jugador de los Chicago Bulls contestó: “Hace más de quince años, desde segundo de bachillerato”.
Frank Thomas entró al vestuario sin mirar aquélla lista. No le hacía falta. Tampoco a Ozzie Guillén, ni a Tim Raines, ni a Julio Franco. Jordan les miró y supo que su regreso al baloncesto estaba un paso más cerca que su pertinaz intento por convertirse en una estrella de las ligas mayores de béisbol.

lunes, 7 de marzo de 2011

'King of Kong', de Seth Gordon: magnífico duelo de 'geeks' anacrónicos

“Este es un universo en guerra. Una guerra continua. Puede que haya otros universos., pero el nuestro se nutre de guerras y juegos”. Es una frase de William S. Burroughs que abre el documental ‘King of Kong’, de Seth Gordon. En él asistimos a un épico enfrentamiento con tintes nostálgicos que evidencian que, por mucho que haya evolucionado la tecnología, el pasado es indeleble, aunque en un contexto que roza lo anacrónico y absurdo. Es la esencia de este magnífico documental, del núcleo que despierta la legendaria foto de Life Magazine de noviembre de 1982 que reunió a los mejores ‘videogamers’ del momento. Era la época dorada de los primeros juegos recreativos, de las recordadas ‘coin-ops’, en los albores del ocio binario que hoy vemos tan lejano y arcaico. La era de gente como aquel chaval de 16 años llamado Ben Gold, un hacha en el ‘Stargate’, Todd Talker, que logró ser el mejor en el ‘Joust’, Mike Lepkoski, el número uno del mítico ‘Pac Man’ o el Bill Mitchell, que por entonces había logrado la improbable cifra de los 25.000.000 de puntos en el ‘Centipide’. Éste último es uno de los protagonistas de este recorrido por otro de esos submundos competitivos de Estados Unidos, del fondo de la ‘América Profunda’ que genera ‘nerds’ e ídolos de barro, como todos y cada uno de los que protagonizan este impresionante documental.
Mitchell comparece como un titán autoconsciente de su grandeza, dinamitando sus frases con la sabiduría de un maestro, con aforismos donde él es poco menos que un Mesías. Su corte de pelo ‘mullet’ y sus corbatas de barras y estrellas le perfilan y peculiarizan su condición de yanqui ‘made himself’. Y todo, por ser considerado el mejor jugador de máquinas recreativas de la Historia. No es un perdedor. Todo lo contrario. La seguridad de Bill Mitchell en sí mismo le ha convertido en un empresario que ha triunfado gracias a su propia cadena de restaurantes y a ser el productor y ‘tycoon’ de las salsas calientes Rickey’s, una de las más prestigiosas de USA. Es un símbolo trasnochado, pero también un representante del sueño americano. Lo primero que hace Mitchell es aludir a una analogía aeronaval en la que recuerda que el mejor piloto norteamericano fue Eddie Rickenbacker, que logró derribar veintiséis aviones enemigos. Nadie le conoce. Sin embargo, todos conocen a Manfred von Richhofen, más conocido como el Barón Rojo, que logró abatir ochenta y siete aviones del bando rival. Con ello, está dejando claro su potestad ante cualquier rival. Es el punto de partida de ‘King of Kong’.
