jueves, 12 de febrero de 2009

Review 'Valkiria (Valkyrie)'

Objetivo: matar a Hitler
Basada en un acontecimiento histórico, ‘Valkiria’ plantea la exposición y la ejecución de los hechos con una narrativa modélica, sustentada en un énfasis epidérmico que potencia el industrial espectáculo que se brinda.
Tom Cruise quería volver a dar vida a uno de esos personajes para la galería de sus interpretaciones nunca valoradas como se merecen. Bryan Singer necesitaba un lavado de imagen tras su batacazo profesional con la adaptación de su fallido ‘Superman Returns’. Ambos han logrado el objetivo marcado con ‘Valkiria’. El filme se rige por diversos terrenos genéricos que apuntan al ‘thriller’ político, el entorno bélico y el drama histórico centrado en un hecho real acaecido en la Alemania regida por el Tercer Reich bajo las directrices del nacionalsocialismo impuesto por Adolf Hitler. La figura de Claus Schenk Graf von Stauffenberg, junto a otros oficiales y próceres de la época, ha pasado a la Historia como un rebelde desde las filas de la ‘Wehrmacht’ nazi que ideó, sin fortuna, un atentado contra la vida del Führer para asumir así la transición del gobierno, arrestar a los líderes de la dictadura nazi, ocupar los campos de concentración y detener el Holocausto y negociar la paz con los aliados.
El plan para este malogrado golpe de estado se llamó ‘Operación Valkiria’. Los conspiradores llevaron el golpe desde el Cuartel General del Ejército de Reserva, situado en la avenida Bendlerstrasse, llamado Bendlerblock. El plan era hacer volar por los aires a Hitler en Wolfschanze, ‘La guarida del Lobo’, donde se situaba la central de los nazis en Prusia Oriental, el 20 de julio de 1944. Pero el plan fracasó. Hitler sobrevivió milagrosamente con apenas unos rasguños y el plan dispuesto por los creadores del complot no fructificó.
Como recreación histórica, ‘Valkiria’ se destaca por su escrupulosidad a la hora de plantear la exposición y la ejecución de los acontecimientos dentro de una estructura narrativa modélica, que respeta la Historia con gran precisión y dedica su excelente disposición al distribuir el devenir de los hechos convertidos en un gran espectáculo, de corte épico y bélico, donde todas las piezas encajan en un puzzle histórico ejemplar. Sin hacer concesiones a su virtuoso estilo de sus comienzos, Bryan Singer está lejos de la admirable impronta personal de sus más celebradas películas, ‘Sospechosos habituales’ o ‘Verano de corrupción’, y más cerca, pero sin tanta fidelidad a los resortes artesanales, a la espectacularidad del drama que introdujo en ‘X-Men 2’.
Sin embargo, Singer, a pesar de lo que se pueda leer en la crítica generalizada, no ha perdido su vestigio de gran cineasta y saber llevar a buen puerto una difícil producción como es el caso, creando para ello una puesta en escena ordenada en función del gigantesco entretenimiento, renunciando a una conducta como cineasta en la que su figura se antepusiera a la acción que se narra.
A Singer le interesan más los movimientos del suspense, trazar mediante secuencias interiores los preliminares del atentado, otorgar un conseguido ‘tempo’ al ritmo del ‘thriller’ que aportar un tono dramático o histórico a la historia. Y lo hace de forma muy inteligente, ya que en ése énfasis epidérmico donde el tono de profundización parece relegado a un segundo término es donde se encuentra su mejor virtud. Sin la contención sesuda que se da muchas veces en la búsqueda de la equidad entre el fondo y la forma, en la desafección a la hora de trascendentalizar el asunto, es el terreno en el que el espectáculo visual y enérgico del ‘thriller’ comienza a funcionar. Todo es en ‘Valkiria’ es muy ‘Hollywood’, demasiado industrial, pero hay que reconocerle a Singer la profesionalidad con la que ha rodado esta obra de engranaje intachable. Gracias a él, ‘Valkiria’ no es un coñazo de deplorables ínfulas pretenciosas.
Tal vez, con mucho más metraje, las carencias de profundización de los personajes hubieran sido subsanadas y no parecerían simples piezas dentro del enorme y sintético ajedrez en el que se juega. Por eso, a Tom Cruise no le hace falta poner mucha hinchazón dramática a su más que correcta interpretación de Stauffenberg. Ni es perceptible que los secundarios vayan y vengan sin una lógica implicación, como es el caso de Kenneth Branagh o el anecdótico papel de Carice van Houten o de otros que se superponen a la historia con la facilidad con la que lo hace Bill Nighy, Tom Wilkinson, Thomas Kretschmann, Christian Berkel o Terence Stamp.
Se trata de hacer que funcionen esas oscilaciones de la trama llevadas por la naturaleza misma de los acontecimientos históricos, sin salirse en ningún momento de la línea trazada por el guión de Christopher McQuarrie y Nathan Alexander. Se le puede imputar la falta la pasión necesaria para que los promotores del complot muestren cierta conmoción en sus decisiones, en el idealismo o intereses que movieron a un grupo de militares y aristocráticos a cambiar el rumbo de la historia, alejándose por completo de los condicionantes que se establecen entre la sumisión al Tercer Reich y al miedo a su magnicidio enfrentados a la ética moral seguida por sus protagonistas.
De ahí que no se cuestione en un círculo ético que los protagonistas sean colaboradores del fanatismo político extremista y del hegemonismo cruel de Hitler, así como un intenso examen al atentado como solución real a la situación de la Alemania Nazi. Sin embargo, a través de la cadenciosa acción y el ‘thriller’ podemos entrever de qué manera la confusión en la distribución de mando, como en los enfrentamientos cruzados de la ‘Operación Valkiria’. Así como las decisiones que marcan el rumbo de un conflicto bélico que se libran en los despachos, con el teléfono y los dictámenes militares como únicas armas, mucho más importantes que la conflagración del campo de batalla.
‘Valkiria’ adolece de cierto interés cuando se hace un primer acercamiento a su sinopsis, en la que el espectador conoce las consecuencias de todo el hilo argumental, de una tracción de desasosiego cada vez que intentan atentar contra Adolf Hilter. Es algo que le resta efectividad al asunto, pero no así iniciativa en su tentativa de cine de acción con trasfondo bélico. La cinta de Singer puede resultar a ratos discursiva, en otros inoperante, pendiente de que la trama avance según los preceptos marcados por los hechos, sin ahondar analíticamente en sus motivos, pero, como se ha señalado anteriormente, es la superficialidad ilustrativa de la dramatización de la Historia la que hace que el proceso de la Operación Valkiria ofrende al espectador una película cargada de un plausible entretenimiento perfectamente ejecutado. No pasará a los fastos como un clásico moderno, pero no es, ni mucho menos, ni una mala película ni un filme a acribillar en la tambaleante filmografía de un gran director como lo es Singer.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009

lunes, 9 de febrero de 2009

Review 'Revolutionary Road (Revolutionary Road)'

