jueves, 10 de mayo de 2007

Review 'La fuente de la vida (The Fountain)', de Darren Aronofsky

La Muerte como principio de la Vida
Después de seis años alejado de las cámaras, Aronofsky regresa al cine con una compleja película que fusiona el género fantástico con una críptica historia de sentimientos y de alegorías sobre la vida y la muerte.
Darren Aronofsky no es, ni de lejos, un cineasta convencional. Su primer largometraje ya iba anunciando la personalidad temeraria de un aspirante a visionario cuyas fábulas no iban a ser precisamente historias al gusto del gran público, pero sí obras donde el potencial innovador estimulara a ese grado tan difícil de encontrar en el cine actual como es la sublevación ante el formulismo. Su debut ‘π (Pi)’, rodado en blanco y negro, narraba una frenética odisea a medio camino entre la conspiración y la paranoia de un matemático que cree descubrir en el álgebra la verdad final sobre el universo, viéndose inmerso en una cruzada entre una compañía de inversores y una heterodoxa secta judía que entiende concibe su hipótesis como un camino a Dios. Ya no sólo el argumento se salía de cualquier expectativa comercial, Aronofsky dejó claro que su narrativa furiosa, llena de alteraciones formales y mixturas de otros artes, habían abierto una espinosa puerta a la transformación fílmica.
Su estilo, muy cercano en analogía musical al ‘tecno jungle’, combinó ‘loops’ de todo tipo, bucles de imágenes y sonidos reiterativos, donde la entidad del ‘videoclip’ o la exacerbación visual proponían una encendida nueva manera de hacer cine. Fue sólo el comienzo. Su siguiente filme, ‘Requiem for a Dream’, iba a romper cualquier prototipo establecido, rebelándose contra las rígidas normas instituidas dentro del cine, dividiendo a público y crítica en esa manifestación paralela a los sentimientos y la psique de los protagonistas de una película convertida en filme de culto, donde cada uno de los cuales sufre algún tipo de adicción. Configurada como una de las experiencias subjetivas más inquietantes vistas en años, esta brutal cinta desgranó con ensañamiento y crudeza, bajo su enardecida y justificada estética, una portentosa introspección acerca de la adhesión adictiva que acaba por devastar los sueños. Un poético título que implica una referencia directa y explícita a la imposibilidad de alcanzar la felicidad, cayendo en los vicios que se alejan de cualquier aspiración de una mejor realidad… La película, basada en la novela de Hubert Selby Jr., narraba así la espiral descendente de autodestrucción politoxicómana de cuatro personajes abocados al fracaso.
Darren Aronofsky ha tardado seis años en volver a dirigir una película. Tras estar involucrado en superproducciones como ‘Batman Begins’ (que finalmente acabó dirigiendo Christopher Nolan) o la esperada ‘Watchmen’ (que realizará el director de ‘300’ Zack Snyder), Aronofsky tampoco lo tuvo fácil cuando supo que su proyecto sería ‘The Fountain’, un guión escrito por él mismo y su mejor amigo, Ari Handel, que supone un complicado ejercicio de simultaneidad temporal. Warner Brothers auspició el proyecto de este ‘enfant terrible’, reuniendo a un elenco encabezado por Brad Pitt y Cate Blanchett y un presupuesto de más de 100 millones de dólares. Pero Pitt abandonó una vez comenzado el rodaje y Blanchett tenía más proyectos en cartera que cumplir. Así, los estudios le retiraron los fondos y todo terminó. Corría el año 2002 y el proyecto parecía derruirse. El director reescribió el guión para abaratar costes y consiguió que los mismos productores que habían dejado de creer en su película, volvieran a apostar por él. Eso sí, esta vez con un presupuesto de 30 millones de dólares y con Hugh Jackman y Rachel Weisz como protagonistas.
‘The Fountain’ presenta una odisea sobre la eterna lucha de un hombre por salvar a la mujer que ama. Su peripecia épica arranca en la España del siglo XVI, en las páginas de un libro inconcluso, donde un conquistador comienza su búsqueda de la Fuente de la Eterna Juventud, la legendaria quimera que concede la inmortalidad. En la actualidad, el científico Tommy Creo, lucha desesperadamente por encontrar una cura para el cáncer que está matando a su amada mujer, Izzy (Rachel Weisz). En un etéreo futuro, el mismo Tom, viaja a través del espacio como un astronauta del siglo XXVI, empezando a comprender los misterios que le han atormentado durante un milenio. Las tres historias convergen en una verdad, cuando todos los Thomas de todas las épocas, un mismo hombre, el guerrero, el científico y el explorador, aceptan la vida, el amor, la muerte y el renacimiento. Este vendría ser el argumento de una película compleja, que requiere de la total colaboración del espectador para encontrar su perfecta articulación. Un puzzle de tiempos, en el que unos mismos personajes que son representados con distintos cuerpos cruzan la imposible línea conceptual del tiempo para abrir multitud de razonamientos que plantean la existencia como una acumulación de pequeños fragmentos de la memoria, donde pasado y futuro terminan por confluir en un inexorable presente que devuelve al ser humano, inevitablemente, a la realidad.