Hoy en día, Mitchell posee el cetro de ‘Rey del Videojuego’ o ‘Mejor jugador del Siglo XX’ en esta disciplina. Suyos son los imposibles récords de varios de los juegos más antológicos de aquélla época iniciática y revolucionaria; 3.333.360 puntos y “Partida Perfecta” en el ‘Pac Man’ (llegó a “quemar” la máquina), 957.300 puntos en el juego ‘Donkey Kong Jr.’ y durante más de dos décadas el poseedor del mayor registro de puntos aglutinado en el ‘Donkey Kong’. Sin embargo, entra en escena Steve Wiebe, un padre de familia ejemplar que trabaja como docente en un pequeño colegio de Kirkland, en Washington. Su mujer y sus amigos destacan el inagotable ímpetu entusiasta de un hombre que, pese a tener la familia perfecta, nunca ha visto reconocido su talento en ninguna disciplina donde haya puesto su esfuerzo y pasión; bien sea en el béisbol, en el dibujo o en la música. Su mujer, entre lágrimas, afirma que se merece algo de reconocimiento, aunque sea “por una vez en la vida”. Wiebe ha aprendido a jugar al ‘Donkey Kong’ en su garaje, en su tiempo libre, haciendo del juego de los 80 parte de su vida. Estudiando movimientos, practicando hasta la extenuación, consigue arrebatarle el récord al “intocable” Mitchell. Pero su récord no es considerado reglamentario, así que decide desafiar a jugar “cara a cara” a Mitchell para retarle en la que se sería la batalla más épica por ser el dómine del que se dice que es el juego más difícil de la Historia.
A lo largo de su documental, Gordon perfila su mirada maniquea a dos hombres antagónicos, dos Némesis que únicamente cruzan algunas palabras, pero que contienen el mismo espíritu competitivo por ser el Rey del Kong, más allá de sus incompatibles ambiciones en la vida, de sus contrarias formas de ser y de sus personalidades opuestas. ‘King of Kong’ es un viaje a las entrañas de un duelo que no se produce, pero que deja su impronta de heroicidad en la lucha del pequeño contra el grande, del bueno contra el “malo”. El éxtasis de la competitividad que se da en esta crónica del FunSpot de 2006 es sólo una excusa para sumergir al espectador en un submundo de prehistóricos ‘geeks’ y de jugadores que reclaman sus récords que revoltean por una sala de juegos de Weirs Beach, donde tiene lugar cada año el ‘Twin Galaxies International Classic Video and Pinball Tournament’, donde los mejores jugadores se retan a destrozar los récords insuperables establecidos con antelación bajo la atenta mirada de otro ‘freak’ dimensional como es el árbitro Walter Day.
Una fábula de superación, de pugna, de cómo el débil se enfrenta a sus fantasmas y el fuerte rehúye y elude su condición de master, dejando ver cierta decepción en aquellos adeptos que idolatran y que, como Steve Sanders, socio de Mitchell y fraudulento hombre récord del juego, termina por alabar la calidad humana de Wiebe frente a la arrogancia de su amigo de toda la vida. Es un desafío apasionante en el que la realidad se articula y define en un guión confeccionado con maestría para que todo, absolutamente todo, fluya como un ‘western’ de duelos a medio camino entre la modernidad y la añoranza. No importa que, hoy en día, ni Mitchell ni Wiebe sean el ‘recordman’ de este juego, ya que un cirujano neoyorquino llamado Hank Chien ostenta (de momento) el nuevo récord. La historia de miserias y logros que impone este documental quedará como una de las visiones más insólitas sobre la condición contendiente del ser humano por ser el mejor en un inolvidable particular desafío.