Desencanto y sueños perdidos
Sin perder su ostentosa vena academicista, Sam Mendes consigue su mejor obra hasta la fecha con la dramática historia de un matrimonio en crisis que confunde la búsqueda de la felicidad con la del bienestar.
Tan proclive al cuidado esteticismo, a una avidez inmoderada para su impronta como cineasta quede de manifiesto en cada plano de su obra, cada vez que Sam Mendes, un director que anhela (y que está consiguiendo) un estilo determinado, se pone detrás de la cámara, su filme repercute en el medio cinematográfico como un acontecimiento. Su nuevo largometraje, ‘Revolutionary Road’, no se aleja mucho de aquélla disección sobre el sueño americano, sobre la familia y la complejidad del fracaso que supuso ‘American Beauty’. Aunque aquí prescinda de la ironía y la tragicomedia como vehículo para exponer un amargo recorrido vital, Mendes sigue la estela de narraciones ahogadas por la ambigüedad que oscurecen el mensaje de sus intenciones. Su objetivo sigue siendo, después de cuatro filmes, el de indagar con voz propia en la historiografía del ciudadano americano, dentro de un hábitat atemporal, beneficiándose de las deformaciones producidas por una sensación de desorientación.
No importa que sea la lúcida y algo empalagosa mirada a la familia como complexión y médula de realización vital de ‘American Beauty’. Tampoco un vistazo minimalista a un asesino a sueldo y sus contradicciones morales surgidas de su posición de padre de familia en ‘Camino a la perdición’ e incluso la jerarquía de esos ‘marines’ que ridiculizan con sus actos al estamento militar yanqui en contra de la glorificación del heroísmo yanqui de ‘Jarhead’. Para Mendes, hasta este momento, lo importante era manifestar su visión como realizador a través de un derroche de ostentación y alarde de medios en lo que se refiere tanto a su estética como a su descomunal puesta en escena.
Por supuesto, ‘Revolutionary Road’ no es ajena a esta afectación. Para esta historia que adapta la obra homónima de Richard Yates, el cineasta regresa a los barrios residenciales, donde la felicidad se da a entender de puertas afuera y cada hogar esconde la historia de un fracaso. Situada en los años 50, todo lo compone la historia recuerda a homenaje fílmicos, bebiendo de los clásicos, pero sabiéndose alejar lo suficiente como para hacer algo que hasta el momento Mendes no había hecho; dejarse llevar como director a través de los personajes, de la desnudez emocional de éstos ante la cámara, para hacer cómplice al espectador de la amarga depresión que exhuman los interiores residenciales y las vidas que describe. Y lo hace sin renunciar a su consabida sobriedad clasicista, mucho más mesurada y consciente del papel que tiene que jugar como realizador que en sus anteriores obras, sin perder por ello su vena academicista.
Se narra la historia de un matrimonio en crisis, de sus esperanzas y fracasos, de una vida dentro de los parámetros sociales que impone una sociedad caracterizada en un pequeño barrio burgués llamado Revolutionary Hill Estates. Los Wheelers, se creen distintos porque, dentro de los rígidos hábitos, dan la sensación de imponerse con su ideología rebelde y contestataria a lo convencional. Sin embargo, esta diferencia es una simulación de falsedad que les equipara a sus vecinos y que impone una realidad de soledad y desencanto que acaba por aplastar las ansiedades de esa sociedad americana de la posguerra de la II Guerra Mundial. Ubicada en la frontera del melodrama, ‘Revolutionary Road’ propugna una fidelidad escrupulosa a los designios de dobles lecturas y tragedia de Yates por parte de la sólida adaptación del guionista Justin Haythe.
Con ello, Frank y April Wheeler parecen ser la pareja perfecta e idílica que, desde su demoledor comienzo, con una fuerte discusión en una carretera, se ve empañada por el choque de ideas que se va fraguando a lo largo de esta triste fábula. El matrimonio se ve ante dos planteamientos de vida antitéticos; el de una promisoria comodidad sin riesgo enfrentado a la ensoñadora ruptura de la rutina para explorar las verdaderas metas vitales, fuera de la mirada de una comunidad anquilosada en el conservadurismo. Dos posiciones opuestas que dan como consecuencia un terrible drama; el que alude a la circunstancias sociales de esa realidad que aplasta los sueños y la libertad, que coarta el talento y la ambición a cambio de la adjudicación del cómodo e inexorable vacío con el que se nutre el día a día de aquella sociedad de los 50, pero también de todas las posteriores generaciones.
‘Revolutionary Road’ se centra en la terrible fatalidad de dos seres sumidos en la discordancia, en los sueños no cumplidos, cuando el presente ha terminado por aniquilar los deseos del pasado y todo es distinto a como uno lo había imaginado. El mismo desengaño que subyace bajo la aparente normalidad y la placidez de la rutina que esconde un agotamiento del idealismo juvenil, el mismo que caracteriza la infelicidad, la insatisfacción de ser uno más entre tantos otros que simbolizan una amalgama de vulgar uniformidad. Los Wheeler han llegado a un punto en el que la mediocridad y el complaciente entorno que les admira han terminado por diluir cualquier atisbo de cambio, cualquier pretensión de libertad. Ni siquiera el adulterio logra una vía de escape terrenal al hábito diario. Las primeras etapas de enamoramiento se han perdido en el tiempo y la agitación interna que aviva la chispa de una relación se está apagando sin remisión. Es el sometimiento a la apariencia, el mismo que mira por encima del hombro a un hombre intelectual con problemas psicológicos que, paradójicamente, es la voz de la conciencia que juzga e interpela al matrimonio, el único que sabe entrever el futuro de ese riesgo ante la sociedad que les rodea. El único personaje que asume su realidad.
‘Revolutionary Road’ expone con madurez y solvencia todas estas complicaciones y sufrimientos con una contundencia fuera de toda lógica, sabiendo construir un sólido e inquebrantable retrato de la incertidumbre existencial que queda anulada por la estabilidad económica, por el estatus social adquirido. No hay salida. La puerta que prometía una posibilidad para un futuro soñado está tapiada y lo que fue una ilusión con augurios de esplendor, ahora es una renuncia porque aquélla idea parisina, la rebeldía en forma de nueva vida, era una estupidez infantil. Es el mismo instante en que April, la que lucha por ese sueño, descubre que es la vida que le tocará vivir el resto de sus días. Una vida atada a la esclavitud de la falsedad social y arrastrada a padecer lo asquerosamente convencional de un barrio acostumbrado a los moldes de la época. Él trabajará en la misma empresa y ganará dinero en un puesto de mayor responsabilidad. Ella, quedará esclava de su hogar y de sus hijos. Es la entrega al fracaso y el malogro de las virtudes como personas inquietas que eran. Ya son como los demás.
‘Revolutionary Road’ consigue transmitir la conmoción de una tragedia interior. Y a ello contribuye especialmente, el fabuloso trabajo de Sam Mendes, que acomete el drama con una profesionalidad escrupulosa, sin caer en el sentimentalismo lacrimógeno, con esa portentosa facilidad para describir un estrato social por medio de imágenes, una forma de vida, sin enfatizar demasiado en el entorno. De unos primeros compases de planificación equilibrada se va pasando, de forma inapreciable, a un desnivel visual, captando con sobrecogimiento el aspecto formal devenido en la inestabilidad de la cámara, el mismo que agita a sus personajes bajo las imágenes icónicas de Roger Deakins y los (reiterativos) subrayados musicales de Thomas Newman. Es cierto que la sobriedad que imponen cuatro paredes puede asumirse como un efecto antojado por Mendes de solemne teatralidad, pero también responde al éter claustrofóbico que impone la situación marital. Por primera vez en su carrera, los personajes de su historia profieren la desgarradora humanidad y realidad necesaria para que la capacidad de identificación sea vigorosa, asumiendo el impacto en la retina del público como un logro factible. Mendes se deja de florituras formales para narrar su historia vehiculada completamente en sus personajes que confunden la búsqueda de la felicidad con la del bienestar.
Por eso, la mano del director desaparece con la brutal aportación interpretativa, después de once años desde que coincidieran en ‘Titanic’, de Kate Winslet y Leonardo DiCaprio. En ‘Revolutionary Road’ ofrecen un recital, un lujoso y notable espectáculo actoral, con una soberbia lucidez interpretativa escondida bajo la sencillez de unos trabajos memorables. Ambos alcanzan altas cotas de excelencia, no en las discusiones, tan agradecidas para el comedido histrionismo, sino en los silencios contenidos, en las miradas escapistas, en la complicidad y la desavenencia sigilosa. Los personajes son la médula del filme. De ahí que todos y cada uno de los secundarios aporten una significación primordial; la de esos vecinos que admira a los Wheeler, la descreída agente inmobiliaria y su marido, que tienen su punto negro en un hijo con problemas psicológicos, hasta llegar a la amante inocente de él o los compañeros de trabajo.
‘Revolutionary Road’ es una película monumental, demoledora y sombría, sincera y dolorosa que aporta una visión a ése vacío histórico sobre tantos y tantos hombres y mujeres que han renunciado a la búsqueda de aquello para lo que han nacido, entregando su vida a la comodidad que infecta a la ilusión con el aislamiento, la incomunicación y la falta de plenitud. En último término, almas abocadas al infortunio, ya sea por la inseguridad y el egoísmo que se sustrae del bienestar como de la resignación con que se asume el naufragio de una revolución no consumada.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009