‘The Fountain’ está creada milimétricamente como un poema visual que formula una arriesgada invitación al arte cinematográfico que roza poco menos que lo ‘kamikaze’, abandonando los preceptos de la narrativa convencional (y lineal). En consecuencia, se deja llevar por la creencia de un juego de intensa reacción emocional, presentando diversas teorías astronómicas sobre el cosmos, esbozando teodiceas místicas sobre una metafísica puramente panteísta basada en el amor, en el telurismo, en la tanatofobia, en el renacimiento… Por ello, hay quien pueda tachar a Aronofsky de neomodernista, de arrobador visual sin sustancia que ha diseñado su obra más pretenciosa y rimbombante hasta el momento. Nada más lejos de la realidad, ya que el realizador articula lo puramente trascendente y conceptual del abstracto (formal y argumentalmente) sin tener que recurrir a una explicación intuitiva o gráfica, lo que convierte a esta excelente película en una experiencia sensorial y subjetiva. Y lo hace alejándose de los cánones habituales, delimitando su historia a una imaginería propia para narrar una arriesgada trama que gira en torno a razonamientos sobre la naturaleza de la muerte y la admisión del dolor como parte de la vida.
Estamos así ante una película en la que conviven el drama, la ciencia ficción, la metafísica o la religión, elementos yuxtapuestos en una voluntad de juego temporal, donde las percepciones son expuestas de una forma casi hipnótica. De esa forma, instaurado en el cine fantástico, Aronofsky, traslada su historia de amor a tres esferas, representando el pasado, presente y futuro como una especia de muerte, vida y purgatorio. Con viajes por las diversas épocas a través de una nebulosa esférica como transporte cósmico, simbolizando el futuro como un mundo etéreo y espiritual. A pesar de que en estos tiempos muertos, donde la arritmia y la imperfección se hacen más perceptibles, donde se abusa en exceso de esa esfera de meditación, donde el vacío ingrávido supone un éxtasis hipnótico de reflexión vital como artificial recurso visual, esos viajes se subrayan como único elemento de engarce con las historias de este hombre desesperado que no cejará en su imparable búsqueda de evitar la muerte. Es en esos extraños momentos de ‘ralentí’ temporal donde reside parte de la fuerza de la idea de Aronofsky, que no se ciñe a ningún precepto genérico, sino que recurre al poder de la abstracción para evitar la redundante anticipación científica, sugiriendo, de paso, su creencia fílmica en la imaginación, de donde se deriva una representación alegórica de conceptos de innegable emoción críptica.
Más allá de su forma sensorial, de su barroquismo fotográfico, de su misticismo, espiritualidad o trascendencia cósmica a lo todos vienen llamando ‘new age’, ‘The Fountain’ plantea una historia de amor y vida llena de sentimientos y de alegorías que va más allá del simple argumento con ínfulas de magnitud trascendente. La de un hombre sumido en la materia y en sus cambios, que aspira a descubrir la esencia de la vida y de la muerte, recurriendo a una cosmología que sirva a la vez de puente y camino hacia el encuentro de sí mismo y la aceptación de la Muerte como principio de la Vida. Tampoco es que Aronosky pretenda seguir los pasos filosofales de Empedocles, Plotino, Aristóteles o discípulos como Avicebrón o Mekor hayim, pensadores adheridos al estudio de la inmortalidad o la fuente de la eterna juventud, sin embargo, en esa idea de la muerte aceptada como un acto de creación, se encuentra la clave de la historia de amor atemporal; como la semilla que germinará el árbol de la vida, la esencia del amor perdido, la Fuente que da título al libro inacabado de Izzi.
Tom ama por encima de todas las cosas a Lizzi. Por eso, es incapaz de admitir que ésta vaya a morir a causa de una enfermedad terminal. Bien sea en el presente, con su exitosa investigación para acabar con el cáncer, en el pasado precolombino, donde un chamán le ensarta con una daga para advertirle que la muerte representa el camino al asombro o inmerso en el futuro místico, imperturbable ante el Árbol de Xibalba, recuerdo inmortal de un alma que pervivirá eternamente como símbolo orgánico y mitológico. El único razonamiento lógico a tanto sufrimiento será, en definitiva, la aceptación de la muerte de un modo natural, como atributo de humanidad. Él, en todas las épocas que aparecen en la cinta, buscará la eternidad, aferrado a lo terrenal y a lo físico frente a ella, que ya no tiene miedo a la muerte porque ha logrado separar el alma del cuerpo. El dolor y el consunción del tiempo terminan por develar la paz y el amor como conformidad del final, de ese “terminar” con el sufrimiento que supone la pérdida, recordando los momentos de felicidad y lamentando aquellos desaprovechados (como un simple paseo para ver la primera nevada), cuya condición de efímero los hacen perdurables en la memoria.
‘The Fountain’, tal vez, envicie su odisea narrativa de cierto exceso de prosopopeya visual en las imágenes cálidas y tonales de Matthew Libatique o su complejidad espiritual llena de misticismo fragmentado entorpezca su entendimiento, pero lo cierto es que Aronofsky ha logrado su mejor cinta hasta el momento, desplegando una incuestionable fuerza narrativa, de poderosa belleza, de innegable arte… donde perdura la catarsis de un autor que ha logrado mostrar esta obra, aparentemente irracional y suicida, surgida de intenso acto de fe en su película, sobreponiéndose a todos aquellos que renunciando a ella. Una experiencia amplificada bajo la partitura del inseparable compositor de Aronofsky Clint Mansell, que ha vuelto a redondear una magnífica partitura capaz de fortificar el onirismo y sublimar la tragedia de un filme en el que sería injusto no destacar la prodigiosa contribución de Hugh Jackman y Rachel Weisz, que logran conmover y llenar de matices todos los roles que interpretan.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2007