viernes, 4 de marzo de 2011

Review 'Cisne Negro (Black Swan)', de Darren Aronofsky

La búsqueda del lado oscuro
Aronofsky vuelve a sondear una pesadilla de introspección acerca del ansia de perfección, de la locura por alcanzar un sueño que acaba por devastarlo. ‘Cisne negro’ es un tenebroso cuento que expone una bifurcación en la que el Bien y el Mal se cofunden en un contexto de realidad y alucinación perturbadora.
“Pero el peor enemigo con el que puedes encontrarte serás siempre tú mismo; a ti mismo te acechas tú en las cavernas y en los bosques”.
(Friedrich Nietzsche).
No es fácil la comunión con el cine de Darren Aronofsky. Su estilo combina fusiones excéntricas y controvertidas, anexas en analogía musical al ‘tecno jungle’, con aquellos ‘loops’ enloquecidos que se dieron cita en sus dos primeras cintas ‘Pi’ y ‘Requiem por un sueño’ para después sosegarse en el misticismo poético de una teodicea mística como ‘La fuente de la vida’ y llegar a cierta depuración ‘indie’ en la diáfana fábula sobre el fracaso de ‘El luchador’. El modo de visualizar las historias por parte de Aronofsky es debatido por ese insistente bucle de imágenes y sonidos, donde la entidad contigua al ‘videoclip’ se surte de la estética hiperreal en una expresión personal que adecua los medios formales a su discurso gráfico, a medio camino entre el más innovador posmodernismo y el arquetipo clásico. Los juegos metalingüísticos y su tendencia al exceso de prosopopeya visual esgrimen esa catarsis autoral que vincula su obra a una patológica diatriba de amores y odios compartida por crítica y público.
En ‘Cisne negro’ vuelve a escarbar en la violenta, cruda y dolorosa turbiedad de una obsesión, la de una bailarina en pleno auge del Ballet del Lincoln Center de Nueva York. Su envidiable situación converge con su descomposición emocional y con los terrores atávicos por lograr la perfección a cualquier precio. ‘El lago de los cisnes’, la obra que va a representar y por la que es lanzada como nueva estrella de la compañía, sirve de excusa para reflexionar acerca de la pérdida de identidad y de la inocencia de un ser torturado por su frigidez e indolencia sexual no explorada, que enflaquece su conversión al lado oscuro de ese Cisne Negro del ballet de Piotr Ilich Tchaikovsky. Como Odette, el Cisne Blanco, Nina Sayers (Natalie Portman) tiene la fragilidad y el apocamiento necesarios para protagonizar la obra. Sin embargo, se ve impotente al alcanzar el estado pasional de su antítesis, la sensual Odile, el Cisne Negro, que reúne las cualidades de una compañera llamada Lily, una nueva bailarina de virtuoso talento que le roba protagonismo debido a su extrovertida forma de ver la vida. Aronofsky envuelve así al espectador en una pesadilla de introspección acerca del ansia de perfección, de la locura adictiva por alcanzar un sueño que acaba por devastarlo.
Es imposible no evocar una serie de autores representados en filmes que comparten con ‘Cisne negro’ temática y subfondo psicológico como Polanski, Haneke, Mankiewicz, Powell, Pressburger, Satoshi Kon, Argento, De Palma o Cronenberg a la hora de ahondar en la sensación de fragilidad, terror e inestabilidad mental que supura cada fotograma de esta cinta. Nina tiene un complejo infantil de sobreprotección materna que le hace conferir un grado de inseguridad enfermizo. Es un personaje sometido a muchos factores; desde ese vampirismo ejercido por su madre, la pugna psicosexual que mantiene con su exigente profesor de danza y el desamparo que siente en la competitividad con sus compañeras representa un carácter lánguido, incapaz de drenar sus sentimientos y ambiciones con normalidad. Con este perfil, el guión de Mark Heyman, Andres Heinz y John J. McLaughlin inyecta el trastornado éter de paranoia salpicada por transitorios ‘glimpses’ que asolan a Nina con la alucinación de percibir fugaces e inquietantes figuras entre la multitud que parecen ya no sólo observarla, sino que se transmutan en amenazantes ecos de sí misma.