jueves, 5 de febrero de 2009

Review 'La Duda (Doubt)', de John Patrick Shanley

Verdad, manipulación y tergiversación
John Patrick Shanley crea, con apasionante cauce dialéctico y en una diatriba que enfrenta los prejuicios y la Iglesia católica, para promover un filme sobre la naturaleza misma de la verdad, sobre los prejuicios que la desbaratan por medio de la desconfianza y la sospecha.
La carrera cinematográfica de John Patrick Shanley va camino de convertirse en una de las excentricidades más insólitas de Hollywood. ‘La duda’ es su segundo filme en dos décadas. La primera fue, en 1989, ‘Joe contra el volcán’, cuento de un hombre que rompía con la monotonía diaria dentro de una sociedad adulterada y deshumanizada para embarcarse en un alucinante viaje hacia la búsqueda del sentido de la vida cuando le diagnostican una terrible enfermedad denominada “nube cerebral” que le lleva a una remota isla del Océano Pacífico, donde es ofrecido como sacrificio al Dios de un volcán. Tal vez demasiado excéntrica y atrevida para aquellos principios de los 90 tan arraigados al cine comercial. Antes, como guionista, había ganado un Oscar por ‘Hechizo de luna’, de Norman Jewison y después escribió películas como ‘Viven’ y ‘Congo’. Ensayista y guionista, pero sobre todo dramaturgo, es autor de una veintena de obras de teatro que tuvieron su cúlmen en ‘Doubt: A Parable’, con la que obtuvo el Pulitzer y el Tony a la mejor obra dramática.
No resulta extraño, por tanto, que ésta última haya sido la elección para su regreso a Hollywood. ‘La duda’ se sitúa en 1964, en una época de desencanto social. Dentro de las paredes del colegio de San Nicolás en pleno Bronx, donde el carismático padre Flynn trata de cambiar las estrictas normas católicas que imperan gracias a draconiana hermana Aloysius Beauvier. Sus homilías dominicales abren debate entre los fieles y la integración por parte del cura del primer alumno negro del colegio, hacen que esta férrea directora, con la sospecha infundada de una joven novicia que ejerce como profesora de historia, utilice el prejuicio contra el sacerdote para acusarle de propasarse sexualmente con el crío escudándose en su convicción moral, sin pruebas que delaten al clérigo.
Con estos mimbres, Patrick Shanley expone una historia que se inspira en los trágicos escándalos de abusos sexuales de parte del clero católico en Estados Unidos, sacados a la luz en los últimos años, donde se señalaba a 4.000 sacerdotes acusados de abuso sexual en desde 1950. Pero a Shanley esto no parece importarle. Sin embargo, esta trama central es un enorme ‘McGuffin’, ya que ‘La duda’ no es un filme de denuncia que aproveche la coyuntura para sacar a la luz los abusos e hipocresía de la Iglesia Católica ante el tema. Tampoco es un panegírico en contra de la pederastia clerical. A Shanley le interesa profundizar, con apasionante cauce dialéctico, en la naturaleza misma de la verdad, en los prejuicios que la desbaratan por medio de la desconfianza y la sospecha. La realidad, dentro del filme, está subvertida por la manipulación, por la tergiversación que impone la subjetividad que enfrenta a esa dama de hierro que cree firmemente en el poder de la disciplina antes las pautas seguidas por el comprensivo y aperturista padre Flynn. En medio de ambos, la dulce e inocente hermana James, la promotora de las sospechas de que el clérigo esté prestando una atención equivocada a Donald.
El espectador, dentro del juego de ambigüedad brutal, donde el contexto y la situación se encubren en la duda, es fundamental a la hora de entender los condicionamientos como escritor de Patrick Shanley, puesto que exige un posicionamiento del público en un desafiante juego psicológico de misterio y secretos, reales o ficticios, que acaba igual que empieza, sin una respuesta clara a todos los interrogantes que se han ido planteando a lo largo de la historia. Y es en esa parcela de psicología, en la manera en que el autor y director trata con inteligencia al espectador, donde ‘La duda’ se transforma en una apasionante experiencia hermenéutica que ofrece una pluralidad de perspectivas, que determina los ángulos trascendentales para una posible elucidación de todas las dudas (que son muchas) que desfilan en una obra provocadora y contemporánea, pese a su estilo y composición clásica. La corruptible influencia de una sospecha deja una extraña situación encubierta por el poliédrico punto de vista que surge de las perspectivas y las necesidades de sus personajes, donde nada es lo que parece y las certezas aparentes se diluyen en indecisiones.
Los cuatro implicados en el drama se escudan en subterfugios éticos y personales de un calado existencial de gran solvencia psicológica; la presunción de inocencia, el desafío a la autoridad y la manipulación eclesiástica que consigue propugnar la falsedad en torno a un hecho para demostrar una oscura evidencia anteponiendo la experimentada moral por encima de una probabilidad. Pero a su vez, se puede mirar para otro lado, asumiendo la verdad impostada y subjetiva por la comodidad que esconde la bondad y la inocencia que, una vez rota, exige un posicionamiento ético y personal. Y una quinta posición, la de la madre del chaval acosado, que cierra los ojos ante un hecho descabellado, únicamente porque con ello se recibe una aceptación imperiosa pero imposible en una época de prejuicios. ‘La duda’ establece un grado de compromiso muy elevado, pues habla de la facilidad con la que se juzga de antemano, sin conceder, eso sí, un punto de vista categórico entre ese conflicto en el bien y el mal.
Por supuesto, también hay algo de acusación a la Iglesia, en una tenue e imperceptible invectiva machista al catolicismo, del enfrentamiento de esa recta monja contra la escala de poder y misoginia que siempre ha profesado el clero. O el debate educacional que promueven los dos bandos del profesorado, el tradicionalismo y la renovación. Empero, Shanley también utiliza estos elementos para ilustrar la naturaleza humana, condicionada por la Fe y las creencias, sin que éstas dicten las decisiones como personas. De ahí que a la hermana Aloysius Beauvier no le importe mentir y chantajear, levantar suspicacias o calumnias si con ello se puede indemnizar un mal y llegar a la verdad.
Dotada de un magnetismo y un ritmo sustentado en los diálogos de sus personajes, la elegancia e inteligencia con la que está narrada esta formidable obra se nutre de imágenes simbólicas y teatralidad congénita a la historia, sabiendo utilizarlos más allá de los límites de esos pocos escenarios reducidos donde se desarrolla la acción. Shanley sabe sacar partido a este contexto opresivo, alejándose de los recursos telefílmicos con una planificación medida y sutil, huyendo de los tópicos visuales en los que podía haber caído con gran facilidad.
A pesar de las apariencias, la complejidad de dirección es plausible en la medida en que compone toda su sinfonía visual al servicio de sus personajes, pero sin renunciar a una disposición de cámara metódica, austera, en función siempre de los personajes que se muevan en el plano, ayudándose, y de qué manera, en la excelente fotografía de un Roger Deakins en estado de gracia y de la sutil partitura de Howard Shore. Rodada con una sobriedad y sencillez, la grandeza de un filme pequeño como ‘La duda’ reside en el soberbio manejo de la escena dialogada, en la que cada palabra llega al espectador con una capacidad de verdad que se alcanza sin ficción alguna.
Y lo hace evitando cualquier tipo de abstracción y sensacionalismo, para dotar de esa fuerte dimensionalidad que bordan todos y cada uno de sus intérpretes. Sería absurdo destacar a uno por encima de otro. Los adjetivos ponderativos se acaban a la hora de describir los trabajos de Meryl Streep, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams o Viola Davis (sus diez minutos en pantalla valen más que muchas filmografías de estrellas con más fama y menos talento). Están todos inmensos, en inolvidables duelos interpretativos en la piel de estos seres humanos que ven la vida desde diversas perspectivas. ‘La duda’, con su complejidad y múltiples cuestiones de difícil respuesta, con los debates que provoca y su mundo de creencias y sospechas, de ética y moralidad arbitraria se confabula como un título imprescindible. Sin duda alguna, una de las grandes películas de este año que acaba de empezar.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009