martes, 8 de mayo de 2007

¡Por el poder de Grayskull!

Cada día que pasa, el engranaje comercial del medio cinematográfico en Hollywood se entiende mucho menos. Un medio contagiado de circunstancias patógenas. Muchos lo llaman modas. Otros, simplemente, falta de ideas. A la desastrosa costumbre de maladaptar una pila ingente de cómics a la gran pantalla se une, por extensión, la de probar suerte con series de animación, así como la explotación indiscriminada de los eternos y corrompidos ‘remakes’, como es el caso. A lo largo del año emergen conatos de noticia en forma de resonancia rumorológica. Habladurías cinematográficas que sacian el ímpetu de portadas y páginas de revistas (bien sea de papel u ‘on-line’) con ganas de avanzar lo que serían nuevas superproducciones.
Hasta ahí bien. Pero es que hay algunas que son para mear y no echar gota.
La última: Legendary Pictures, productora depositaria de los derechos de ‘Masters de Universo’, podría estar preparando un filme sobre la célebre serie de dibujos de los 80. Y ya hay nombres que suenan como posibles partícipes: Bryan Synger como director y como protagonista, nada más y nada menos, que el admirado Brad Pitt. Si esto fuera cierto, el intérprete (ahora inmerso en el rodaje de ‘The Curious Case of Benjamin Button’, de David Fincher), tendría que hacer grandes esfuerzos físicos para conferir a He-Man con cierta semejanza a las expectativas que tendría el público con respecto a este poderoso personaje del reino fantástico de Eternia, que ya interpretó Dolph Lundgren en la espantosa versión dirigida por Gary Goddard en 1987. La noticia la daba The Sun Online, pero esta mañana se puede leer en Slahsfilms la negativa por parte de Legendary Pictures de su participación en dicho proyecto. Lo dicho, todo especulaciones, rumore, rumore…
Veremos si el bueno de Pitt se pone fino a esteroides (como Gerard Buttler y sus acólitos en ‘300’) y acepta luchar contra Skeletor para proteger y salvaguardar los secretos del Castillo de Grayskull o prefiere seguir siendo embajador de buena voluntad de UNICEF, adoptando niños o montándose tríos sexuales con Angelina Jolie y ‘top models’ de escandalosa belleza.
Sí, amigos. Lo que leéis.
ACTUALIZACIÓN: Buá, que nada. Que no. Que finalmente es un rumor. Que Pitt prefiere seguir haciendo tríos que gritar por Grayskull.
Qué se le va a hacer.

