lunes, 25 de mayo de 2009

Michael Haneke: experiencia radical

Ayer ‘Das weisse Band’, de Michael Hanake, se llevó la Palma de Oro del 62º Festival Internacional de Cine de Cannes. Ayer, otra vez, otra película de este intransigente cineasta volvió a dejar claro el asombro y la radicalidad que provoca su cine. Si por algo se caracteriza el director de ‘Funny games’ es por la difícil aproximación a su particular universo cinematográfico. Las imágenes de Haneke, envueltas en un estilo fraccionado y aislado, se imponen con insensibilidad y frialdad a un espectador que debe dejarse llevar en sus juegos narrativos que exigen un alto grado de interpelación entre el filme y el público. Es la consolidación de una inteligente búsqueda de la reflexión del que mira, sin ningún tipo de acatamiento al didactismo indulgente, arrancando interrogantes, sin ofrecer ninguna explicación demostrativa. El mundo fílmico de Haneke es opresivo. Para él, la realidad debe ser expuesta en un tono donde la ficción es una excusa metalingüística de la realidad donde, a menudo, el plano secuencia sirve para definir su proceder visual, la contigüidad encontrada paras seguir a los personajes con espeluznante realismo, desprendido de cualquier fragor emocional que desarticule sus estudiadas intenciones de observación depravada que constatan el apego del cineasta alemán por la ambigüedad.
Su cine se basa en el acercamiento casi entomológico a la culpabilidad, a la incomprensión, a la soledad y la incomunicación en una sociedad que engendra una forma de violencia contenida que tiene que reventar en algún momento. El objetivo es la confrontación del hombre moderno a su responsabilidad individual dentro de un orden asfixiante y de apariencias, puesto que, de algún modo, cualquier elemento desestabilizador derroca los pilares consolidados de las familias, del individuo como dispositivo de un todo que se viene abajo con gran facilidad. La sobriedad invisible y la audacia argumental esconden una enfermiza turbiedad imperceptible que desemboca en la catástrofe moral y psicológica de su extraña fauna humana. Haneke ejecuta un cine que cuestiona no sólo los propios límites de la narración convencional, sino la naturaleza y la fiabilidad de sus imágenes, ya sea dietéticas o no. El cine de Michael Haneke se transforma siempre en una experiencia radical que nunca puede dejar indiferente.

viernes, 22 de mayo de 2009

Review 'Star Trek (Star Trek)'