miércoles, 4 de febrero de 2009

Adiós al padre de los Playmobil

1930-2009
Gracias Hans, por haber hecho nuestra infancia más feliz e imaginativa. Por haber hecho posible que muchas de nuestras mejores historias tuvieran una grafía generacional. Nunca olvidaremos esa pequeña figura de 7’5 centímetros con rostro sonriente y entrañable estatismo, ni sus múltiples e inacabables accesorios; su barco pirata, su nave espacial, su ‘jeep’ de safari, su fuerte, su helicóptero, su granja, sus caballos, sus motos, sus armas, sus coches… Nunca un trozo de plástico tan insignificante dio tantas horas de ocio a los niños, con la simplicidad de una idea basada en los dibujos infantiles y llevada a cabo en 1974.
Gracias Hans por esos Playbomil, los ‘clicks’ de toda la vida, por haber contribuido con tu fabrica de sueños al recuerdo de millones de chavales de todas las edades, niños y adultos, que hoy rememoran con tu fallecimiento la añoranza de una etapa a la que diste uno de sus elementos más populares e ilustres.
El mundo del juguete está de luto con la pérdida del alemán Hans Beck.
D.E.P.

martes, 3 de febrero de 2009

'Imbécil y desnudo': La descojonación y la genialidad

Nunca antes un ‘blogger’ supo utilizar de forma tan inteligente una bitácora como lo hizo él. Rubén Lardín es uno de esos talentos literarios de los que no proliferan en este país. Autodidacta, referencia ‘fanzinera’ de la década de los noventa, articulista, delegado de exposiciones, miembro del comité de selección de importantes festivales, Lardín ha trabajado en radio y televisión, ha ejercido de ‘script doctor’, de guionista para ‘tv-movies’ y traduce a autores de culto como Charles Burns, Robert Crumb, Adrian Tomine o R. Kikuo Jonson. Es un todoterreno, un hombre de letras, un ensayista que hace de su escritura un arte, con una capacidad expresiva de transmitir sensaciones auténticas, que llegan al lector en forma de manotazo en la cara para despertar ante la realidad que se supone aparente. Mediante una corrección formal aquilatada, con adoración a la palabra escarbada pero directa, se esconde un ‘canallismo’ rebelde y contestatario, con rabia y mala hostia, un destructor de tabúes, un erudito macarra que escribe desde las entrañas y analiza el mundo desde el privilegiado lugar de aquél que sabe de lo que habla.
Créanme cuando les digo que los textos de Lardín son la hostia, que su literatura es digna de envidia, de envidia malsana, porque es capaz de acercar realidades vecinas aplicadas a un maravilloso universo personal con una facilidad asombrosa. Un universo lleno de referentes que van desde el día a día rutinario, hasta el cómic y el cine de serie B, el arte contemporáneo, la literatura, la pornografía… Y lo hace como Dios. Su narración supone un hallazgo, una exaltación del lenguaje castellano, de sus formas y riqueza, con la sencillez de lectura que encierran esas pocas líneas de cada ‘post’ que hoy, gracias a la editorial Ediciones Leteo, se han convertido en un libro que rescata aquéllas entradas que el fiel seguidor leía gozosamente esperando una nueva entrega. Sus blogs siguen siendo recuerdos de culto; ‘El Misterio de los intervalos de silencio’ e ‘Imbécil y desnudo’, ambos desaparecidos, rescatados de la memoria de una lectura que demostró que en Internet también había sitio para la auténtica literatura, de ésa brillante y lustrosa, de la que Rubén Lardín sigue siendo un paradigma, un espejo en el que todos queremos mirarnos.
‘Imbécil y desnudo’ se puso a la venta el 10 de diciembre con portada de Santiago Sequeiros, prólogo de Sergi Puertas y engloba 256 páginas parte de ése sugerente pensamiento ‘lardiniano’. Hace unos días, concretamente el 28 de enero, el insigne Rubén Lardín, junto al mítico Señor Absense y al editor Alberto R. Torices, presentó el libro en Barcelona. Hoy, a partir de las 19:00 en la FNAC de Callao, la presentación del libro llegará Madrid, donde Lardín estará acompañado de Torices y de Nacho Vigalondo.