lunes, 7 de mayo de 2007

Bill Nighy, ejemplar actor

Eres un respetado y veterano actor veterano, curtido en la televisión inglesa. Han reconocido tu carrera con multitud de premios, gracias a tus grandes y conmovedores interpretaciones a lo largo de casi tres décadas de dedicación. Has ido labrando un prestigio que embelesa por esa flema británica que tan bien funciona y que te ha dado la oportunidad de ir labrándote una pequeña e interesante filmografía comercial en el cine reciente. Bien sea en comedias (‘Shaun of the Dead’, ‘Love Actually’, ‘The Hitchhiker's Guide to the Galaxy’) como en dramas (‘El jardinero fiel’, ‘Diario de un escándalo’…). Parece que estás de moda. Te involucras en algunos de esos mastodónticos rodajes que deparan un seguro taquillazo y un empujoncito al 'mainstream', a que la gente te conozca un poco más y les suene tu nombre. Ya sabes de antemano que pertenece a las superproducciones más costosas de la historia y que el público va a llenar las salas para ver, como es lógico, las secuelas de ‘Piratas del Caribe’. Bill Nighy interpreta en las dos últimas películas de Gore Verbinski a Davy Jones, un bucanero mitad humano mitad cefalópodo, Amo de las Profundidades del Océano, que tiene una deuda de sangre con el legendario Jack Sparrow.
Lo que nadie te ha dicho es que, para dar vida a Jones, debes ponerte cada día un pijama gris hortera, bordeado con velcros y bolitas blancas, pintarte los ojos como si hubieras mirado por unos prismáticos de esos de coña, la boca a lo Al Johnson en ‘El cantante de Jazz’, colocarte una redecilla en el pelo y un gorrito de presidiario también con bolitas. Con eso, predispones tu mente para creer que eres un temido pirata, el gran villano que dará la réplica a Johnny Depp.
En algunas ocasiones, ser actor de películas manofacturadas por las grandes ‘majors’ es, más que una profesión, un acto de fe, una demostración de profesionalidad. Como en el caso de Nighy, rodando su papel con estas pintas, cagándote cada minuto que pasa en la madre que parió a los imprescindibles efectos especiales digitales que harán de ti el verdadero personaje dentro de la película. Eso es actuar.

jueves, 3 de mayo de 2007

Review 'The Number 23'