El renacer de un clásico
J.J. Abrams recupera la clásica ‘space opera’ despojándola de cualquier cripticismo y actualizando su esencia para la difícil comunión entre los ‘trekkies’ de siempre y los nuevos espectadores.
Cuando en 1966, Gene Roddenberry creó aquella ‘space opera’ televisiva titulada ‘Star Trek’, nadie podía presagiar que, pese a su poca repercusión inicial, se iba a convertir en un clásico de culto dentro del género de la Ciencia Ficción. Además de crear una multitudinaria caterva de ‘fans’ conocidos como ‘trekkies’, el concepto ‘Star Trek’ ha visto, a lo largo de todos estos años, seis series de televisión y diez largometrajes, además de haber pasado a la cinefilia como un mito incuestionable dentro del género y de la cultura popular. El director J.J. Abrams, considerado como el ‘Rey Midas’ de la televisión actual con pelotazos revolucionarios como ‘Alias’ o ‘Fringe’, pero sobre todo ‘Perdidos’, narra el regreso a los orígenes y nueva etapa para la historia situándose en la génesis de la saga, haciendo así una relectura totalmente novedosa que tiene como objetivo relanzar el interés de una franquicia que parecía agotada en la serie B.
Abrams reestructura así su filme con los primeros encuentros de la tripulación del Enterprise y las complicadas relaciones iniciales entre sus personajes más carismáticos, el capitán James Tiberius Kirk y el comandante vulcaniano Spock. Supone con ello el regreso a los orígenes y nueva vuelta de tuerca perfectamente estudiada consignada para la comunión tanto de aquéllos habituales seguidores de esta flota que parece que va en pijama como los que se acerquen por primera vez a las aventuras espaciales del Enterprise. Es decir, que no hace falta ser un ‘trekkie’ de toda la vida para introducirse y disfrutar el extrovertido universo que propone, totalmente actualizado, el imaginario visual de este ambicioso director.
Esta nueva ‘Star Trek’ es una precuela, pero también un ‘remake’, que procura en todo momento dotar de emoción, sorpresa y frescura su línea argumental y que, aunque no llegue a ser todo lo sorpresiva que se pudiera esperar de un tipo como Abrams, sí hay que reconocerle el mérito con el que ha resucitado la saga del ostracismo de la serie B para lustrar el recuerdo de los fanáticos, desde el respeto y el alejamiento con el que asume esta superproducción de primer rango. A ‘Star Trek’ no le falta ningún elemento del ‘space opera’; una trama llamativa situada en un entorno espacial y futurista, un punto dramático y de enfrentamiento entre sus héroes protagonistas, grandes escenas de acción y un villano cruel y torturado. Hay muchos recursos por los que la película se gana al público desde los primeros compases de su trágico inicio, con un arranque antológico de expiación espacial que deja un impecable prólogo con ese arcaicismo retrofuturista de la infancia de Kirk conduciendo un coche clásico en un enrarecido espacio ultramoderno en paralelo a la condición de semihumano con emociones e ira del pequeño Spock.
La primordial partida con la que juega este aparatoso ‘revival’ es que ha sabido despojarse de cualquier tono críptico que pueda alejar al neófito del primer contacto con la saga, acercando el producto al ‘mainstream’, con el acatamiento del espíritu de la serie original y, por si fuera poco, comprometido en un enfoque distanciado que se resume en dos palabras: tradición y modernidad. En ése sentido, esta nueva versión no se deja carcomer en exceso por la nostalgia, ni por el continuo homenaje, siguiendo sus propios pasos para narrar una historia desde un punto de vista de reinvención del serial desde su origen.
Abrams es muy listo y dota durante al filme de una genialidad e ilusión visual que está muy por encima de cualquier hallazgo o novedad formal, de un estilo reconocible, utilizando todo lo convencional para ofrecer un espectáculo de cine escapista, sin ningún tipo de condicionamiento o coacción a los clásicos o la tradición del subgénero. ‘Star Trek’ está ideada, única y exclusivamente, dentro de los parámetros del mero juego de artificio que se le puede pedir a un producto comercial de estas dimensiones. La utilización de los recursos formularios ya exhibidos en sus series o del sentido del espectáculo por encima de otros objetivos, hacen de este nuevo inicio de saga un ejemplo de diversión inteligente, que esquiva con talento la inercia de la simplicidad. Estamos ante un engranaje de precisión estudiada, que se beneficia del equilibrio entre el drama, la acción y unas gotas sutil humor. También en la justa proporción con la que los mecanismos narrativos y visuales van en función de la sorpresa, de la alucinación del espectador.
Es por ello que sus esquemáticos personajes, contra toda lógica, se escabullan con cierta facilidad de la linealidad de exposición con un cómputo de diversidad entre emociones, traumas, iras o ambiciones que sirven para la rápida identificación con el público. ‘Star Trek’ propone un juego de contrapesos entre los dispositivos genéricos, contribuyendo a crear una fuerte carga de adrenalina en sus momentos álgidos de acción sin freno, pero a la vez sumando calma y sosiego en sus instantes íntimos (el encuentro de Spok con su madre o la contención emocional de éste frente a Nyota Uhura), puntuado todo, eso sí, con la imprescindible música del genial Michael Giacchino.
Aunque no todo es definitorio dentro de la renovación del clásico de la ciencia ficción. Si bien es justo reconocer su armonía y dinamismo en las dos horas que dura el filme, también lo es que una cinta de aspiraciones tan ambiciosas caiga muchas veces en el desacierto que desequilibra estos elementos ya comentados; como el tratamiento de un villano totalmente descafeinado como ése Nero que interpreta Eric Bana, así como los caprichos y vaivenes que producen los giros del guión de Roberto Orci y Alex Kurtzman al plantear todo tipo de paradojas temporales y advenimientos estelares típicos de la saga que no desvirtúan el conjunto, pero sí restan exactitud a toda la maquinaria de cuidada minuciosidad.
Es incomprensible cómo en el instante en que aparece Leonard Nimoy, el gran actor clásico de la saga primigenia, el filme sigue sus derroteros de montaña rusa, sin embargo, sin que se perciba a simple vista, empiece a perder esa fascinación que ha ido logrando a lo largo del filme. En parte, por la caprichosa identificación de ciertos pasajes de calado ‘starwarsianos’ (a todo el mundo le llegará la visión del mundo helado de Holh –monstruo incluido- o antes la esencia académica de ‘Starship troopers’). No obstante, sus grandes dosis de acción, saturadas de diligencia y emoción compensan cualquier menoscabo. Las andanzas juveniles y viajes iniciáticos de Kirk, inmortalizado por William Shatner, ahora en la piel del guaperas resultón Chris Pine y de Spock, en la excelente recreación de Zachary Quinto tienen un futuro asegurado bordo del Enterprise, la legendaria nave espacial cuya tripulación tiene por misión explorar el Universo desconocido y llegar a donde ningún hombre ha llegado jamás.
‘Star Trek’ es un juguete de puro y renovado espectáculo ‘sci-fi’ a medio camino entre la concordia con el legado ‘trekkie’ y la desmitificación que imponen los avances tecnológicos del cine actual. Un entretenimiento desinhibido, que reformula con acierto el revisionismo reverencial con la búsqueda consecuente del ‘blockbuster’ que es la nueva aventura cinematográfica del genio televisivo Abrams, con lo bueno y malo que ello conlleva.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009
PRÓXIMA REVIEW: 'Ángeles y Demonios', de Ron Howard.

jueves, 21 de mayo de 2009

La frase del día, desde Cannes

“Recuerdo que Quentin vino un día a casa con un guión bajo el brazo. Estuvimos hablando toda la noche. A la mañana siguiente recuerdo que había cinco botellas de vino vacías en el salón. Al parecer había aceptado rodar la película”.
(Brad Pitt).

miércoles, 20 de mayo de 2009

Los alegres recuerdos en el fallecimiento de mi abuela Mercedes

“No hay alegría más alegre que el prólogo de la alegría. Hay que defender la alegría como un derecho, defenderla de Dios y del invierno, de las mayúsculas y de la muerte, de los apellidos y las lástimas, del azar… y también de la alegría”.