lunes, 2 de febrero de 2009

XXIII Premios Goya: Más esfuerzo, mismo resultado

Otro año más, los premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, más conocidos como premios Goya alcanzaron su 23ª edición. La noche televisiva se cerró con 600.000 espectadores y tres puntos más de audiencia respecto a la edición anterior. Podría considerarse como un éxito, aunque tales números se configuran como los discursos de hipocresía, de bastante falsa modestia y de solapadas verdades que se escucharon en la noche de ayer. Aludiendo a la crisis económica, el cine español sigue argumentando, como eterno escudo, que está constantemente en crisis, como una reiteración que no responde a los números que se consiguen gracias a los filmes patrios estrenados. Sin embargo, el hecho de que ninguna película española estrenada en 2008 haya dejado su impronta entre las diez más vistas es un síntoma que debería hacer reflexionar.
Por supuesto, en la gala de los Goya este tema se pasó de puntillas porque, obviamente, no hay que deslucir la fiesta. Este año Carmen Machi, intentando alejarse de su encasillado personaje de ‘Aída’ sin poder evadirlo por completo, fue la maestra de ceremonias de una una noche que, en un concepto global, respondió a una sorpresiva actitud de solventar con divinidad este tipo de acontecimiento que suele caer en el ostracismo y, muchas veces, en el ridículo. Por supuesto, que hubo momentos de vergüenza ajena, pero es justo recompensar con algún adjetivo positivo alguna que otra parte del guión y reconocer (también con algún que otro borrón) la estupenda realización vista en el Palacio de Congresos de Madrid. El escenario, representado por unas enormes escaleras rojas, recibió el descenso de Machi recordando en la memoria al televisivo ‘Ahí te quiero ver’, conducido por la que ha sido y será la mejor anfitriona de este tipo de ‘saraos’: Rosa María Sardá. El inicio fue prometedor, aunque esa conexión con Maribel Verdú, para promover un ‘running gag’ sin gracia, sobró.
El guión, aludiendo a las películas nominadas y a las actrices con candidatura a mejor intérprete femenina, se benefició de varios golpes de humor sustentados en el juego de palabras o en la alusión del género de espías como favorito de los políticos presentes en la sala. Sin embargo, la pleitesía provinciana y populista hacia aquellos cineastas que han rodado en España, por encima del cine español de este año o la previsible y bochornosa reverencia a la figura de Benicio del Toro, fue mermando el buen comienzo de estos Goya, terminó por ofrecer una gran ración de “más de lo mismo”, que se unió a esa incursión metida con calzador de la victoria de Rafael Nadal en el Open de Australia, refiriéndose a ella como un filme de ‘acción’. Pese a la mejora, se necesita creer en el potencial de estos premios como espectáculo digno. Y esto, unido al progresivo decaimiento de la gala, deja claro que no es así.
Como hace algunas ediciones, el beso en la boca parece que vende. Por eso, Machi se respaldó del guión y pudo darse un buen morreo con Jose Coronado y Santi Millán, los primeros presentadores del premio a Jordi Dauder, que encauzó la noche de premios para ‘Camino’, la gran triunfadora de la velada. En su discurso, aludió a Javier Fesser y a la lucha contra los fundamentalimos que existen en España. Más allá de los palos verbales al Opus Dei que salpicarían el evento, la ramplonería discursiva hizo acto de presencia demasiado pronto. El Goya al mejor vestuario para Lala Huete por ‘El Greco’ trajo, por medio de un portavoz con problemas para leer correctamente, el primer manifiesto contra la piratería. Huete aseveraba mediante la temblorosa voz de su emisario que está en el paro porque hay mucha gente que se descarga cine a través del ordenador, y que éstos son los verdaderos culpables de la situación del séptimo arte español. La misma soflama de siempre, pero vía fax. No es porque se haga mal cine en este país, es porque la gente piratea. Uno no puede dejar de imaginarse a todos esos deleznables seres diabólicos y perniciosos que utilizan programas como Ares, Emule, Bittorrent, Azureus… ansiosos y vehementes por bajarse archivos audiovisuales como el ‘El Greco’, la película invisible de Yannis Smaragdis que, curiosamente, es de 2007 y gana premios como película de 2008. Lo siguiente fue una muestra de interacción con Benicio. A través de la utilización de la música para presentar dos tipos de situaciones contrapuestas con la misma frase, Carmen Machi dio la pauta de lo que iba a ser el resto de la gala: un sonrojante vasallaje de adulación al carisma del actor puertorriqueño, que incluso le robó protagonismo a la estrella española de la noche Penélope Cruz.
Roque Baños dejó el mejor discurso de la noche por su premio a la excelente partitura de ‘Los Crímenes de Oxford’ y, por primera vez, la cámara busca el rostro de un Alberto Iglesias que aplaudía desde la butaca y quedandose sin premio. Uno de los puntos positivos de esta edición ha sido la coherente decisión de añadir ‘sketchs’ de esos prodigios del humor que son los chicos de ‘Muchachada Nui’ abanderados por Joaquín Reyes. Sus vídeos fueron, de largo, lo más destacado dentro de la comicidad que se busca en los Goya, demostrando que su profesionalidad y talento están por encima de cualquier cosa. Incluso cuando entregaron el galardón al mejor cortometraje de ficción estuvieron a la altura con su ‘gag’ de ‘Los 4 fantásticos’. La entrega de premios por parte de actores, actrices, futuras promesas con Goya prematuro, presidentes de fútbol o directores fue bastante anodino.
El horrible peinado de la presidenta de la Academia Ángeles González-Sinde no restó intrascendencia a su galopante sosería, a su falta de carisma y a la letanía de otro discurso con el que empezó haciendo la pelota a los cargos políticos presentes en el acto, llevándolo por un cauce muy emotivo, recordando a Azcona y a Berlanga para señalar fechas de películas antológicas de estos dos maestros en las que tabién se hablaba de crisis… Sin embargo, pasó enseguida a la soflama sobre la piratería y los operadores, exigiendo poco menos que la cárcel para los que se descargan películas americanas de multinacionales a través de la red desde casa. Lo de siempre. Y todo leído con abrumante insulsez. Para qué se va a aprender lo que le han escrito los de la SGAE.
Pasado el sofoco y la pavura presidencial, uno de los momentos más conmovedores de la noche fue el Goya de Honor a Jesús Franco, al tío Jess, un hombre de cine curtido en mil batallas, controvertido agitador de conciencias y transgresor que ha hecho de su filmografía un catálogo de rarezas, de grandes y pequeñas películas, de joyas ‘freak’, de arte underground, pero siempre honesto consigo mismo y con su particular arte. Casi llora al comenzar su discurso y acordarse de Juan Antonio Bardem y recitó uno de los discursos más bonitos de los últimos años, donde no faltó el recuerdo a la Filmoteca de París, a su inseparable y descocada Lina Romay y a toda la chavalada que intenta hacer cortometrajes. Fue extraño que Santiago Segura le presentara y Pedro Temboury, su más fiel discípulo, le entregara el cabezón con sigilo mientras el recinto se rendía con una ovación al gran Jess. Y fue cuando, con insultante actitud y desdén, Verónica Echegui era pillada 'in fraganti' comiéndose el morro con el pavo de turno, haciendo caso omiso y perdiendo el respeto a un director con 200 películas. La Juani sacó su poca clase, a su ‘poligonera’ sin vergüenza, en el momento más álgido de la noche, mancillando la ofrenda a uno de los grandes del cine español.
Los Goya iban cayendo para ‘Camino’, mientras que José Luis Cuerda subía a por el único premio para ‘Los Girasoles ciegos’, más por recordar la memoria de Azcona que por merecimiento. Fue el momento de ‘El truco del manco’ y Juan Manuel Montilla, “El Langui”, que subió de forma casi consecutiva; primero a por el Goya a la mejor canción y después a por el de mejor actor revelación. Las pasó putas con tanta escalera, pero demostró que cualquier barrera se puede superar con esfuerzo y espíritu de superación. Fue la gran ganadora de la noche junto a Camino. El debut de Santiago Zannou también se llevó el de mejor director novel y dejó a Nacho Vigalondo con las manos vacías por el riesgo de su primera película ‘Los Cronocrímenes’. Zannou hizo pleno a las tres candidaturas.
Para entonces las lágrimas de Nerea Camacho por su Goya como mejor intérprete revelación se contrastaron con la cabronada de los señores que retransmitieron la gala, que cercenaron sin pudor los discursos de los chicos de ‘Héroes. No hacen falta alas para volar’ y ‘El lince perdido’. Se conoce que para los de TVE la animación y los documentales no son importantes. Fue entonces cuando todo se entorpeció, cuando Benicio del Toro aparecía en pantalla cada dos o tres minutos, cuando José Corbacho tomó protagonismo e hizo que las buenas sensaciones se tornaran en bochorno, cuando a los de realización se les empezó a ir la mano, cuando Pilar Bardem y Jesús Bonilla aterieron el ambiente con un número grotesco y cuando un ‘sketch’ de Muchachada dejaba la metáfora perfecta de las producciones españolas sobre una mesa de cristal en el transcurso de una conversación entre un joven director interpretado por Carlos Areces y un productor al que daba vida Raúl Cimas. La autoparodia de Manuela Velasco con una puesta en escena de ‘[REC]’ tampoco fue mejor. Sólo Penélope Cruz, que ganó el de mejor actriz de reparto, le dio un poco de ‘glamour’ a la noche acordándose, además, de Azcona y Fernán-Gómez.
Quedaba poco para el final y el pescado estaba vendido. Javier Fesser subió a por su Goya como mejor guión original y no se olvidó de darle otro palo al Opus Dei, recordando que en el transcurso de la escritura del guión encontró decenas de testimonios de gente maravillosa atrapada injustamente en la institución creada por Escrivá de Balaguer, ni de recordar a Alexia González-Barros, ni a su equipo o a su familia. Una enorme Concha Velasco y el multimedia productor Enrique Cerezo tampoco ayudaron a levantar el declive. Fue entonces cuando ese momento que se venía gestando desde el inicio llegó; Benicio del Toro salió a por su premio por ‘Ché, el argentino’ y su discurso se adecuó conforme al signo de decadencia de la gala. Reconoció no haber visto ninguna película española de las nominadas, empezó a divagar dando muestras que no es que se hubiera preparado algo para quedar bien, sino que el Goya parece que también le daba un poco igual. Agradeció educadamente a los nominados, a la Academia y a Sean Penn, que no pudo escuchar el lamentable chiste de Machi sobre su última película dirigida por Gus Van Sant y con Harvey Keitel desagraviado. A Benicio se le vio, según rumores, con la mente más puesta en la entrepierna de Ana de Armas que en otra cosa.
Aitana Sánchez Gijón le dio el Goya a Fesser como mejor director para, segundos después, conocer sobre el escenario que ‘Camino’ era, justamente, señalada como la mejor película española de 2008. González-Sinde quiso ser aún más protagonista y salió a dar el premio más importante de la noche. Lo hizo con cambio de vestido, pero no de peinado satánico. Y otorgó a Luis Manso y Jaume Roures el Goya a la Mejor Película. Manso agradeció siguiendo las pautas de lo previsible, por su parte, Jaume Roures, dueño y señor de Mediapro, empezó un discurso aludiendo a Penélope Cruz, que una vez le dio un Goya y… no sé qué más, porque la ceremonia estaba clausurada y debía acabar ya. ‘Camino’ había ganado 6 Goya, ‘El truco del manco’ era la sorpresa y otro año más, la gala deja la misma sensación de “quiero y no puedo”. Aunque hay que reconocer que, al menos en esta 23ª edición, se puesto un poco más de empeño.
LO MEJOR
- Roque Baños, siempre.
- Carmen Elías, estaba radiante. A su edad, es un ejemplo de distinción, de belleza y de talento.
- Los chicos de Muchachada Nui.
- La emoción sincera de Nerea Camacho al recoger su Goya como mejor actriz revelación. Eso sí, su traje más que de alta costura era una putada.
- El tío “Jess” y Lina Romay.
- La elegancia y sigilo con el que Penélope siguió la gala pese a quedar en un segundo plano, gracias a la monopolización televisiva de Benicio del Toro. Es una de las grandes.
- María Botto, toda ella(s).
- El discurso de la salmantina Isabel de Ocampo al recoger su Goya al mejor corto de ficción animando a esos jóvenes talentos que luchan por sacar adelante sus proyectos y que se caen con una facilidad terrible.
LO PEOR
- Ese vídeo de Maribel para explicarnos que estaba acabando una obra de teatro y luego iba.
- Muchos momentos de patético ridículo, explicados perfectamente en la amena retransmisión de Chico Santamano.
- El instante ‘James Bond’ con Fernando Guillén-Cuervo bajando las escaleras en plan ‘star’ por el papelón que hace en ‘Quantum of Solace’.
- El vaivén de modelos y vestidos dentro, fuera, en medio de la gala…
- Los cortes de realizacióna algunos de los premios. Indignante.
- Ángeles González-Sinde.
- La sobriedad de Santiago Segura, que estuvo muy serio y conciso a la hora de presentar a Jesús Franco.
- Que realización enfocara a Chus Gutiérrez en el momento en que Fesser ponía a parir al Opus ¿acaso pertenece a esta tela de araña religiosa?
- El traje de Paz Vega, a medio camino entre una cebolla y un algodón de azúcar. La peor forma de disimular su embarazo.
- Que Álex de la Iglesia no se llevara ni el premio a la mejor dirección ni el de guión adaptado junto a Jorge Guerricaechevarría, que ya va siendo hora de reconocerle como uno de los mejores guionistas de este país.