Inconsecuente alucinación numerológica
Joel Schumacher concede una de sus peores muestras como realizador con un filme que, partiendo de una interesante idea, termina por resultar un anodino y autoindulgente disparate.
Cuando William Hjörtsberg escribió ‘Fallen Angel’ en 1978 y Alan Parker la tradujo a imágenes en 1987 abrió una peligrosa Caja de Pandora en el género del ‘thriller’ psicológico (unido a célebres antecedentes como ‘Psicosis’ o ‘El Resplandor’) que se avecianaba. Si bien aquélla evocaba con acierto, a medio camino entre el hábitat detectivesco del mejor Raymond Chandler y el éter enfermizo y alucinatorio de ‘Fausto’, la historia de un investigador privado Harry Angel, que buscaba a un misterioso hombre desaparecido Johnny Favourite, en un viaje a los infiernos donde la religión, la diferencia de clases, el vudú, el satanismo y la insania descubrían un final aterrador como develamiento de un misterio sorprendente. En el cine moderno ha seguido perpetuando ciertas pautas sistemáticas, falsificando la utilización de la misma fórmula de desenlace que invoca a ese mismo final sorpresivo. Entre otras, películas recientes como ‘Vidocq’, de Pitof, ‘La ventana secreta’, de David Koepp, ‘El Maquinista’, de Brad Anderson, ‘El escondite (Hide and seek)’, de John Polson o ‘Haute tension’, de Alexandre Aja. Cintas que han fusilado la idea de avocar toda su estructura a ese remate tramposo que perturbe al público. Sólo importa el giro final, con encopetada sorpresa que, a estas alturas, en vez de asombro provoca casi indignación y desidia. Eso es ‘El Número 23’.
La última cinta de Joel Schumacher y el enésimo intento de Jim Carrey por ser considerado un actor dramático (o al menos alejado de la comedia que le encumbró al éxito) narra la obsesión de un hombre que comienza la lectura de una novela que parece un relato que une su vida al del protagonista del libro por un dígito, el 23, el cual empieza a hostigarle y cree ver en todas partes. Por supuesto, el desdoblamiento de caracteres en la ficción y en la realidad está servido, sin poder evitar el recurso de ‘flashbacks’, voz en Off y ficticios episodios procedentes de ese extraño libro regalado por su esposa, mezclando la vida del hombre aburrido y gris y de Fingerling, un detective de gabardina y saxofón al que le une la obsesión por el número 23. Dentro de la película, porque así lo quiere el debutante guionista Fernley Phillips todo da como resultado 23, sumado, restado, dividido o multiplicado. Cualquier fecha, dato, señal, hora, aniversario, edades… Sin embargo, el número 23 es un pretexto más para describir un proceso de paranoia, para relatar un aburrido delirio autorreferente cuya reiterada cifra es el epicentro de los enigmas relacionados con un asesinato sin resolver.
Una historia de ciertas posibilidades que podría haber explotado de un modo menos convencional el drama si hubiera sabido explotar la fusión de represión de la memoria, hipnosis y poder de la sugestión. En vez de eso, Phillips y Schumacher proponen una intriga psicológica tan aburrida como presuntuosa, con la inconsecuente alucinación numerológica como único cimiento en el que apoyarse, ya que la alteración de matices únicamente viene dada por la fatua puesta en escena, con ese trasfondo de pesadilla remitido al artificio estético donde no existe ningún tipo de lenguaje metafórico, ni tampoco destaca en especial el éter fotográfico que sólo aparenta estar conseguido en los contrastes entre historias paralelas utilizados por el director de fotografía Matthew Libatique.
Y es que ‘El Número 23’ tal vez sea la película más impersonal e insustancial en la irregular carrera de un Schumacher caracterizado por una fluctuante filmografía llena de algunos aciertos y bastantes desvaríos. Aquí, su fatal error es la grandilocuencia modernista, cuya articulación de prototipos asume la idiosincrasia de otros autores como (es inevitable echar mano del tópico general) David Lynch, David Fincher y otros cineastas con cierto estilo de belleza percutante. Eso sí, tampoco ha podido hacer mucho, ya que la historia en sí quiere, pero no puede, establecer una relación directa con ‘pulp’, mezclando géneros y recursos. Una catástrofe, en definitiva.
Empero, el trabajo de Jim Carrey está a la altura de su propósito. Alejado de la comedia, no es que éste sea una de sus interpretaciones más memorables, pero cumple su función de doble personaje paranoide (más templado en esa vida “real” que cuando se enfunda la gabardina de su alter ego literario, donde se le van sus característicos ‘tics’). Otro elemento de agradecer, dentro de tanto despropósito, es la presencia de una Virginia Madsen que aborda la madurez desde la sensualidad (y ¡madre mía! que si lo hace) y el buen hacer de una excelente actriz que puede ser lo único destacable de esta olvidable película.
Autoindulgente y, por momentos, grotesca, ‘El Número 23’ empieza hablando de las casualidades y acaba encontrando, bajo su aburrida esencia, un discurso sobre la paranoia, donde todo acaba por ser poco menos que absurdo; el entramado argumental, la ineficacia de pulsar los resortes narrativos de un argumento que, pese a su corta duración, parece no acabar nunca, su artificioso planteamiento, su escasa originalidad y previsible parte final, en la que, para más sorna, se delimita a los cánones de la estupidez, donde prevalece la justicia sobre la obsesión con un discurso políticamente correcto y un plano final que hace de esta obra de Schumacher una verdadera insensatez.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2007