Son palabras de Mario Benedetti, pero este texto no trata de la reciente desaparición del poeta uruguayo, ni de su autoridad poética o uniformidad de la pertenencia a un estatus de colosal bardo que supo entender la humanidad y cercanía literaria desde la emoción y el sentimiento hacia el lector. La palabra alegría es lo que acerca a un suceso mucho más subjetivo y personal que se ha producido en estos días de ausencia obligada. El pasado viernes se produjo la muerte de Mercedes Orozco, mi abuela materna. Un triste acontecimiento que simboliza la pérdida irrecuperable en nuestras vidas de ésa alegría que siempre supo desprender sin aparente dificultad, del sentido del humor entusiasta, de la esperanza positiva, de la animación desenfadada y la inocencia con la que supo vivir y disfrutar de las pequeñas cosas que la hacían feliz; un simple abanico, un beso en la mejilla, una mirada cómplice, hacer cojines, los Bitter Kas, los helados de cono, un pasodoble bien bailado con mi abuelo, una larga siesta después de comer, mirar plácidamente el mar desde alguna terraza de Salou, cualquier plato de cocina tradicional disfrutado como si fuera una ‘delicatessen’, así como regar sus plantas para deleitarse con todas aquellas flores que hicieron durante muchos años que el balcón de su casa pareciera poco menos que una selva exótica. En resumen, mi abuela adoraba la sencillez de la vida y supo reconocer la felicidad en los pequeños resquicios de un optimismo accesible y en la alegría del día a día.
Atrás quedan tantos y tantos veranos de infancia en Reus, Tarragona, donde se acumulan los recuerdos de esa familia unida desde la distancia, los momentos de nostalgia solaz, de confluencia con la algaraza, con el guiño copartícipe de la ahora añorada abuela Mercedes. Todo ello rememora su esencia en la placidez con la que asumió su vida. Ni siquiera hace años, cuando el cruel Alzheimer fue mermando sus capacidades, renunció a la esperanza, a ésa alegría que formó parte de ella y nunca la abandonó. Supo contagiar con despreocupación el sosiego vital que se hace ineludible a la hora de recordarla en los amargos y tristes momentos de duelo. Desde un prisma particular, siempre la recordaré como aquélla mujer oronda, de belleza eterna y mirada afectiva que, siendo pequeño, me achuchaba en su regazo y me decía “quiéreme mucho, pero ahora”. Es el mejor ejemplo de su filosofía tranquilizadora, del ‘carpe diem’, aprovechar la vida como una oportunidad de ofrecer lo mejor de uno mismo, sin miedo a sentir o a amar, tampoco a tener miedo, pero siempre en busca del lado positivo de las cosas.
Obviamente ha sido una semana de emociones fuertes, de tristeza y de luto. Sin embargo, también se han dado entre la familia materna momentos de hilaridad, de historias narradas con humor, de chistes y recuerdos que han levantado la sonrisa. Hemos compartido lágrimas y sentimientos, pero también risas y carcajadas. Es el mejor homenaje que se le podía hacer a una mujer que se ha reservado un lugar de privilegio en los corazones de sus seres queridos por la capacidad con la que supo transmitir el júbilo con el que hay que vivir. Como suele ser habitual en estos casos fúnebres, estos recuerdos sentimentales de bondad son los que hacen que aquél que se ha ido permanezca eterno e inmortal. Y así será. Quiero pensar en los momentos que pasé con ella como ejemplos de serenidad inagotable, teniendo presente su disposición a catequizar la alegría con una eterna sonrisa a los problemas de la vida. Pero hay algo que tengo que agradecerle de una forma trascendental, y es la grata herencia del humor en cualquiera de sus aristas, así como las ganas de vivir, de disfrutar de la fiesta como escape funcional a los empequeñidos dramas que nos montamos por hechos de nimia importancia.
Abuela Mercedes, sé que te gustaría haberlo oído más menudo, pero sabes que no te querré ahora, que te querré siempre y que nunca olvidaré esa alegría que supiste transmitir a todo aquel que te rodeó. Sé que descansarás en paz, como a ti te gustaba. En el sosiego y el cariño que te hizo tan entrañable.

jueves, 14 de mayo de 2009

Review 'La Vergüenza'

Peces encerrados
El debut de David Planell expone una encrucijada afectiva y sentimental mediante diálogos y réplicas que profundizan en las relaciones de una pareja en conflicto con el compromiso de ser padres.
Si por algo se ha caracterizado David Planell a lo largo de su granada y premiadísima trayectoria como cortometrajista es por la habilidad con la que dirige a los intérpretes de sus proyectos. Trabajos como ‘Carisma’, ‘Banal’, ‘Ponys’ y ‘Subir y bajar’ son ejemplos de la capacidad como director de actores y actrices y muestras de la devoción con la que cuida los diálogos que devuelven sus intérpretes con una dádiva de afectividad con respecto a los personajes. Planell no se ha diferencia por la utilización de alardes visuales, más bien por un cine cercano, respaldado en la efectividad de sus mejores armas dramáticas y que utiliza un montaje funcional sin mucha exhibición técnica.