La figura del ‘doppelgänger’ es fundamental dentro de ‘Cisne Negro’. Siguiendo las huellas literarias de Poe en ‘William Wilson’, de Freud en ‘Lo ominoso’, de Hoffmann en ‘Los elixires del diablo’ o de Dostoievsky en ‘El doble’, el filme de Aronofsky encuentra su sentido en el aterrador encontronazo que personifica el lado oscuro del “yo” desfigurado en un ser tenebroso como dualidad que atormenta a la inconsistente bailarina. Irrumpe con fuerza el enfrentamiento de la fragilidad cobarde contra la fiereza que esconden sus remordimientos y represión sexual en una metamorfosis aparentemente física, bajo el simbolismo de una autolesión que no es corporal sino interna, que esconde la pasión mórbida por convertirse en el cisne negro al que alude el título del filme. De algún modo, las heridas que vemos en la espalda de Nina, en sus uñas fragmentadas, en sus pies machacados o en la carne desgarrada no es más que el vínculo mental que avisa del temor a que su baile no sea perfecto. Una metáfora del miedo al fracaso.
En ése sentido, ‘Cisne negro’ es un constante juego de espejos. El que pone a Nina delante de cuatro mujeres; la primera, su madre Erica (Barbara Hersey), una taumatúrgica figura que esteriliza sus ambiciones a través de la vigilia y de la sobreprotección, que zambulle a la joven en un vacío de infantilismo derivada en una visión enfermiza de la manipulación materna. Ella es la responsable de que sea una chica retraída, totalmente controlada, aunque en el fondo, también es otra voz más de la conciencia insinuándole de que está a punto de caer en la locura, sutilizando con sus decisiones la coherencia de la que empieza a adolecer la joven. Una relación de amor y descrédito en la que se mezclan ambición y envidia, expectativas y sueños rotos. Es el germen de la frígida y glacial distancia con el mundo, que deviene en terrores internos y en una extrapolación de un sexo inmaculado (y a la vez marchito) que sólo tiene cabida en sus dislocados trances oníricos.
La segunda es Lily (Mila Kunis), su contrapunto, su Némesis. Lily es todo lo que Nina no puede ser. Es el modelo en el que le gustaría convertirse; lasciva, pasional, libre y desinhibida. Pero también es la amenaza a sus objetivos, la traidora que le quiere arrebatar su sueño. Ejemplo de ello se da en la única salida de Nina al mundo exterior, en el restaurante donde cenan. Mientras ésta sigue una estricta dieta que roza la bulimia, Lily se zampa una hamburguesa con patatas y le ofrece droga como escape a la realidad, como si fuera la dicotomía establecida entre el Narrador y Tyler Durden de ‘El Club de la Lucha’, de David Fincher. Nina siempre aboga por un color níveo y virginal en su atuendo. Lily va de oscuro, mostrándose díscola y provocadora. Dos mundos alejados, dos formas de entender la vida.
La tercera es Beth MacIntyre (Winona Ryder), una veterana bailarina sumida en un caos de amargura y desaliento porque su estrella se ha apagado ante la llegada de su sustituta. Otro ser frágil y quebradizo que no duda en lanzarse a un coche para acabar con ese final desarraigado de la danza y del cual Nina es la heredera directa. Y, por último, Nina debe enfrentarse a la propia Nina, la misma que le acecha en los espejos, la que mira desde dentro la siniestra evolución para poder emerger desde las entrañas de su ser y hacer aflorar toda la ira y la rabia que lleva dentro. A esto no es ajeno LeRoy Thomas (Vincent Cassell), un personaje ambiguo, de tintes mefistofélicos, cuyos métodos por sacar lo mejor de su pupila roza la humillación sexual y la provocación erótica que despierta en ella. Aquél que le advierte sobre los riesgos de ser ella misma la única persona en interponerse en su propio camino.
Es una pena que Aronofsky sutilice en cierta forma el esbozo de misoginia femenina que contiene el discurso. Nunca se atreve a llevar el sexo más allá de lo políticamente correcto, haciendo que una de las claves más perversas del juego resulte menos morbosa y extrema de lo que pueda parecer en un primer instante. Aunque también sea loable la forma en que tienta su disertación sobre la coerción sexual sin dejar que el espectador vea algo de carne. Aronofsky confiere una atmósfera operística de gran tragedia, de poética oscura, algo grandilocuente en la narrativa estética barroca y granulada, que bifurca su cromatismo ambivalente según vaya avanzando la esquizofrenia de Nina gracias a la magnífica labor de Matthew Libatique. Hay que agradecerle su aportación a la compleja historia para alejarse de los límites preconcebidos a la hora de describir el oscuro fondo de la entrega de una bailarina sometida a sus propios errores, a sus miedos y fantasmas, entregando una fábula que coquetea con el terror gótico, adherido a la piel de su personaje, asfixiándolo, en un entorno realista y cotidiano que concilia subjetivismo y obsesión, elementos necesarios para compartir la pesadilla de Nina.