miércoles, 2 de mayo de 2007

Movidas binarias

La vida informática, para los mostrencos sin muchos conocimientos de la materia, como es el caso de un servidor, es un mundo dramático y funesto que gira en torno a lo dantesco y lo cruel cuando se trata de problemas. Hace menos de cuatro meses que tengo un flamante ordenador nuevo. La placidez de la novedad, la sensación de aliento inaugural, el ánimo con el que cada mañana la melodía de Windows suena a través de unos altavoces que parecen transmitir la complacida agitación de un estreno. Vendría a ser como ese insustituible aroma de los coches a estrenar, cuando haces tu primer kilómetro, cuando acaricias por primera vez la tapicería... Pues bien, la semana pasada se inmoló uno de los discos duros de 320 Gigas, donde 275 de ellos, con todos sus archivos… ¿Cómo decirlo? …sus archivos de copias de seguridad compartidos de vídeo, música y otros menesteres. En menos de un segundo, todo mi ocio venidero para los próximos meses había muerto. Dictamen: exánime debido a una incidencia de ceros y unos bajo la denominación de ‘error de smart’, que acabó por emborronar un inicio de puente que prometía ser muy cinematográfico y lleno de novedades. Supongo que tragedias como ésta se celebran cada día en la SGAE, juntos con los demonios que arden en este particular Infierno donde se aprovechan del ciudadano medio. Empero, por otra parte, son cosas que pasan.
Hoy mismo, pasado el trance y disgusto, nueva aventura en la adversidad informática. En mi monitor de 19” LG 1919S Sf ha brotado, de la nada, una línea vertical que atraviesa toda la pantalla en forma de mofa despreciativa. Por supuesto, hechas las diversas pruebas de otros componentes informáticos, la contrariedad procedía de la pantalla LCD. Un TFT puede parecer ligero. Y en los primeros cinco minutos de transporte debajo del brazo lo son. Inmediatamente empieza a pesar como un muerto. Al llegar a la tienda de informática uno lucha por no sucumbir por tanta pesadumbre y malestar. “No podemos hacer nada. El monitor es el único elemento con garantía comercial del fabricante” espeta el dependiente ¿Y eso que significa? Que tengo que acudir, monitor debajo del brazo, a un servicio técnico especializado ubicado exactamente donde Cristo perdió el mechero. Es entonces cuando añoro esa imprecisa sensación del olor de un coche propio que nunca he tenido. Y así, pensando en lo primoroso que sería tener un vehículo donde transportar a mi muerto particular, he seguido caminando varios kilómetros. Cuando he llegado, con el brazo completamente desarticulado, la lengua fuera y varios litros de sudor dibujando extrañas grafías por mi rechoncha complexión, la señora me explica no hacía falta que fuera hasta allí andando, que la garantía incluye servicio ‘in situ’. Es decir, que te lo van a buscar a casa y te lo llevan cuando esté arreglado. Mi rostro, especulativo, tenía una definición escrita en él: “gilipollas”. Por si fuera poco, después de tan lamentable trance, he tenido que cargar con otro monitor que no es TFT y que pesaba como diez veces más que el otro desde casa de mis padres hasta la mía, dejando como secuela una simpática dolencia de espalda de la que estoy disfrutando en soledad, como los hemorroides, con el regocijo, al menos, de poder seguir trabajando en condiciones normales delante de una pantalla de ordenador.
Es lo más parecido al término “absurdo” que me ha sucedido últimamente.
Y de todo esto hay que sacar algunas conclusiones.
1.- Tengan ustedes cuidado cuando compren un monitor TFT (sobre todo, si es de LG).
2.- Asegúrense de que llamar al Servicio Técnico de sus electrodomésticos en garantía para saber las condiciones de la misma.
3.- Cuando vayan obteniendo archivos de películas, tengan cuidado con acumularlos en su disco duro.
4.- Sáquense el carnet de conducir. A veces, es necesario.
5.- Procuren doblar las piernas cuando llevan sobrecarga de peso cuando llamen al ascensor y sujeten el bulto.
6.- No lean este tipo de post que no llevan a ningún sitio. Son más instructivas las ‘reviews’, por eso mañana colgaré la de ‘The Number 23’. Eso sí, no esperen nada bueno del nuevo despropósito de Schumacher.

lunes, 30 de abril de 2007

La secuela

La segunda hija de los príncipes de Asturias se llamará Sofía, en honor de su abuela, la Reina. La pequeña nació ayer por cesárea a las 16.50 horas en la clínica Ruber Internacional de Madrid, cuatro horas y media después de que su madre ingresara en el centro médico con contracciones. Pesó 3.310 gramos y midió 50 centímetros, un poco más delgada que su hermana cuando nació y un poco más alta.

jueves, 26 de abril de 2007

Review 'The Reaping'