Para su debut como largometrajista, estos elementos siguen intactos. La historia es la siguiente: Pepe y Lucia forman una pareja joven y capitalista que tienen dificultades con la conducta y el carácter difícil e introvertido de Manu, un niño peruano que lleva viviendo con ellos en régimen de acogida casi un año. Por mucho que ponen de su parte, el pequeño parece cerrado en sí mismo. La empleada del hogar, también de origen peruano, es la única que parece relacionarse con el niño. Pepe no conecta ni entiende su actitud. Lucía es más tolerante y cree que el chico podrá cambiar de actitud. La duda sobre devolverlo, la confrontación que provoca la divergencia entre ellos y la llegada de asistenta social de la Comunidad de Madrid que les evalúa para la adopción desencadena una serie de acontecimientos imprevistos.
La dificultad de ser padres no es más que una excusa para profundizar en las relaciones de pareja, en el día a día, en el amor que se va resquebrajando con el roce, con los silencios, con los secretos y las verdades a medias. ‘La vergüenza’ es un dramático periplo por un mal día de una pareja burguesa y concienciada socialmente que ve cómo su mundo se desmorona ante la incertidumbre de las segundas oportunidades y abordar la madurez como los padres que no saben ni pueden ser. Se levanta así un ideario de lo que supone la convulsión de los valores modernos, de los prejuicios y aprensiones de una sociedad de consumo que se cree estable, autocomplaciente con la integración y el ‘buenrollismo’, pero que esconde un infranqueable conflicto intrínseco que reside en la incomunicación y la pérdida existencial. Es el triste naufragio de un matrimonio incapaz de abordar sus problemas, desabastecida de los vínculos necesarios para solidificar una familia y todo lo que ello conlleva. Planell expone una encrucijada afectiva, donde las texturas humanas dotan de emoción al relato, nutriéndolo de diálogos y réplicas de una pulcritud y un realismo dramático que son rotos, de una forma muy inteligente, lúcida e imprevisible, con golpes de humor asequibles a situaciones de vulnerabilidad. La verosimilitud se edifica, por tanto, en el equilibrio, en las profundas aristas humanas que transita, haciendo de la naturalidad y la sencillez la mayor de sus armas, trazando unos retratos que suscitan la afinidad del espectador.
Y lo consigue a pesar de que la historia paralela de esa sirvienta peruana de vínculo pretérito con el niño al que cuida se narre con cierta condescendencia y ruptura con el tono costumbrista y moderado de todo el filme. Podría haber caído fácilmente en el culebrón, en el melodrama sensiblero, pero Planell sabe alejarse del ámbito alambicado o sentimentaloide para escarbar en las emociones por medio de la contigüidad a sus personajes, sin necesidad de subrayados verbales, ni excesos trágicos, ni recurrir a inflexiones didácticas que recalquen los miedos, la inseguridad o las vergüenzas poliédricas que se dan a lo largo de la película; al miedo, al fracaso, a la decepción con ellos mismos, vergüenza por tener que asumir el paso del tiempo, al pasado de unos y al futuro lleno de incógnitas de otros. En definitiva, la cobardía de asumir la vida como un duro camino al conocimiento interno, a decir la verdad y compartir el miedo y los errores.
Es de resaltar el ajuste de ‘La Vergüenza’ a la parvedad de medios, a sus empeñecidos escenarios que oprimen a sus personajes en un entorno existencial, donde los reducidos decorados no sucumben al convencionalismo de pensar, con error, que esta elección se trata de falta de presupuesto. Son necesarios esos espacios teatrales para precisar con detalle lo importante de la película, el alma que mueve sin fisuras narrativas la historia que deviene en claustrofobia sentimental. Se trata de la interacción de los actores, de la demostración interpretativa de todos ellos; desde el comedido dramatismo de un cada vez mejor actor Alberto San Juan y su química con la joya del filme, Natalia Mateo, cuya aportación de generoso talento hace fluir la credibilidad de las confrontaciones y pequeñas miserias de los personajes. No obstante, tampoco le quedan a la zaga una Norma Martínez que manifiesta el desgarro interno de una mujer rota por su pasado que quiere una nueva oportunidad o la moderación de Marta Aledo, que sabe inculcar a su rol una antipatía entrañable.
‘La Vergüenza’ es una radiografía a nuestra sociedad, al infortunio moral que la rodea y que hacen infelices a aquellos que no saber encontrar la verdadera felicidad. Los personajes del excelente debut de Planell son peces encerrados en una pecera de aguas turbulentas que necesitan la libertad de expresar lo que tanto tiempo llevan guardado, son como ése agua que no llega, obstruida en las tuberías de un edificio que se cierra ante ellos como una jarra de agua que les impide ver lo que hay a su alrededor. Es y será, una de las mejores películas españolas de este 2009 de contrastes; mientras estupideces desvirtuadoras del cine nacional se hinchan a ganar dinero con formulismos caducos y rostros de efímero calado adolescente, el buen cine, como es el caso, se hace con el vacío de un espectador que sigue cegado ante el poco talento que vale la pena reconocer.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009
PRÓXIMA REVIEW: 'Star Trek (2009)', de J.J. Abrams.