Para esto, Aronofsky se sigue mostrando poco sutil en efectismos. El director busca una retórica visual que tiene su génesis en lo sensorial, conjugando referencias e innovación, con virtuosismo y énfasis descarnado a la hora de describir el agobiante mundo del ballet. Lo que no evita y he aquí el principal lastre de ‘Cisne negro’ es caer en lo forzado de ‘tics’ convencionales del cine de género, en la forma, a veces torpe, que tiene de enfocar su parte de ‘fantastiquè’ para llegar al ‘thriller’ psicológico. Es de recibo señalar algunas secuencias que rozan peligrosamente lo cómico, como esos cuadros de la madre que cobran vida para atormentar la mente enferma de Nina o el instante en que se rompe los huesos pero permaneciendo estática mientras se desmorona física y emocionalmente.
No obstante, es consciente de los riesgos a los que conlleva los límites del exceso y, a cambio, como ya hizo en ‘El luchador’, se muestra minucioso en el tratamiento con el que desciende a los infiernos de la danza, dejando ver el sufrimiento y la entrega con la que se someten las profesionales del baile a su profesión. Si en aquélla era un mundo perturbador de unos luchadores acabados empeñados en ofrecer un espectáculo realista junto a los ambientes de gimnasio, anabolizantes y camaradería fraternal antes y después de los combates, en ‘Cisne negro’ exhibe un ámbito de tortura física (evidenciado en una veraz secuencia de sesión de fisioterapia) que busca la perfección del arte entendida como obsesión. Si Randy “The Ram” Robinson (Mickey Rourke) había sido una leyenda que esperaba su momento para la catarsis final, entregándose en cuaerpo y alma dentro de un ‘ring’, aquí Nina se deja poseer por la obra hasta las últimas consecuencias.
‘Cisne negro’ vuelve a hablar de la bifurcación entre Bien y el mal, donde luz y la oscuridad se cofunden en un contexto de realidad y alucinación en el que los intersticios de locura hacen que la apocada y marginal muchacha, inocente y temerosa, vaya perdiendo su personalidad hasta lograr alcanzar esa sublimación de la perfección, en una liberación catártica donde se da una doble pugna segmentada en sacrificio; la de Nina y su lucha por dejar de ser como es y lograr sus objetivos y, por otro lado, la del cisne blanco por llegar a ser cisne negro. Es entonces cuando la metamorfosis se produce, cuando Nina puede sonreír, despojándose de sus miedos, demostrando al mundo su auténtica valía, en la que ni la madre castradora, ni el profesor ambivalente, ni la férrea competencia pueden parar el espíritu inigualable de una bailarina en estado puro y de gracia.
La película exhibe una portentosa exhibición interpretativa a cargo de Natalie Portman en su personaje endeble acuciado por la oscuridad del alma. Su rostro magnifica en cada instante un mundo interior hermético y desagradable, que esconde el desconcierto y la indefensión de su rol. Su baile, sus miradas, su dolor físico… traspasan la pantalla con asombrosa facilidad. Como ya hiciera con Rourke en ‘El luchador’, Aronofsky invita a Portman a dejarse la piel en el desafío. Y ésta le responde con una actuación antológica, poniendo toda su voluntad en la propuesta, superando el reto técnico del exigente del baile y entregando un viaje entusiasta y emocional que resulta definitivamente extenuante. Estamos ante un cuento de hadas infectado por un sondeo de la parte más oscura del alma humana. Un periplo de autodestrucción y trastorno de un ser machacado física y sentimentalmente que ilustra cómo los efectos del artista por alcanzar la perfección de su arte puede desembocar en la locura.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2011
PRÓXIMA REVIEW: 'Los chicos están bien (The kids are all right)', de Lisa Cholodenko.