‘La Cosecha’, más allá de su argumento, que invoca una extravagante miscelánea de ominoso discurso apocalíptico y esencia de iluminación ‘místicoterrorifíca’, reúne, a priori y sobre el papel, suficientes elementos para resultar, cuanto menos, coherente en su producto final. Veamos; su director es Stephen Hopkins, un cineasta que se ha hecho popular gracias a ser uno de los baluartes de la mediática serie televisiva ‘24’, amén de dirigir algunas producciones de interés (pero sin llevarnos las manos a la cabeza) como ‘Under Suspicion’ o la poco conocida ‘The Life and Death of Peter Sellers’, por otra parte, su actriz, el irrefutable zócalo sobre el que pivota el filme es Hillary Swank, una excepcional intérprete que aglutina en sus vitrinas dos Oscar, pero que, más allá de esa lujosa condición, ha demostrado que es una de las mejores figuras de la cinematografía norteamericana actual. Sin embargo, en la ‘La Cosecha’, ni su realizador ha conseguido aportar ninguna atmósfera que dé al filme una personalidad propia, ni la actriz de ‘Million Dollar Baby’ está a la altura. El primero, carece de cualquier energía onírica o arresto a la hora de llevar a cabo su función, dejando contemplar en contadas escenas alguna escena impactante, cayendo en el error de la profusión artificiosa, de afección descompensada. La segunda, tampoco aporta gran cosa a un personaje sin sustancia. Sólo su presencia, que está muy buena sí, pero también con un buen hacer. Eso sí, sin mucho esfuerzo.
Con estas dos desacertadas piezas de ‘marketing’ para un proyecto de laxo empaque, poco queda decir del resto de un guión endeble, que abusa de los recursos a modo de ungüento genérico en los que cae una y otra vez, sin ideas nuevas que aportar. Esta historia de renacimientos espirituales ostenta una narración donde subyace un recargado maniqueísmo que contrapone dogmas, crisis de fe, raciocinio y ciencia, donde ateos y creyentes se enfrentan con la Biblia, como pauta de juego en el que el Apocalipsis, el bien y el mal y las demoníacas plagas ejercen de alicientes en una película que recurre al ‘flashback’ como lógico modismo para tanto despropósito. Por si fuera poco, su desenlace resulta, además, irrazonable y disparatado. El golpe de efecto como exclusivo procedimiento con el que sobrecoger al espectador tampoco funciona, ya que éste, consciente de los mecanismos del cine de terror tópico (como es el caso) y de sus limitaciones, encuentra antes el letargo que cualquier muestra de estremecimiento, por mucho que los efectos especiales, sin grandes ostentos, cumplan su discreta función (como la secuencia del río de sangre y la estupenda plaga de langostas).
En definitiva, un reiterativo catálogo de ‘sustos’ vendido como un ‘thriller’ sobrenatural que, a pesar de su pretensión mustia disertación sobre los prejuicios y supersticiones de la América Profunda, cae en la indolencia por la asombrosa falta de convicción con la que ha sido confeccionada.

martes, 24 de abril de 2007

Noche de fútbol

Hay instantes en la vida (pocos, casi contados), en los que expresar que te fascina el fútbol es casi una necesidad.
Esta noche ha aflorado esta sensación.

viernes, 20 de abril de 2007

Review 'The Good Shepherd'