martes, 12 de mayo de 2009

Final Copa del Rey ’09: Recuperar la Historia

Hace más de cien años, concretamente, ciento once, un grupo de chavalotes del norte se reunieron en el gimnasio Zamacois y decidieron crear un club de fútbol al más puro estilo inglés. A lo largo de la historia, el Athletic Club de Bilbao ha simbolizado para sus aficionados la tradición sustentada a través de los años en la creencia a unos colores, a una camiseta, a una peculiar tradición invariable y a un equipo que hoy regresa a la final de la Copa del Rey, a su competición más carismática e identificativa. De las 24 Copas del Rey que ha conseguido a lo largo de su historia, el Athletic posee tres trofeos en propiedad, los tres por sendos triples campeonatos en años consecutivos (1914 a 1916, 1930 a 1932 y 1943 a 1945), los mismos que el F.C. Barcelona.
Mañana, tanto el ayuntamiento, como en edificios, comercios e incluso la estatua del fundador de la villa, Diego López de Haro, se volverán a vestir de rojiblanco con más ilusión que nunca. Hay generaciones de aficionados que no han vivido una final. Hijos de aficionados que han oído hasta la extenuación historias del Athletic luchando por títulos, consiguiendo gestas que nos se han vuelto a repetir, como aquéllas legendarias hazañas de los 80, cuando el fútbol era equitativo y se medía por los méritos deportivos y no económicos, antes de que entrara en vigor la conocida “Ley Bosman”, aquél decreto que, según Joseph Blatter y muchos aficionados al fútbol de la época, consideraron el principio del fin de una era futbolística, el golpe de efecto que sirvió para aumentar las distancias entre clubes ricos y los humildes.
Pero esos días forman parte del pasado. El Athletic vuelve a estar en una final. En la final de la Copa del Rey. La nuestra. La que más ilusión hace. Pero no será fácil. Todo lo contrario. Delante está el glorioso Barça de Guardiola. Por supuesto, el F.C. Barcelona, heredero del siempre mal llamado ‘Dream Team’ (el único y genuino fue el combinado de USA que ganó la medalla de oro en baloncesto en las Olimpiadas de 1992), es el gran favorito, el todopoderoso club de estrellas capaz de hacer magia y haberse granjeado, con un juego sorprendente y admirable, la fama y la categoría de los mejores clubes de fútbol de los últimos tiempos. En esta final son el Goliat, el gigantesco equipo globalizado que aspira a redondear una temporada envidiable. El Athletic es el pequeño David con ansias de devolverle a la afición una alegría más, de recuperar el unánime sueño de un título. Los galones que los diferencian no serán un problema. El Barça estrena logo en esta copa como el equipo con más 24 Copas del Rey. No importa. El Athletic también lucirá ocho estrellas que simbolizan sus 24 títulos de Copa (los 23 oficiales y el de 1902, que también incluye en su palmarés).
No es hora de ningún debate sobre la tradición, ni de incitar a ese reprensible clima apocalíptico que viene persiguiendo al club en los últimos años. Tampoco viene a cuento la defensa de la identidad o de futuros cambios. Es la hora de demostrar una vez más el espíritu guerrero, exhibiendo las cualidades luchadoras que han mantenido al equipo en Primera desde el principio de su historia. Y en cuanto a la afición, es el momento de hacer alarde del sentimiento de unión. Hay que dejarse las gargantas, en Valencia y desde la distancia. La final será un partido donde se sufrirá cada minuto, cada oportunidad o desliz. Pero, sobre todo, hay que celebrar los goles como jamás se ha hecho y seguir animando sin freno si se recibe algún otro. Y con todo esto, la victoria dejará de ser una utopía para acercar de nuevo la Gloria a San Mamés y a Bilbao. Los leones tienen que rugir como nunca. Darlo todo y dejarse la piel. Que nadie duda de que esto vaya a ser así.
Como en la semifinal contra el Sevilla, la humildad del equipo de Joaquín Caparrós se debe disfrazar de grandeza, de garra y de sufrimiento. De saberse ante una oportunidad que ha esperado después de 25 años. Hay que reconocer las indiscutibles carencias técnicas con respecto ante tan fiero rival, pero los leones saben que las fortalezas más infranqueables también pueden ser destruidas. Basta con creer en ello y animar hasta la extenuación. El ‘athleticzale’ se ha caracterizado siempre por su condición de romántico e idealista. Y eso no va a cambiar nunca por muchas derrotas que golpeen al equipo. Será el partido del afán y la humildad contra la hegemonía de las estrellas mediáticas.
Si mañana el F.C. Barcelona consiguiera la victoria, para ellos será otro título más. En la Ciudad Condal sueñan con otro tipo de gestas más elevadas, como la Champions o gritarle al eterno rival que es el Campeón de la Liga 2008-2009, una hazaña ésta que se han ganado con un juego que ha puesto a sus pies a sus rivales y a todo el mundo. Para el Athletic, sin embargo, esta Copa del Rey es especial. Simboliza mucho más que un título. Es volver a sentir lo que un día fue. Si el Athletic gana en Mestalla será lo mismo que recuperar la Historia. Un sueño hecho realidad que devuelva el sueño de volver a ver la Gabarra surcando la ría con un título alzado. Gane o pierda, el entusiasmo común transmitido a los aficionados y la emoción con la que se vivirá el choque deportivo compensan cualquier resultado; el equipo vuelve a la UEFA y estará en la SuperCopa de España. Como dice el mítico creado del “bacalao”, José Iragorri, para gritar los goles encajados por el centenario club de Bilbao, “No ser del Athletic es una oportunidad perdida”.
Mañana toca vestirse con los colores del equipo, ondear las banderas más fuerte que nunca, alzar las bufandas orgullosos, procurar que en el ‘katxi’ no falte kalimotxo bien frío y disfrutar como nunca de una jornada para el recuerdo. Solamente falta gritar y cantar al unísono el ‘Altza Gaztiak’, himno por excelencia, el himno de una afición que sueña desde hace tiempo con una victoria que sería histórica.