sábado, 31 de enero de 2009

Review 'Siete Almas (Seven Pounds)'

Triste paradigma del descomedimiento sentimentaloide
Gabriele Muccino y Will Smith pretenden repetir el éxito de su anterior película con un drama inoperante en el cual las emociones y sus mecanismos carecen de cualquier atisbo de autenticidad
A Gabriele Muccino le sonó la flauta con ‘En busca de la felicidad’, su debut en el cine ‘mainstream’ en Estados Unidos. Primero, una ‘major’ como Columbia Pictures estaba detrás del proyecto y, sobre todo, contó con el protagonismo de Will Smith, el actor más rentable en la actualidad de las superproducciones. Ambos salieron beneficiados de la aventura; Muccino ha podido seguir desarrollando su carrera americana y Smith fue nominado como mejor actor y reconocido por la crítica más exigente como un sólido intérprete con capacidad dramática. En aquel melodrama, Muccino supo redirigir los elementos trágicos del ‘tear jerker’, ese subgénero exclusivamente ejecutado para hacer llorar al público, además de enfocar la dimensión social del drama hacia el subrayado del “sueño americano” de los 80 como designio primitivo de éxito al narrar la vida y esfuerzos de un hombre con la obligación de escalar socialmente para salvaguardar el bienestar de su hijo pequeño. La trama, llevada con inteligencia, recababa en ése sentimiento paternal y en la autosuperación de un hombre atrapado en una situación límite con el fin de conquistar el corazón del público.
Crecidos ante las expectativas, la unión de actor y director era inminente. ‘Siete almas’ no incurre en ningún tipo de implicación socio-política, ni acude a una historia identificativa entre padres e hijos con problemas. Aquí, la película se centra en un mártir social que renuncia a su propia felicidad para sustentar la esperanza de terceros, un tipo traumatizado por un acontecimiento que no le deja dormir y que ha decidido que no vale la pena seguir viviendo, pero sí luchando por hacer posible que otros logren la felicidad… antes de llevar a cabo su propio suicidio (no se trata de un colosal ‘spoiler’, ya que la película arranca con este trágico instante). Con estos elementos, Muccino y Will Smith, apoyados en un guión bastante flojo de Grant Nieporte, intentan de nuevo la jugada de su anterior trabajo en común.
Una tragedia en forma de melodramón, superación humana, altruismo, amor al prójimo y barreras emocionales por superar. Lo que no han calibrado con exactitud es que para que un melodrama funcione se debe encontrar la complicidad del espectador, una identificación del sufrimiento y la aceptación del drama. Un hecho bien explotado en ‘En busca de la felicidad’, pero que aquí, en cuanto a intenciones y a connotaciones humanas y humanistas, carece de significado.
Pasada media hora de película, el argumento de ‘Siete Almas’ parece diluido en su propia indolencia, ya que apenas se sabe muy bien de qué diablos trata la historia de este hombre con tendencias suicidas, ni a qué se dedica el filantrópico y misterioso Ben Thomas, cuyas acciones tienen un efecto beneficioso para sus objetivos y una causa pretérita y tortuosa. El problema es que las motivaciones y el enigma están faltas de empaque, fundamentalmente porque a Muccino parece alucinarle el juego de tiempos con ‘flashbacks’ redundantes e innecesarios, manteniendo la intriga y envolviéndola en una especie de halo misterioso improcedente. De ahí que Ben Thomas siga a gente, atosigue a personas con extraños procedimientos para saber si son buenas personas o no y decidir con ello si merecen tratamiento preferencial de la agencia oficial de recaudación de impuestos de los Estados Unidos (sic). Un dato éste que sólo conocemos cuando entra en la vida de este reservado fulano un ángel de ébano llamado Emily Posa, joven que necesita un trasplante de corazón y que debe mucha pasta al estado debido al triste amontonamiento de facturas médicas que acopia.
Para entonces, ya nada funciona. Will Smith se muestra tan perdido dentro como fuera de su papel, gesticulando con muecas de angustia que rebasan el histrionismo trágico, sin emocionar ni hacer creíble tanta afectación emocional que persigue el filme. El drama está emponzoñado desde su comienzo por la búsqueda de la lágrima fácil, del sobrecogimiento del público, porque ‘Siete Almas’ adolece de una concesión al melodrama de emociones, donde la efusión es artificial y es vendida como una especie de sentimentalismo de ocasión y oportunista, sin rubro dramático. Por eso, esas cicatrices emocionales de las que habla carecen de autenticidad, desdoblando la historia, por si ello no fuera suficiente, en un infortunado drama de vidas cruzadas para dar título al filme.
Asistimos así a un desfile de enfermos e impedidos, hospitales y zonas residenciales, mujeres maltratadas, transplantes, donaciones, desesperación y muerte. La voluntad de sus imágenes es llegar a la hipersensibilidad humana, sin embargo, el hinchazón emocional con el que el cineasta italiano expone los enlaces de sus subtramas hacen de esta tragedia un simple y triste paradigma del descomedimiento, casi de pornografía sentimentaloide.
En esta aburrida loa a la redención, a la abnegación vital que deviene en el sentimiento de culpa de un hombre a la deriva y sus acciones de buen samaritano, tampoco funciona como relato moral y ejemplarizante, por mucho que veamos a Smith procurar hacernos creer que el altruismo de Ben es inspirador. Y es un problema, porque es la intención última del director y del protagonista de ‘Soy leyenda’. Además, sin perder nunca de vista el enfoque mesiánico y aparentemente complejo de la evolución de la historia. A cambio, el público se encuentra con un artificioso dramón de conmoción hiperbolizada, muy neoerista y desolador, que se muestra manipulador y que no atiende a la sutileza cuando se trata de su simplista sentido a la hora de tratar la vida, la muerte y el dolor humano.
Llegados aquí, el único punto positivo de ‘Siete Almas’ es Rosario Dawnson, no porque se esfuerce en resultar creíble en su papel de enferma terminal que acaba enamorada de Ben Thomas casi como subterfugio a su terrible mal y soledad nunca explicada, ni por sus sencillas réplicas a Smith, sino al encanto innato y el carisma de una actriz que sabe llenar de emoción la pantalla con su mirada. En conclusión, que a Muccino sólo le ha faltado meterle el dedo en el ojo a los espectadores para lograr arrancar esas codiciadas lágrimas. Y ni por esas.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009