miércoles, 2 de marzo de 2011

‘Alan Moore: La Autopsia del Héroe’, de J.J. Vargas: la disección de la obra de un mito

A fines de la década de los 70, en Estados Unidos, el mundo del cómic no atravesaba uno de sus mejores momentos. El esquematismo y la reiteración de formulismos dentro del género acabaron por agotarse dentro de los límites del ‘mainstream’ dejando un halo quebradizo en la categoría del tebeo de superhéroes. La irrupción de Alan Moore identificó el lenguaje narrativo del cómic con el potencial real de la literatura y su influencia, relacionando ambos recursos y metabolizándolos en un revolucionario estilo que cambió el Noveno Arte hacia unos derroteros innovadores, sin perder la identidad de sus precedentes, imponiendo un equilibrio entre la estructura llevada a cabo por el nuevo maestro a medio camino entre la planificación y el estándar norteamericano. Moore, como bien explica entre líneas el libro de J.J. Vargas, extrajo al típico esterilizado superhéroe de pulcritud moral y firmeza heroica hacia un contexto donde la realidad se mostraba auténtica, sórdida y sádica. Fue el excéntrico autor británico quién despojó al cómic de su vertiente ‘teenager’ para otorgarle sobriedad y también densidad poliédrica necesaria para su cambio. Moore ha pasado a la historia como una de las figuras más trascendentes del arte y su insurrección hacia los métodos establecidos hicieron de él un genio inmortal que aplicó sus hallazgos a medida que avanzaba, asimilando sus propios recursos narrativos, para renovar el cómic con sus planteamientos y fórmulas guionísticas. Alan Moore, más allá de eso, siempre se ha mantenido como un creador íntegro, comprometido con el medio y con la inextinguible capacidad de descubrir nuevos modelos de reutilizar sortilegios literarios dentro del cómic.
Dolmen Editorial editó hace unos meses, en su colección Pretexto, un estupendo ensayo monográfico titulado ‘Alan Moore: La Autopsia del Héroe’, de J. J. Vargas. No se trata de una obra hagiográfica sobre la figura del mito (“Alan Moore no es dios”, afirma el autor cordobés), sino una insistente disección del mundo referencial de un hombre donde se pretende sustraer la complejidad del universo de Moore y acercarlo, de un modo ligero, al aficionado neófito que quiera entrar en la sustancia narrativo del icono del cómic. Estamos, por tanto, ante un elucidario elocuente que particulariza una obra más allá de la biografía personal de su autor. Con gran profundidad de análisis y razonamiento, Vargas procura no perder de vista un complicado intento de consumar una reinterpretación del héroe contemporáneo y dar la pautas para concebir al superhéroe desde una perspectiva anexa a las imposiciones revolucionarias de este guionista inglés. Por eso, tras unas breves pinceladas biográficas de Moore, como esa renuncia a trabajar como empleado de un subcontratista del sistema local de gas o la descripción de un joven artista negociando su contrato en una cabina de teléfonos porque no tenía teléfono en su domicilio, entramos en un ámbito detallista y entusiasta iluminado por reflexiones y argumentos, anécdotas y curiosidades acerca de la carrera de Alan Moore.
Capítulo a capítulo Vargas va desgranando, sin abandonar un cierto ápice de ironía y sentido del humor, en su formalidad de prosa amena y ágil, los inicios dentro del cómic ‘underground’, de aquel ‘Roscoe Moscow’, en Sounds o su paso por 2000AD y principales editoriales británicas y estadounidenses para establecer su apoteosis con sus más conocidas obras maestras. Capítulos que subrayan las diversas jerarquías entre trabajos como ‘El Capitán Britania’ o ‘La balada de Halo Jones’, así como una completa autopsia a ‘La cosa del pantano’ para DC, donde se alude por primera vez a John Constantine, ‘Mad love’, la incompleta ‘Big numbers’, ‘A Small Killing’ o ‘Lost Girls’. Tampoco olvida sus obras nutricionales (económicamente hablando) realizadas para Image Comics o sus cometidos más conocidos dentro la línea America´s Best Comics como ‘The League of Extraordinary Gentlemen’ para cerrar con una investigación a fondo del personaje Tom Strong y su brillante sección ‘Preguntas sin responder’, donde le vincula a figuraciones de Unamuno y peculiaridades de Doc Savage. ‘Autopsia del héroe’ concluye con un cúmulo de cuestiones replicadas acerca de ‘Promethea’ y ‘Top 10’. Sin olvidar sendos capítulos dedicados a la iniciática ‘Capitán Britania’ o ‘La Broma Asesina’.
Por supuesto, la dilección detallista se dilata en su profundización dentro de las reflexión y estudio de obras cumbre como ‘V de Vendetta’, From Hell’ (cuyo epígrafe ‘Arquitectos del tiempo’ avanza la minuciosa disertación de ese “melodrama en dieciséis partes”) y esa revolucionaria obra de realismo psicológico que es ‘Watchmen’, a la que reverencia y estudia con pasión y coherencia providente. Y lo hace desde los rígidos códigos de respeto que respira un ensayo total sobre el autor, definiendo la novela gráfica de Moore y Dave Gibbons como una historia cuya “coralidad alimenta el concepto de que ‘el poder conlleva a una gran responsabilidad’, en el diseño de un conciso caleidoscopio de enfoques que implican posturas no precisamente opuestas ante la justicia y el orden, sino compatibles en determinados puntos y divergentes en otros tantos”.
Vargas no deja nada al azar, hilvanando conjeturas y hechos, con un admirable estilo literario que muestra oficio e intención imparcial en la subjetividad con la que recaba con dimensión crítica dentro de su obra. Se trata de un ensayo de procesos y claves para entender la entidad fractal a la que pone a prueba la realidad con una retrospectiva a modo de inspirador viaje por la obra íntegra del guionista británico, uno de los exponentes más claros de genio del Siglo XX. La magnífica exploración de una figura de relevancia contemporánea como la de Alan Moore se completa con un nutrido número de dibujos, viñetas y bocetos que traducen y consuman la vocación hermenéutica y completiva de una obra modélica sobre el nigromante de Northampton. Se puede decir que sea la obra definitiva sobre el autor. Sin embargo, es lo más parecido a ello, ya que será muy difícil encontrar un texto con tanto acierto exegético como lo es el de Vargas.

martes, 1 de marzo de 2011

Una droga llamada Charlie Sheen

“Estoy bajo los efectos de una droga: se llama Charlie Sheen. No está disponible porque si la pruebas, morirás. Tu cara se derretirá y tus hijos llorarán cuando tu cuerpo vuele por los aires”.
(Charlie Sheen en una entrevista para ABC).