ACTUALIZACIÓN:
Hemos engalanado el salón para el evento. Todo muy ‘athleticzale’. Como si estuviéramos en algún bar de la Calle Lincenciado Poza. Quedan pocas horas. Hay nervios. Hemos de jugar con el corazón y podremos convertir en realidad la hazaña. Estamos con el Athletic. Estamos con Bilbao y con la Fe puesta en Valencia.
¡AUPA ATHLETIC!

lunes, 11 de mayo de 2009

La frase del lunes

Escuchen el Pork Chop Express y hagan caso de este consejo en una noche oscura y de tormenta: Si un gigantón de más de dos metros le coge por el cuello y golpea su delicada cabeza contra un muro y le mira furibundo preguntándole si ha pagado sus deudas, miren muy fijamente a ése cabrón y acuérdese bien de lo que dice Jack Burton en ocasiones así: “¿Has pagado tu deudas, Jack?”, “Sí señor, mandé un cheque por correo”.

jueves, 7 de mayo de 2009

Review 'Déjame entrar (Låt den rätte komma in)'

Conmovedor relato de macabro lirismo
Tomas Alfredson adapta la novela John Ajvide Lindqvist en un drama que sigue, desde la distancia, el formulismo folclórico del mito del vampiro con una extraña historia de amor adolescente de entumecida frialdad en el Estocolmo de los 80.
No es extraño que ‘Déjame entrar’ se haya convertido en uno de los filmes más aclamados de 2008. La adaptación de la novela de John Ajvide Lindqvist a la gran pantalla llevada a cabo por Tomas Alfredson es, sin duda alguna, una de las sorpresas más impresionantes vistas en muchos años. Lo tiene todo; una base argumental de sólido enfoque hacia un tema tan apasionante como el vampirismo irrigado de problemática social, drama, suspense y romanticismo, una dirección lujosa y detallista, una atmósfera inolvidable y un reparto extraordinario.
Pero lo que más llama la atención es la humildad que destila el drama, la imperturbable frialdad que rodea la pasión con la que se desarrolla el filme y, sobre todo, que el mínimo presupuesto con el que se ha rodado sublima aún más la grandeza de una película destinada a ser recordada por vivificar el género y ser exponente de arte y genialidad más allá de las cifras y ambiciones comerciales.
‘Déjame entrar’ narra la vida de Oskar, un chaval de doce años que sufre el continuo acoso de sus compañeros de clase y que sueña con venganzas en la soledad de su habitación. A la vez que en el barrio comienzan a sucederse una serie de extraños asesinatos, Oskar conoce a Eli, su nueva vecina, con la que entablará una amistad rodeada de misterio, ya que sus encuentros sólo tienen lugar de noche. En un suburbio de Estocolmo, situado en los años 80, en la entumecida frialdad de esos barrios desalmados, el chico emprende un metafórico viaje inciático, donde el aprendizaje y la comprensión se abrirán a una madurez de aceptación y obsesión dentro un mundo adulto codificado, autómata y antipático, que divaga combatiendo el frío con una botella de vodka en sus hogares desprovistos de calidez.
Se teje así un entramado donde se fusionan el drama social, a través del ‘bullying’ escolar, el suspense, que se patentiza en el frío proceder del oscuro asesino en serie que no es más que el acompañante (insinuado como padre) de la pequeña Eli, que necesita de la sangre de las víctimas para poder vivir, corroborando de esta forma el elemento fantástico de la cinta. Lo que en un principio parece una fábula oscura e inaccesible, va invirtiendo su formulación hacia una orientación narrativa de tono introspectivo, silencioso, de corte poético y tierno a la hora de descifrar la personalidad de dos personajes tan distintos que a su vez permanecen unidos por los mismos problemas. No por ello, Tomas Alfredson y Lindqvist (que adapta su propio ‘best seller’) renuncian al cine fantástico, a su descripción terrorífica del relato.
En su exploración acerca de los miedos infantiles, del lapso de la infancia a la adolescencia que esconde a su vez el despertar erótico, ‘Déjame entrar’ puntea el drama sin salirse en ningún momento del formulismo folclórico del mito del vampiro, sin perder su romanticismo, sordidez, desesperanza melancólica y, sobre todo, su violencia implícita y exteriorizada. Eli necesita sangre. Y no duda en atacar a algún vecino cuando su ya fatigado padre no logra conseguir hemoglobina para poder subsistir. Aquí, también impera la mundología noctívaga, ya que la luz del sol es mortal para la pequeña. A esto se le adscriben ciertas tradiciones vampíricas, pero sin recurrir a insinuaciones góticas preciosistas o recargadas barroquismo, recuperando ese acto que da nombre al filme del ‘chupasangre’ de tener que pedir permiso antes de entrar en la casa de sus víctimas. Todo ello encumbrado con las importantísimas aportaciones de sus dos intérpretes neófitos, los debutantes Kåre Hedebrant y Lina Leandersson. ‘Déjame entrar’ es un conmovedor relato de macabro lirismo, donde es más importante enfatizar el interior de los personajes que los momentos donde la sangre y la truculencia hacen acto de presencia.
El acercamiento y las soledad compartida de los muchachos deviene en una brutal necesidad de afecto; él por ser un marginado algo cobarde que vive en la apatía y ella por carecer de unas cualidades humanas que la hagan vivir de un modo normal. Ambos se necesitan para sentirse libres y aceptados. Pocas veces un filme de calado adolescente como éste había tratado de un modo tan compasivo y primoroso este mundo juvenil, inquiriendo con su mirada minimalista en la desnudez emocional de estos dos personajes que son diferentes ante un mundo que no les comprende. Oskar es hijo de un matrimonio desbaratado, su madre no tiene mucho trato ni tiempo para estar con él y el padre, divorciado, prefiere emborracharse con amigos antes de dedicarle la atención que merece. Eli, por su parte, vive aislada del mundo, con la única compañía del que se supone que es su padre, un asesino obligado que no duda en colgar a sus víctimas para desollarlas y obtener la alimentación necesaria para ella.
Son dos mundos paralelos separados por la fragilidad de uno ante la invulnerabilidad del otro. Entre ellos existen confidencias, amistad, secretos y complicidad que tienen como símbolo propio el aprendizaje autodidacta del código ‘morse’ para encadenar furtivas frases de intención romántica. Es, sin embargo, el elemento fantástico que rompe con la cotidianidad insoportable que sufre Oskar el desencadenante de todo el andamio argumental sobre el que se sustenta tanto la novela como el guión cinematográfico. Eli llega como la inspiración soñada que inculca una emoción, un efecto moral de autodefensa y exteriorización de los impulsos del intimidado Oskar, el foco canalizador que hace que el niño se convierta en hombre, a enfrentarse a sus problemas y plantar cara a sus agresores. Y lo hace desde el mismo impulso con el que Eli ataca a sus víctimas para subsistir, como una imperiosa necesidad de violencia y muerte para nutrirse de vida.
Tampoco se excluye la sugerente y acerba ambigüedad del vampiro que afirma no ser una niña, sugiriendo la posibilidad de una vertiente humanizadora y sutilizada, sobre todo en un entorno de extraño componente homoerótico. Una insinuación ésta, reflejada con gran efectividad en un giro moral a modo de plano fugaz que deja absorto tanto al tímido chaval protagonista como al enrarecido espectador. Para Oskar, las brumas nocturnas de un vecindario desértico significan el momento más esperado del día, ya que sólo entonces podrá sentirse seguro y reunirse con su confidente. En contraste con los fogonazos de luz impoluta que provoca el día, donde la nieve de ese invierno sueco traspasa la pantalla, metáfora perfecta para describir el desafecto y el aislamiento emocional, el miedo a salir de la oscuridad o la esperanza de volver a ella.
En éste aspecto, es donde ‘Déjame entrar’ logra su mejor valor, puesto que Alfredson es capaz de crear mediante imágenes la tristeza que parece rodear a sus protagonistas, conjugando belleza y oscura tribulación en su consecución de una atmósfera que favorece la aquietada intensidad a la película. El cineasta sueco define sus designios creativos en la delicadeza con la que la cámara se acerca a los niños y se aleja en las secuencias más escabrosas del filme, adicionando con la oposición de luces y sombras la tragedia desgarradora con la violenta ternura emocional del relato de Lindqvist. Y lo hace apuntalando su estilo visual y narrativo en la excelente fotografía de Hoyte Van Hoytema y en las tristes notas de Johan Soderqvist.
Es así ‘Déjame entrar’ un filme de espesos paisajes morales, donde el costumbrismo y la naturalidad congenian a la hora de plasmar el contraste de los dispositivos oníricos y realistas. El tratamiento fílmico propone el placer estético de un discurso cimentado en la fuerza de un vocabulario cinematográfico que es capaz de expresar tantas cosas delimitado al ahorro verbal. Los planos milimétricos poseen un tonelaje de sublimación melancólica que termina por conseguir un ambiente enfermizo, que no descubre la gran modestia de su producción, en parte, porque sus secuencias de efectos especiales están reducidas a la lógica coherencia de su ficción, sin recurrir a ningún tipo de efectismo sorprendente. Por eso, cuando la sangre brota de las víctimas o Eli sube trepando por la fachada del hospital, cuando absorbe con su lengua insidiosa la sangre de Oskar o en la secuencia en que una horda de gatos ataca a un vecina recién mordida y posteriormente se autoinmola exponiéndose a la luz solar, el efecto de terror sublima su vigor.
Su tono romántico y pausado, el mensaje de amor catártico, de la esperanza que puede sacar de la oscuridad a un personaje, de su recreación estética del dolor y el desasosiego sin renunciar a la genealogía del subgénero vampírico, hacen de esta ejemplar obra un insólito espejismo para los aficionados, un logro mayúsculo que se puede definir, sin llegar a parecer exagerados, como un filme sublime con futuro de previsible clásico del cine fantástico.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009
PRÓXIMA REVIEW: 'La Vergüenza', de David Planell.