miércoles, 28 de enero de 2009

El humor cabrón de 'Putokrio'

“Vendría a ser como una patada en los cojones bien dada”. Esta frase, escogida al azar entre muchas de la cultura popular y que ejerce verbalmente una impresión algo desagradable pero contundente sería la mejor forma de explicar cómo se las gasta el entrañable Jorge Riera en su nueva creación ‘Putokrio’, basado en uno cómic de culto homónimo (autodefinido como kriomix) y hasta el momento uno de sus más reconocidos trabajos en su carrera. Este valenciano, recordado por aportaciones en las añoradas como ‘Kabuki’, ‘Red Infernal’ o ‘La Página Mutante’ y que fue depurando sus bases de provocación mutante, estilo directo y insurgente sentido del humor en cortos como ‘Amanaun, el niño salvaje’ y ‘Charlie busca’, ha vuelto. Y lo hace más salvaje y lapidario que nunca.
La serie de Riera, que verá la luz a través de la web de Adult Swim a partir del próximo mes, es una arriesgada apuesta de animación para adultos y será emitida por la cadena TNT que, a buen seguro, no dejará indiferente a nadie. Fundamentalmente, porque ‘Putokrio’, la serie, es uno de los productos más radicalmente transgresores que se hayan visto en muchísimo tiempo. Inscrita en la radicalidad de su concepción más provocativa (incluso ofensiva, podría decirse), la serie recorre algunas de las obsesiones personales de un creador que asume valiente la vena más macarra y políticamente incorrecta de su mimesis caricaturesca. ‘Putokrio’, que se beneficia del talento y del arte de La Camorra en su diseño y animación, forma parte de la galería de esos perdedores de desquiciada disfuncionalidad que sirven como canalización explícita de una sociedad que no sabe reconocer sus falencias y errores, lo que hace que se incapacite la opción de aceptar realmente qué es lo que hay y cómo funcionan las cosas.
El contenido, macabro, tosco y tremendamente pesimista, juega con un humor que al espectador le será difícil aceptar y que confundirá, lejos del verdadero sentido de esta imposible ‘mezcla-fusión’ de animación de humor cabrón y serial de terror que representa el mundo postadolescente. La primera sensación con la que se percibe la sordidez del universo enfermo de Riera será desacertada. No hay que dejarse engañar, puesto que en su microcosmos abunda una humanidad entrañable fácilmente expuesta al malentendido debido a su corte oscuro, un tanto incómodo, que escarba en la miseria y el lado más oscuro que anida en todos nosotros. ‘Putkrio’ ejerce así un extraño hipnotismo por la deformación moral, que busca la polémica, cierto es, pero como apertura a la reflexión irónica que, mediante su mala hostia hiriente, lo único que pretende es hostigar los fantasmas de la hipocresía bienquista.
‘Putokrio’ se distancia de la noción que tenemos hoy en día por ‘animación adulta’, aquélla en la para hacer reír y quedar bien, se nutre de la asepsia. Lo tópico no tiene cabida en todo esto. Aquí el espíritu es análogo al humor mínimamente desobediente y gamberro que estamos acostumbrados cuando vemos cualquier célebre serie de animación. Estamos ante un acontecimiento obsceno y apasionado, que encuentra además un incentivo en la narrativa incomparable y personal creada por Riera a base de fotomontajes de un lirismo estético abrumador, acertando en su ascético blanco y negro para lograr definir el humor descrito con la misma hostilidad con la que juega con los tabúes. Riera retoza con la misantropía y se aleja del narcisismo de lo alegre, de lo colorista y del optimismo que se viene utilizando para otorgar el humor adulto de cierto empaque (en el fondo falsedad) que tanto parece gustar a todo tipo de público.
‘Putokrio’ camina por otro lado. Viene de cara, directo con sus intenciones de asumir su propia naturaleza, sabiendo enardecer a quienes seguro juzgarán con una superioridad simulada e hipócrita y aplaudida por aquellos que sepan ver la grandeza de este ‘freak show’ irrepetible. Andrés Gertrudix pone el ‘OFF’ de Putokrio, acompañado por las voces de los genuinos e inimitables Venga Monjas y con la inserción de la música de Miguel Ruiz, pionero del ‘techno’ experimental español y conocido como Orfeón Gagarin. ‘Putokrio’ llega para levantar ampollas, para hacer reír a su manera y para demostrar que en España también hay humoristas radicales que saben jugar a dejar en ridículo a aquellos que se consideran adalides del desacato a los buenos modos y hacer algo temerario, con dos cojones.
Una serie que poco tiene que ver con la ideología de la cadena en la que se emite, que encuentra en series como ‘Aqua Teen Hunger Force’, ‘Robot Chicken’ o ‘Harvey Birdman’ el modelo de ese humor transgresor que no es tal. ‘Putkrio’ va más allá. Sigan su pista porque no dejará impasible a ni uno de sus espectadores.

lunes, 26 de enero de 2009

Review 'Mi nombre es Harvey Milk (Milk)'