La impasible frialdad del espionaje
De Niro escarba en los cimientos de la CIA con un drama de espías que apunta con saña a unos valores americanos dinamitados, paradójicamente, por la apología del patriotismo.
Bien se podría equiparar Calogero, el personaje protagonista del debut de Robert De Niro tras las cámaras ‘Historia del Bronx’, con este hierático y sórdido Edward Bell Wilson de la segunda incursión como realizador que supone ‘El Buen Pastor’. El primero, un joven fascinado por la celebridad de un doctrinario gángster al que salva de ir a la cárcel se equipara al segundo en el deslumbramiento por una jerarquía (la mafia por un lado, la CIA, por el otro) que escapa a la supuesta normalidad de los progenitores de ambos, percibidos como cobardes y débiles ante unas onerosas vidas de otros padres que sustituyen a los consanguíneos, bien sea por dinero y respeto o por lealtad y patriotismo, según convenga. Lo que está claro es que a De Niro le atrae la representación antagónica de dos figuras paternas, la real y la social, enfrentadas en un mundo de creciente crisis, donde el humanismo se relega a un segundo plano en el que los valores humanos, la genealogía y la moral alteran su sentido ante la hegemonía del poder, el dinero, el trabajo o la reputación.
Para su esperado regreso como director tras catorce años alejado de la dirección, De Niro ha escogido, inteligentemente, el libreto de Eric Roth ‘El Buen pastor’, la historia de Edward Wilson (con ecos biográficos del espía James Jesus Angleton), reclutado por la OSS, agencia del gobierno encargada de captar agentes secretos, debido a su clarividencia e indestructible fidelidad a los valores americanos. Una vida desarrollada desde 1939, en los sumideros intelectuales y universitarios de Yale (la logia masónica Skull & Bones), el origen de la todopoderosa CIA estadounidense, hasta 1961, periodo crucial en el panorama internacional para Estados Unidos con la II Guerra Mundial y las tensiones posteriores con la Unión Soviética y el desastre de Bahía Cochinos en Cuba. Un lapso, donde hay que subrayar la pésima caracterización de los personajes en sus diversos tiempos, un escollo imperdonable dentro de la pulcritud con la que De Niro ha mimado cada detalle de su corta obra como cineasta.
A lo largo de 167 minutos, De Niro indaga en la ética instituida única y exclusivamente a la lealtad por los valores patrióticos de un personaje reservado, antipático, hermético y autosuficiente, que es capaz de sacrificar todo aquello que simboliza la felicidad humana para salvaguardar a su país. Desde un prisma desmitificador e impasible con el subgénero de espionaje, Roth y De Niro, presentan, en primera estancia, a un hombre rutinario de aparente vida gris que, en el fondo, está podrido de secretos y mentiras, sumido en un sórdido mundo de apariencias, de archivos secretos e información clasificada. Una vida críptica que logra traspasar la pantalla con solemne frialdad, delimitada a saltos constantes de tiempo que transportan al espectador a la juventud de Wilson y a los años 60, donde la paranoia y obsesión por el trabajo bien hecho le han convertido poco menos que un monstruo sin entrañas de impávida displicencia. De hecho, Matt Damon (que realiza una labor interpretativa encomiable) recuerda considerablemente a su rol Jason Bourne, con la que la película de De Niro tiene algún punto en común, por el carácter sombrío e impasible con el que se enarbola la trama de espionaje dentro del conspirador entorno de la política internacional.
‘El Buen pastor’ se recrea en la terrible composición de un personaje sin alma, frío y calculador, capaz de postergar cualquier tipo de dilema moral y familiar en función del enfrentamiento que surge entre las organizaciones y sus relaciones geopolíticas, encubriendo coacción y violencia. A De Niro le interesa más el drama intimista, pero a la vez sórdido y sucio, de un hombre con un código de honor incorruptible, incapaz de ofrecer reciprocidad a la mujer que ama (una Tammy Blanchard que se sitúa muy por encima de la gran labor de Angelina Jolie, que interpreta a la mujer con la que el agente se casa porque la deja embarazada, respondiendo así a una cuestión de honor) y que labra una única amistad con un agente de la KGB que actúa como confidente. Único estribo donde la verdad hace acto de presencia en la vida de un hombre cuya paranoia y crueldad se acrecienta cuanto más profesional se vuelve.
Cierto es que en muchas partes de la película, De Niro dilata en exceso esa profusión de quietud y parsimonia con la que se narra la historia, deteniéndose en un licencioso detallismo centrado la intimidad del personaje en relación al corrupto mundo que le rodea (sobre todo, en su parte final y en las secuencias de drama familiar y juventud), pero que exige este demorado ritmo, ineludible para que la maquinaria escénica y narrativa mantenga la pauta clasicista y traslúcida del actor y director.
Si bien es verdad que De Niro, bajo el gélido acercamiento a la vida de este impertérrito espía esconde una intención de épica y solemnidad, también lo es su invisibilidad a la hora de ponerse tras la cámara, esquivando cualquier percusión grandilocuente para dejar que la narración se exhiba con su pureza narrativa, manteniendo una agradecida visión hiperrealista de la historia, desde una posición disyuntiva, sin maniqueísmos ni rémoras morales, donde cada personaje (excelentes Alec Baldwin, Michael Gambon, William Hurt, John Turturro, Joe Pesci…), por mínima aparición que tenga, es vital en el transcurso de la historia.
Construida con grandes dosis de eufemismo, ‘El buen pastor’ descubre sus mejores cualidades en esa crudeza inhumana de un discurso que desbarata la jerarquía sobre la que se sustenta ese ente patriótico que es ‘american way of life’ (y más en la época en la que transcurre el filme); la familia, un término arcaico desmantelado y despreciado que no es más que un estorbo dentro de la poderosa organización que simboliza la CIA, el padre protector que sustituye a la figura paterna de un cobarde y débil traidor a la patria cuya poderosa y alargada sombra golpea la conciencia de un personaje que logra eliminar el único recuerdo que humanizaba su persona.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2007