martes, 5 de mayo de 2009

'FUCK', viaje al mundo de la palabra "joder"

Joder: (Del lat. futuĕre).
1. intr. malson. Practicar el coito. U. t. c. tr.
2. tr. Molestar, fastidiar. U. t. c. intr. y c. prnl.
3. tr. Destrozar, arruinar, echar a perder. U. t. c. prnl.
Joder.
1. interj. U. para expresar enfado, irritación, asombro, etc.
El documental de 2005 ‘Fuck’, de Steve Anderson, gira en torno a una sola palabra: “fuck”, vocablo que en castellano significa “joder”. El cómico Bill Maher la denominó como la “última palabra malsonante” y que es asumible en cualquier tipo de situación; ya sea alegría, sorpresa, disgusto.... “Joder” es, a estas alturas, una palabra universal. Es curioso comprobar cómo en Estados Unidos la expresión es todavía un término e interjección mostrado como tabú a pesar de ser popularizado en series de televisión, películas, canciones y en la vida diaria de todo yanqui con carácter.
Aquí se analiza como un ejemplo de contradicción entre aquellos que formalizan su utilización sin atender a escándalos de ningún tipo y los proveedores de las libertades que no lo son tanto. ‘Fuck’ es así uno de esos trabajos víctimas de la tramoya moral que infecta a los sectores más conservadores de Estados Unidos y que cuestiona muy seriamente los límites de la censura y la libertad de expresión. Se propone con ello un entretenido e inusual acercamiento a una palabra sometida al análisis a la razón por la que se usa tanta facilidad y los problemas que tienen otros con su uso. ‘Fuck’ examina su impacto a través de varias entrevistas, clips de película y televisión y parte de piezas de animación creadas por el genio de la animación canalla Bill Plympton. En sus entrevistas aparecen académicos y lingüistas que hurgan en la longeva historia de una palabra defendida por actores, directores y escritores que apelan a su derecho a utilizarla.
Lenny Bruce puede ser considerado como uno de sus precursores, ya que en los años 60 fue uno de los primeros cómicos en naturalizar este tipo de situaciones con el idioma o la religión y que eran tomadas como provocaciones. También George Carlin la incluyó en su catálogo de palabras que no se pueden decir en televisión. Personajes como David Milch, Steven Bochco, Alanis Morissette, la actriz porno Tera Patrick, Janeane Garofalo, Ron Jeremy, Eddie Murphy o Pat Boone van sintetizando mediante sus opiniones la gran aceptación que tiene una palabra que, aunque considerada como obscena, une con su permeabilidad varios aspectos de nuestra cultural popular.
Hay varias anécdotas de personalidades reconocidas como Kevin Smith, que afirma, entre sorprendido e irónico, cómo su filme ‘Jay y Bob, el silencioso contraatacan’ tiene el récord mundial de la palabra en una película, que es utilizada para la ocasión 228 veces. Así como el interesante estudio en profundidad que han llevado a cabo los lingüistas Reinhold Aman y Geoffrey Nunberg. De entre las varias anécdotas y opiniones que rodean a la palabra destaca el piragüista que volcó su canoa y cuando tras un interminable tiempo volvió a su posición de remo, no paraba de repetir la palabra “joder” porque casi se ahoga. Las personas que presenciaron el accidente se consternaron de tal manera, que el hombre tuvo que elegir entre pagar una multa de 75 dólares o pasar tres días en la cárcel. Un hecho que evidencia cómo en Estados Unidos sigue condenada al conservadurismo absurdo.

jueves, 30 de abril de 2009

Review 'Man on Wire (Man on Wire)'