Trova moral a la libertad y a la heterogeneidad
Un Gus Van Sant domesticado y ortodoxo aprovecha el inminente cambio de gobierno para abogar por las libertades sociales con un ‘biopic’ hagiográfico de Harvey Milk, una figura generacional y fenómeno mediático del colectivo ‘gay’ norteamericano.
Gus Vant Sant ha tenido una racha de trabajos con los que se ha granjeado la condescendencia de cierto sector crítico y un grupúsculo de público escogido con cintas independientes como ‘Elephant’, ‘Gerry’, ‘Last Days’ (y la inédita ‘Paranoid Park’). En ellas, el director de ‘Drugstore cowboy’ arremetió contra el formulismo cinematográfico y experimentó con el cine para intentar rebasar los límites, en una suerte de ensayos empíricos transformados en severo cine minimalista. Van Sant ha jugado en todas ellas con el ejercicio que busca la depuración del lenguaje clásico, en viajes que se sostienen dentro de la ‘no-acción’ como metáfora de la exploración de la identidad, de la pérdida de valores indicativos del desconcierto. Su narración fragmentada y la importancia del concepto cinematográfico de carga y pesadez estética bajo movimientos sin criterio han hecho que la contemplativa y arrogante cámara de Van Sant haya ganado tantos adeptos como refractarios.
Sin embargo, no hay que olvidar que Van Sant, asumiendo su caricatura autoparódica a modo de cameo en ‘Jay y Bob el Silencioso contraatacan’, de Kevin Smith, aboga por el trabajo de mercenario del arte fílmico con trabajos como el impresentable ‘remake’ de ‘Psicosis’ y, en menor medida, ‘El indomable Will Hunting’ o ‘Descubriendo a Forrester’. ‘Mi nombre es Harvey Milk’ respondería a ésta última categoría. El Van Sant dócil y domesticado retoma su ortodoxia a la hora de ponerse frente a un encargo de corte comercial, en una cinta manufacturada con dos intenciones; el testimonio interpretativo de Sean Penn para lucirse con un papel adecuado a las exigencias de los Oscar y la vivificación de un icono postergado en la memoria política y social, un hombre visionario, figura generacional y fenómeno mediático del colectivo ‘gay’ en Estados Unidos que, además, aprovecha el inminente cambio de gobierno para abogar por las libertades sociales.
Así, Van Sant, con este nuevo filme, se beneficia al reivindicar su homosexualidad con un ‘biopic’ de cierto calado nacional y regresar al cine ‘mainstream’ junto a un actor de la talla de un Penn deseoso de otra estatuilla de la Academia que acompañe a aquélla que tan injustamente arrebató a Bill Murray en la 76ª gala de los Premios de la Academia.
La historia es de esas que se acercan con facilidad a la hagiografía y a la glorificación de un personaje expuesto como un mártir, la de Harvey Milk, un político ‘made himself’ que fue construyendo una ideología adaptada a las necesidades del pueblo a través de sus propias reivindicaciones, abanderando la lucha por los derechos de los gays y lesbianas, haciendo de él un rostro reconocible poniendo voz a las movilizaciones contestatarias de una época clave en la contracultura americana y que le llevaría a convertirse en adalid de las libertades públicas dentro de la política municipal. La fábula de lucha moral por la libertad y los logros de Milk dentro de los entornos conservadores del barrio The Castro, en San Francisco, posterior centro de la comunidad gay estadounidense, son narradas por el propio Milk en una grabadora, sabedor de que a su vida no le quedan más que unos días, recopilando su lucha política y reivindicando el aliento de una generación que fue clave en la democracia y en la ruptura con la intolerancia. Gus van Sant tiene muy claro desde su inicio la forma que dar a este manifiesto panegírico. Y lo hace apoyándose en el docudrama, diseminando la película con falsas entrevistas y documentos visuales de la época, que le dan a este nuevo paso dentro del cine comercial, un cierto toque, en su espíritu y condición, de telefilme de sobremesa, sin personalidad suficiente para poder catequizar sobre los temas fundamentales sobre los que gira este drama político.
Es una lástima que ni Van Sant ni su guionista, Dustin Lance Black, no hayan enfatizado en un discurso que podría haber sido más provocadora y biliosa. Se conforman con afirmarse en la trova moral a la libertad y a la manumisión de ideologías, en el empeño obstinado por la defensa de las libertades civiles y alzar la voz en contra de la intolerancia. Lo que limita toda la recuperación del icono gay a una simple proclama de lo políticamente correcto.
Pero no hay que llevarse a engaño. La cinta no carece de autenticidad y visceralidad. Todo lo contrario. Es tan fiel al momento y a sus personajes, siguiendo a rajatabla los designios y entresijos políticos, que acaba por caer en la sucesión de actos históricos con cierta enumeración y en la prolongación realista de los monótonos diálogos sobre objetivos políticos. ‘Mi nombre es Harvey Milk’ se concentra en los actos y consecuciones del personaje, más que indagar en su vida personal, en sus inquietudes y personalidad. De ahí que todos y cada uno de los secundarios que van uniéndose a la diatriba política de Milk no aporten más que la eventual presencia, a excepción de los personajes de Josh Brolin, como rival político conservador de Milk y de James Franco, como Scott Smith, primer amante de éste.
No hay rastro de emoción en las relaciones homosexuales de Milk (por no hablar de la espantosa aportación de Diego Luna), ni una identificación por parte del público con el protagonista. Y lo peor de todo es que tampoco la hay en el desarrollo político de sus intenciones de congregación más allá de su condición sexual, de su férrea creencia en la unidad de los barrios como vehículo para su anecdótico logro como miembro del San Francisco Board of Supervisors, la legislatura de la ciudad y el condado, gracias a una idea tan simple como la de prometer limpiar de mierdas de perro el distrito del que era candidato. O también en esa letárgica lucha dialéctica con John Briggs, antagonista a la candidatura que formula la Propuesta 6 mediante la cual las escuelas de California deberían despedir a los profesores homosexuales de la zona.
Con todo esto, ‘Mi nombre es Harvey Milk’ no es más que otro ‘biopic’ bastante oportunista, con pocas intenciones cinematográficas, que no llega a ser un descalabro gracias a varios factores que comienzan en la estupenda recreación de una época convulsa como son los 70 y un espacio concreto como el San Francisco explorado. También, obviamente, la destacada composición de Sean Penn, en un papel escogido para su mayor gloria, que no deja de ser funcional, pero a su vez concentrando cada gesto en una medida grandeza actoral. Además, nunca había sonreído tanto en una pantalla de cine. Sin olvidar a un James Franco colosal y un Josh Brolin en la cima de su carrera.
‘Mi nombre es Harvey Milk’ aboga por el cambio de rumbo de aquellas vidas sumidas en una rutina asfixiante, que es el diálogo que se retoma del inicio de la cinta, aquél en el que Milk, con su recién conocido amante, confiesa haber llegado a los 40 sin haber hecho nada en su vida. No es óbice para que, años después, fuera elevado a los altares que aquellos ciudadanos alentados por la obtención de la paz y aceptación y dispensar un servicial homenaje a todos los mártires que son y han sido capaces de luchar por los derechos civiles de cualquier tiempo y condición. Incluso se permite adoptar un ‘happy end’ de esperanza y ejemplaridad, disimulando los virulentos acontecimientos que tuvieron lugar en la llamada ‘White Night riots’ (o ‘Noche Blanca’) por un hermoso plano popular de dolor, lágrimas y velas. ‘Mi nombre es Harvey Milk’ es un pregón formulista de reivindicación política que se deja llevar por las grandes palabras de su protagonista. Pero poco más.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2009

jueves, 22 de enero de 2009

Los Oscar '08 son sólo de Pe

Era inevitable. Los Oscar tendrán un nombre y se acabó; Pe, o Pene o Penélope Cruz es el único titular que ha acaparado los medios de comunicación con el conocimiento de las candidaturas a las 81ª edición de los premios de la Academy of Motion Picture Arts and Sciences. Que ‘Revolutionary Road’ se haya quedado fuera de la carrera como mejor película o que la que se asume (sobre el papel) como una de las películas más flojas de David Fincher en los últimos años, ‘El curioso caso de Benjamin Button’, haya sido recompensada con 13 nominaciones son dos notas indiferentes.
Lo importante es que Pe ha sido nominada otra vez, como secundaria esta (la otra fue como protagonista por ‘Volver’). También queda en la sombra el hecho de que ‘Slumdog Millionaire’, dirigida por Danny Boyle, con 11 candidaturas, sea la gran favorita y filme revelación de este año que comienza. También que ‘WALL•E’ opte a mejor película de animación, guión, mejor banda sonora (Thomas Newman) y canción, que en éste último apartado haya quedado fuera Bruce Springsteen por su tema en ‘The Wrestler’, que Brad Pitt haya sido nominado por primera vez en su vida como actor protagonista, que ‘Mi nombre es Harvey Milk’ tenga 8 candidaturas o que, como era de esperar, Heath Ledger pueda ganar un Oscar póstumo (si no lo gana con más merecimiento
Robert Downey Jr. por ‘Tropic Thunder’) tiene importancia.
¿Para qué incidir en todo esto? Si Pe está nominada. Esa es la noticia que tendremos que sobrellevar siempre que se aluda, de aquí hasta el 22 de febrero, a la dorada estatuilla y su gala, que este año se prevé como una de las más sosas y previsibles de los últimos tiempos. Esperemos que Mickey Rourke y un milagro salven esta afirmación.