Disección de una locura irrepetible
James Marsh narra la apasionante aventura de Philippe Petit con un dominio narrativo absolutamente fascinante, haciendo crecer la intensidad como si de un ‘thriller’ se tratara.
‘Man on wire’ comienza como un ‘thriller’, como una película de atracos, con un grupo de personas en una furgoneta que desconfían unos de los otros, volcados en un reto, disfrazados para lograr un objetivo común. Sabemos que no van a robar un banco, pero sí a franquear una barrera de seguridad que puede tener un improbable final feliz. Se trata del grupo de colaboradores agrupados por el equilibrista francés Philippe Petit, que se propuso llevar a cabo un original desafío. El 6 de agosto de 1974, Petit, fascinado con las Torres Gemelas, se camufló junto a un grupo de cómplices entre los trabajadores del World Trade Center y organizó todo un operativo en el último piso de una de los rascacielos. Un día después, los viandantes de Nueva York alzaban la vista para ver un espectáculo inaudito. Sobre el cielo de Manhattan, en medio de las torres, Petit caminaba encima de un alambre suspendido sobre sus cabezas durante tres cuartos de hora. Estuvo caminando sobre el cable a casi 500 metros de altura hasta completar ocho trayectos de ida y vuelta. A este acto de insensatez y heroicidad sin límites fue denominado como “el crimen artístico del siglo”.
La hazaña de Petit es de por sí una historia tan fascinante, increíble, temeraria, extravagante e inverosímil que James Marsh convierte con facilidad esta aventura en un documental de prodigioso talento, no sólo por el contagioso entusiasmo del equilibrista que probó sus propios límites, sino por la narración con el director va hilvanando la fábula real de Petit. El cineasta controla el ritmo del documental con un dominio descriptivo absolutamente fascinante, dinamizando la trama con cadencia frenética, haciendo crecer la intensidad como si de un ‘thriller’ se tratara, aunque para ello utilice pasajes ciertamente inverosímiles, como todos los encuentros y desencuentros con los vigilantes de las últimas plantas de las Torres Gemelas. ‘Man on wire’ combina una dramatización creadas para el documental con recreaciones de los hechos y documentos gráficos reales, así como los testimonios de los protagonistas sobre la elaboración del plan y posterior perpetración que consumarían un delito artístico sin precedentes y sus estados de ánimo circunscritos exclusivamente al momento en los que tuvieron lugar.
Con ello, se apela a una épica emocionante e impactante, que no se limita a describir con detalles una hazaña concreta sino al periplo vital que rememoran los protagonistas de aquella inconsecuente gesta. El documental comienza con un montaje paralelo de las torres gemelas y de la infancia del propio Philip Petit, como si el World Trade Center hubiera sido erigido para probar la intrepidez y obstinación del funambulista galo, que antes había demostrado su arte y locura recorriendo sendos cables entre las torres de la catedral de Notre Damme, en París y entre el Puente Harbour de Sydney, en Australia. Dentro del documental, tales proezas son sólo experimentos y ensayos para acometer la materialización de su destino, aquél que está descrito dentro del filme.
Los recuerdos y sensaciones de los seis años de preparación para ese “gran golpe” van desgranando la admiración y la desconfianza que suscitó la descabellada idea de Petit en todas aquellas personas aquellos que le rodearon, dibujando una aventura de cine negro con la ejecución de un plan perfecto para llevar a cabo el sueño intangible de aquel hombre de espíritu soñador y creativo que superó un reto que jamás nadie volverá a lograr. Existe así una nostalgia casi dramática que no deviene en la desaparición del World Trade Center (ni siquiera se alude al 11-S), si no a las sensaciones perdidas, a la emoción y el miedo del momento, a la libertad experimentada por un entrañable pirado. Mediante la fusión de imágenes reales del acontecimiento y la espléndida dramatización filmada en un cuidado blanco y negro, Marsh acerca al espectador a un espectáculo memorable vivido en primera persona, creando una sensación de vértigo ejemplar a la hora de poner en imágenes tal experiencia.
‘Man on wire’ adquiere así un grado viveza y pasión pocas veces vista sobre una pantalla de cine. Para Petit no había una respuesta lógica al porqué de la acción, simplemente la definió como “una nueva forma de ver América”. Es asombroso, por tanto, oír la narración en “Off” mientras desfilan las impresionantes instantáneas de Petit hincando la rodilla en el cable, saludando o tumbándose sobre el cable a ésa altura, asumiendo un riesgo del cual llega afirmar que no estaba seguro de la seguridad del cable hasta que estaba sobre el primer ‘cavalletti’ (sujeciones laterales y frontales que estabilizan la cuerda sobre el aire). Uno de los oficiales encargados de detenerlo lo resume en una frase paradigmática del estremecimiento que vivieron todos en las Torres Gemelas: “Me di cuenta de que estaba viendo algo que nadie jamás vería en su vida”.
‘Man on wire’ es la crónica de la constancia de un hombre apoyado en su fe ciega y en una voluntad imperturbable que obtuvo un triunfo inigualable del instinto sobre la materia. El documental también analiza las consecuencias del acto. Philippe Petit fue acusado de invasión de propiedad y alteración del orden público. Pero las secuelas de aquel 7 de agosto fueron otras. La liberación personal de Petit fue tal que, a partir de ése momento, su vida cambió de sentido. La popularidad, la reacción de la gente y su hazaña revolvieron su vida con tal magnitud que destruyó todo aquello que le ayudó a conseguirlo. Desde el amor de su vida, Annie Allix, a la amistad del grupo que le ayudó a lograr la epopeya. Uno de sus protagonistas, Jean-Louis Blondeau, se viene abajo y derrumba en un par de instantes de su entrevista al recordar la ruptura del contacto con Petit, añorando aquel momento, pilar fundamental no de este documental, sino de las vidas de aquellos que fueron cómplices del funambulista francés.
Tal vez hubiera estado bien un poco más de profundización en este tema. Pero Marsh es inteligente y lo corta de raíz, dejando la sensación de vacío que debieron sentir los protagonistas. ‘Man on wire’ trata sobre un instante, sobre unos minutos que cambiaron las vidas de este grupo de personas de una forma profunda, casi mística, en contraposición a la entidad de quijotesca fantasía y locura de aquella demostración de valentía. Tampoco se puntualiza qué fue de la vida de Petit después de este evento tan trascendental para su vida. Y puede ser porque Marsh se ha limitado a adaptar el libro ‘To Reach The Clouds’, donde el propio Philippe Petit termina el periplo narrativo en el momento en que consigue su objetivo. Se echa de menos, sin embargo, algo más de riesgo y esclarecer algunas preguntas necesarias. Hubiera sido maravilloso conocer su exposición acerca de la destrucción en septiembre de 2001 del emblema que le dio a conocer en la época. A cambio, y con esta actitud cortante, Marsh está ofreciendo un retrato sincero de Petit. Nunca fue un líder, tampoco un héroe. De hecho, una vez consumado el objetivo, la realización del sueño común, a todos los implicados en la aventura les lleva, indefectiblemente, a asumir la verdadera naturaleza hedonista e interesada de Petit, que arrastra con su pasión egoísta a un grupo de colaboradores.
‘Man on Wire’ es una maravillosa disección del sentido de la vida. Petit y Marsh hablan de ejercer la rebelión, de aquellos que no renuncian a su sueño, por muy arriesgados y locos que estos puedan ser. El documental, ganador del Oscar 2008 en esta categoría, expone la consecución de la plenitud, por encima de los demás, por encima de las suspicacias. Lo importante, en todo caso, es vivir la vida como un desafío sin traicionar todo aquello a lo que se aspira. ‘Man on Wire’ es, fuera de toda duda, una de las mejores películas del año.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009
-‘Precarious moments’, galería fotográfica de Jean Louis Blondeau.
Próxima review: ‘Déjame entrar’, de Tomas Alfredson.